Opinión

Las amenazas en Medio Oriente: de la «Media Luna Shía» al Califato Sunni en Irak y Siria


julio 2014

El Califato que la organización islamista del Estado Islámico declaró en Irak y Siria el 30 de junio de 2014 constituye un paso osado y le da al proyecto de los islamistas un significado geopolítico. Pero también es una nueva fuente de conflictos internos (en el amplio y heterogéneo campo de los Sunni) y externos -el Califato es una amenaza para las potencias occidentales que persiguieron un objetivo constante en la región: impedir la emergencia y consolidación de un liderazgo o ideología capaz de generar una potencia regional.

Las amenazas en Medio Oriente: de la «Media Luna Shía» al Califato Sunni en Irak y Siria

La intervención militar estadounidense en Irak en 2003, que derrocó al régimen de Saddam Husein y terminó ocupando el país, rompió el equilibrio geopolítico intra-islámico a favor de los Shía. Pese a los argumentos que trataron de justificar la agresión imperialista -desde la mentira de las armas de destrucción masiva y los supuestos vínculos de Bagdad con el terrorismo hasta el último recurso de la retórica de las virtudes de la lucha contra la tiranía y las virtudes de la democratización- es poco probable que a los estrategas en Washington se les haya escapado ese detalle.

No era su intención, por supuesto, el empoderamiento de Irán, al que probablemente pensaban contener con una presencia militar consolidada con la expectativa de firmar un acuerdo para establecer en Irak bases por un tiempo prolongado. Éstas vigilarían Arabia Saudí, cuna del wahabismo –la interpretación fundamentalista del Islam Sunni, fuente de legitimación para la monarquía de los Ibn Saúd, guardianes de las reservas petroleras y los mayores clientes de la industria armamentista occidental, pero también para la Yihad de Al Qaeda.

Con todo su horror espectacular el 11 de septiembre no había sido más que un ataque terrorista, un mensaje de poder provocador, siendo la verdadera batalla la conquista de la Tierra del Islam para la reunificación de la Ummah –la comunidad del Islam. Esta razón estratégica de la ocupación de Irak complementaría la razón económica: la desestatización del petróleo de Irak.

La retirada de las tropas estadounidenses en diciembre de 2011 no fue solo el cumplimiento de una promesa electoral de Barack Obama; también demostró el fracaso del proyecto de su antecesor. El gobierno de Al Maliki no aceptó la mínima presencia militar que el Pentágono requería y mantuvo bajo control estatal la producción del petróleo luego de acordar que cedería la parte correspondiente a los kurdos aunque sí la privatizaron parcial para atraer capitales y construir la economía de su (no tan) futuro estado independiente en el norte de Irak.

El gobierno de Maliki es la culminación de un proceso interno que la ocupación estadounidense no ha podido impedir. Por error o estupidez, la llamada “desBaasificación” de Irak -que de un día para el otro dejó en la calle unos 400 mil militares iraquíes- fomentó el resentimiento y fortaleció la resistencia a la ocupación, que pronto se radicalizó en términos sectarios. Al Qaeda encontró allí el terreno fértil para su expansión con la convicción de acercarse más al objetivo de reunificación de la Ummah. Así, y simplificando un panorama seguramente más complejo, las elecciones el 30 de enero de 2005 llevaron al poder a los Shía en un supuesto gobierno de coalición con los kurdos y los Sunni, mientras la resistencia a la ocupación y al gobierno la monopolizaban los islamistas de Al Qaeda.

En vísperas de las elecciones iraquíes, el rey Abdullah II de Jordania, fiel aliado de Estados Unidos, advirtió el 7 de diciembre de 2004 que un gobierno sectario en Irak rompería el balance geopolítico entre los Sunni y los Shía en la región. El Rey se refería al factor iraní que se había activado en la reconstrucción del orden político en Irak con, entre otros, la participación de más de un millón de iraníes que, según él, habían cruzado la frontera.

No era la primera vez que las monarquías temían la expansión de la influencia iraní; data por lo menos desde la Revolución Islámica, y, en este sentido, el apoyo que le dieron a Saddam Husein en la guerra entre Irak e Irán en los años 80 constituye un primer antecedente del ejercicio de la política del balance de poder en el Medio Oriente.

La novedad en la advertencia pública de Abdullah II fue la formulación del concepto metafórico de “media luna Shía”, que si se consolidara geopolíticamente se extendería de Irán al Líbano, pasando por Irak y Siria, y no solo amenazaría los intereses de Estados Unidos y sus aliados sino también desestabilizaría los países del Golfo, incluyendo a Arabia Saudí, donde hay un considerable sector de población Shía.

Los eventos de los años siguientes -entre la elección de Mahmud Ahmadineyad el 30 de agosto de 2005 en Irán y el éxito de Hezbollah en la llamada Guerra de 30 Días en julio de 2006- ayudaron a mantener la amenaza del fantasma de la “media luna Shía” en el Medio Oriente. Con este telón de fondo de una dinámica geopolítica en claves sectarias intra-islámicas, dos factores aparecieron a partir de 2009 como contra-balance a la expansión del poder de los Shía.

El primer factor es Recep Tayyip Erdogan, el líder del Partido de Justicia y Desarrollo (AKP) que llegó al poder en Turquía en 2002 y proyectó la imagen de un islam moderado, capaz de democratizar un país que desde su constitución como república en 1924 se encontraba bajo el tutelaje de los militares. Desde su intervención en Davos en 2009, cuando abandonó el escenario de debate con el presidente de Israel Shimon Perez acusando a su país de masacrar a los palestinos en Gaza, Erdogan se posicionó en el Medio Oriente como el nuevo referente y pronto opacó el protagonismo de Ahmadineyad. En los lentes de la geopolítica sectaria intra-islámica del Medio Oriente era el regreso de los Sunni y el desplazamiento del poder de los Shía, aunque el espectro de un “neo-otomanismo”, como se calificó extraoficialmente el giro en la política exterior de Turquía, no convencía a todos.

El segundo factor, y el más importante, es el desenlace de las revueltas árabes en 2011 y la sectarización de las protestas sociales, primero en Bahréin, donde se registró la primera intervención externa con las tropas saudíes cruzando la frontera para reprimir a los manifestantes en la plaza de Mana -a quienes la monarquía de los Al Khalifa acusó ser agentes de Irán- y sobre todo la guerra civil en Siria, donde la represión feroz del régimen a las primeras movilizaciones generó una reacción violenta de parte de los opositores y el conflicto muy pronto reavivó el resentimiento de la mayoría Sunni contra la familia de Al Asad proveniente de la minoría Alawita.

La ayuda política, diplomática y militar que Turquía, Arabia Saudí, Qatar, Kuwait y otros dieron a la oposición que los islamistas terminaron de controlar se explica en la lógica de la dinámica geopolítica intra-islámica. La caída del régimen en Damasco rompería definitivamente con la “media luna Shía”. El régimen, sin embargo, demostró ser más sólido de lo que se pensaba y, sobre todo, gozar por razones diversas del apoyo externo de sus aliados regionales entre Irán y el Hezbollah y Rusia. El precio, claro, ha sido una guerra civil prolongada, un país fragmentado, 170 mil víctimas en julio de 2014 y más de un millón y medio de refugiados…

El Califato que la organización islamista del Estado Islámico en Irak y Siria declaró el 30 de junio de 2014, luego de ocupar la ciudad de Mosúl y expandirse a lo largo de la frontera sirio-iraquí, podría ser la culminación de una dinámica geopolítica cuya razón estratégica se explica por el objetivo de impedir la consolidación de la “media luna Shía”. Pero sin ninguna duda aspira a mucho más, y, por lo tanto, es una fuente de conflicto dentro del campo Sunni.

Por un lado, el rápido éxito militar del grupo islamista no se explica solamente por la debilidad del gobierno de Maliki. El factor externo, entiéndase el apoyo logístico y la ayuda militar que el grupo consiguió de los preocupados por la “media luna Shía”, ha sido considerable. Al mismo tiempo, sin embargo, ninguna organización islamista, ni siquiera Al Qaeda, se había atrevido a declarar el Califato y llamar a los musulmanes, los Sunni, a prestarle lealtad.

Puede ser que Al Qaeda nunca haya tenido una base territorial para dar el paso. Afganistán bajo los Talibanes quedaba bien lejos de la Tierra del Islam; la declaración del Califato en Irak y el objetivo de reconquistar Bagdad también remite a la memoria histórica: los Abasidas fueron la última dinastía árabe que dominaron la Ummah. Ahora bien, se sabe que el wahabismo nació en la península árabe a fines del siglo XVIII cuestionando la legitimidad del sultán otomano como Guardián de los Lugares Sagrados del Islam. Los seguidores fundamentalistas de Mohamad Abd Al Wahab acusaron a los otomanos de corruptos y abogaron por el regreso del Califato en manos de los árabes. El tema se debatió durante la Primera Guerra Mundial entre los líderes árabes cuando los británicos les propusieron rebelarse contra los otomanos prometiéndoles la independencia. Los árabes nunca llegaron a un acuerdo sobre el próximo Califa, y los británicos nunca se simpatizaron con la idea que podía generar demasiada lealtad para su gusto.

De hecho, el acuerdo secreto de Sykes-Picot en noviembre de 1916 literalmente dibujó las fronteras que separaron a los árabes en Estados-territoriales, un proyecto ajeno tanto a los que aspiraban a la renovación del Califato como a los nacionalistas panárabes. El decreto de Mustafa Kenal en 1924 de abolir el Califato que la Asamblea Nacional de la recién nacida República de Turquía ratificaría terminó destruyendo una institución que aun simbólicamente representaba la unidad de la Ummah –entiéndase de los Sunni.

No es una casualidad, por supuesto, que los movimientos islamistas actuales consideren al acuerdo de Sykes-Picot y la abolición del Califato como una gran conspiración occidental para fragmentar a la Ummah. De ahí que su gran objetivo siempre haya sido su reunificación. La declaración del Califato constituye el paso más osado en este sentido y le da al proyecto de los islamistas un significado geopolítico.

La declaración del Califato, sin embargo, no deja de ser una nueva fuente de conflictos internos y externos. Por “internos” se entiende el amplio y heterogéneo campo de los Sunni, que abarca desde las organizaciones islamistas activas en las guerras hasta las monarquías conservadores, los partidos políticos como los Hermanos Musulmanes y repúblicas como Turquía.

Si por un lado el Califato rompe efectivamente con la amenaza de la “media luna Shía”, por otro lado no deja de ser una amenaza a las propias monarquías y, más en general, a la lógica de razón de Estado en la política internacional. No menos importante es la cuestión de la legitimidad del Califato. Históricamente, desde el fallecimiento del Profeta, no hubo ninguna instancia institucional para decidir cómo y a quién adjudicar el título que siempre se llevó aquel que triunfaba en la lucha por el poder. La situación no es distinta en la actualidad. La movida de Abu Bakr Al Baghdadi es una imposición por fuerza que no deja de generar cuestionamiento en cuanto a su legitimidad en pensadores de la Mezquita de Al Azhar en Cairo, cuna del pensamiento islamista moderno; celos en otros líderes de organizaciones combatientes en nombre del Islam incluyendo la propia Al Qaeda; y temores de desestabilización interna en las monarquías del Golfo y, en menor medida, Turquía.

En cuanto al frente externo, como en el pasado, el Califato se declaró como consecuencia de una victoria militar de los Sunni contra los Shía y no puede prometer a estos últimos nada distinto de siglos de persecución y matanzas que, de hecho, son bien tangibles en el masacre de 1700 soldados iraquíes que se difundió por YouTube después de la ocupación de Mosul –sin olvidar sus antecedentes en la guerra civil siria.

La consolidación del Califato es una amenaza también para las potencias occidentales que persiguieron un objetivo geopolítico constante en la región: impedir la emergencia y consolidación de un liderazgo o ideología capaz de generar una potencia regional. De ahí se entiende que para Washington las monarquías conservadoras hayan sido siempre grandes aliados por su falta de ambición de poder, No es el caso de cualquier movimiento islamista, en particular aquellos que aspiran a la reunificación de la Ummah y la reemergencia del Califato. Pese a la retórica y los intentos a veces sinceros de estabilizar la región en una perspectiva idealista de “paz perpetua”, la política de Washington se caracterizó por el juego del balance de poder multinivel: inter-estatal evidentemente, pero también, y cada vez más, intra-islámico.

* Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés (Argentina).

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