Opinión

Diario del año de la pandemia


marzo 2020

¿Cómo leer hoy, en medio de la crisis del coronavirus, las palabras de Daniel Defoe, William Shakespeare y Giovanni Boccaccio sobre las viejas pestes? ¿Podremos construir hoy un diario del año de la pandemia?

Diario del año de la pandemia
Esta necesidad de salir de nuestras casas a comprar provisiones era en gran medida la ruina de toda la ciudad (…). Es cierto que la gente tomaba todo tipo de precauciones. Cuando uno compraba un pedazo de carne en el mercado, no lo agarraba de la mano del carnicero sino que lo sacaba uno mismo del gancho. Por otro lado, el carnicero no tocaba el dinero sino que lo hacía poner en un tarro lleno de vinagre que tenía para ese fin. El comprador llevaba siempre cambio para alcanzar cualquier suma sin tener que llevarse vuelto. Llevaban botellas de esencias y perfumes en sus manos, y todos los medios que se pudieran usar eran usados, pero los pobres no podían hacer ni siquiera estas cosas e iban contra todo riesgo.

La descripción se parece bastante a mi última visita a la carnicería del barrio en pleno aislamiento social, preventivo y obligatorio por la epidemia de coronavirus. Solo que, como ya no tenía dinero en efectivo, usé un medio de pago electrónico, y en vez de perfumes para contrarrestar los efluvios que en el siglo XVII se creía que transmitían la peste, hoy recurrimos a un sobrevaluado alcohol en gel.

La cita es del Diario del año de la peste de Daniel Defoe. La novela, publicada en marzo de 1722, narraba en primera persona las experiencias de un talabartero próspero y piadoso de Londres que firmaba como «H. F.» durante la Gran Peste que visitó esa ciudad en 1665. Las iniciales eran, casi con seguridad, una alusión al tío del autor, Henry Foe, quien había sido testigo de aquella epidemia y que podría haber transmitido sus recuerdos a su sobrino, que tenía solo cinco años cuando todo aquello ocurrió. Aunque transcurría en 1665, la novela aprovechaba el interés renovado por el tema que había causado la visita de la plaga a Marsella en 1720. De hecho, Defoe se había referido a este caso en Preparativos oportunos para una peste, publicado apenas un mes antes que el Diario. Algunos ingleses temían que la epidemia llegara a Londres como un azote de la Providencia para castigar la desmesura y la codicia que, creían, había causado la burbuja financiera de la Compañía del Mar del Sur (1720-1721).

El formato de diario que eligió Defoe para su relato era doblemente apropiado. Por un lado, iba bien con el puntilloso estilo realista que el autor de Robinson Crusoe había perfeccionado durante sus años como periodista e informante del ministro Robert Harley. De hecho, la información del Diario por momentos es tan precisa que los críticos literarios discutieron si se lo podía considerar una novela, y los historiadores a menudo le dan una relevancia equivalente a la del diario de Samuel Pepys, que es uno de los testimonios contemporáneos más importantes de la Gran Preste. Por otro lado, el formato remitía a una práctica fundamental de la tradición religiosa en la que se había criado Defoe. Para los protestantes, y especialmente para los calvinistas, llevar una bitácora cotidiana de sus acciones y sus emociones era una herramienta imprescindible para conocer el progreso de su alma e interpretar las señales de la Providencia. Era un intento de obtener certezas ante la mayor de las incertidumbres: la de su salvación o condenación eterna.

De todos modos, el verdadero protagonista de la novela no era H. F. sino la ciudad de Londres y una multitud de personajes anónimos de la plebe urbana, cuyas penurias e incertidumbres se intercalaban en el relato con las cifras diarias de muertos por parroquia. En 1665, la peste cayó sobre una ciudad todavía medieval que se expandía de forma rápida pero desordenada: superpoblada, congestionada, contaminada. Nuevas construcciones se multiplicaban sin control ni planificación a pesar de los esfuerzos del gobierno municipal para regularlas. Allí se congregaban campesinos expulsados de sus tierras por el proceso de acumulación y cercamiento de propiedades rurales, junto con una burguesía comercial compuesta por mercaderes como H. F. que se habían enriquecido por el tráfico colonial a partir de la aplicación de las leyes de navegación desde 1651. La modernización de buena parte de los edificios y la traza urbana comenzaría recién después del Gran Incendio de 1666.

Londres, además, era una ciudad profundamente dividida por motivos políticos y religiosos. En 1660, la restauración de la monarquía sepultó, hasta el día de hoy, la «vieja y buena causa» de una Inglaterra republicana y puso fin a dos décadas de sangrientas guerras civiles y efervescencia religiosa. En el año de la peste se promulgó la última ley del Código Clarendon, que disponía la marginación de los cargos públicos (eclesiásticos y civiles) de quienes se negaran a prestar conformidad con la Iglesia de Inglaterra. Esto creó la figura de los «disidentes» o «no conformistas», entre quienes estaban los presbiterianos, como los padres y el tío de Defoe.

La peste ponía entre paréntesis las divisiones sociales e ideológicas. Según Rogelio Paredes, durante la enfermedad las diferencias jerárquicas desaparecían porque había una disolución de los espacios públicos donde las comunidades asignaban y reconocían esas posiciones. En el Diario esto se registra en dos pasajes memorables. En uno, H. F. describe una carreta con cadáveres: «algunos estaban envueltos en sábanas de lino, otros en harapos, algunos poco menos que desnudos, o tan despojados que el arropamiento que tenían se les desprendía al ser descargado el carro; y caían así desnudos entre el resto», pero eso no importaba pues «serían amontonados en la fosa común de la humanidad, como la podríamos llamar, pues aquí no se hace diferencia, sino que tanto ricos como pobres van juntos». Más adelante, el narrador habla del efecto liberador y redentor de la desesperación: convencidas de que la salvación era imposible, las personas volvían a reunirse y acudían en masa a las iglesias donde «ya no se preguntaban por quienes se sentaban cerca o lejos de ellos, qué olores repugnantes encontraban, o cuál era su estado de salud». Cuando la peste se fue, como sabía Defoe en 1722, el paréntesis terminó.

En distintas épocas, las grandes epidemias fueron un escenario y una invitación para la literatura. En el Decamerón de Giovanni Boccaccio, la peste de Florencia de 1348 era la ocasión para que unos jóvenes aristócratas huyeran al campo y, para pasar el tiempo, contaran las historias que componen el libro. En estos días, diversos medios replicaron la anécdota de que William Shakespeare escribió El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en reclusión durante la plaga de 1606. Jean Delumeau decía que «el tiempo de la peste es el tiempo de la soledad forzada». Lo sabemos: es una época de miedo y desconfianza. Las culpas, dice el historiador francés, recaen habitualmente en la naturaleza, la Providencia o algún chivo expiatorio. Pero la epidemia también es ocasión para la empatía, el amor y el cuidado del otro. Según Maximilian Novak, Defoe logra en el Diario ampliar la compasión de sus lectores; hacernos entender que la humanidad tiene un destino común y que es preciso acercarse al prójimo con caridad y comprensión.

Amén de esas experiencias y sentimientos comunes que nos remiten a una humanidad compartida, las formas en que se representan estas calamidades también expresan las ideas y expectativas que una sociedad tiene sobre sí misma en un momento histórico determinado. H. F. descubría en la peste una Londres posible: más piadosa y tolerante, donde las iglesias se llenaban de fieles que ya no estaban preocupados por escudriñar las sutiles diferencias doctrinales de sus vecinos.

Del mismo modo, las voces e imágenes que cada día se infiltran en nuestras cuarentenas expresan los miedos, las tensiones y las expectativas sobre lo que vendrá después de la epidemia. Los más optimistas entre nosotros se preguntan si el coronavirus traerá un renacimiento del Estado de Bienestar, una confianza renovada en la ciencia o si, al menos, sentará nuevas pautas para una comunicación más franca y constructiva, que repare las grietas del pasado. ¿Podrá esta calamidad redimir las faltas del capitalismo tardío? Los más pesimistas no podemos evitar pensar en la recesión, las disputas que la pandemia solo puso en pausa y el entusiasmo por consignas de una «guerra contra un enemigo invisible». El futuro siempre está a mitad de camino entre la utopía y la distopía. Lo único seguro es la incertidumbre.

Por las dudas, yo ya empecé a escribir mi diario del año de la pandemia.




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