Ensayo
NUSO Nº 260 / Noviembre - Diciembre 2015

La larga tristeza (y esperanza) venezolana

El fenómeno de la emigración venezolana sirve de eje para analizar los vaivenes de un proyecto de nación definido por el anhelo de la modernidad, que en dos ocasiones pareció estar al alcance de la mano para después desembocar en desilusiones profundas. Los jóvenes que en ambos momentos han decidido emigrar (a fines del siglo xix y en la actualidad) son un indicador de esas caídas. No obstante, las diferencias entre los que lo han intentado a un siglo de distancia también muestran los cambios que, dentro de un mismo proceso, ha vivido el país.

La larga tristeza (y esperanza) venezolana

Nota: una versión de este texto fue publicada originalmente en Tomás Straka: La república fragmentada. Claves para entender a Venezuela, Alfa, Caracas, 2015.


Dos jóvenes venezolanos intercambian opiniones sobre su patria. Luis Heredia, como tantos otros, decidió emigrar a Europa y ahora vive en Francia. Ernesto Gómez, su amigo, sigue en Caracas y solo sueña con seguir sus pasos. Por eso está ávido de información. Quiere saber cómo es todo por allá, compulsar posibilidades, verificar ilusiones. Las noticias que tiene de Heredia dibujan un cuadro inacabable de felicidad (salidas, espectáculos, fiestas), que anhela para sí y le hace incomprensibles las reservas que poco a poco este le va confesando. Hay tardes en las que Heredia se pone filosófico: dice que, después de todo, París no es como la pintan, ¡ni siquiera las muchachas son tan bonitas! (tal vez demasiado flacas para su gusto). Hasta síntomas de mal de patria comienzan a darle. En ocasiones le aflora algo que se parece al remordimiento por no hacer algo en favor de los suyos. Incluso lamenta que tantos jóvenes quieran marcharse, como lo hizo él. Por supuesto, a Gómez aquello le parece insólito. Sospecha que son solo poses para no causar envidia o excusas para calmar su conciencia. En una revolución, con unos generales que se reparten el botín de las arcas nacionales, un entorno y unas gentes tan mediocres, nada puede ser digno de añoranza. Lo increpa. Casi lo insulta. No hay caso. Al final logra irse y no lo piensa dos veces. Se va. Es el signo de un tiempo y, como en las siguientes páginas esperamos demostrar, lo es también de aspectos sustantivos de su nación. De lo que ha querido ser y de lo que efectivamente logró alcanzar.

Sobre la tristeza

El diálogo anterior, contra lo que pudiera pensar el lector, dista de ser actual. Heredia y Gómez son personajes de un cuento ambientado en 1898 (su telón de fondo es la Guerra Hispano-Estadounidense y la revolución de Queipa) y escrito algunos años después. Su título es «Viejas epístolas»1 y el autor es Pedro Emilio Coll, que sabía bien de lo que estaba hablando. En su juventud fue de esos muchachos «fin de siècle» que, después de abrigar grandes esperanzas políticas y estéticas (sobre todo estas, comoquiera que se atrevió a las filigranas del lenguaje modernista), desembocaron en el ánimo del «Finis Patriae» expresado por su contemporáneo Manuel Díaz Rodríguez como único destino para su generación y para su país. Y así, como el Alberto Soria de sus Ídolos rotos (1901)2, solo hallaron un remedio en la emigración.

Pero don Pedro Emilio, como la mayoría de ellos, no pudo irse. Terminó sus días en el peripato del que entonces era escenario la plaza Bolívar y su vecina cervecería Donzella, como encarnación de la ironía, de cierto descreimiento, de la nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue. Hoy se lo recuerda por el cuento “El diente roto”, esa metáfora de la medianía nacional que por algo se hace leer en todas las escuelas (y que en vida tantos dolores de cabeza le produjo) y, entre los caraqueños, por un famoso liceo en Coche3. Situación que acaso lo haría sonreír una vez más, acomodarse con gesto amable el sombrero y tomar notas para otro cuento o ensayo; sobre todo ahora, cuando en las clases altas y medias volvemos a encontrar jóvenes tan desesperados como él lo estuvo en sus días, en una especie de encuentro entre dos finales de siglo que en esta y otras tantas cosas se parecen tanto que harían pensar en cierto inmovilismo, en algún tipo de conjuro de estancamiento del que fuimos posesos en los cien años que mediaron entre ambos.

Sin embargo, fue justo al contrario: pocas etapas resultaron tan movidas y presenciaron cambios tan dramáticos como los ocurridos en la pasada centuria. De hecho, el tono de los escritores que median entre los decepcionados modernistas y positivistas, y eso que hoy algunos llaman la «literatura del exilio» (nombre no del todo apropiado porque no se trata de un exilio en toda ley: casi todos son autoexiliados o simples emigrantes en busca de un futuro mejor, no pocas veces subsidiados por sus familias), es decir, de aquellos que escribieron más o menos entre 1930 y 2000, fue distinto: aunque no dejaron de acusar lo que de falso y contradictorio tuvo un país en el que todo comenzó a salir bien, sospechosamente bien, su talante con respecto a él cambió de manera sustantiva. Hasta en las almas carcomidas y en los destinos fallidos de Venezuela que generalmente nos dibujaron, se atrevieron a atisbar desenlaces optimistas (como el de Doña Bárbara4). Por muy duras que fueran las novelas de Miguel Otero Silva que narraron el paso del país rural al petrolero, o País portátil (1969) de Adriano González León5, en ninguna se encuentra la melancolía que flota como un sopor y lo impregna todo en «Lorena llora a las tres» (2010), de Miguel Gomes6.

Probablemente en González León hay más rabia que tristeza (aunque de esta también hay); encontramos soñadores que quieren otra realidad y que sistemáticamente se estrellan contra ella, pero no por eso carecen –autores y personajes– de un deseo más o menos disimulado de despertar a la sociedad y de hacerla tomar las riendas de su porvenir. Es decir, si hubiera alguna esperanza de que eso fuera posible. Repásese el resto de los grandes escritores y sus militancias del «siglo xx corto» (para emplear la categoría de Eric Hobsbawm) venezolano, desde la Generación –literaria y política– del 28 hasta aquellos autores que hacia 1990 retomaron una actitud más bien irónica –¿desesperanzada?– hacia su realidad, y se hallará lo mismo: una crítica que, en última instancia, apuesta a conmover al lector y a salvar a la sociedad, porque ambos, de algún modo, se consideraban salvables.

Incluso lo vemos en Leoncio Martínez, con esa tristeza que solo tienen los humoristas de «La balada del preso insomne»: «estoy pensando en exilarme / me casaré con una miss /de crenchas color de mecate y ojos de acuático zafir; / una descendiente romántica / de la muy dulce Annabel Lee, / evanescente en las caricias / y marimacho en el trajín, / y que me adore porque soy tropical cual mono tití». Incluso entonces deja un espacio para la esperanza, y no solo porque vayan a ser sus «nietos, gigantes rubios, de cutis de cotoperiz», o porque, «en un cementerio evangélico», «tenga lo que a mí me niegan: la libertad del buen dormir», sino porque con todo y el dolor no duda en el buen desenlace final: «¡Ah, quién sabe si para entonces / ya cerca del año 2000, / esté alumbrando libertades, / el claro sol de mi país!»7.

Leoncio Martínez perteneció a aquella cohorte de hombres míticos y corajudos que lucharon por la democracia hasta lograr fundarla. Para él, como para la mayor parte de los venezolanos que vivieron las dictaduras de la primera mitad del siglo xx, salir del país fue sobre todo un castigo: el exilio, la pena de extrañamiento. Por eso, en cuanto comenzaron a tener petrodólares para abrir carreteras, fundar escuelas y rociar con ddt las regiones palúdicas, cuando compararon su paz con las guerras mundiales, cuando vieron llegar legiones de inmigrantes, erigirse rascacielos en lo que habían sido pueblones, se abandonó la idea de marcharse, ni siquiera para buscar (o traerse) a una linda y rubia bisnieta de la trágica Annabel Lee de Edgar Allan Poe. Aunque se pasaran temporadas en Europa, bien por los exilios durante la dictadura militar, o para estudiar o simplemente para conocer y gozar, la idea de volver era la más extendida. Al final del túnel, aun en los momentos más duros del «siglo corto» venezolano, había la esperanza de que viniera algo mejor. Pero es justo lo que no parece ocurrir cuando empezó a vislumbrarse ese soñado –por Leo y por todos los futuristas del siglo xx– año 2000. José Ignacio Cabrujas, por ejemplo, representa un retorno, en sus artículos y en su dramaturgia, a Pedro Emilio Coll: un hombre que poco a poco duda de las posibilidades del país que ama tan intensamente como lo padece. La generación próxima comenzó hasta a dudar del amor. Cabrujas es el cierre del «siglo corto» venezolano.

De modo que entre los modernistas de los 1890 y Cabrujas, podría hacerse un electrocardiograma con las variaciones en la potencia del optimismo, con sus elevaciones y descensos. La Lorena de Miguel Gomes está en lo más hondo. Para ella no hay remedio. Ella es un nudo permanente en la garganta, unas ganas de llorar por todo y por nada, una depresión (y el depresivo se caracteriza por no ver alternativas). Es una vida que se va desmigajando poco a poco, todos los días; una clase media que no puede más, que se va ajando como los muebles, el carro, la quinta, el matrimonio y la calle que ya nadie mantiene. Lorena llora y llora. No sabe el porqué. La suya es la tristeza de quien hunde la cabeza en la almohada y no quiere salir de la habitación. ¡Qué lejos está Lorena de Santos Luzardo o del «preso insomne»! Centrándonos en otra novela emblemática del «exilio» de inicios del siglo xxi: ¿cuál es la distancia exacta entre los dos muchachos de 1898 y Eugenia, la protagonista de Blue Label/Etiqueta Azul (2010), de Eduardo Sánchez Rugeles8? Preguntar por la distancia entre los personajes de ambos textos es, en buena medida, preguntar por la que existe entre sus respectivos momentos históricos. ¿Es que en verdad el país llegó a cambiar tanto como se creía? ¿Fue que cambió en un momento dado y volvió atrás? ¿Es esta tristeza algo nuevo o es una tristeza larga, por robar una frase bolerística (porque a veces nuestra historia suena a bolero)? ¿Será que cada subida en el electrocardiograma es producto de algún embeleco? Tratemos de ver qué puede tener de proceso histórico a largo plazo.

Los muchachos de 1898 venían de una época, la de su infancia y adolescencia, en la que creyeron en un país próspero y encaminado hacia el progreso, el del guzmancismo y los años que inmediatamente le siguieron. En el electrocardiograma era un momento de elevación. Y a ellos les toca la caída en picada cuando el modelo liberal amarillo (1870-1899) resulta inviable. Esto explica el giro conservador que muchos adoptan (terminarán casi todos como gomecistas), el llamado al sentido común (o al pragmatismo o a la franca resignación) con que asumen las responsabilidades del poder cuando llegan a edad adulta, así como su capacidad para tolerar cualquier cosa –por ejemplo, los desmanes del Benemérito Juan Vicente Gómez– por considerarla, frente a la quiebra nacional («la decadencia», en palabras de José Rafael Pocaterra), un mal menor. Incluso explica el cinismo que al final los inocula, haciéndolos emplear su talento para justificar el orden de la Rehabilitación (y de paso, en muchos casos, aprovecharse de la feria de corrupción que significó). Se alegran con triunfos concretos: cinco años, diez años, veinte años sin guerra; 1.000, 3.000, 8.000 kilómetros de carreteras que hace Gómez; el pago de la deuda; la inversión extranjera que por fin está viniendo con el petróleo.

¿Será ese el destino de la generación de los protagonistas de Blue Label/Etiqueta Azul? Los jóvenes de la primera década del siglo xxi, como los que llegaron a la veintena en la última del siglo xix, también venían de una etapa aún más intensa y larga de 60 años de crecimiento y mejoras de la calidad de vida, en la que se creyó que Venezuela era próspera (de hecho lo fue, al menos en cierto sentido: recibiendo divisas) y encaminada al desarrollo (como ahora se llama lo que hace 100 años se llamaba progreso). Es la etapa que tiene su epítome en 1976, cuando Carlos Andrés Pérez, exaltado por la emoción de los precios del petróleo y la nacionalización de la industria, declara el año uno de la «Gran Venezuela», esa que –¡otra vez!– en 2000 sería una potencia continental. El electrocardiograma del optimismo estaba en su punto más alto: justo aquel desde el que comenzaría a caer. El cuarto de siglo siguiente no fue el de la consumación de la felicidad sino el de la crisis del sistema. En las décadas de 1980 y 1990, es decir, las de la quiebra económica y los golpes de Estado, Cabrujas comienza a escribir con el descreimiento de un Pedro Emilio Coll. Y era nada más el principio. Por algo hoy, como en 1898, muchos de los jóvenes de clase media discurren como los Luis Heredia y Ernesto Gómez del cuento de Coll. Es cierto que hay otros que han escogido el camino de las luchas políticas para cambiar las cosas con una ilusión y un misticismo de las mejores generaciones de la historia. No sabemos si terminarán con una tesitura moral como la de los gomecistas o si se erigirán como creadores de una nueva patria. Solo sabemos que ahora, como 110 años atrás, para muchos venezolanos la «visa para un sueño» empieza a significar bastante más que una canción.

Hasta acá la literatura nos ha ayudado a identificar el fenómeno. En adelante la historia nos dará algunas pistas para entenderlo, o al menos para iniciar un debate para su comprensión.

Sobre las posibles causas de la tristeza

Aunque el problema de la emigración apenas llega a los debates académicos, ya hay estudios que perfilan algunas tendencias. Se ha determinado, por ejemplo, que entre sus motivaciones aparecen juntas, en primer lugar, la imposibilidad de mantener el estatus de los padres y la violencia presente desde mediados de la década de 1980, pero agudizada en los últimos años; sobre todo esta última, que a veces sirve como detonante: un secuestro exprés, un asesinato cercano o un atraco en la casa son vistos como obvias y muy comprensibles señales de que lo mejor es partir. En segundo lugar se encuentra un poderoso motivo político: la desconfianza en que el régimen actual pueda ofrecer alguna solución; incluso la certeza de que no solo no ofrecerá ninguna, sino que es parte esencial del problema.

Son razones poderosas y, hasta donde vemos, legítimas, que todos hemos sondeado alguna vez. Pero si queremos entender el fenómeno con sentido histórico, habría que sumar otros elementos que por algún motivo no aparecen en las encuestas. Por ejemplo, la sobrevaluación del bolívar hasta, por lo menos, 2012. Gracias a ella, emigrar no era solo factible, sino también un buen negocio. Aun con el desesperante control de cambios, fue relativamente barato comprar divisas para enviarlas como remesas (cosa que explica otro aspecto normalmente desatendido: aunque en menor medida que antes, son muchos los que siguen migrando a Venezuela, situación que tiende a menospreciarse comparando la formación de los que se van con la de quienes vienen, y eso no sin cierto mohín de superioridad frente a los negros antillanos o los chinos que llegan).

En efecto, la emigración venezolana, como casi todo lo demás en la historia contemporánea, está en algún grado signada por el rentismo. El quid de este modelo siempre ha sido la compra de dólares baratos para financiar el bienestar y el desarrollo; dólares que también sirven para financiar, al menos en un principio, a un hijo en el exterior. No decimos que todos los que emigran vuelen sobre la alfombra mágica de las remesas de sus padres (sería, cuando menos, un insulto a tantos que se las han visto muy duras), pero es una variable que los contemporáneos de Pedro Emilio Coll no tenían. Aunque el bolívar era una moneda muy sólida (en la era del patrón oro casi todas lo eran), su relación privilegiada con el dólar llega en la década de 1930. En 1898, muy pocas familias venezolanas podían ganar lo suficiente para mantener a un hijo en el exterior. De hecho, un capítulo poco conocido de la razón por excelencia de la emigración que ocurrió a partir de 1913 –cuando el régimen de Gómez comienza a hacerse de veras duro–, el exilio, es el del drama de los expatriados que literalmente pasaban hambre y frío en el exterior, con familias que se arruinaban para mandarles algo de vez en cuando.

Pero hay más con el rentismo: a mediados de siglo, ayudó a formar una clase media que llegó a ser verdaderamente próspera y en la que fue fundamental el aporte de los inmigrantes (sobre todo, de los europeos que llegaron en grandes cantidades entre 1950 y 1980). Ambas cosas hoy se traducen en oportunidades –doble nacionalidad y cuentas en el extranjero– inéditas en la historia venezolana para emigrar. Por otro lado, el rentismo también puede relacionarse con el desinterés de muchos de quienes emigran –sobre todo al principio, porque eso también ha ido cambiando, y del mismo modo sería un insulto para los que no actúan así, que son muchísimos– por la suerte de su país. Desde mediados de la década de 1980 hasta la primera del presente siglo, la juventud tendió a declararse «apolítica». Tal vez en el deseo de emigrar de algunos haya no poco de esa indiferencia, de esa vocación por evadir compromisos con cierto dejo de superioridad que tuvieron muchos de los abstencionistas del periodo. Porque lo que llama la atención no es la legítima aspiración de encontrar un destino mejor, de alejar a los hijos de los asesinatos y secuestros, de salvarse de un régimen que no se muestra especialmente entusiasta de las libertades; lo que llama la atención es el desinterés de muchos –acaso demasiados, sobre todo al principio– por los suyos, incluso cuando en muchas ocasiones subsidian la partida. Y subrayamos lo de las ocasiones porque acá sería especialmente injusto generalizar, sobre todo en la medida en que cada vez más la diáspora se ha ido comprometiendo y demuestra una musculatura política mayor (porque comprar un boleto para votar, bien en el país o bien en el consulado más cercano, no es cualquier cosa, sobre todo en momentos en que la crisis ha recortado los recursos de muchos emigrados).

Otro aspecto del rentismo aparece en las facilidades que por 30 o más años tuvo la clase media venezolana para darse una buena formación, incluso en el exterior; para obtener créditos blandos, educación y salud públicas de calidad. Para los gobiernos que se sucedieron después de 1940, la prosperidad de la clase media era la prueba del éxito del sistema y la vitrina de sus virtudes frente a las otras clases (que solo esperaban su oportunidad para ascender) o frente a los sistemas rivales (Cuba desde 1959). ¿Cómo es posible, entonces, que sus bien alimentados, vacunados y estudiados hijos que nacieron entre finales de los años 60 y mediados de los 80, la llamada Generación x, se desinteresaran tanto por la política y por lo social hasta que se les vinieron encima como un ferrocarril?

Tal vez porque no les informaron esto, porque no sabían su propia historia, porque estuvieron demasiado tiempo bailando música en inglés y al final se creyeron muchachos de Nueva York (o de Miami). Descontemos algunas variables que justifican la «antipolítica», como el desprestigio de los partidos, en la medida en que se fueron vaciando de ideología, cayendo en la corrupción y fosilizando sus estructuras, y de todos modos nos encontramos con una generación que asumía como normales conquistas que en realidad eran excepcionales, tanto en la historia venezolana como en la del resto de la región; una generación que con cierta arrogancia de nueva rica fue poco agradecida por las facilidades que el sistema había concedido, cosa especialmente crasa en el caso de los hijos de inmigrantes, e insensible ante los problemas de los que no habían corrido su suerte (y de los que muchos se burlaban como monos o niches), y que, con los bailes y las modas, también copió la despolitización que experimentaron las juventudes de las sociedades occidentales y democráticas en las décadas de 1980 y 1990, cuando todo parecía ya resuelto. Además, la antipolítica se convirtió en ideología, promovida por intelectuales, académicos, empresarios y medios de comunicación; y frente al desprestigio, en gran medida merecido, de los partidos, se vislumbraba como una opción razonable, aunque tal vez un poco, digamos, presumida –y lo subrayamos, porque se trata de un aspecto que consideramos central, como veremos–, en boca de quienes no tenían idea de lo que implicaban la administración pública, la estabilidad de un sistema de libertades y la coordinación de sectores a veces contrapuestos en la sociedad. La caída del Muro de Berlín fue entendida también como la de las ideologías y las utopías, lo que tuvo mucho de bueno, pero también de malo, al apartar cualquier mirada trascendente de los debates. Un generación, en suma, propia de los días en los que las girls just want to have fun (lo mismo podría decirse de los chicos) o, peor, de aquellos que pedían que «los políticos fueran paralíticos». Por lo tanto no es de extrañar que segmentos de la población con este perfil no tuvieran respuestas claras cuando el modelo rentista entró en crisis e hizo insostenibles sus estándares de vida; o cuando el sistema político, casi de manera consecuente, colapsó. Tampoco que una de las generaciones mejor formadas de nuestra historia, en la que se invirtió como en ninguna otra (al menos, en sus miembros de mayor edad, porque la cosa cambia a medida que la fecha de nacimiento se acerca), simplemente no estuviera en la capacidad de hacerse con el liderazgo del país y de moldearlo según sus valores, como se espera de una elite. Es decir, de una elite que quiera algo más que divertirse. Dentro de todas las calamidades que hay detrás de esta situación que nos hace salir corriendo del país, hay una de carácter sociohistórico que no puede eludirse: el fracaso –acaso momentáneo, en gran medida parcial– de una clase social para imponer un orden ajustado a sus valores. A veces en los procesos históricos hay clases perdedoras (v.g. los mantuanos en la Independencia). Eso no significa que aquello por lo que lucharon haya sido necesariamente equivocado, solo significa que no lo pudieron alcanzar, por las razones que fuere: por ejemplo, por no haberse ocupado de la política o por llamar monos a los demás, o por haber sido tan presumidas para creerse más seguras y capaces de lo que realmente fueron, o de merecerse cosas que no estaban en condiciones de conquistar por su propia cuenta.

Lo anterior ayuda a explicar el fenómeno del día de hoy, pero nos despista cuando tratamos de entenderlo en una escala más amplia como parte, por ejemplo, de procesos socioculturales que vienen de bastante más atrás.

Sobre la longitud de la tristeza

Comoquiera que se trata de un fenómeno –hay que insistir en eso– que ya habíamos visto en el entresiglo xix-xx, contamos con algunos autores como Augusto Mijares y Mario Briceño Iragorry que ya lo habían consignado en varios de sus trabajos. Rafael Tomás Caldera volvió a ellos –es decir, al problema y a los autores– para estudiar a uno de los grandes personajes literarios de entonces, Reinaldo Solar, en su esclarecedor ensayo «Pesimismo y presunción», recogido en su igualmente esclarecedor La respuesta de Gallegos9. Ante la patente incapacidad que Rómulo Gallegos pinta en Reinaldo Solar para adaptarse a su sociedad, en especial ante su decisión, tan común en los héroes de entonces, de irse de Venezuela como única salvación, se pregunta Caldera, intercalando citas de Gallegos:

¿por qué estos que se van «prefieren la lucha y la oscuridad en el país extranjero» y no las pueden resistir en el propio? Lucha por lucha y oscuridad por oscuridad, ¿qué hace mejor ser ignorado en París o en Madrid a serlo en Caracas? ¿Qué podría otorgar a los trabajos y los días en el extranjero, que no se los otorga en la patria? «Sencillamente –responde Gallegos–, porque aquello es lo fantástico y esto lo real».10

La respuesta de Gallegos se distrae en algunas consideraciones sobre la raza y sus atavismos propias de la ciencia social de su tiempo, pero de escaso valor explicativo en nuestros días. Frente a una especie de tara traída por los conquistadores, el venezolano de hoy que piensa más o menos como Solar puede contraponer razones mucho más claras y contundentes: en todo caso, es mejor ser un perdedor en París, pero poder caminar a las once de la noche por la mayor parte de sus calles, a serlo en Caracas y tener que encerrarse a las seis. Es verdad, a veces París –o Barcelona o Miami– adquieren connotaciones fantásticas en muchas cabezas, que suelen estrellarse con sus realidades; como también lo es que muchos se marchan con el espíritu de quien busca El Dorado –razón atávica que esgrime Gallegos–, lo que al cabo, de paso, ya no parece tan malo: después del estudio de Demetrio Ramos Pérez, sabemos que la búsqueda de la fantástica ciudad de oro tuvo más de moderno espíritu empresarial que de fantasías medievales11. De manera que si los atavismos de Gallegos son inverificables y las razones de Solar y sus epígonos actuales parecen bien fundadas, lo planteado podría ser un falso problema. Pero no lo es, casi podríamos decir que lamentablemente. Al fondo hay signos históricos y culturales de gran calado que son los que nos interesa destacar.

Con mirada de teólogo, Caldera identifica en la actitud de Reinaldo Solar el pecado de la presunción. En el fondo, lo que pasa con el inconstante e hipersensible personaje galleguiano y con la atorrante sifrina de Eugenia responde a un problema central en la historia del pensamiento latinoamericano: el de la identidad. Son personajes que no se identifican con su comunidad cultural. No se sienten bien siendo lo que son. No se sienten de acá, sino más bien de los lugares a donde quieren marcharse. Es una característica sobre la que se ha escrito mucho y con la que pueden hacerse muchas derivaciones sobre la subalternidad, la dependencia, la mentalidad colonial, «la dificultad de ser criollo», como la llamó Germán Carrera Damas, pero no nos apartemos de la senda trazada por Caldera. ¿Por qué esa desidentificación? Caldera dice que eso les ocurre porque son presumidos. Ciertamente, mucho de lo que describimos en la apoliticidad, menosprecio al otro y talante malagradecido en la clase media venezolana respalda esta idea; pero como se trata de un juicio moral, es recomendable andar con cuidado. Citemos a Caldera:

Pre-sumir (de prae-sumere) es, primero, un tomar por anticipado. De allí su significación –en el bajo latín– de invasión (invasio) o usurpación (usurpatio), esto es, tomar una cosa sin derecho o actuar en la suposición de tener derecho. Finalmente, el uso actual, presumir es un «adelantarse en el propio juicio sobre sí mismo, con ánimo de jactancia», de allí su sentido de vanagloria.

En el discurso teológico, por otra parte, donde «presunción» designa formalmente un pecado contra la virtud teologal de la esperanza, este tomar por anticipado que constituye el núcleo de su significado se aplica a la anticipación de la bienaventuranza: la infundada seguridad de alcanzar la recompensa eterna sin poner los medios necesarios para ello.

Así las cosas, la pregunta es la siguiente: ¿por qué Eugenia y sus amigos sifrinos creen que se merecen vivir como en el Primer Mundo? ¿Por qué creen que ese es su lugar? ¿Qué han hecho para alcanzar esa «bienaventuranza»? ¿Qué los hace sentirse tan seguros de su superioridad frente a los políticos y los monos? ¿Por qué no hacen lo que hicieron los estadounidenses y los franceses para tener la vida a la que aspiran y, simplemente, desarrollan su país? ¿Por qué, en todo caso, no esperan el camino largo del trabajo y las realizaciones? Como cada vicio tiene su antídoto en alguna virtud (por ejemplo, contra la lujuria, la castidad, contra la gula, la templanza), Caldera ofrece la muy teologal de la esperanza. La esperanza es la que impide el deseo de tomar por anticipado lo que aún no nos corresponde, es la que evita que nos enfurezcamos por no tener lo que queremos cuando no lo tenemos ya en nuestras manos, ni hacemos lo suficiente –precisamente porque no tenemos esperanza en que dé resultado– para obtenerlo.

No es nuestro asunto entrar a analizar lo que de pecaminoso e inmoral pueda haber en el fenómeno que estudiamos (no somos quiénes para ponderar quiénes irán al cielo y quiénes no); lo que nos ocupa es la manera en que esas ideas y valores, esa confrontación de presunción con esperanza, encierra un signo histórico. Nos explicamos: muchos podrían contestar, y no carecerían de argumentos, que sus padres trabajaron y ellos han estudiado lo suficiente como para esperar una vida mejor, y que lucharían en Venezuela si vieran alguna perspectiva en el horizonte. Otros también podrían contestar que están dispuestos a hacer grandes sacrificios, pero solo en un lugar donde tenga sentido hacerlo (en el fondo, el móvil de muchas de las grandes migraciones en el mundo de los siglos xix y xx). Por supuesto, no son pocos –al contrario, son un montón– quienes no han superado la actitud adolescente de Eugenia, que simplemente se siente merecedora de ventajas por las que no parece dispuesta a trabajar, por lo menos no social o políticamente, pero eso no le quita razones contundentes al conjunto. No es el caso en este momento determinar hasta dónde las tienen o hasta dónde son solo presunciones; detengámonos en lo que vibra al fondo de todos ellos: la falta de esperanza.

El problema presunción-desesperan-za, entonces, que pronto se traduce en el de identidad-desidentificación, tiene un hilo histórico conductor: el de las tensiones entre un proyecto de país asociado a la modernidad y asumido en grados variables por las elites, y una realidad que siempre le ha puesto muchas trabas. Es el proyecto que parece funcionar en el siglo xx venezolano, y por algo sus testimonios son un poco más alentadores (y a veces francamente entusiastas), pero que para los días de Solar parecía inalcanzable y para los de Eugenia otra vez parece liquidado. Es, por último, la imposibilidad de vivir de acuerdo con ese proyecto, con sus valores, lo que hace que esos latinoamericanos como Eugenia se desidentifiquen con sus sociedades. Con ellos mismos.

Por supuesto, el proyecto en sí puede ser la suma de toda la presunción: ¿a título de qué podía replicarse el proceso vivido por el mundo noratlántico? ¿De dónde sacan los criollos que podrían convertirse en «la Francia del sur», como dijo Antonio Guzmán Blanco, o los «yanquis del sur», como pidió el mexicano Justo Sierra? Es mucho lo que se ha escrito sobre esto, sobre todo por lo que el proyecto ha tenido de fracaso. Desde el primer momento se habló de unas tensiones que lo hacían inviable entre civilización (como Europa) y barbarie (como lo vernáculo), de constituciones orgánicas y constituciones de papel, y así se siguió hablando hasta llegar a los bloques populares contra bloques de las elites, culturas dominantes y de la resistencia. Primero se puso la culpa en los sectores «populares» (es que eran unos incapaces para inscribirse en la modernidad: eran unos «bárbaros»); después, en los «civilizados» (es que el proyecto en sí era imposible). En la actualidad, con todo el despliegue de un movimiento a favor del rescate de lo popular, del indigenismo, de los afrodescendientes, de los excluidos en función de construir un socialismo vernáculo, el problema adquiere en lugares como Venezuela, Argentina y Bolivia una potencia pocas veces igualada en el pasado. El rescate de lo vernáculo, entonces, para desmentir el proyecto europeizante, moderno, después de que la generación del entresiglo comprendió que no podíamos ser los franceses ni los yanquis del sur, ya fue ensayado por hombres como Laureano Vallenilla Lanz, con sus tesis del cesarismo democrático, y por los historiadores argentinos de las décadas de 1930 y 1940, que trataron de volver un héroe al gran malvado de la historiografía liberal anterior, Juan Manuel de Rosas. Dejémonos de tonterías, parece haber sido la prédica de ambos, lo que corresponde a nosotros es un tipo de cesarismo exaltado por nuestro pueblo y capaz de domeñar nuestra realidad. Lo demás son ingenuidades. 70 u 80 años más tarde (ese «siglo xx corto»), tal parece que ante las falencias de las democracias más o menos liberales que se extendieron en la década de 1980 y las reformas de mercado (neoliberales) de los 90, se desempolvó el argumento, ahora con un poco de maquillaje de marxismo. Así, aunque guardando las justas distancias entre ambos ejemplos, Norberto Ceresole pudo convertirse en asesor de Hugo Chávez en su primera etapa, y Cristina Fernández de Kirchner creó en 2011 un Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano. Son procesos que están en desarrollo, pero al menos nos sirven para atisbar que, presumida y todo, cuando Eugenia quiere salir corriendo a Francia, está nomás escenificando un nuevo capítulo de una historia más larga y complicada que a lo sumo lo que ha hecho es intensificarse en nuestra hora actual.

La larga tristeza

Para muchos venezolanos, el paso de la presunción a la desesperanza se dibujó a finales del siglo xx e inicios del xxi de una forma más dura que en el fin de siècle anterior. Aunque la clase media acompañó en un principio a Hugo Chávez, pronto –si se da crédito a todas las encuestas y a los resultados electorales vistos por circuitos– entiende que los valores que el chavismo encarna y los planes que trae no son compatibles con sus aspiraciones. Cuando en 2007 Chávez se declara finalmente socialista, la ruptura no tiene vuelta atrás, por mucho que el deslinde arrancara ya con la Ley Habilitante de 2001, con la que dio los primeros pasos incontrovertibles hacia el debilitamiento de la propiedad privada y el retorno al estatismo abandonado con las reformas neoliberales de la década de 1990. En buena medida, la rebelión de los gerentes de Petróleos de Venezuela (pdvsa) en 2002 fue la de unos valores asociados a cierta forma de modernidad occidental que tenían su núcleo, más que en ninguna otra parte, en la industria petrolera. Es algo en lo que han insistido mucho los chavistas cuando los llaman «antinacionales» y «pitiyanquis». Su derrota, por lo tanto, tiene una gigantesca dimensión sociohistórica. El objetivo no es aquí determinar si las conclusiones a las que llegó un sector mayoritario de la clase media fueron las correctas. Pero resultó evidente que en la sociedad venezolana había otros estratos, en demasiados casos inadvertidos (cuando no objeto de franco desprecio: ¿o qué otra cosa expresa el que los llamaran monos?) con unas vivencias, unos valores y una sensibilidad diferentes, aunque tal vez no tanto como la polarización hace parecer, y con una capacidad insospechada, con el liderazgo apropiado, para imponerse (a pesar de que ya había ocurrido antes, por ejemplo en el Trienio). Para ellos, la propuesta sí fue capaz de generar esperanzas. Tampoco es el caso determinar cuán equivocados puedan estar.

Entre 2002 y 2006, la oposición venezolana, entonces básicamente de clase media, sufre una sucesión de derrotas, algunas descomunales, en el empeño de sacar a Chávez del poder. Es notable que tan rápido como en 2007, en vez de haber desaparecido –si se considera la cantidad de recursos que recibió el gobierno, el modo en que los empleó para aumentar el consumo, en especial de los más pobres, y el desprestigio del régimen anterior y sus políticos–, la oposición ganara sus primeras elecciones y empezara a cosechar otros triunfos, mayores o menores, en los siguientes años.

¿A qué viene esto? A que a los motivos ya presentes para emigrar (y, en ocasiones, desentenderse del país), hay que sumar el de la derrota política. Aún no en el sentido de que el exilio sea un fenómeno muy numeroso (a pesar de que ya son unos cuantos los venezolanos que han pedido y obtenido asilo en el exterior). Pero impulsos aparentemente no políticos para partir, como las mejores oportunidades de trabajo (o incluso un trabajo, a secas), pueden asociarse con trances políticos como los de los despidos de pdvsa o la expropiación de la empresa que se posee o en que se trabaja. O la completa desconfianza (desesperanza) en que el gobierno pueda o quiera evitar que uno sea víctima de un atraco (muchas veces, de otro más).

Al mismo tiempo, la desidentificación es impulsada deliberadamente por ciertos sectores. «Que se vayan» ha sido un lema de algunos grupos, utilizado con particular saña contra los inmigrantes y sus hijos, especialmente si son blancos y europeos: «que se regresen»; por no hablar de las agresiones a la comunidad judía. No parece haber especial xenofobia –mucho menos antisemitismo– en el venezolano promedio, pero, aparentemente, hay quienes han querido fomentarla con fines políticos.

Como vemos, esta historia de presunciones, esperanzas y desesperanzas está en pleno desarrollo; es un tema de «historia inmediata» o, mejor, uno que dibuja la actualidad de un proceso muy largo que manifiesta cierta unidad y por el cual la tristeza, la desesperanza que vemos en ciertos personajes ficcionales e históricos, es una que a lo sumo se expande o se repliega según las circunstancias. Es, también, una advertencia sobre los juicios morales que puedan hacerse, tanto para el que se marcha con cierto mohín de superioridad, creyendo que no tiene ninguna responsabilidad hacia lo que deja atrás, como para quien evalúa con severidad al emigrante que quiere poner a su familia a salvo del país con la inflación y con uno de los índices delictivos más altos del mundo. Es una «larga tristeza» (volviendo al famoso bolero) y también una larga esperanza; es una historia moral e ideológica: la historia del país que se ha soñado y del que hemos podido, para bien o para mal, vivir.

  • 1.

    P.E. Coll: El castillo de Elsinor, América, Caracas, 1901.

  • 2.

    Panapo, Caracas, 1987.

  • 3.

    Popular parroquia de Caracas.

  • 4.

    Rómulo Gallegos: Doña Bárbara, Araluce, Barcelona, 1929.

  • 5.

    Seix Barral, Barcelona, 1969.

  • 6.

    Este relato ganó el concurso de cuentos de El Nacional en 2010. Publicado en varios sitios, está disponible en <https://cuatrocuentos. wordpress.com/2012/04/26/miguel-gomes- lorena-llora-a-las-tres/>.

  • 7.

    Leoncio Martínez: «La balada del preso insomne» (1920), en Guillermo Sucre (comp.): Las mejores poesías venezolanas, Organización Continental de los Festivales del Libro, División Venezolana, Caracas, 1958, pp. 83-86.

  • 8.

    Libros de El Nacional, Caracas, 2010.

  • 9.

    La respuesta de Gallegos. Ensayos sobre nuestra situación cultural, Academia nacional de la Historia, Caracas, 1980.

  • 10.

    Ibíd., p. 74.

  • 11.

    D. Ramos Pérez: El mito de El Dorado: su génesis y proceso, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1987.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 260, Noviembre - Diciembre 2015, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter