¿La voz universal que toma partido? Crítica y autonomía
Nueva Sociedad 150 / Julio - Agosto 1997
Nunca, ni antes ni después, me sentí tan ajena, tan salvajemente separada de la sociedad argentina como en los meses de la guerra de Malvinas. Una Plaza de Mayo obnubilada había recibido, en una especie de paroxismo nacionalista, la invasión ordenada por el general Galtieri. Si el festejo del Mundial del Fútbol de 1978 reveló que las pasiones colectivas pueden ser singularmente oscuras; si los estudiantes secundarios que celebraron el triunfo futbolístico de Tokio, al año siguiente, mientras los familiares de desaparecidos hacían cola para entrevistarse con la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, parecían el mejor resultado del que podía vanagloriarse la dictadura, la guerra de Malvinas fue el momento más tenebroso.

1. Nunca, ni antes ni después, me sentí tan ajena, tan salvajemente separada de la sociedad argentina como en los meses de la guerra de Malvinas. Una Plaza de Mayo obnubilada había recibido, en una especie de paroxismo nacionalista, la invasión ordenada por el general Galtieri. Si el festejo del Mundial del Fútbol de 1978 reveló que las pasiones colectivas pueden ser singularmente oscuras; si los estudiantes secundarios que celebraron el triunfo futbolístico de Tokio, al año siguiente, mientras los familiares de desaparecidos hacían cola para entrevistarse con la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, parecían el mejor resultado del que podía vanagloriarse la dictadura, la guerra de Malvinas fue el momento más tenebroso. Algunos fuimos derrotistas y discutimos desde esta posición con quienes, en el exilio y en la Argentina, creyeron descubrir, en esa exacerbación irracional de las querellas territoriales y en ese paradójico renacer del nacionalismo, una ocasión para avanzar primero con los militares contra los ingleses, y, humillados los ingleses, forjar una unidad nacional victoriosa que, a su turno, derrotara a los militares. Olvidaban, como escribió Carlos Altamirano en ese momento, que la invasión a las Malvinas «no se puso en marcha para iniciar la liquidación del proceso militar comenzado seis años atrás, sino para sacarlo del atolladero y conducirlo al cumplimiento de sus metas1. La derrota, continuaba Altamirano «sólo precipitó el resquebrajamiento de un régimen que vio en la recuperación de las Malvinas un camino para resolver sus problemas, incluido el de su legitimidad». No pasó tanto tiempo como para que esos hechos se transformen en ‘historia’. Comienzo por ellos porque creo descubrir allí algunas sugerencias para la situación presente.
La guerra de Malvinas fue el primer acontecimiento de magnitud que tuvo lugar en un escenario casi completamente mediático. El Mundial del 78, precisamente porque se jugaba en territorio argentino, produjo una ilusión de inmediatez y de participación directa aun en quienes no se sumaban a los contingentes que, desde todas las ventanas del país, tiraban papelitos o repetían el canto, lamentablemente instalado desde entonces en la cultura de la plaza pública, sobre la extranjería de los que no adherían a los saltitos colectivos. Aunque el Mundial sea la fecha que marca el ingreso de la Argentina a la contemporaneidad televisiva (por la incorporación territorial del satélite y la tecnología del color), la guerra de Malvinas reclama para sí el privilegio de ser el hecho cuya proyección simbólica dependió casi completamente de los massmedia y, para decirlo sin remilgos, de la gigantesca manipulación televisiva de los episodios de combate. Por primera vez, millones de argentinos veíamos imágenes del Atlántico Sur donde navegaban, bajo nuestra bandera, barcos de guerra en plan de ataque, y cielos patagónicos surcados por aviones en vuelos rasantes, contingentes de soldados estacionados en las bases, cubiertas de portaaviones y destellos de bombas disparadas por compatriotas o contra ellos.
La visión de estas imágenes inéditas por su contenido referencial nacional, por si sola, ya es liminar. Pero me refiero no únicamente a ellas sino a la producción de la ideología bélica en la feria continuada de los medios audiovisuales: kermesses heroicas donde actrices y otras celebridades donaban sus joyas, periodistas súbitamente convertidos a un antimperialismo febril, semanas de noticias falsas donde la televisión afirmaba una victoria próxima mientras los británicos, del otro lado de las islas, se preparaban para el ataque final. La rendición de Puerto Stanley fue el desenlace de la serie bélica que los medios no habían ni siquiera anunciado. La sorpresa, que llevó nuevamente a miles a la Plaza de Mayo, salió disparada por el tenso arco de un triunfalismo que la televisión no atenuó hasta que se encontró frente a la necesidad de transmitir la rendición argentina. Antes se habían abierto fisuras en la creencia colectiva (verdadera ilusión cuya omnipotencia sólo se apoyaba en la fuerza mítica del renacimiento nacionalista) de que la Argentina iba a derrotar a la decadente potencia marítima inglesa mientras que los Estados Unidos contemplarían inactivos, en nombre del panamericanismo, el traspié de su principal aliado militar en el Atlántico Norte.
Quienes no participábamos del entusiasmo, con argumentos bastante sencillos por otra parte, estábamos más lejos que nunca del sentido común y de los deseos colectivos: éramos intelectuales alienados de la comunidad.
Y este es el segundo aspecto que querría subrayar a propósito de la guerra. Frente a ella, el discurso crítico fue impotente no sólo porque los medios habían construido el acontecimiento y profetizado la victoria según todas las reglas de la más clásica manipulación, sino también porque en ese momento, aun cuando hubiera sido posible saltar el cerco simbólico trazado por los medios y desafiar el cerco material custodiado por la dictadura, aun en ese caso doblemente hipotético, el discurso crítico no tenía condiciones de audibilidad. Sólo después, cuando (como escribe Altamirano) quedó patente que «un sentimiento y una reivindicación legítimos habían sido jugados en una aventura militar cuyo precio era la mutilación de otra generación de jóvenes argentinos», sólo entonces el discurso antibélico de algunos intelectuales se cruzó con aquellos que pretendíamos convencer. Durante los episodios de la guerra, los pacifistas-derrotistas estábamos demasiado lejos.
¿Estábamos por eso equivocados? ¿Nos equivocábamos porque éramos inaudibles? ¿Nos equivocábamos porque no nos sumamos a la fiebre beligerante de un viejo reclamo territorial que movilizó a multitudes y, entre ellas, a cientos de intelectuales? Voy a dar un rodeo.
2. Vivimos en una época en que los discursos intelectuales compiten no sólo entre sí (como lo ha enseñado la sociología). En verdad, los intelectuales ‘clásicos’, para llamarnos de algún modo, están ya totalmente imbricados en una red que incorpora a los técnicos, en una dimensión, y a los intelectuales de los medios masivos, en la otra. No hay lugar universalmente reconocido para el discurso intelectual: más bien, ese lugar está desbordado por los discursos que provienen de uno y otro espacio. Hoy no se trata sólo de enunciar un discurso sino de prever las condiciones de esa enunciación: ellas lo vuelven audible o inaudible, porque las opiniones se autorizan de maneras muy variadas pero siempre unidas al marco que construye creencia de modo más fuerte que las razones mismas del discurso. El primer problema que enfrentamos es el del cambio de estilos de intervención: frente a esos cambios, la figura de intelectual crítico ha sufrido probablemente más que ninguna otra.
Todo esto es sabido. Después de la muerte de Sartre, Pierre Bourdieu afirmó que ese lugar ya no estaba disponible en la sociedad francesa. No se trataba de que no hubiera ningún sustituto a mano; no se trataba, siquiera, de que no existieran postulantes. Ocurría, en cambio, que aquello que en una poderosa tradición cultural se reconocía como la voz universal que toma partido (ese verdadero oxímoron desplegado en la figura clásica del intelectual) había entrado, en todo Occidente, en un período de atenuación. Se esfumaban, al mismo tiempo, el universalismo y el partidismo, como dos caras de una misma figura pública. Por eso, afirmaba Bourdieu, esa clase a la cual Sartre había pertenecido y, al mismo tiempo, había hecho todo por consolidar ya no estaba en condiciones de reclamar para sí la universalidad valorativa y la audiencia universal que Sartre, como primus inter pares, tenía en el mismo núcleo de su identidad pública.
Si bien Sartre representó la figura que concentraba en mayor grado la potencia de esa clase, él mismo configuraba dentro de ella un caso único. Por eso, su lugar no hubiera podido tener pretendientes que sustentaran sus aspiraciones con títulos legítimos y sobre todo actualizados. Incluso en el caso de la sociedad francesa donde la tradición cultural reserva a los intelectuales un espacio de extrema visibilidad, la fragmentación y rearticulación de ese espacio queda simbólicamente unida a la desaparición de Sartre y a la tragedia que marca los últimos años de Althusser.
La competencia por el lugar del intelectual que emite su voz de cara a la sociedad y es escuchado por ella (una disposición espacial que tiene tanto de imaginario como de real) ya no sucedía únicamente entre esos iguales que, con las armas del discurso, enfrentaban otros discursos y, en ocasiones, otras armas. Lo nuevo de la situación es que junto a ellos, otros pretendientes, venidos de más lejos (los periodistas, los comunicadores), se ubican en posiciones desde donde su palabra es más persuasiva, más próxima y sobre todo más familiar. Si la autoridad del intelectual se legitimaba en una diferencia de saberes, la autoridad de estas voces nuevas es producto de un efecto de comunidad ideológica y de representación cercana: paradójicamente, las voces más mediatizadas (justamente, las voces que llegan a través de los medios) producen la ilusión de una comunidad estrecha.
En su polémico trabajo sobre los intelectuales del siglo XX, Michael Walzer2 se pregunta cuál es la distancia adecuada que el discurso crítico debe establecer con la sociedad a la que se dirige. Esta cuestión, que es completamente irrelevante para el arte, es, en cambio, central para los intelectuales. Walzer la soluciona de manera, a mi juicio, demasiado sencilla: la distancia adecuada es la distancia media, ni tan crítica de la sociedad como para que ella no se reconozca, ni tan próxima como para que el momento crítico se mezcle en el sentido común hasta desaparecer. Defensor de lazos colectivos fuertes, basados en tradiciones compartidas, el intelectual de Wa zeres, por supuesto, la contrafigura del profeta solitario (representado en la Argentina por Martínez Estrada como tipo clásico a irrepetible) que se ha separado de la comunidad y no reconoce en ella sino la sombra equivocada de su propia figura heroica. Este tipo de intelectual, continúa Walzer, ha perdido el sentido de pertenencia: porque no puede escuchar, corre el peligro de no entender otros argumentos. Su desviación más segura es el elitismo de las vanguardias ideológicas.
El argumento de Walzer (quien, por cierto, encuentra en Sartre uno de los objetos de su crítica) presupone comunidades donde los discursos intelectuales, casi determinados por las ideas que enuncian, se ubican más cerca o más lejos de aquellos interlocutores colectivos que los tendrían como destinatarios. La crítica eficaz es la que logra exponer una ‘intimidad’ con su destinatario. Porque considera intelectuales básicamente anteriores a la gran reconfiguración massmediática de la cultura, la cuestión se plantea de una manera, digamos, sencilla. Para Walzer, los términos del problema son dos: por un lado, los intelectuales tentados o negándose articular su discurso crítico en relación con la cultura común; por el otro, esa cultura común sobre cuya configuración actual Walzer no se interroga.
Pero, si se quiere evitar el anacronismo, los términos de la cuestión no son dos sino tres: a los primeros, se agrega el discurso de los medios masivos que también producen intelectuales, más próximos al sentido de la comunidad, tal como le gustaría a Walzer, ¿qué hay más central en nuestras vidas que un televisor instalado como un totem tecnológico en el corazón mismo de nuestras casas? ¿Es en esa cultura común, producida en el encuentro de las imágenes mediáticas con la experiencia de sus públicos, donde podría anclar el discurso de los intelectuales? Parece difícil señalar hoy una comunidad donde las nuevas ‘tradiciones’ mediáticas no estén entretejidas con nuevos y viejos sentidos. Esto redefine de manera radical el problema.
La cuestión tiene entonces varios aspectos. Está por un lado, la reconfiguración massmediática de la cultura, que es el rasgo verdaderamente distintivo de las últimas décadas. En ese cuadro, el ocaso (tantas veces mencionado y con cuánta trivialidad) del intelectual crítico, cuyo monopolio de la verdad discursiva, si es que alguna vez existió con la fuerza que se le atribuye cuando se lo piensa perdido, hoy ha sido fracturado por el pluralismo que emerge como una consecuencia tardía del relativismo valorativo y de la nivelación mediática. El lugar de Sartre, efectivamente, está clausurado: pero no sólo la muerte de Sartre cerró para siempre esa «clase de uno», como la llamó Pierre Bourdieu. Ese lugar ya era impracticable antes de su muerte: los lenguajes de la crítica habían comenzado a especializarse; los saberes técnico-prácticos habían comenzado a tomar la delantera de los saberes filosófico-morales; el derrumbe de las utopías políticas reactualizaba de manera contradictoria el dilema de «las manos sucias»: el futuro ya no garantizaba todos los actos que en el presente se cometieran invocando su nombre o el de la utopía. Este es, sin duda, el tercer rasgo de la situación.
3. Volvamos rápidamente hacia atrás. Si examinamos los últimos veinte años transcurridos en Argentina, será posible indicar cuáles fueron algunas de las peripecias locales del probablemente último capítulo de la novela intelectual. En 1974 asistimos a los destellos finales y el fulminante derrumbe de una variante de esa figura. Ese año, en particular, podría considerarse una bisagra entre las voces de la política que habían colonizado casi por completo el campo del pensamiento de izquierda, y los ruidos de la violencia que lo destruirían físicamente o lo arrojarían a un silencio impuesto por la persecución y la censura.
En verdad, en los años anteriores, la tensión entre pensamiento crítico y acción política tendió a borrarse y, en ese borramiento, fue la política la que impuso su lógica. Muy brevemente: esa imposición liquidó los conflictos que el pensamiento crítico plantea invariablemente a la razón política a instituyó a la razón política (que se concebía como razón revolucionaria, fueran cuales fueran las tácticas para llegar al poder) en mentora de un discurso intelectual que había dejado de ser crítico porque resignaba el examen de sus supuestos para ejercerse solamente sobre los supuestos del adversario. La garantía de verdad de ese discurso quedaba asegurada no por sus regulaciones internas, ni por su relación argumentativa con saberes y valores, sino por una caución externa que era imaginariamente ubicada en el partido revolucionario o en el Pueblo. En un círculo probatorio completamente cerrado, el intelectual extraía su fundamento de la política revolucionaria a la que, en versión leninista, debía otorgarle sus instrumentos teóricos; en la versión populista de esta relación, era el pueblo quien transfería a sus intelectuales las verdades de las que era portador ‘natural’. En ambos casos, el círculo liquidaba el conflicto entre pensamiento crítico y práctica política, juzgando su emergencia sólo en términos de moralismo pequeño burgués o vacilaciones teóricas cuyo origen era de clase.
En su versión más exasperada, el intelectual de izquierda realizaba el programa que uno de ellos planteó con claridad ejemplar y singular tranquilidad en 1972: «A mi juicio, la resolución del problema de los intelectuales y la revolución se plantea a nivel político, en las relaciones de ese intelectual con las organizaciones revolucionarias. Lo contrario de eso es... el independentismo, el francotirador, la resolución moralista, individual»3. La fuerza lapidaria de este postulado, quo colocaba a la política en el puesto de mando (para citar la frase de época con quo se resumía el problema), hoy parece sencillamente increíble. Pero quienes participamos de ese continente ideológico, si conservamos la memoria, podemos dar testimonio de quo era así de manera literal.
El golpe de Estado de 1976 golpeó materialmente las bases de esta ideología. Quienes sobrevivieron a la represión lo hicieron en escenarios completamente distintos. Aunque algunas organizaciones revolucionarias continuaron imponiendo la subordinación de los intelectuales a la política (los episodios finales de Montoneros son una prueba de ello, en el escenario del exilio), de todas formas el terreno de movilización masiva, de inquietud obrera, de lucha de calles, quo hacía más verosímil el círculo de la sujeción intelectual a la política, había sido arado con sal por las fuerzas de la represión. Muy sencillamente: era casi imposible pensar la relación intelectual-política a través de la mediación de las organizaciones revolucionarias porque éstas habían desaparecido o se habían vuelto cruelmente anacrónicas. De la noche a la mañana se pulverizaron las fuerzas quo habían impulsado discursos emblemáticos como el de la cita copiada más arriba.
Siempre hubo algo de ilusorio en el postulado de una relación recta entre intelectuales y organizaciones revolucionarias o de masas, pero en las condiciones de la dictadura militar pasó a ser inconcebible. El programa no sólo era cuestionable teóricamente, sino quo llevarlo a la práctica quedaba descartado por completo. Lo quo había subyugado al pensamiento crítico, arraigándolo de modo muchas veces imaginario en el suelo de la práctica, había desaparecido en la hecatombe.
Durante varios años, tanto en la Argentina como en el exilio, la situación intelectual fue de estupor. Salvo quienes repitieron sordamente el ritual de los catecismos teóricos o políticos, como sobrevivientes zombis de un pasado revolucionario quo se negaban a revisar pese a la derrota gigantesca, los demás buscamos a tientas no tanto nuevos discursos globales sino fragmentos de explicación. Queda por hacerse el recuento de los caminos, bien distintos, quo se recorrieron durante esos años posteriores a 1976: las estrategias de supervivencia intelectual fueron tan variadas como los miembros dispersos: desde el reingreso a la academia quo había sido menospreciada en los años del auge revolucionario (posible para quienes vivían en el extranjero), hasta las resistencias opacas de una cultura débil quo durante cuatro o cinco años permaneció casi completamente invisible en la Argentina.
En uno y otro espacio se estaban aprendiendo algunas lecciones de manera excepcionalmente dura y en condiciones también excepcionales. Para los quo integramos desde un principio la redacción de esta revista, ella fue el espacio, singularmente fraternal, donde este proceso se dio a través de una revisión lenta no sólo de la política sino también de sus presupuestos teóricos Había quo pensar todo de nuevo.
4. ¿Qué sacamos en limpio? Aprendimos (hoy esta frase parece demasiado simple para haber costado tanto) que el pensamiento crítico es, por definición, autónomo.
Autonomía y crítica son dos rasgos que se presuponen y la exclusión de uno inevitablemente pone en peligro al otro. Con trabajo (en efecto, trabajando además sobre la historia de los intelectuales argentinos en muchos casos), descubrimos que la relación entre intelectuales y política, entre arte a ideología, entre ideas, valores y prácticas no tiene ninguna unidad final que garantice sus manifestaciones episódicas. Por el contrario, buscar esa unidad implica saltar en vano sobre el problema: la unidad no es una solución entre otras a ese problema sino una forma de plantearlo, una forma histórica que, en el siglo XX, tuvo las peores de las consecuencias (desde los socialismos reales a los vanguardismos revolucionarios). Aprendimos que la política no podía constituirse en un fundamento de la práctica intelectual por varias razones: en primer lugar, porque esa heteronomía no dejaba
a ambos términos en un pie de igualdad. Por el contrario, establecía una jerarquía que, solucionándose para el lado que fuera, imponía relaciones de subordinación que eran malas para la política y peores para el pensamiento crítico. Tardíamente, aprendimos que la división en esferas que aseguran un autonomía a la dimensión simbólica no era sólo una herramienta con la que la sociología clásica había descripto a la modernidad, sino también un presupuesto necesario para pensar la práctica intelectual y también la práctica política.
¿Y eso era todo? Quizás parezca un resumen excesivamente módico para quien no haya atravesado los pasadizos de la izquierda revolucionaria de los años 70, donde estas frases hubieran sido impronunciables. Probablemente, entonces, esa lección de autonomía y esa ausencia de fundamento político para el pensamiento crítico sea una lección sólo para quienes durante años pensamos otra cosa. Sin embargo, la autonomía del pensamiento crítico (que, sí se lo mira sin prejuicios, debería ser su definición más evidente) fue una posición que debió ser conquistada, en todo Occidente, a través de complicadas maniobras sobre las mejores tradiciones del pensamiento progresista desde el siglo XIX, el marxismo en primer lugar. Ese ajuste de cuentas tiene un sentido biográfico para nosotros; al mismo tiempo, es comprensible que muestre un carácter más desinteresado y distante, en ocasiones filológico, en ocasiones arqueológico, para los que llegaron después.
De nuevo: ¿eso es todo? Agregaría dos cosas. Subrayar la autonomía del pensamiento crítico no tiene como consecuencia necesaria el retiro de la política y el desdén por las cuestiones públicas. Por el contrarío, sin una relación tensa con la política, en la que el pensamiento crítico resista la expansión colonizante de los intereses inmediatos pero, al mismo tiempo, no considere una virtud sustraerse a los problemas que éstos le plantean, parece difícil pensar la práctica intelectual crítica. La autonomía es condición de esa práctica; el retiro parnasiano (que muchas veces esconde la menos elaborada subordinación a algún viejo evangelio político) es la contrafigura, igualmente somera en su capacidad de aferrar las dificultades reales, de la unidad de hierro entre intelectuales y política construida en los años setenta.
Entonces, el pensamiento crítico mantiene una relación con la política, sin dictarle sus bases de acción y sin recibir de ella más legitimación de la que ambos, política y discurso crítico, pueden ganarse por sus propios medios en la sociedad. Esta relación de contacto múltiple y no jerárquico es infinitamente complicada, no tiene una configuración permanente ni un escenario preestablecido: sucede.
En segundo lugar, así como no existe una totalidad que sintetice política y pensamiento crítico ratificando su unidad esencial, también se ha borroneado el libreto único donde los intelectuales emitían su dictamen sobre las cosas de este mundo. Por un lado, los saberes se han especializado hasta un punto de extrema complejidad a intraducibilidad (cuya caricatura es el tecnócrata, pero que no debe ser juzgado únicamente por su autoritarismo rústico). Por otro lado, un rompecabezas de conflictos ‘regionales’ reemplazó el mapa simétrico de los ‘grandes conflictos’ (que fueron el motor de una visión de la historia: burguesía y proletariado como protagonistas de un duelo único que habría atravesado a la modernidad de punta a punta); los actores se dispersaron en una multiplicidad de peripecias que son a veces políticas, a veces culturales, que entretejen los reclamos de mayor justicia económica con los de mejor calidad de vida, que cortan transversalmente a la sociedad y generan no sólo nuevas coincidencias sino enfrentamientos de valores hasta hace poco desconocidos.
Finalmente, un nuevo escenario donde la cultura más familiar a los intelectuales, la cultura de la letra, retrocede frente a una cultura nueva que no puede alinearse dentro de las dicotomías antiguas de cultura popular y cultura ‘culta’. En ese escenario, que es mediático, nuevos intelectuales (que podemos llamar, sin ironía, intelectuales electrónicos) establecen fuertes relaciones de comunidad con nuevos públicos. Nadie más próximo que ellos a un sentido común colectivo que interpretan y al mismo tiempo construyen, atienden sus reclamos y repiten sus desasosiegos sin dejar de adoctrinarlo. Siguen al sentido común en su forma: las cuestiones responden siempre a un régimen discursivo donde la simplicidad es la máxima virtud argumentativa.
No es extraño que el pensamiento crítico atraviese un desfiladero: de un lado, la crisis de sus propios paradigmas; del otro, la crisis de sus escenarios tradicionales; por todas partes, la tentación de cambiar su régimen para obtener una escucha ¿Cómo se mide la distancia media para estar cerca de una comunidad (como quería Walzer), cuando esa comunidad es electrónica y su sentido común un compuesto no de elementos tradicionales, en los que también el intelectual podía reconocerse, sino de nuevos y viejos prejuicios organizados bajo los focos del mercado simbólico?
El sentido de ‘intimidad’, que Walzer cree identificar en aquellos intelectuales críticos que establecieron la ‘buena’ relación con la sociedad a la que pertenecían, se ha perdido, si es que alguna vez existió con independencia de los deseos bienintencionados de un populismo democrático. Con ello, también ha sido desalojada la figura del intelectual que fue paradigmática en la primera mitad del siglo XX (en esto piensa Bourdieu cuando afirma la clausura del lugar ocupado por Sartre). La voz universal que toma partido ya no tiene una universalidad fundante a la que remitirse; y tomar partido (la frase parece extrañablemente fuera de época, hoy, cuando sólo los poderosos consideran que está bien tomar partido), sin embargo, parece necesario porque, si han naufragado las soluciones y han cambiado los problemas, el discurso crítico no se agota en la consideración de sus errores pasados o su debilidad presente.
Ni la política, ni los movimientos sociales, ni los mass-media ocupan por completo el espacio donde todavía hoy es posible subrayar la resistencia del arte frente a la abundancia obscena del mundo audiovisual. También la razón política necesita no quedar arrinconada teniendo en frente sólo la espontaneidad perfectamente construida del sentido común. Los valores de los que ninguna política progresista puede independizarse no están allí como un repertorio que es posible consultar sin apuro cuando se lo necesite. En estas tres dimensiones del arte, el pensamiento crítico no hegemoniza nada. Sin embargo, podría encontrar recursos para resistir el juicio banal de que entre la hegemonía y la insignificancia no existe la virtualidad de un espacio.
Nota: Este ensayo se reproduce de Punto de Vista Nº 50, diciembre 1994, Buenos Aires.
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1.
Carlos Altamirano: «Lecciones de una guerra» en Punto de Vista Nº 15, 8/1982. Este fue uno de los primeros análisis realizados sobre la guerra de Malvinas, precedido, durante las semanas de la guerra, de un texto colectivo que redactamos, entre otros, Altamirano, Luis Priamo, Jorge Goldemberg.
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2.
Michael Walzer: La compañía de los críticos, Nueva Visión, Buenos Aires, 1993.