Modelos y liderazgos en América Latina
Nueva Sociedad 205 / Septiembre - Octubre 2006
Así como ocurrió en el pasado con la transición democrática, lo que hoy está en juego en América Latina es la recomposición de las relaciones entre Estado y sociedad y la posibilidad de construir una capacidad de acción política frente al mundo globalizado y la fragmentación interna. No existen modelos exportables que puedan considerarse líderes para la región, ya que cada país tiene sus propias características y enfrenta problemas diferentes. Y, a pesar de lo que sostienen algunos, tampoco puede hablarse de liderazgos para los procesos de inserción en el mundo globalizado, sino de ejes de integración regional parciales.
Las cuestiones planteadas en los últimos meses sobre liderazgos o nuevos liderazgos en América Latina y sobre el giro a la izquierda de algunos gobiernos tienen dos dimensiones que no pueden ser contaminadas entre sí porque, aunque es evidente que las proyecciones de una pueden afectar a la otra, son autónomas. La primera de estas dimensiones se refiere a la existencia o no de modelos «exportables» de sociedades o países, que puedan servir como paradigmas. Eso convertiría, según algunos, a los países «ejemplares» en líderes de la región. La segunda dimensión se refiere al liderazgo que algunos de los presidentes pueden ejercer en el conjunto de América Latina. Ambas cuestiones requieren ser reformuladas: la primera, en el sentido de cuáles son los modelos en juego capaces de resolver las problemáticas internas de cada sociedad que, en términos comunes a todas ellas, consisten en la recomposición de las relaciones entre Estado y sociedad; la segunda dimensión debe reformularse teniendo en cuenta los ejes y las alianzas para el proceso de integración regional en el marco del proceso de mundialización o globalización. A ambos aspectos nos referiremos en el presente artículo.
La problemática latinoamericana actual
Al comienzo de la década del 90, con la finalización de los procesos de transición política y el auge de las reformas neoliberales, señalamos que ya no podía pensarse a América Latina en términos de una sola problemática histórica que engloba y define a otras, como lo fueron, en décadas anteriores, el desarrollo, la revolución o la democracia, por nombrar solo algunas. Si se quería mantener la unidad analítica e histórico-política de la región, pese a las enormes variantes y diferencias en su interior, era necesario entender que la problemática es multidimensional, o que estaba compuesta por diferentes cuestiones no reductibles las unas a las otras. Ello tanto al nivel analítico como de la acción política.
La primera de estas cuestiones era la construcción de sistemas políticos democráticos, una vez superados los autoritarismos, las guerras civiles, las inestabilidades o las dictaduras militares. La segunda era la democratización social, cuyo objetivo era la superación de la pobreza y las desigualdades, por un lado, y el fomento a la participación ciudadana, por otro. La tercera era la reformulación del modelo económico implantado con las reformas estructurales del llamado «Consenso de Washington», para construir –o reconstruir– un Estado de Bienestar, lo que significaba un nuevo impulso al papel dirigente y regulador del Estado. La cuarta cuestión, que de algún modo abarcaba las otras tres pero que tenía también su propia especificidad, se refería a la construcción de un modelo de modernidad que, incorporando las diversidades culturales de los países y las regiones, permitiera su inserción autónoma en los procesos de globalización que empezaban a permear todos los ámbitos de la sociedad.
Es innegable que estas cuatro dimensiones han experimentado transformaciones importantes. En efecto, los regímenes posdictatoriales se han consolidado, aunque no todos son genuinamente democráticos. Además, las crisis políticas importantes, que en muchos casos han significado la finalización abrupta o anticipada de los mandatos presidenciales, en algunos países como resultado de fuertes movilizaciones sociales y populares, se han resuelto siempre por la vía institucional, sin regresiones autoritarias estables como en el pasado. Sin embargo, en América Latina la democracia aparece en forma generalizada –y uno podría decir ya consolidada– justo cuando ella, y más en general la política, se encuentran cuestionadas en su relevancia para resolver los problemas y para expresar las demandas de la sociedad. Por un lado, los procesos de globalización parecen quitarles a las comunidades políticas su capacidad de decisión sobre muchos problemas cruciales, que quedan en manos de los mercados transnacionales y los poderes fácticos de todo tipo. Y, por otro lado, las nuevas formas de exclusión, desigualdad y pobreza generan condiciones en que se hace difícil un ejercicio real de la ciudadanía. Este déficit democrático es estructural y sustancial, lo cual, más allá de los problemas propios de las instituciones de cada país, estudiados y enfatizados por el ya clásico informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ha llevado a la construcción de un nuevo mito: el de la sociedad civil y la ciudadanía. Como todo mito, éste tiene también un núcleo racional: en este caso, la crítica a una política y a unas instituciones que parecen distanciarse de «la gente», distancia que, en épocas anteriores, tendía a acortarse por el papel movilizador de las ideologías y los proyectos políticos populistas o revolucionarios. También este núcleo racional lleva a la demanda de una democracia más participativa más allá de la simple, pero fundamental, participación electoral. Sin embargo, esto también puede llevar a la exaltación de la sociedad civil y la ciudadanía como la expresión de «las preocupaciones de la gente», convirtiendo a aquellas instancias ya no en un contrapeso necesario para el Estado y la acción política, sino en un sustituto. La crítica a una determinada política o al funcionamiento de determinadas instituciones se transforma así en una crítica a la política en sí misma. A la superación de esto no contribuye una clase política perpleja que, o bien se refugia en métodos tradicionales que ya no sirven para la representación o la movilización políticas, o bien cede a esta anulación de la política, convirtiéndose en portavoz de los «problemas de la gente». El «estilo ciudadano» y la «centralidad» de la sociedad civil pueden llevar, en muchos casos, a erosionar la legitimidad de instituciones que se crearon precisamente para asegurar la representación de la gente. En otras palabras, una secreta complicidad entre los políticos y la sociedad para saltearse a las instituciones, en vez de reformarlas y generar otras nuevas. Por un lado, la sociedad civil aparece dotada de una virtud y una homogeneidad que contradicen la realidad de intereses particulares y contradictorios propios de la condición humana, mientras que la ciudadanía se presenta solo en su dimensión de derechos individuales y no en su pertenencia a una comunidad política. Por otro, la política tiende a disolverse en la farándula, la mediatización, la acción puramente corporativa, la autorreferencia de la clase política, la oferta de respuestas fáciles a las «demandas de la gente». A ello hay que agregar el papel que juegan ciertos organismos financieros internacionales, que exaltan a una sociedad civil y a un ciudadano abstractos que, en realidad, se transforman en clientes o beneficiarios de políticas tecnocráticas que condenan como populismo a todo aquel que se aleje de ellas. Para que estos llamados a la sociedad civil y a la ciudadanía no se conviertan en puramente retóricos, es indispensable que estén acompañados por la creación de instituciones de participación efectivas, además de reformas que relegitimen a los partidos políticos, que son los que pueden resolver de manera más adecuada las relaciones entre Estado, política y sociedad. Con algunas excepciones, esta agenda de reformas –del Estado, la política y las relaciones con la ciudadanía– aún está pendiente. En el plano económico y social, es cierto que, más allá de las diferencias entre países, se ha avanzado relativamente en los temas de crecimiento y superación de la pobreza (aunque ésta aumente en términos absolutos). Sin embargo, siguen pendientes al menos tres temas centrales: la definición del papel del Estado como dirigente del proceso de desarrollo y agente principal para la inserción en la globalización; la superación de las desigualdades, y una transformación productiva que signifique la efectiva incorporación de la región a la sociedad del conocimiento y, también, la generación de empleos decentes. Ello implica, ni más ni menos, un nuevo modelo de desarrollo, diferente tanto del modelo clásico como del proyecto neoliberal conocido como Consenso de Washington y que hoy nadie puede defender razonablemente.Cabe preguntarse si en todas estas cuestiones es posible discernir una problemática común y central para los países de América Latina, como en el pasado lo fueron las transiciones democráticas, las reformas estructurales de los 80 y los primeros impactos de la globalización. Desde nuestra perspectiva, lo que está en juego detrás de los «modelos», las políticas, las nuevas formas de acción colectiva y los liderazgos es la recomposición de las relaciones entre Estado y sociedad, de la nación en sus diversas expresiones histórico-culturales. Es decir, la capacidad de construir, más allá de los regímenes formalmente democráticos, una capacidad de acción política de la sociedad frente al mundo globalizado y la fragmentación interna. Se trata de una cuestión especialmente aguda y visible en aquellos países en los que el sistema partidario, independientemente de sus fallas clásicas, se derrumbó, y donde surgieron nuevas formas de liderazgo, no convencionales y alejadas de proyectos ideológicos o de la política partidaria. No pueden entenderse los procesos electorales de los últimos años, ni lo que se ha llamado el «giro a la izquierda», ni los intentos que algunos califican equivocadamente de neopopulismo, ni la aparición de nuevas formas de movilización social y de actores hasta ahora inéditos, si no se tiene en mente este nuevo contexto, similar a la situación enfrentada por nuestros países después del derrumbe oligárquico o la crisis económica mundial de la primera parte del siglo XX. En aquella época, el desafío era básicamente la integración de las masas a un proceso de desarrollo cuyos parámetros estaban de alguna manera definidos, en el marco de Estados cuya base socioeconómica y cultural, por restringida que fuera, era indiscutible. Hoy, en cambio, lo que está en cuestión es precisamente esta capacidad estatal de accionar sobre los flujos de mercados y comunicaciones transnacionales y, por lo tanto, su legitimidad ante poblaciones que, exaltadas como ciudadanos, quedan, sin embargo, inermes ante los poderes fácticos. Esta recomposición de la sociedad y de la nación, que tiene una dimensión subnacional (algunos la llaman «democracia local»), una dimensión estatal y una dimensión supranacional (de integración como bloque a los procesos de globalización), está en la base de todas las agendas de los gobiernos actuales, aunque no siempre de manera explícita. Y si bien hay rasgos originales en cada una de las fórmulas actuales de recomposición entre Estado y sociedad o de reconstitución de la nación, todas ellas tienen una sorprendente semejanza con el modo en que cada país enfrentó los desafíos en otras épocas. De aquí una primera razón para que no haya modelos, fórmulas o liderazgos que puedan considerarse ejemplares para otras situaciones.Mas allá de los proyectos de reconstrucción de los Estados-nación en juego que mencionaremos luego, es necesario señalar que, si queremos buscar un contenido para un proyecto de estas características, éste debiera responder a cuatro cuestiones. Una de ellas es la dimensión ética. En sociedades que vivieron crímenes y genocidios, el conjunto de valores que conforman esta dimensión no puede ser sino la restauración de la justicia, el fin de la impunidad y la centralidad de los derechos humanos y, al mismo tiempo, el respeto de las diversidades. En otros casos, es probable que el núcleo valorativo predominante surja del conflicto étnico, los enfrentamientos armados o las desigualdades sociales. Lo que queremos indicar es que no hay nación o proceso de reconstrucción de ella sin esta dimensión o contenido ético que se oponga a las fragmentaciones, las desigualdades y los individualismos asociados a la globalización. Y la memoria emblemática de lo que podría llamarse el «conflicto central» de cada sociedad pareciera ser su fuente principal. Una segunda cuestión es la socioeconómica, que consiste, fundamentalmente, en hacer de los dos o más países que hay dentro de cada país uno solo, una sola comunidad socioeconómica. Ello implica básicamente el tema de la igualdad, éste requiere redistribución y ésta, a su vez, exige el fortalecimiento y la legitimación de los Estados, los únicos que pueden generar redistribución. Como fue planteado en la última reunión de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), la cuestión central es la conformación de un nuevo pacto social que lleve a un Estado de protección en América Latina, en un marco democrático y como parte de un modelo de desarrollo no subordinado a la globalización. Pero, precisamente por todo ello, la problemática económica es hoy más que nunca política, y no solo producto de una evolución natural o del mero crecimiento económico, que de por sí es importante. Ese pacto, por otra parte, no puede hacerse solo con los actores sociales clásicos, que se encuentran muy debilitados, o con los actores nuevos, que son variables y no tienen ni la envergadura ni la consistencia para asumir compromisos de largo plazo. Es decir, no puede formularse solo como un acuerdo entre los ciudadanos o las organizaciones de la sociedad civil. Si el acuerdo o el pacto social no tiene una dimensión partidaria dominante, será imposible que cristalice en instituciones que lo respalden y legitimen. La política y los partidos no podrán ser reemplazados y jugarán un papel aún más importante que en el pasado en la conformación de un pacto social. La tercera cuestión, propiamente política, se refiere a la relevancia y la calidad de la democracia. Esto significa darles a las democracias de la región un sentido más allá de las cuestiones puramente electorales, es decir, convertirlas en verdaderos sistemas de organización del poder y de la sociedad en todos los ámbitos de participación de los actores sociales en el destino de sus países. Pero, además, lo político tiene hoy dos niveles de construcción de la polis democrática, es decir, del espacio de toma de decisiones: el local-regional y el nacional-estatal. Finalmente, una cuarta dimensión, que se muestra en toda su importancia y también en la dificultad en estos tiempos, tiene que ver con la inserción de la nación en el espacio supranacional, a lo que nos referiremos más adelante.
Los modelos de reconstrucción
En América Latina parecieran estar en juego varios modelos o fórmulas de recomposición de las relaciones entre Estado y sociedad, que implican visiones distintas de la sociedad civil y de la ciudadanía, como formas de respuesta a las transformaciones que las reformas económicas y la globalización han implicado. Algunos de ellos se combinan y entremezclan en sus formas históricas pero, como hemos dicho, todos comparten, por primera vez en la historia de la región, regímenes democráticos formales, aunque de diferente calidad y relevancia. A manera de ilustración, nos referiremos solo a aquellos que nos parecen más perfilados, sin que ello signifique que puedan considerarse «modelos ejemplares». Usamos la idea de modelo simplemente en el sentido de fórmula. Hecha esta aclaración, podemos identificar dos modelos o fórmulas en juego que se caracterizan por reconstruir la nación o la sociedad desde la política: uno que tiende a hacerlo desde la acción estatal, con liderazgo personalizado, y el otro que lo hace desde los partidos. En el primer caso, se trata de la permanente movilización política, una especie de democracia continua través de ciertas formas de caudillismo en aquellos países en los que se han destruido las organizaciones políticas de mediación. El ejemplo paradigmático es el gobierno de Hugo Chávez. Muchas veces se lo confunde con populismo, lo cual es incorrecto, ya que el populismo era una política destinada a integrar a sectores excluidos a una comunidad política ya existente, mientras que en este caso se trata de una movilización destinada a refundar o reconstruir la polis a través de una nueva constitución. Es posible que una política como ésta solo pueda realizarse si se dispone de recursos tan estratégicos como el petróleo. Por otra parte, este proyecto tiene todavía como desafío el cambio del sistema productivo. En cualquier caso, el sujeto apelado de este modelo es el pueblo movilizado, y sus riesgos y costos más altos tienen que ver con el problema de la polarización de la sociedad y su dificultad de institucionalización más allá del liderazgo personal. En el segundo caso, representado por los gobiernos de la Concertación en Chile y en parte por la tradición uruguaya, la sociedad se reconstruye a través del sistema de partidos. El caso chileno presenta dos particularidades: no completó la agenda de transición, ya que la institucionalidad sigue siendo heredada de la dictadura; y el gobierno es ejercido por una mayoría de centroizquierda desde la recuperación democrática. El sujeto de este modelo son los partidos, pero también existe una invocación a la ciudadanía que no se expresa en ellos. Y esto es así porque la principal debilidad radica aquí en la dificultad para canalizar y expresar demandas sociales que en sociedades complejas como las actuales, a diferencia de lo que ocurría en otra época, no pasan siempre por la política. El riesgo a largo plazo es que el mismo éxito del modelo impide ver sus defectos y corregirlos, lo que genera una potencial distancia y una tensión entre la sociedad y una clase política que se reproduce gracias a una institucionalidad que, como el sistema electoral, ha sido heredada de la dictadura. Hay otros dos modelos que parten de la premisa de que la sociedad se reconstruye desde su propia base social. Una primera variante es la étnica. Su origen, aunque no «puro», pues incluye importantes elementos de otros modelos, se encuentra en el movimiento de Chiapas. Luego adquirió importancia en Ecuador y alcanzó su máxima expresión en Bolivia, con el gobierno de Evo Morales. Aquí se identifica el «nosotros» de la identidad étnica con el conjunto de la nación y se aspira a refundar el país. Se trata del rechazo a la nación cívica que se impuso secularmente y de su redefinición a partir del nuevo sujeto constituido por las comunidades indígenas, con el riesgo de la exclusión del otro.La segunda variante, a diferencia de las otras, no se sitúa completamente en ningún país y tiene más bien un componente utópico. Es la que se origina en parte en Chiapas con el movimiento antineoliberal, y luego en Porto Alegre, con el movimiento antiglobalización, posteriormente altermundialista. Este modelo se expresa, entre otros aspectos, en las propuestas de los foros sociales y en los llamados a la sociedad civil, sobre todo en su dimensión movimientista, aunque con un fuerte peso de las ONG, como único sujeto capaz de enfrentar los poderes fácticos de la globalización, que han involucrado también a los Estados nacionales en sus proyectos de dominación. La gran debilidad de este modelo es su dificultad de implementación institucional y política en el plano nacional más allá del horizonte crítico-utópico mencionado. Es evidente que, aunque con mucho menor legitimidad que en el periodo de las «reformas estructurales» de los 80 y principios de los 90 y con un amplio rechazo de la opinión pública, también sigue operando el modelo tecnocrático de mercado, promovido principalmente por organismos internacionales como el Banco Mundial. En el pasado, este modelo esgrimía una crítica radical al Estado e impulsaba propuestas para su reducción drástica, con el fin de promover el mercado como forma no solo de asignación de recursos sino también de organización de la sociedad. Hoy, la nueva posición privilegia un aparato estatal destinado a políticas focalizadas que complementen al mercado. Se trata de eliminar la política y la sociedad como espacios de participación y reducirlas al papel de clientes o beneficiarios de proyectos particulares o de relaciones sociales que, en forma de capital social, aseguren la gobernabilidad y debiliten el rol dirigente del Estado y el papel activo de la sociedad. Hay muchas situaciones que combinan elementos de los modelos mencionados. Lo importante es señalar que ninguno de ellos, por más exitoso que sea, puede considerarse como un ejemplo a imitar. Ninguno puede convertirse en líder de la región, ya que obedece a determinantes y particularidades históricas irreductibles. En ese sentido, cabe formular dos observaciones complementarias respecto del cuadro político de la región. En primer lugar, es obvio que la naturaleza de los problemas que se enfrentan, como el descontento popular respecto a los déficits de la democratización y las verdaderas catástrofes producidas por las reformas neoliberales, inclinan la balanza hacia soluciones de contenido popular y redistributivo, más estatales y con mayor autonomía y presencia latinoamericana. Y es evidente que para ello están mejor preparados los actores políticos que se definen como de izquierda. Eso es justamente lo que está presenciando América Latina, en un proceso en el que las mismas izquierdas van redefiniendo y renovando su identidad y sus propuestas. Por ello, distinguir de manera global, como hacen algunos, entre izquierdas buenas y malas, parece simplemente una consigna al servicio de la política estadounidense. Desde luego, esto no significa que no se puedan señalar las debilidades que cada modelo o experiencia pueda presentar. En segundo lugar, y reforzando la idea de que la problemática de cada sociedad no se puede extrapolar a otros países, pareciera que en el actual panorama político hay dos liderazgos nacionales estrictamente inéditos, que se dan en dos casos polares respecto de esta variable clave: el tipo de organización política clásica y su vinculación con la sociedad. Por un lado, el gobierno de Evo Morales, que corresponde, independientemente de su origen socioeconómico, a la reivindicación del principio étnico de una comunidad avasallada, y cuyo ascenso hizo saltar las instituciones partidarias. Por otro lado, el gobierno de Michelle Bachelet, estricta continuidad política con las anteriores tres gestiones de la coalición de centroizquierda y que, al mismo tiempo, es el primer gobierno paritario de mujeres y hombres en el Ejecutivo liderado por una mujer. Nadie podría pretender que alguno de los dos ejerza un liderazgo regional. Pero lo que hay que subrayar es que un gobierno que reivindica un carácter étnico ancestral y llama a refundar la nación y un gobierno que afirma el tiempo de las mujeres en el marco de una de las estrategias partidarias más sólidas de América Latina obligan a repensar las categorías con las que reflexionamos sobre la política. Para lo que nos interesa aquí, quizás no haya mejor expresión de ello que lo que está ocurriendo en las relaciones entre ambos países. Que Chile acepte una agenda de diálogo sin excluir el tema de la soberanía marítima boliviana, y que Bolivia respete el ritmo que requiere este cambio mayúsculo en su vecino, y que ello se haga contrariando a una aparente opinión pública en cada uno de los dos países, muestra que lo que no consiguieron años de diplomacia y conflicto entre liderazgos tradicionales quizás lo puedan lograr un gobierno femenino y un gobierno indígena, poniendo fin a uno de los principales obstáculos para la unidad de nuestra región frente al mundo.
La dimensión supranacional y regional
Hemos indicado que lo que está en juego es la reformulación de un modelo de desarrollo y la reconstrucción de las relaciones entre Estado y sociedad, que los autoritarismos en algunos casos, y las reformas neoliberales y la dinámica de globalización en todos, han traído a los países. Y ello es una tarea eminentemente política como lo es, también, la construcción de un bloque regional.
Estamos en presencia de la emergencia contradictoria, compleja, desigual, de un campo de toma de decisiones que redefine la polis del Estado-nación sin reemplazarlo. Es decir, un proceso de construcción de una nueva forma de soberanía. Mirando hacia delante, ¿cómo se insertarán los países en el mundo globalizado? Una posibilidad es la continuidad de lo actual. Una segunda hipótesis es que cada Estado-nación se inserte por sí mismo, aisladamente, lo que solo pueden hacer países de escala continental, o incluso mayor, como China y la India. Por lo tanto, lo más probable, pero también lo más deseable, es la inserción a través de grandes bloques, como está ocurriendo en Europa. El problema de la inserción de los países latinoamericanos en el mundo globalizado ha experimentado transformaciones importantes en el último tiempo. Parece haberse agotado un modelo que privilegió, por rutas distintas, una integración básicamente económica, y a veces puramente comercial. Tanto los conflictos entre vecinos como el debate en torno de ejes y liderazgos, sumados a la necesidad de una estrategia común frente a temas como la energía, la brecha científico-tecnológica o la agresividad de la política estadounidense, marcan la primacía de la dimensión política. Y ésa es la cuestión central hoy en América Latina, cualquiera sea la definición que se dé de ella. Porque en la construcción de bloques lo que queda claro también es que éstos no se conforman a partir de individuos sino a partir de Estados nacionales. Lo que, a su vez, implica la necesidad de reconstruir la polis nacional y las relaciones entre Estado y sociedad, desestructuradas por los procesos de globalización y, por supuesto, por las políticas neoliberales. Tampoco aquí debería hablarse de liderazgos de uno u otro modelo, o de un país modelo para la región, aunque es evidente que hay una pugna por ello, además de estrategias, no solo políticas sino incluso armamentistas. Pero lo cierto es que hay dos grandes ejes, constituidos por los dos grandes países de América Latina: Brasil y México. El problema es que el primero se niega a asumir este papel, mientras que el segundo se encuentra entrampado en su dependencia respecto de Estados Unidos y defiende una visión más de derecha. En el medio se encuentra el bloque andino, que es el que más sufrió la crisis económica, social y política de los 80 y 90, y que requiere un largo tiempo de refundación de las relaciones entre Estado y sociedad, y desde el cual están surgiendo las respuestas más novedosas. No parece una coincidencia que sea de aquí de donde surgen con mayor fuerza las propuestas de integración latinoamericana, aunque en ningún caso ello permita otorgarles un carácter de liderazgo. Así, más allá de las problemáticas propias de cada país y de los modelos que se adopten para resolverlas, la cuestión política central de la región es la de la voluntad de constituir un bloque con una visión de largo plazo. Ello significa que, más allá de las retóricas o de las discusiones en torno de los liderazgos, hay que poner los temas económicos concretos y acuciantes, como la energía o el desarrollo científico-tecnológico, en la óptica política de la constitución de un bloque regional.
Conclusión
Hemos intentado reformular la cuestión de los liderazgos en América Latina para mostrar el contexto histórico en que se juega la política en la región. Por un lado, en cada país se trata de la reconstrucción de las relaciones entre Estado y sociedad, es decir, de procesos muy profundos, en algunos casos más visibles que en otros, que apuntan a la refundación de la nación. Hemos ilustrado esta situación con la descripción de los diversos modelos en juego y argumentado que ninguno de ellos puede convertirse en ejemplar para toda América Latina porque responde a características irreproducibles. Por otro lado, en término supranacionales, frente a la globalización y formulando una proyección para el largo plazo, no hay futuro para América Latina si no es como bloque integrado. Se trata por lo tanto de algo más que de meros liderazgos voluntaristas, de la conformación de ejes de países en torno de estrategias respecto de los problemas más urgentes, pero que implican, siempre, el predominio de la dimensión política.