Tema central
NUSO Nº 258 / Julio - Agosto 2015

La «sala de máquinas» de las constituciones latinoamericanas Entre lo viejo y lo nuevo

En la última década, varios países de la región modificaron sus constituciones en el marco de discursos que hacen referencia a la profundización de la democracia y los nuevos derechos. No obstante, una mirada de los nuevos textos desde una perspectiva basada en un ideal democrático-igualitario encuentra que, pese a los avances logrados, las transformaciones a menudo no son tan profundas y, sobre todo, que «lo nuevo» se mezcla con demasiada frecuencia y sin problematización con «lo viejo». Temas como la (des)concentración del poder han sido poco abordados, y allí se encuentran las principales contradicciones de estos nuevos textos constitucionales.

La «sala de máquinas» de las constituciones latinoamericanas  Entre lo viejo y lo nuevo

En las próximas páginas, quisiera hacer un breve repaso de los desarrollos constitucionales que se han dado en América Latina y evaluarlos teniendo en cuenta ciertas preocupaciones democráticas básicas relacionadas con el central valor del autogobierno colectivo. Para llevar a cabo esa tarea, resumiré algunos datos fundamentales de la evolución constitucional de la región, a partir de los estudios que realizara en la materia en la última década1.En primer lugar, cabe señalar que, a pesar de las más de 200 reformas constitucionales producidas en 200 años, el panorama que encontramos no es el de un «caos constitucional» –cada nueva Constitución procurando instaurar un nuevo paradigma–, sino un conjunto de constituciones que se han movido dentro de canales más bien estrechos, que finalmente se remontan a los grandes proyectos constitucionales que están en la historia más temprana del constitucionalismo regional. Me refiero, fundamentalmente, a los tres siguientes: a) el relacionado con el Imperio español –un proyecto de rasgos básicamente conservadores–; b) el inspirado en la Revolución norteamericana –un proyecto constitucional de rasgos típicamente liberales–; y c) el de la Revolución Francesa –un proyecto constitucional de rasgos radical-republicanos–.

Una vez consolidada la independencia regional, el constitucionalismo latinoamericano dejó de oscilar entre sus tres proyectos «madre» –conservador, liberal, republicano– y comenzó a converger hacia canales más delgados, definidos –en su estructura organizativa principal– en el marco de un «liberalismo-conservador». En efecto, desde 1850 hasta hoy, podría decirse, el constitucionalismo ha tendido a moverse, en general (aunque no en todos los casos) dentro de carriles bastante angostos, que caracterizamos a partir de dos «marcas» principales.

La primera marca de identidad es la que dejó el acuerdo liberal-conservador de mediados del siglo xix, vinculada a la organización del poder. Desde entonces, América Latina mantiene una división de poderes fundamentalmente tripartita, ladeada hacia el Poder Ejecutivo y territorialmente concentrada. Ese esquema aparece basado, ante todo, en una general desconfianza hacia la ciudadanía –punto de encuentro que favorece decisivamente el acuerdo liberal-conservador–, lo cual ha redundado en sistemas políticos que desalientan (con las reservas conocidas) la participación autónoma de la ciudadanía y las diversas formas de control y decisión populares. Al mismo tiempo, el modelo liberal-conservador generó Poderes Legislativos con dificultades para funcionar autónomamente del Ejecutivo y Poderes Judiciales que aparecen habitualmente amenazados por la enorme capacidad de injerencia del partido dominante (expresado normalmente en el Ejecutivo) en sus asuntos.

La segunda marca quedó definida un siglo después, a mediados del siglo xx, cuando se integraron a la vieja estructura algunas de las demandas asociadas a los reclamos republicanos del siglo pasado en nombre de la «cuestión social» –«cuestión social» que los líderes del pacto liberal-conservador habían decidido postergar–. Desde entonces, se introdujeron cambios relevantes en las declaraciones de derechos propias del siglo xix: hoy, las viejas listas de «derechos liberales clásicos» anexan amplios compromisos con derechos sociales, económicos y culturales.

Lo importante de lo que varió con la llegada del nuevo siglo, de todos modos, no se equipara con lo importante de lo que no cambió: permanecen desde el siglo xix, casi intocadas, estructuras de poder a la vieja usanza, que consagran un poder concentrado y pocas posibilidades para la intervención popular en política. Dentro de ese marco, se produce la llegada del «nuevo» constitucionalismo regional entre fines del siglo xx y comienzos del siglo xxi2. Y aquí, otra vez, lo que predomina son las continuidades. En este caso –insistiría–, continuidades gravemente acentuadas. En efecto, no se producen cambios importantes ni en la organización del poder ni en las declaraciones de derechos. Las renovadas declaraciones de derechos se expanden aún más, para hacer mención a grupos antes no tomados en cuenta, a intereses antes no contemplados o a derechos humanos antes dispersos u ocultos detrás de algunos de los derechos ya existentes. Simplemente, «no había mucho nuevo que inventar»: los intereses fundamentales de la ciudadanía latinoamericana estaban básicamente contemplados ya en las viejas constituciones.

No fue negativo, entonces, que se nombrara lo no nombrado (derechos nuevos, grupos particulares). Sin embargo, lo que se adoptó entonces fue, en todo caso, algo más o mejor de lo que ya se tenía, pero no algo estructuralmente diferente. Puede sostenerse lo mismo en relación con los cambios introducidos en el nivel de la organización del poder. Se produjeron ciertas modificaciones interesantes dentro de la organización tradicional: se acortaron mandatos en algunos casos, se los extendió poco después, se agregaron algunos controles nuevos sobre el Poder Ejecutivo (Ministerio Público, Consejo de la Magistratura), al tiempo que se le concedieron poderes que no se le habían reconocido antes (como las facultades de intervención en asuntos legislativos). Tal vez, lo mejor que ocurrió en el área fue algo que sus creadores no anticiparon bien, pero que iba –aunque muy modestamente– en línea con lo que aquí venimos sugiriendo: cambios sobre alguna de las «palancas del poder» dirigidos a favorecer el acceso ciudadano a la «sala de máquinas» del constitucionalismo. Así, por ejemplo, ocurrió con las «pequeñas pero significativas» variaciones impulsadas en materia judicial, destinadas a facilitar y expandir la «legitimidad jurídica» necesaria para litigar judicialmente3. En todo caso, lo cierto es que, en sus rasgos más básicos, la vieja estructura de poderes se mantuvo cómoda con los cambios introducidos: las nuevas modificaciones parecían adaptarse bien al paladar de los viejos poderes prevalecientes. Paso entonces, más de lleno, al examen crítico de lo realizado en estos años.

El recorrido hecho hasta aquí, fundamentalmente descriptivo, resulta en mi opinión relevante también en términos normativos. Entiendo que el análisis anterior nos ayuda a ir bastante más lejos de la primera idea que parece derivarse de lo dicho, según la cual lo nuevo es demasiado parecido a lo viejo. Por ello mismo, en lo que sigue, me adentraré algo más en la evaluación de lo acontecido, para apoyar mejor la idea según la cual la estructura que existe deja mucho que desear respecto de lo que ella misma proclama.

Constituciones de «mezcla»

Cabe destacar que las constituciones latinoamericanas superponen modelos de democracia más bien opuestos, que se correlacionan con aspiraciones económicas, ideales políticos, compromisos legales –finalmente, modelos constitucionales– en tensión entre sí. Esta idea de «mezclar» pretensiones opuestas, superponiendo unas con otras, cuenta ya con buen arraigo en la tradición constitucional latinoamericana. Esa fue, en definitiva, la manera principal en que se consolidó el acuerdo liberal-conservador. Fue muy habitual que las aspiraciones propias del liberalismo se sumaran, sin mucho más, a las del conservadurismo. Entonces, se pudo agregar al esquema liberal de los «frenos y contrapesos» –y sin mayores reparos– un Poder Ejecutivo sobrepoderoso; fue así también como se pudo sumar, junto a las liberales declaraciones de tolerancia religiosa, otras que proclamaban el sesgo estatal a favor de la religión católica. Se escogió entonces un sistema de integración entre modelos –una mezcla constitucional– muy deficitaria, cuando se podría haber optado por otros sistemas de combinación más virtuosos. Las reformas que se sucedieron en la vida constitucional de la región, desde aquellos tiempos fundacionales, parecen responder exactamente a la misma lógica de los primeros años. La principal entre las tensiones en conflicto aparecidas a partir de allí se vincula a la presencia (acumulación) de al menos modelos de democracia diferentes, orientados en direcciones opuestas. En efecto, en esa «doble marca» propia del constitucionalismo regional –poderes arreglados conforme a la regla dominante en el siglo xix; derechos arreglados conforme a la regla dominante en el siglo xx– el constitucionalismo regional muestra su doble e inusual compromiso en materia democrática. Así, la estructura de poderes respondió –como responde aún– a valores democráticos propios del siglo xix: baja participación popular, sectores excluidos, derechos políticos limitados, es decir, los mecanismos propios de la democracia censitaria4. Mientras tanto, las nuevas declaraciones de derechos aparecen vinculadas a discursos y principios democráticos de «última generación». Se pretende una participación popular amplia, que se busca apoyar de diversas maneras: se abren oportunidades institucionales para que la ciudadanía gane capacidad de decisión y control (por ejemplo, revocatorias de mandatos); se expanden los derechos políticos y a la vez se prometen derechos sociales destinados a fortalecer aún más el ingreso de las mayorías a la política (todo esto, según voy a insistir, sujeto a varias limitaciones)5. En términos democráticos, en definitiva, se afirma con una mano de la Constitución lo que se niega con la otra.

Esa misma mezcla/acumulación problemática se puede ver en otras cuestiones y en otros ámbitos de la Constitución: muchas de las nuevas constituciones (como las de Colombia o Perú, claramente) aparecen a la vez afirmando formulaciones económicas «neoliberales» y proclamas de fuerte contenido social, que parecen indicar su vocación por formas económicas diferentes. Es habitual, también, en todas las constituciones «nuevas» comprometidas con los derechos indígenas, que se afirme simultáneamente el valor de la propiedad privada y el valor de la propiedad comunitaria (u otras similares); o que se afirme el valor de la economía privada, mixta y pública al mismo tiempo. Para algunos, este tipo de combinaciones resultan virtuosas: se trata, sobre todo, de un modo de comprometer en el mismo proyecto constitucional a formaciones políticas o grupos de interés en conflicto. Sin embargo, en términos constitucionales, este tipo de decisiones resultan cuestionables por muchas razones y nos retrotraen a problemas relativos al impacto intraseccional de las reformas (es decir, el impacto de una reforma en cada una de las secciones de la Constitución; por ejemplo, cómo es que la adopción de un nuevo «derecho» impacta sobre los derechos establecidos, o una nueva institución de poder impacta sobre la organización de poderes dominante hasta entonces). Corresponde preguntarse, entonces, cómo es que –por caso– los nuevos derechos incorporados (por ejemplo, derechos sociales, multiculturales, etc.) quedan vinculados a los derechos ya existentes. Cómo se relaciona lo «nuevo» que incorporamos con lo «viejo» que ya teníamos. Los problemas que se advierten son numerosos. Ante todo, a través de este tipo de decisiones, el texto de la Constitución se torna confuso: ¿de qué se trata, finalmente, la Constitución, cuando ella afirma al mismo tiempo pretensiones opuestas? Por lo demás, de ese modo se abre la Constitución a interpretaciones contradictorias: ella pasa a decir mucho, nada y todo a la vez en cuestiones fundamentales. En ese caso, ¿cuál es el sentido de tener una Constitución? Peor aún: así organizada, la Constitución induce a comportamientos equívocos y genera expectativas engañosas: tiene razón quien pasa a litigar en nombre de su propiedad y también quien pasa a impugnar dicha posesión en nombre de valores ancestrales. Por tomar un caso relevante: la introducción de «derechos de la naturaleza» (en el marco del sumak kawsay o «buen vivir» y del «vivir bien»), en constituciones como las de Ecuador o Bolivia, no solo nos refiere a problemas más o menos evidentes, entre ellos los «derechos ancestrales» de las comunidades indígenas: no es claro que «las» comunidades indígenas consideren a la naturaleza como sujeto de derechos y no es claro que tenga sentido hablar de «derechos de la naturaleza». Uno puede valorar la intención de incorporar «principios interpretativos» nuevos, diferentes de los tradicionales6; sin embargo, es difícil no preguntarse cómo entender tales principios cuando la Constitución no reniega de otros principios e instituciones contrarios (como los vinculados a tradicionales derechos de propiedad). Encontramos problemas similares a los que reconocemos en relación con los «viejos» y «nuevos» derechos en la Constitución en el vínculo que se da entre las «viejas» estructuras de poder y las «nuevas» instituciones que se incorporan. Una buena ilustración de lo dicho puede observarse, por caso, en el llamado «choque de trenes» en Colombia, que enfrentó a la vieja Corte Suprema Colombiana con la nueva Corte Constitucional introducida por la Constitución de 1991. Ambas instituciones mantienen desde hace años una relación de rivalidad y tensión que comenzó ya con el nacimiento de esta última y que implica persistentes disputas de poder, además de una nociva competencia entre ambas7. Otro ejemplo relevante en la materia es el que puede encontrarse en Argentina cuando examinamos las relaciones entre la Corte Suprema (presente desde la primera Constitución de 1853) y el Consejo de la Magistratura (órgano encargado de la gestión del grueso de los asuntos del Poder Judicial, incluyendo su participación en el nombramiento de una mayoría de jueces), que fuera introducido por la reforma constitucional de 1994. Otra vez, en este caso, vemos relaciones de fuerte tensión entre los dos organismos (tensiones que podían anticiparse al momento de la creación del Consejo), relacionadas con la dificultad para definir con exactitud el área de competencia exclusiva de cada una de las instituciones, pero también (y a partir de allí) con un cierto hostigamiento de la Corte sobre el Consejo, sostenido en los temores de la primera de perder facultades que considera propias8. En situaciones como las descriptas, lo que encontramos es una actitud de falta de reflexión o reflexión impropia por parte de los constituyentes latinoamericanos. Por hipocresía, demagogia, descuido o algún malentendido, el constituyente actúa mal cuando no toma cuidados en los modos en que «el pasado» va a relacionarse con «el presente»; cuando no se hace responsable de los modos en que la «vieja Constitución» va a «recibir» las reformas que se le incorporen.

Las viejas estructuras contra los nuevos derechos

Lo dicho hasta aquí está vinculado, de modo especial, a lo que podemos llamar el impacto intraseccional de las reformas. Pero los problemas en cuestión se extienden también –y se agravan, además– en lo concerniente a lo que podemos denominar el impacto interseccional. Me refiero a los modos en que la incorporación de nuevos derechos afecta la organización del poder o los modos en que lo que hagamos o dejemos de hacer en la organización del poder afecta las declaraciones de derechos.

Los problemas que aparecen entonces se producen en diferentes niveles, y quisiera mencionar algunos de ellos, aun cuando no pueda detenerme tanto como desearía en su análisis. Ante todo, aparece la cuestión de cómo «transferimos poder» dentro de la Constitución a través de cada modificación que le incorporamos. Como ejemplo podemos citar, típicamente (y junto con Carlos Nino9), el siguiente hecho: la deseada incorporación de derechos sociales (promovida, de modo habitual, por reformistas democráticos) importa la transferencia de poderes adicionales al Poder Judicial (esto es, la rama menos democrática del poder). Cabe señalar que problemas como el citado resultan de especial relevancia en el constitucionalismo contemporáneo, dado que muchos de los defensores de los derechos sociales tienen como propósito reforzar el «poder popular» antes que el poder de las jerarquías legales existentes, y sin embargo, al actuar como actúan, generan un «impacto constitucional» en parte opuesto al que dicen buscar.

Así llegamos a la cuestión que aquí más me interesa y preocupa, que es la relacionada con los modos en que las «viejas estructuras» bloquean las «nuevas propuestas» o tornan difícil su implementación: típicamente, en este caso, el modo en que la vieja organización del poder obstaculiza la realización de los nuevos derechos sociales y multiculturales.

El problema en juego no nos refiere, meramente, a una cuestión de «simple descuido» en la redacción constitucional (introducimos nuevos derechos sin prestar atención a los modos en que reacciona o va a reaccionar la vieja organización del poder). Se trata, ante todo, de que no reconocemos el peculiar lugar que ocupa la parte «orgánica» no reformada: lo que está en juego es el núcleo básico de la organización de poderes, esto es, la sala de máquinas de la Constitución. Por supuesto, uno puede entender que existan dificultades para reconocer todos los cambios que es necesario agregar, para «darle vida efectiva» a la modificación constitucional que estamos más interesados en incorporar. Sin embargo, dejar de lado, directamente, la pregunta acerca de cómo va a responder la «sala de máquinas» constitucional frente a los demás cambios constitucionales que introduzcamos («más derechos») es dejar de lado lo más importante. En aquella «sala de máquinas» se ubica –allí reside– justamente, el corazón de la Constitución: no puede operarse sobre la Constitución dándole la espalda al modo en que la organización del poder reacciona (o, previsiblemente, va a reaccionar) frente a las modificaciones que le introducimos.

Balance y futuro

Frente a lo dicho hasta aquí, alguien podría objetar: «no ha estado mal, vamos de a poco». Efectivamente, podemos ser parsimoniosos con las reformas. Sin embargo, uno debe ser consciente de que lo «no hecho» posiblemente bloquee la apropiada implementación de los derechos incorporados (es decir, mantener una estructura de poderes vertical –he sostenido aquí– conspira contra la implementación de una lista de derechos de avanzada). También se podría decir, más enfáticamente: «es que la implementación de los derechos requiere de poder concentrado». Sin ánimo de cerrar la discusión al respecto –que merece una atención detenida–, respondería que hay un problema serio si esa es la razón que se invoca cuando lo que se está tratando de hacer es incorporar herramientas destinadas a favorecer la participación política de la ciudadanía, o medios capaces de «empoderarla» social y políticamente. Para decirlo de modo brutal: hay un problema obvio cuando se quiere desconcentrar el poder pidiéndole ayuda al poder concentrado. Hay un problema obvio cuando se quiere favorecer la participación popular esperando que esta sea puesta en marcha por aquel que va a ver socavado su poder de modo más directo, una vez que esa participación se convierta en efectiva10. En definitiva, no se puede actuar como lo han hecho tantos reformistas latinoamericanos, que han trabajado por la descentralización del poder y la mayor participación política de la ciudadanía en la esfera de los derechos, ignorando (o, mucho peor, conscientes de) el modo en que el poder político se mantenía centralizado y concentrado en el vértice, en la esfera de la organización del poder (típicamente, a través de la preservación de sistemas hiperpresidencialistas). Es inconsistente abogar por la democratización del poder en nombre del pueblo marginado mientras –irreflexivamente– se mantiene el poder político concentrado.

Y algo tanto o más relevante que lo anterior: no se trata, únicamente, de que los reformistas latinoamericanos no hayan prestado atención a lo que ocurría (o dejaba de ocurrir) en relación con la «sala de máquinas» de la Constitución. Se trata de que ellos parecieron perder de vista toda dimensión histórica de lo que estaban haciendo, a la vez que olvidaban prestarle atención a la práctica efectiva del constitucionalismo regional. Un estudio consciente de esa historia les hubiera permitido reconocer que en la región, desde hace decenas de años, se registran movimientos constantes de avance del poder concentrado sobre el resto de la organización del poder. De modo más directo: es recurrente (aunque no sea un hecho necesario) en la historia latinoamericana el intento del Poder Ejecutivo de expandir su propio poder a costa de los otros poderes, y también, a costa del poder popular. Más aún, se tiende a invocar o citar el poder popular como acompañamiento o como aclamación, pero no como poder autónomo: el poder popular autónomo es visto como una amenaza, y como tal es resistido.

Del mismo modo, el estudio de la historia latinoamericana ayuda a ver la forma recurrente en que el poder político concentrado tendió a entrelazarse con el poder económico concentrado, o a favorecer su concentración. Decir esto no niega una historia que, también, incluye enfrentamientos entre el poder político y ciertas porciones de la elite económica. Pero, en todo caso, no se puede actuar como si no fuera esperable, además de demasiado habitual, la vinculación entre el poder político concentrado y el poder económico concentrado. Mucho menos corresponde favorecer esa concentración del poder a la vez que se invoca, genuinamente, una voluntad de expandir el poder popular. El hecho es que la Constitución ha permitido el ingreso de la ciudadanía, y en particular –aunque con amplio retraso– de los grupos más desaventajados, en su cuerpo, pero solo a través de la sección de los derechos. Es hora de que se consagre su ingreso en la «sala de máquinas» de la Constitución.

  • 1.

    Roberto Gargarella: es abogado y sociólogo, doctor en Derecho por la Universidad de Buenos Aires (uba) y la Universidad de Chicago. Tiene un posdoctorado por la Universidad de Oxford. Recibió las becas Fulbright y John Simon Guggenheim. Actualmente es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet). Su último libro es La sala de máquinas de la Constitución (Katz, Buenos Aires, 2014).Palabras claves: democracia, derechos, nuevo constitucionalismo, poder, América Latina.. R. Gargarella: The Legal Foundations of Inequality: Constitutionalism in the Americas, 1776-1860, Cambridge University Press, Cambridge, 2010 y La sala de máquinas de la Constitución, Katz, Buenos Aires, 2014.

  • 2.

    Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau: «Fundamentos teóricos y prácticos del nuevo constitucionalismo latinoamericano» en Gaceta Constitucional No 48, 2011, p. 312; Armin von Bogdandy, Héctor Fix-Fierro y Mariela Morales Antoniazzi (coords.): Ius constitutionale commune en América Latina. Rasgos, potencialidades y desafíos, unam, México, df, 2014.

  • 3.

    Por ejemplo, cambios en el acceso a la justicia, en la legitimidad o standing para litigar, etc. Bruce Wilson: «Explaining the Rise of Accountability Functions of Costa Rica’s Constitutional Court» en Siri Gloppen et al.: Courts and Power in Latin America and Africa, Palgrave, Nueva York, 2010, pp. 63-82.

  • 4.

    En la actualidad, el sistema institucional dominante sigue estando caracterizado por rasgos «contramayoritarios», no solo en la organización del Poder Judicial, sino también en los mecanismos favorables a la participación popular que no han sido incorporados por la constitución o han sido incorporados pero socavados en la práctica o vía legislación (consultas populares, asambleas públicas, referendos, etc.).

  • 5.

    Es lo que durante el siglo xix se expresaba en la tensión entre una idea de la política que pedía «libertades económicas» abundantísimas y «libertades políticas» limitadas; y otra que proponía «libertades políticas» amplias y restricciones sobre las «libertades económicas» sin controles, entonces vigentes.

  • 6.

    Alberto Acosta: «El Buen Vivir: una oportunidad para construir» en Ecuador Debate No 75, 2008, pp. 33-48.

  • 7.

    Manuel José Cepeda-Espinosa: «Judicial Activism in a Violent Context: The Origin, Role, and Impact of the Colombian Constitutional Court» en Washington University Global Studies Law Review vol. 3, 2004; Rodrigo Uprimny, César A. Rodríguez Garavito y Mauricio García Villegas: ¿Justicia para todos? Sistema judicial, derechos sociales y democracia en Colombia, Norma, Bogotá, 2006.

  • 8.

    R. Gargarella: La justicia frente al gobierno, Ariel, Barcelona, 1996.

  • 9.

    C. Nino: Fundamentos de derecho constitucional, Astrea, Buenos Aires, 1992.

  • 10.

    El problema apuntado no se disipa alegando que el gran «enemigo» de la participación política popular es el «poder económico concentrado» (Roberto Mangabeira Unger: «El sistema de gobierno que le conviene a Brasil» en Presidencialismo vs. parlamentarismo: materiales para el estudio de la reforma constitucional, Consejo para la Consolidación de la Democracia, Buenos Aires, 1987). Más allá de que se requiera una respuesta más extensa frente a este cuestionamiento, lo cierto es que este desconoce, ante todo, los (citados) riesgos de contar con un poder político concentrado (particularmente, en relación con la invocada pretensión de desconcentrar el poder político), y segundo, los modos en que el poder político concentrado tiende a interactuar con, o favorecer directamente, la concentración del poder económico.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 258, Julio - Agosto 2015, ISSN: 0251-3552


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