Opinión
mayo 2023

¿Es anacrónica la monarquía en el mundo moderno?

La coronación de Carlos III vuelve a instalar el debate sobre el lugar de las monarquías en el mundo moderno. Para pensarlo, es necesario prestar atención a las necesidades, las sensibilidades y las expectativas de una comunidad política en un tiempo determinado.

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Cada vez que la Corona y la realeza británicas son noticia, aparece la pregunta por el lugar de la monarquía en el mundo moderno. La muerte de Isabel II en 2022 y la coronación de su hijo Carlos III el sábado 6 de mayo de 2023 traen de vuelta esta vieja melodía que –como recordarán quienes hayan visto la última temporada de la serie The Crown– ha sido la banda sonora de la larga espera del nuevo rey. En países republicanos, se vuelven las miradas extrañadas hacia una nación que se considera «avanzada», pero que se rige por un sistema «atrasado». Tendemos a pensar, quizás, que es solo cuestión de tiempo para que esa forma de gobierno se desmorone ante las fuerzas de la historia. La paradoja –más aparente que real– ofrece la oportunidad para reflexionar acerca de cómo pensamos en la modernidad y el anacronismo. Como dijo el historiador David Edgerton, «el problema de la monarquía [británica] no es su atraso, sino su modernidad particular».

En un bello libro, Marshall Berman decía que la modernidad supone una experiencia vital que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, nuestra propia transformación y la del mundo, pero que al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que sabemos y lo que somos. El título de ese libro es Todo lo sólido se desvanece en el aire y está tomado de una frase del Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. Es una concepción de la modernidad que coloca el acento en su carácter revolucionario y su capacidad de poner en entredicho la historia y la tradición. Supone una dinámica permanente de cambios que construye un orden nuevo sobre las ruinas del antiguo.

El Reino Unido conoce bien esa dinámica revolucionaria. Aunque algunos relatos nacionales hayan pretendido minimizar la trascendencia de los hechos, en 1649 Inglaterra fue el primer país en juzgar públicamente y ejecutar a un rey, más de un siglo antes que los franceses hicieran lo propio. Abolió la monarquía, la Cámara de los Lores y la iglesia nacional para vivir durante unos años como una república. En 1660, la monarquía fue restaurada pero, algunas décadas más tarde, la Revolución Gloriosa de 1688 estableció un régimen de monarquía parlamentaria inédito en su época. A eso habría que sumar, a un ritmo más lento, pero con consecuencias no menos revolucionarias, un conjunto de transformaciones económicas y sociales que, en el transcurso de unas pocas generaciones, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, convirtieron Gran Bretaña de una sociedad predominantemente agraria en el «taller del mundo». Este proceso estuvo acompañado, además, de una creciente expansión colonial que convertiría al Imperio británico en el más grande de la historia. De modo que su capacidad de hacer desvanecer en el aire las bases sociales de la tradición se extendieron a sangre y fuego más allá de las fronteras de las islas británicas.

A pesar de este proceso, es innegable que la tradición tiene un lugar muy significativo en la cultura británica. Y un aspecto donde el peso de la tradición se hace visible es en su Constitución. Se dice que el Reino Unido tiene una Constitución «no escrita» o «no codificada». Esto quiere decir que, a diferencia de otros países como Argentina, Estados Unidos, Francia o España, no existe un único documento que defina las normas fundamentales del Estado y del ordenamiento jurídico. La Constitución británica es el resultado de la coexistencia y superposición de normas de diversa índole, procedentes de contextos históricos muy distintos, como la Carta Magna de 1215, la Declaración de Derechos de 1688 o el Acuerdo del Viernes Santo de 1994. En el primer caso, se trató de un documento impuesto por la aristocracia feudal al rey Juan I en el contexto de la primera guerra de los Barones; el segundo, resultado de la Revolución Gloriosa, fue una ley que limitaba las facultades del monarca y garantizaba los derechos del Parlamento; el tercero surgió para poner fin a décadas de conflicto armado en Irlanda y definió el lugar que actualmente tiene Irlanda del Norte en el Reino Unido.

Esta dinámica, que excede el marco constitucional, puede observarse en otros ámbitos de la cultura británica. Implica una peculiar coexistencia de elementos procedentes de distintos tiempos históricos, en la que se juegan intentos por preservar objetos, prácticas y costumbres, pero también resignificaciones. Como sostenía el crítico galés Raymond Williams, la tradición es una versión intencionalmente selectiva de un pasado que opera en los procesos de definición e identificación cultural y social. Desde luego, esto no quiere decir que los británicos sean excepcionales o los únicos que construyen tradiciones, sino que, a diferencia de otros países que se ven (y se piensan) a sí mismos a través del prisma de grandes revoluciones y procesos de unificación o independencia fundantes de la nación, la «modernidad particular» británica está construida sobre una idea de continuidad en el cambio. Desde ese punto de vista, los usos y costumbres centenarios (o milenarios) aparecen, a menudo, menos como una rémora a suprimir y más como algo a actualizar.

La ceremonia de coronación ofrece otra muestra de esto. Tal como los medios de comunicación se han ocupado de contar una y otra vez en estos días, varias de las prácticas (y unos pocos objetos) de la coronación de Carlos III tienen su origen en la Edad Media, en los rituales de investidura de los reyes ingleses y escoceses. Los elementos más antiguos proceden de los ordines de coronación de reyes anglosajones en el siglo X. Sin embargo, en diez siglos esas costumbres se fueron combinando con otras más nuevas y también se resignificaron en función de nuevas ideas, expectativas y sensibilidades.

Por tomar un único ejemplo, piénsese en el «reconocimiento». Este es el momento de la ceremonia en que se presenta al rey ante su reino, para que este dé su aceptación y le rinda homenaje y servicio. Es un vestigio del carácter electivo de las monarquías anglosajonas. Luego de la conquista normanda (1066-1071), cuando se estableció definitivamente el carácter hereditario de la Corona, se preservó esa instancia del ritual como forma de representar el consenso de los gobernados, en especial de los nobles, ante la autoridad del rey. Una autoridad que, en los hechos, estuvo en disputa recurrentemente durante la Edad Media. En la Edad Moderna se afirmó cada vez más la idea del origen divino de la soberanía real y el reconocimiento suponía, justamente, la validación de ese derecho trascendente. Sin embargo, con la revolución en la década de 1640 esa creencia entró violentamente en crisis y, después de 1688, el reconocimiento tenía ya un significado diferente, pues no se trataba de representar la elección o el asentimiento de la aristocracia, ni de refrendar la voluntad de Dios, sino de poner en escena el pacto del pueblo soberano con su rey.

Desde el siglo XVIII, después de las décadas revolucionarias, cuando comenzaron a acelerarse los cambios sociales y económicos, la monarquía británica se fue constituyendo cada vez más como una expresión de estabilidad. Primero, porque desde 1688 era la parte no electiva de un gobierno compartido con el Parlamento. Después, porque gradualmente los reyes y las reinas fueron perdiendo su función de gobierno y se mantuvieron como jefes y jefas de Estado. Comenzó a esperarse que estuvieran al margen de los avatares de la política y fueran factores de unidad de la nación y de continuidad en el cambio. Como parte de este proceso, entre la década de 1870 y 1914, es decir, desde mediados del reinado de Victoria y hasta la Primera Guerra Mundial, se exacerbó el carácter ceremonial de la monarquía y la conservación de costumbres antiguas y arcaizantes como una forma de presentar a los reyes y reinas a la vez como impotentes y como un símbolo unificador de la permanencia y la comunidad nacional. Según el historiador David Cannadine, que escribió un estudio clásico al respecto, esta «preservación del anacronismo» se hizo posible y necesaria en una época de cambio, crisis y dislocación, como lo fueron las décadas finales del siglo XIX y las primeras del XX.

De modo que, a pesar de sus atavíos arcaicos, o incluso gracias a ellos, la monarquía británica es fundamentalmente una institución moderna. Sus ceremonias pomposas, aun cuando incorporan objetos y fórmulas rituales milenarios, son esencialmente una (re)invención contemporánea para afirmar, representar y legitimar la continuidad de un Estado compuesto por un conjunto de naciones que no siempre se llevan bien entre sí ni están del todo de acuerdo acerca del pasado que las une o de las posibilidades de un futuro en común. Vale la pena recordar que, a fines de 2021, Barbados dejó de reconocer formalmente a Isabel II como reina y se convirtió en una república, y que el Brexit revivió los sentimientos y movilizaciones independentistas en Irlanda y Escocia.

Seguramente por herencia revolucionaria, quienes habitamos en países republicanos vemos la monarquía como algo propio de un pasado al que no queremos volver, fija en el tiempo, y concebimos la modernidad como algo que se aleja progresivamente de ello. Nos gusta pensar que la monarquía es una institución anacrónica que corresponde a otro tiempo que no es el nuestro. Algo similar sucede con la esclavitud, que nos parece, contra toda evidencia, incompatible con las formas de trabajo libre en el sistema capitalista. Pero nos engañan nuestros deseos si creemos que la modernidad no es también todo eso y que las inequidades desaparecerán con la sola fuerza del tiempo.

En todo caso, el problema no es si la monarquía es anacrónica desde el punto de vista de una noción cronológica del progreso que no deja de ser arbitraria, que supone un fuerte componente de deseo y que, quizás, en sí misma esté un poco fuera de época. Tampoco si responde a un proyecto moderno que, para bien o para mal, hace rato que ha dejado de estar en el horizonte. La cuestión es hasta qué punto esa institución se condice con las necesidades, las sensibilidades y las expectativas de una comunidad política en un tiempo determinado. En algunas zonas del Reino Unido y la Commonwealth, aunque en menor medida en su centro, hay reclamos de cambio. Sin embargo, no es la primera vez que sucede, y la Corona ha logrado en más de una oportunidad hacer de sus viejas tradiciones algo sólido para protegerse del vendaval.


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