Aún estoy aquí y las batallas por el pasado brasileño
marzo 2025
La película de Walter Salles constituye un oportuno y eficaz desafío al relato de la extrema derecha, que busca redimir a la última dictadura militar. Aunque sugiere un cierre más ordenado a las desapariciones que el que han experimentado muchas familias reales, su éxito de taquilla muestra que la lucha por la memoria sigue viva.

Uno de mis primeros recuerdos de infancia en Brasil en la década de 1970 es de cuando me quedaba en la habitación de mi tío en el departamento de mis abuelos. Todos los años, los visitábamos en Belo Horizonte durante las vacaciones de Navidad. En esa habitación, podía ver la ropa de mi tío colgada en el armario, los papeles en su escritorio y los volúmenes de teoría política y sociológica en los estantes. Incluso antes de saber leer, me encantaba mirar esos libros con portadas extrañas, tan diferentes de los de casa. Pero nunca conocí a mi tío. Carlos Alberto Soares de Freitas, el hermano pequeño de mi padre, desapareció en 1971 a la edad de 31 años, víctima de la dictadura militar que gobernó Brasil desde 1964 hasta 1985.
Ainda estou aqui (Aún estoy aquí), la nueva película del consumado cineasta brasileño Walter Salles, explora una historia similar a la de mi tío. Ya se ha convertido en una de las películas brasileñas más populares de todos los tiempos. También ha atraído la atención internacional: ganó el Oscar a la mejor película internacional, y su protagonista, Fernanda Torres, ganó el Globo de Oro a mejor actriz y fue nominada al Premio de la Academia en la misma categoría. En un momento en el que la extrema derecha de Brasil está intentando transfigurar la memoria de la dictadura, la película desafía este revisionismo. Sin embargo, también sugiere un cierre más ordenado de las desapariciones que el que han experimentado muchas familias reales.
Carlos Alberto, mi tío Beto, era un activista estudiantil cuando, en 1967, pasó a la clandestinidad para unirse a la guerrilla urbana que resistía a la dictadura militar de Brasil mediante la lucha armada. Con el tiempo, se convirtió en uno de los líderes de Vanguardia Armada Revolucionaria-Palmares (VAR Palmares), una fusión de otros dos grupos armados y la organización a la que también pertenecía Dilma Rousseff, quien se convertiría en presidenta de Brasil décadas después.
En sus primeros años viviendo en la clandestinidad, el tío Beto visitaba a mis abuelos sin avisar, en medio de la noche. Pero en 1969 sus visitas cesaron, ya que esas escapadas se volvieron demasiado arriesgadas.
El gobierno militar había incluido su foto, junto con la de otros «terroristas» buscados, en carteles pegados en aeropuertos, estaciones de autobuses y comisarías. Su posición como jefe de uno de los grupos armados clandestinos residuales llevó al gobierno a dar prioridad a su captura. Aun así, Beto siguió encontrando formas de enviar mensajes a sus familiares para hacerles saber que estaba vivo y bien. Sin embargo, en 1971, estos mensajes también cesaron. Después de ver un cartel de «Se busca» con su foto tachada en una comisaría, uno de sus hermanos empezó a sospechar que había sido capturado. Unos días después, su familia recibió una carta escrita por Beto con instrucciones para ser entregada a sus padres por compañeros de su red clandestina en caso de ser necesario. Decía: «Esta carta solo se les enviará si estoy preso. La forma en que te llegue no importa».
Este fue el comienzo de una búsqueda que, en 2025, sigue sin resolverse. A lo largo de las décadas de 1970 y 1980, los padres y hermanos de Beto buscaron sin descanso información sobre él. Al principio, trataron de confirmar si había sido detenido y, en ese caso, dónde estaba recluido.
Visitaron varias comisarías de policía, cuarteles militares y prisiones de todo Brasil. Dondequiera que iban, los funcionarios negaban que Beto hubiera estado allí, pero sugerían rumores de que podría estar detenido en otro centro en una ciudad lejana. A través de tales equívocos deliberados, hicieron que mi familia corriera en círculos, esperando que eventualmente se dieran por vencidos.
El lado de la familia de mi padre era de clase media y tenía contactos políticos en el estado de Minas Gerais, por lo que contactaron a una extensa red para rastrear cualquier información sobre el paradero de mi tío, pero todo fue en vano. Los oficiales militares y los políticos les mintieron descaradamente, diciendo que mi tío no había sido arrestado y que desconocían por completo dónde estaba. Un oficial, el general Otávio Aguiar de Medeiros, jefe del Servicio Nacional de Información, advirtió a mi tía Adi en una reunión privada que los militares irían a por sus hijos si la familia seguía indagando sobre el paradero de su hermano.
Cuando visitaba a mis abuelos y me quedaba en la habitación de mi tío siendo un niño de preescolar, la mayor parte de la familia ya había aceptado que Beto probablemente nunca volvería. En 1979, una ley de amnistía liberó a muchos de los presos políticos del país y permitió el regreso de los exiliados, pero mi tío no estaba entre ellos. Mi padre y sus hermanos empezaron a creer que probablemente había sido ejecutado por los militares. Pero mis abuelos nunca perdieron la fe. En los años posteriores a su desaparición, jamás cambiaron la cerradura de la puerta principal y mantuvieron intacto su dormitorio, casi como un santuario, con la esperanza de que regresara en medio de la noche. Mantuvieron esa esperanza hasta que fallecieron en la década de 1980.
En los años siguientes, mi familia reconstruyó lo que le había sucedido a mi tío a partir de fragmentos de información recopilados de diversas fuentes. Beto fue detenido por agentes de seguridad en febrero de 1971 en Ipanema, Río de Janeiro. Luego fue llevado a un centro de tortura clandestino recién establecido y dirigido por el Ejército en la antigua ciudad imperial de Petrópolis, enclavada en las montañas cerca de Río de Janeiro. Una vez en el centro de tortura, apodado Casa da Morte (Casa de la Muerte), Beto fue torturado durante dos meses antes de ser ejecutado. Su cuerpo, del que se deshicieron en un lugar desconocido, no ha sido encontrado. Todos los prisioneros de la Casa da Morte, excepto una mujer llamada Inês Etienne Romeu, fueron ejecutados. Romeu logró escapar y, más tarde, con el apoyo de uno de los primos de Beto, Sérgio Ferreira, desempeñó un papel crucial en la denuncia de la existencia del centro de tortura tras la recuperación de la democracia en 1985. Se empeñó en visitar a mi tía Adi, que había pasado años buscando información sobre su hermano, para decirle que lo había visto con vida en la Casa da Morte y que había oído hablar de su tortura y ejecución mientras estaba allí.
La historia del tío Beto estuvo siempre presente en mi familia e influyó en mi propio interés por la turbulenta historia de Brasil. Aún estoy aquí puede hacer algo similar con las personas demasiado jóvenes para recordar la dictadura. La película cuenta la historia real de Rubens Paiva, un ex-congresista de izquierda, miembro del Partido Laborista, que, tras ser destituido por la fuerza de su cargo y huir del país al inicio de la dictadura militar en 1964, regresó a Brasil para vivir una vida civil como ingeniero, hasta que fue arrestado y desaparecido por la dictadura en 1971.
La película se centra en los esfuerzos de la esposa de Paiva, Eunice, para encontrar información sobre su paradero. Hay muchos paralelismos entre la historia de los Paiva y la de mi propia familia. Tanto Paiva como mi tío fueron arrestados ilegalmente, torturados y ejecutados por el Estado, cuyos agentes luego negaron haberlos detenido. En el caso de Paiva, el cinismo y el engaño fueron aún más escandalosos: como se muestra en la película, su familia vio cómo se ponía voluntariamente un traje y una corbata y conducía su propio coche junto a un agente de civil hasta el centro de detención militar, solo para que un oficial le mintiera a su esposa en la cara unas semanas después, afirmando que nunca había estado allí, todo mientras estaban junto al coche de Paiva en el estacionamiento del centro. La película también muestra los meses que pasó Eunice, que también fue arrestada e interrogada durante unos días junto a su hija adolescente, tratando de encontrar información y presentar un hábeas corpus por una persona que el Estado negaba oficialmente haber arrestado. Al igual que mi familia, Eunice Paiva finalmente recibe la confirmación de la ejecución de su marido a manos de los militares por parte de un amigo y militante de izquierda que la visita una noche con la ominosa noticia.
Aún estoy aquí es una película magníficamente elaborada en el pequeño subgénero de películas sobre desapariciones políticas. Al igual que algunas de las mejores películas de esta categoría (en particular la más grande de ellas, el largometraje argentino de 1985 La historia oficial, también ganadora del Oscar a mejor película internacional), Aún estoy aquí destaca en su descripción del contraste entre la normalidad de la vida cotidiana y la anormalidad de la vida bajo una dictadura militar.
En la película, los adolescentes Paiva viven una vida feliz y despreocupada de reuniones familiares, paseos en coche y partidos de voleibol de playa (su casa está justo enfrente de la playa de Leblon, en Río de Janeiro) hasta que todo se ve perturbado por el arresto y posterior desaparición de Rubens, seguido del arresto de su esposa e hija y, más tarde, la vigilancia constante por los esbirros del régimen. Eunice Paiva, interpretada por Fernanda Torres, ocupa sin duda el centro de la narración y es la fuerza motriz que impulsa la película, pero estas perturbaciones se ven en gran medida desde la perspectiva de los hijos de Paiva. A medida que avanza el film, experimentan la intrusión cada vez mayor de un Estado guiado por una doctrina de seguridad nacional que considera cualquier cosa asociada con ideas de izquierda, incluidos, por extensión, los propios niños, como un contaminante que debe ser purgado y destruido.
Sin embargo, la película tiene sus defectos. Su director, Walter Salles, es multimillonario y heredero de una familia de banqueros brasileños, y muchas de sus películas, como Estación central (1998) y Diarios de motocicleta (2004), transmiten un mensaje demasiado didáctico y humanista que delata cierta ingenuidad. Salles retrata a sus protagonistas como casi sobrehumanos en su inquebrantable nobleza, despojándolos de contradicciones y debilidades. Sus virtudes les permiten afrontar la adversidad con una dignidad que, para un ojo crítico, roza lo inverosímil. Aún estoy aquí no cae del todo en esta trampa, pero se acerca, sobre todo en sus epílogos sucesivos ambientados en la década de 1990 y 2020, que casi dan la impresión de una redención o de un final feliz.
Uno de esos momentos es la emisión de un certificado de defunción para Rubens Paiva en el epílogo de los años 90, que sugiere una sensación de cierre. Sin embargo, las violaciones de los derechos humanos del régimen militar están lejos de ser un capítulo cerrado en la historia de Brasil. Muchos, como mi tío, aún no han recibido un certificado de defunción o una disculpa formal del gobierno que pueda proporcionar reconocimiento a sus familias. Más importante aún, ninguno de los perpetradores de abusos contra los derechos humanos en el país, incluidas torturas y ejecuciones extrajudiciales, han pasado por la cárcel, en marcado contraste con los vecinos Chile y Argentina, que procesaron y encarcelaron a varios de los responsables de atrocidades durante sus dictaduras militares. El segundo epílogo cierra la película con una nota demasiado optimista, en la que se muestra a una anciana y frágil Eunice (interpretada por la madre de Torres, Fernanda Montenegro) que, a pesar de sufrir Alzheimer y no poder reconocer a sus hijos adultos, reacciona ante una foto de su difunto marido, Rubens, en la televisión. Como en muchos otros finales de película de Salles, este momento parece un intento de manipular las emociones del público hasta las lágrimas.
Pero la película ha tocado la fibra sensible del público brasileño. Aún estoy aquí batió récords de taquilla a escala nacional, atrayendo a más de cuatro millones de personas a los cines. Es la película más taquillera desde la pandemia y ahora se encuentra entre los diez mayores éxitos de taquilla de todos los tiempos en Brasil, una lista dominada en gran medida por biopics religiosos y comedias ligeras. Gran parte de su éxito se debe a su papel en el debate sobre la interpretación de los 21 años de gobierno militar del país.
Tras el fin de la dictadura, la oposición democrática controló en gran medida el relato sobre esos años. Tres de los presidentes elegidos a partir de entonces -Fernando Henrique Cardoso, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff- habían sido detenidos por motivos políticos durante el régimen militar. Rousseff incluso fue torturada mientras estaba cautiva. Más allá de la clase política, muchos académicos, intelectuales y artistas fueron perseguidos por los militares, y algunos vivieron en el exilio y regresaron durante la restauración de las normas democráticas. En las décadas de 1990 y 2000, su visión crítica de la dictadura fue hegemónica en la sociedad brasileña y dio forma a la representación predominantemente negativa del régimen militar en la educación primaria y secundaria, los medios de comunicación y las artes.
El cine es un buen ejemplo. Desde los años 90, Brasil ha producido una serie de películas de autor, como Lamarca (1994), Cuatro días en septiembre (1997), El año que mis padres se fueron de vacaciones (2006), Bautismo de sangre (2006) y Marighella (2019), que se centran en aquellos que lucharon contra la dictadura y se vieron afectados por su violenta represión. Incluso series de televisión y telenovelas populares retrataron la dictadura militar a través de una lente oscura, mostrando a jóvenes arrestados arbitrariamente y torturados por el régimen. Emisiones como Anos rebeldes (1992), Senhora do destino (2004-2005), Queridos amigos (2008), Amor e revolução (2011-2012) y Os dias eram assim (2017) ayudaron a cimentar en la conciencia pública la idea de que no había nada redimible en los años militares.
Sin embargo, el auge de la extrema derecha en el país, marcado por la elección de Jair Bolsonaro como presidente en 2018, desencadenó una reacción a esta narrativa. Bolsonaro, un ex-capitán del Ejército cuyos años de formación tuvieron lugar durante el final de la dictadura, había pasado su carrera política de décadas como miembro de la Cámara Baja elogiando el régimen militar. Lo criticaba por no haber matado a suficientes izquierdistas. Muchos jóvenes que no tenían recuerdos de haber vivido bajo un régimen represivo que censuraba los medios de comunicación y vigilaba las costumbres se convencieron de que las cosas habían sido mejores durante esa época. Incluso personas de clase trabajadora, incluidas las comunidades pobres, negras y morenas, que hoy sufren un legado de brutalidad policial muy extendido durante la dictadura, de repente se mostraron dispuestas a aceptar el mito de una era militar desprovista de delincuencia urbana y corrupción.
En este sentido, el éxito de Aún estoy aquí en Brasil puede entenderse como parte del renovado debate sobre el legado de la dictadura. El tono didáctico de la película y la descripción del impacto de las violaciones de los derechos humanos en los jóvenes (los hijos de Paiva) parecen hechos a medida para educar a generaciones de brasileños nacidos después del régimen sobre las horribles realidades de la vida bajo la dictadura: la falta de libertades, la arbitrariedad de los agentes estatales. Gran parte de esa violencia estatal persistió después del fin del régimen militar, afectando principalmente a los jóvenes negros y morenos de las grandes ciudades y del campo. Aún estoy aquí presenta una época y un lugar en los que ese tipo de violencia estatal afectó no solo a la clase trabajadora, sino también a los hijos de la clase media alta, como los Paiva.
Cuando se le preguntó sobre el éxito de la película, Bolsonaro, famoso por escupir en un busto de Rubens Paiva mientras servía en el Congreso brasileño, respondió que no perdería el tiempo comentando una película que, en su opinión, glorifica erróneamente la vida de alguien que era «comunista» y «delincuente». Bolsonaro ha sido acusado de orquestar un fallido golpe de Estado, con el apoyo de los militares, contra el recién reelegido presidente Lula da Silva. Como parte de sus esfuerzos por impulsar el golpe, el círculo íntimo de Bolsonaro lanzó un ataque coordinado de militantes de derecha contra el Congreso y el palacio presidencial en Brasilia el 8 de enero de 2023, imitando el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021.
Es en este contexto -de un ataque literal a las normas e instituciones democráticas por parte de un expresidente que construyó su personalidad política alabando y pidiendo el regreso de la dictadura militar- donde se aclara la razón del éxito de Aún estoy aquí en Brasil. Cuando la primera dama, Janja Lula da Silva, habló en la conmemoración del segundo aniversario del intento de golpe de Estado el 8 de enero, hizo hincapié en relacionar el éxito de la película con el rechazo al revisionismo de la dictadura militar:
«El arte y la libertad son inseparables. Nunca ha habido un momento en la historia en el que se hayan producido acciones autoritarias sin que nuestros artistas alzaran la voz. Eso es lo mejor que tiene nuestro país: nuestra gente. Un gran ejemplo de ello es nuestra querida amiga Fernanda Torres, que ha recibido un importante premio por Aún estoy aquí, que retrata a una mujer fuerte y decidida en una película que recuerda una parte triste y oscura de nuestra historia que no debemos olvidar nunca».
Aún estoy aquí ha renovado el interés por una historia que, aunque no se ha olvidado por completo, ha sido ferozmente impugnada por el revisionismo de extrema derecha en los últimos años. Aun así, recordar no es suficiente. Como demuestra la búsqueda sin resolver de mi familia para descubrir la verdad sobre mi tío -cuyo cuerpo no se ha recuperado y cuyos torturadores y asesinos no han sido procesados-, queda mucho por hacer antes de que este oscuro capítulo de la historia brasileña pueda cerrarse de verdad.
Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Dissent y puede leerse aquí. Traducción: Pablo Stefanoni.