Opinión
junio 2017

La crisis de nunca acabar

Brasil entre la corrupción y la incertidumbre política

Brasil está minado por la corrupción. La situación política es cada vez más difícil para Temer y la derecha. Mientras, el futuro de la izquierda está atado al porvenir de Lula y el PT.

<p>La crisis de nunca acabar</p>  Brasil entre la corrupción y la incertidumbre política

En el año 2000, Francisco Panizza escribía un artículo para el Bulletin of Latin America Research preguntándose si Brasil se había vuelto un país «aburrido»1. Entre 1994 y 2014 fueron dos los partidos que se alternaron en la Presidencia de la República: el Partido de los Trabajadores (PT) a la izquierda y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) a la derecha. Ese bipartidismo de hecho pasó a su vez a estructurar las disputas en los demás niveles de la vida nacional. Pese a que en los discursos inflamados se oponía un «nosotros» frente a un «ellos», tanto en materia económica como en medidas sociales se acataban los mismos principios. Menos rupturas que continuidades. Todo era muy previsible.

Esa previsibilidad era fruto de un acuerdo institucional descrito por Sérgio Abranches2 en términos de un «presidencialismo de coalición». Combinando el sistema mayoritario para la elección de presidente con un sistema proporcional para designar a los miembros del Poder Legislativo, se imponía por regla un esquema de gobiernos minoritarios. Por lo que para gobernar se hacía necesaria la formación de coaliciones que, cuanto mayor fuera la fragmentación en el Congreso, más amplias debían ser en su interior. Para Abranches ese tipo de situación acaba llevando necesariamente a una crisis de gobernabilidad.

Para otros autores, como Fernando Limongi3, el rol presidencial en Brasil posee tal poder para establecer una agenda que, en definitiva, acaba garantizando que el gobierno opere en forma similar a la de gran parte de las democracias existentes. Y, de hecho, ese fue el caso durante más de 20 años. Entre 1994 y 2014, Brasil fue capaz de controlar la inflación, mantener la distribución de ingresos y desarrollarse a un ritmo más alto que el de su crecimiento demográfico. En fin, un país aburrido.

Hasta que llegó junio de 2013. A pesar de que la economía había crecido en torno de un promedio de 4% anual durante el primer mandato de Dilma Rousseff, y a pesar de que la presidenta contaba con 60% de aprobación, millones de personas salieron a las calles para protestar, primero, contra el aumento en los precios del transporte público, y para manifestarse, después, un poco en contra de cualquier cosa. La popularidad de Rousseff bajó a 40%.

Incluso en ese contexto de insatisfacción popular, Dilma fue reelegida en 2014, esta vez por una distancia mínima respecto del candidato del PSDB, Aécio Neves. De todos modos, y en sintonía con aquella insatisfacción popular, la votación en el plano legislativo de ese año derivó en la formación de un Congreso más conservador: la derecha empezaba a mostrar sus dientes. Poco después, y para empeorar las cosas desde el punto de vista del Ejecutivo, la Operación Lava Jato empezó a cobrar cuerpo y la economía pasó a dar señales de desaceleración.

Así, apenas iniciado el segundo mandato de Dilma Roussef, nos encontramos ante una presidenta con su popularidad en baja, que debe lidiar con un Congreso más conservador y que se gana en simultáneo el descontento de la izquierda por sus medidas de ajuste fiscal y de la derecha por sus propuestas impositivas. La situación se vuelve bastante más que un examen para el presidencialismo de coalición.

El arte del presidencialismo de coalición consiste en lograr apoyo legislativo para el programa de gobierno del presidente. Para ello, el Ejecutivo cuenta con beneficios programáticos (ideología) y beneficios particularistas (cargos, obras públicas, etc.). Los congresales alineados con el presidente lo apoyan en tanto pertenecen al mismo espacio ideológico, por así decirlo. A mayor distancia del congresal respecto de ese espacio, mayores serán a su vez los beneficios particularistas.

El Congreso conformado a la par del segundo mandato de Dilma mostraba a la mayor parte de sus miembros lejos del espacio ideológico de la presidenta. Para conquistar su apoyo, se hacía necesario abrir las arcas del gobierno y fomentar el gasto público, lo cual, en un escenario económico que exigía austeridad, significaba un problema y una seria restricción a la política de coalición.

La Operación Lava Jato expuso ese otro modo de construir una coalición gubernamental: por medio de sobornos, grandes empresas privadas pagaron millones de reales como contribución a las campañas electorales de los congresistas. Ese dinero se articulaba en la cúpula misma de los partidos y se exigía a cambio fidelidad absoluta. El mantenimiento de ese flujo de dinero estaba garantizado por el Ejecutivo federal, que distribuía entre los partidos de la coalición algunos puestos claves en distintas áreas donde las tomas de decisión tenían fuerte impacto en los negocios de las empresas con las que, previamente, habían pactado apoyo y financiación. Con la intervención de la justicia y la exposición de los medios, esa forma de «articulación» política quedaba muy comprometida.

Sin poder asegurarse beneficios particularistas, los miembros del Parlamento condicionaron su apoyo a otro tipo de recurso, ausente en la teoría política: la protección contra el Lava Jato y el activismo en el Ministerio Público. Rousseff no pudo o no quiso actuar en este sentido. No intervino en la investigación.

La presidenta perdió apoyo en el Congreso, como no podía ser de otro modo. La izquierda salió a criticarle sus «guiños neoliberales». La derecha no iba a ajustarse a una derrota tan apretada en las urnas. El centro fisiológico buscaba una protección que ella no podía dar. La destitución (impeachment) se efectuó sobre la base de la coalición entre la derecha y los fisiológicos. Era una coalición pensada con el propósito de asegurarse protección contra las embestidas del Poder Judicial y que, en lo político, venía a ofrecer medidas de ajuste fiscal y de flexibilización de las leyes laborales. Las «reformas» serían aprobadas siempre que se aprobase a su vez una ley para debilitar al Poder Judicial. De ahí la articulación en torno de la sanción de la Ley de Abuso de Autoridad y la amnistía a los delitos por malversación de fondos públicos desde la llamada «caja dos», que había quedado expuesta en conversaciones entre uno de los dueños del mayor frigorífico del mundo, Joesley Batista (de la JBS), y los dos principales líderes del gobierno, el presidente de la República, Michel Temer, y el presidente del PSDB, Aécio Neves.

Hoy casi todos los líderes de la centroderecha quedaron comprometidos en las investigaciones de corrupción. Como la actual coalición de gobierno no surgió para conquistar votos, sino para evitar encarcelamientos, lucha para resistirse a un escándalo que en cualquier otro país habría llevado a la renuncia inmediata del presidente. Aun cuando la derecha abandonara la coalición, el presidente todavía puede contar con un número suficiente de congresales para trabar la apertura de un proceso de destitución o para frenar el inicio de una causa judicial contra el mismo Temer por parte del Supremo Tribunal Federal (STF). Queda el Tribunal Superior Electoral (TSE). Esta instancia del Poder Judicial ha de pronunciarse respecto de las acusaciones de negociados que caen sobre la dupla Rousseff/Temer tal como se presentaron a elecciones en 2014. Si aquel bloque electoral es condenado como tal, Temer tendrá que salir. Si sólo Rousseff es considerada culpable, Temer permanecerá en su cargo. A esto se debe su más reciente jugada, con la designación para el Ministerio de Justicia de un ex-integrante del TSE.

Si Temer sale, la hipótesis más probable es la de una elección indirecta del nuevo presidente. Sería alguien alineado con la derecha, comprometido con las reformas y que, al mismo tiempo, pueda hacer frente a las embestidas de la justicia.

La izquierda, por su parte, apuesta a elecciones directas, pero sabe que podría tener que esperar hasta 2018. El proceso de destitución acabó reconectando con el PT a algunos partidos que se habían distanciado tras los días de «guiños neoliberales». Existe la posibilidad real de que la izquierda se presente como un frente amplio a las próximas elecciones. Esto se refuerza por el hecho de que Luiz Inácio Lula da Silva sea hoy el líder político más popular del país y que aparezca en primer lugar en las encuestas de intención de voto.

Por el momento, Lula ha logrado sobrevivir a las embestidas del Lava Jato. El futuro de la izquierda está atado a su porvenir y al del PT. Sin Lula, el año 2018 puede llegar a parecerse a aquel 1989 en que 22 candidatos se disputaron la Presidencia y al menos tres de ellos llegaron prácticamente empatados al segundo puesto. Recordemos que aquella vez el vencedor fue un outsider, algo que, según las encuestas, también podría ocurrir en 2018. En definitiva, el futuro de Brasil es incierto como hace mucho tiempo no lo era. Por lo menos ya nadie puede decir que es un país aburrido.



Traducción: Cristian De Nápoli


  • 1.

    F. Panizza: «Is Brazil Becoming a ‘Boring’ Country?» en Bulletin of Latin American Research vol. 19 Nº 4, 2000, pp. 501-525.

  • 2.

    S. Abranches: «Presidencialismo de coalizão: o dilema institucional brasileiro» en Dados vol. 31 Nº 1, 1988, pp. 5-38.

  • 3.

    F. Limongi: «A democracia no Brasil: presidencialismo, coalizão partidária e processo decisório» en Novos Estudos - CEBRAP Nº 76, 2006, pp.17-41.



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