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La construcción del relato desde unos países náufragos. García Márquez, centro del canon


Nueva Sociedad 230 / Noviembre - Diciembre 2010

A través de un recorrido que explora los alcances y fraudes de los conceptos de «literatura», «latinoamericana» y «masiva», el artículo propone una reflexión acerca de las intertextualidades voluntarias e involuntarias y sus trascendencias en la colectiva subjetividad de los lectores. El paradigma es Gabriel García Márquez, emblema de la literatura latinoamericana y quien mejor expresa las tendencias analizadas.

La construcción del relato desde unos países náufragos. García Márquez, centro del canon

Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de dichos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma más general, aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve, y con sus giros más característicos. A fin de que el libro se identifique con ellos de una manera estrecha e íntima, que su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia.José Hernández, «Cuatro palabras de conversación con los lectores» Como Akira Kurosawa con el cine japonés, Gabriel García Márquez es algo diferente a un representante latinoamericano de escritor bueno y popular: es quien extiende el interés por su campo como ninguno de sus colegas lo había conseguido antes. Y si a Kurosawa en Japón lo consideran un híbrido occidentalizado, a Gabriel García Márquez se lo denosta en ámbitos académicos sofisticados, o se le adosan lecturas de compleja intertextualidad. Se lo llama «Gabriel García Marketing» y se escriben libros como ¡Basta de Mac Ondo! Empezar este recorrido con la figura más sobresaliente y al mismo tiempo controvertida de la denominada «literatura latinoamericana masiva» no sería ocioso: ni Carlos Fuentes, ni Julio Cortázar, ni Mario Vargas Llosa nos permiten considerar con tantas contradicciones internas el denominado fenómeno del «boom latinoamericano», así como tampoco sus actualidades y concomitancias extraliterarias.

En primer lugar, resulta arduo bosquejar la frontera entre lo que es latinoamericano y lo que no. Después de todo, el modernismo que el nicaragüense Rubén Darío compagina tomando modelos franceses de ritmo y pura forma influye sobre corrientes europeas que a su vez nutren en un toma y daca nuestras posteriores creaciones. La literatura no tiene los límites que construyen los Estados-nación con sus mitos de origen y su colectivo idiosincrásico para nuclear voluntades ciudadanas. Garcilaso «importa» la métrica de Petrarca. Homero inspira a Virgilio, que inspira a Dante. París catapulta a Poe. Los irlandeses Bernard Shaw y Oscar Wilde y James Joyce y Samuel Beckett salvan las letras inglesas.

Carlos Fuentes declaró que en Cuba La metamorfosis sería costumbrista: para un Estado totalitario y liberticida es la realidad cotidiana que el individuo sea visto como insecto. En este sentido, García Márquez ilustra esa condición anfibológica que trasciende un esencialismo chauvinista inmanente: su formación en la Cinecittà de Fellini y De Sica (como la de Manuel Puig), su maravillamiento ante La metamorfosis de Kafka (en textuales palabras: «¿Eso vale?») y su socialismo internacionalista nos impiden encapsularlo como colombiano o latinoamericano o siquiera contemporáneo. García Márquez corre el mojón, expande ese difuso límite que también se desdibuja vaporosamente al intentar clasificar qué es literatura y qué parte de la industria editorial es ajena al arte. La literatura de García Márquez no es solamente fácil de leer: es fácil sentir empatía por la ingenua idea de que el artefacto literario es una mera copia especular, una mímesis aristotélica de una descomunal naturaleza salvaje con fascinante color local y ribetes surrealistas.García Márquez, como amigo de Fidel Castro y director de la escuela de guion en San Antonio de los Baños, Cuba, es un millonario de izquierda que no ha teorizado muy profundamente acerca de su propio oficio y del poder performativo que políticamente pudiere abarcar. Con esto no pretendo negar que haya premiado en concursos biografías ilegibles del «Che», sino que no leyó a Lukács ni sintió nunca la menor reverencia hacia lo académico. Su hijo, ahora guionista de In Treatment y director de Con solo mirarte, asistió en La Sorbona a una clase de literaturas emergentes y oyó incrédulo la interpretación alegórica cristiana que se daba al final de un cuento de su padre, en el que una mujer asciende al cielo envuelta en unas sábanas cuando está colgando la ropa. Para los académicos, la subida al cielo de Remedios la bella se trataba de una alusión a la Virgen María Madre de Dios, que no podía morir ni haber sido atravesada por la sexualidad. «Nada que ver», trató de disuadirlos el hijo del autor. «Mi papá no sabía cómo guayaberas terminar el cuento hasta que vio a una vecina colgando la ropa.» Lo mandaron a callar.

Otro hijo, Gonzalo, no contestó en un examen de admisión para la carrera de Literatura en Londres que el gallo de El coronel no tiene quien le escriba era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Acerca de esta lectura escribe Gabo: «Cuando lo supe me alegré una vez más por mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta»1. García Márquez considera absurda la interpretación de que la abuela desalmada, gorda y voraz que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una deuda sea un símbolo del capitalismo insaciable. Si se quiere, puede plantearse que García Márquez es marxista malgré lui, al sugerir que es el paisaje caribeño quien le dicta –como Alá al analfabeto Mahoma el Corán– su realismo mágico. Esta negación del dispositivo escriturario como artefacto artificial condice con la noción de que son las condiciones materiales de producción las que la condicionan o determinan.

Como para subrayar esta paradójica filiación, podría recordarse que Marx adscribió a la dialéctica histórica de Hegel pero «poniendo de cabeza» el idealismo hegeliano para devenirlo materialista. Y en el discurso de García Márquez ante la Academia Sueca al recibir el Nobel, intitulado «La soledad de América», el colombiano pone de cabeza la segunda lección de la Filosofía de la Historia de Hegel, que declaraba que en América todo es más pequeño: el ñandú más pequeño que el avestruz, el yaguareté más reducido que el tigre. En esa construcción, mediante una hábil práctica discursiva, el laureado escritor postulaba los accidentes naturales como matriz natural, como si la noción de volcán no hubiera requerido que muriera devorado por la lava Plinio el Viejo y que atestiguara una erupción del Vesubio Plinio el Joven. Este carácter de «buen salvaje» del realismo mágico es liberador para nuestra fisiología. Puede perderse el intelecto en infinitos matices, pero el cuerpo es maniqueo, los glóbulos blancos no contemplan reflexivamente el sesgo válido de la ideología de un virus con tolerancia para la diversidad. Y los sentimientos espontáneos humanos son, mal que le pese a la crítica, obscenamente cursis.

Esta conceptualización entraña alguna obturación de toda la tradición literaria anterior y cosmopolita de la que se nutre. En «Yzur», cuento aparecido en Las fuerzas extrañas, Leopoldo Lugones inaugura para América la ficción. Escribe que los monos eran hombres que dejaron de hablar para que no los hicieran trabajar. Describe los afanes de un instructor de un simio para reponerle el habla. Finalmente, el mono dice antes de morir: «agua, amo, agua, mi amo». Rompe un silencio ancestral en un correlato con el silencio ancestral de la ficción en Latinoamérica.

Pero desde entonces no se retoma la base de la pirámide como es costumbre en la prosa anglosajona, por ejemplo. Macbeth dice «life is a tale told by an idiot, full of sound and fury signifying nothing». Faulkner titula El sonido y la furia. Yeats se burla de Pound y de Eliot con una perífrasis: «Life is a tale told by an Eliot full of Pound and fury...». Hasta Javier Marías escribe su Mañana en la batalla piensa en mí con ese título que cita a Macbeth.

Pereant qui ante nos nostra dixerunt parece ser el apotegma que rige este genre: «mueran los que dijeron lo que decimos antes que nosotros», frase que solo funciona si parece recién inventada y no se advierte que es cita. Gabriel García Márquez advierte que El motín del Caine contó, antes y mejor, el nudo de Relato de un náufrago: su operación es colocarlo en el relato, declarar que el marinero vio el film antes de zarpar, emplearlo como énfasis funcional. No hay ejemplos bibliográficos de antecesores usufructuados: el best-seller está escrito para personas que no leen otra cosa.

En las antípodas está Jorge Luis Borges, continuador de Vidas imaginarias de Marcel Schwob y de Imposturas intelectuales de Alan Sokal. A la manera del documental Zelig, de Woody Allen, Borges construye desde un verosímil canónico sus invenciones difíciles de detectar. Citas apócrifas (la página de Las mil y una noches en que Sheherezad cuenta su propia historia) renuevan las posibilidades de ficcionalizar. Borges sabe que Plutarco y Heródoto también inventaban, y se vale de sus prestigios para simular que sus caprichosas carcajadas emergen desde el pozo abismal de la mitología grecolatina o la antigüedad oriental. Cabe preguntarse por qué es tan poco popular reconocer la existencia de toda la cultura anterior y contemporánea.

Una teoría de Theodor Adorno («El artista como lugarteniente», escrita en favor de Paul Valéry) dice que un escritor que exacerbe su trabajo abocándose a su objeto con concentración luminosa puede producir en el lector una exigencia de lucidez que encontrará correlaciones a la hora de leer la realidad como ciudadano. Esta teoría no parece aplicarse a García Márquez, cuya altura es despareja. Tomemos un ejemplo de Cien años de soledad, del cual Borges dijo que era un hermoso título si bien al libro en sí le sobraban cincuenta años. El hielo del coronel Aureliano Buendía nos ofrece una imagen elemental y tangible, sensorialmente palpable y ancestral, como los poemas al mar que se encabalgan en el arborescente tronco de la tradición romántica de Novalis y Schiller. El «Dios te la conserve» que la gitana le desea al priapismo de un personaje de poca envergadura, en cambio, es propio de las apelaciones inmediatas al erotismo que tienen las malas sitcom como apoyaturas de segunda categoría. Aunque, para ser justos, deberíamos reconocer que casi no hay escritor que mantenga un nivel homogéneo. Balzac mismo, con su récord prolífico, solo tiene unas cinco obras maestras, la misma cantidad que Faulkner, la excepción.

El propio best-seller Osvaldo Soriano se cuida muy bien de explicitar que lo que admira son los buenos cuentos de García Márquez, y ello únicamente por tratarse de involuntarias pedagogías para la estrategia narratológica:

Es muy difícil aprender con un texto absolutamente genial como los de Cortázar o Borges, porque uno está ante una obra gigantesca, pero no se le ven los tornillos. Algunos escritores creen que no hay nada que aprender. Pero los que creemos que sí lo hay, apreciamos mucho los tornillos y las tuercas que se ven en Horacio Quiroga y en algunos buenos cuentos de García Márquez.2

Mientras que Jorge Luis Borges, en «Nuestro pobre individualismo», celebra el cosmopolitismo de los individuos de un país en el que no creen, García Márquez, en cambio, nos hace celebrar y creer en un país enteramente ficticio, como el Japón de Ishiguro, el Berlín de Isherwood, la Cartago de Flaubert.

El inclasificable García Márquez, risueño y en absoluto sufriente, se inscribiría en la corriente judeocristiana de artistas que reciben una inspiración de una musa, que suscriben a la teoría del genio y que desconocen a los teóricos materialistas como Bajtín, Voloshinov, Todorov o a la línea barthesiana que incluiría semiologías genetistas. Un texto es un tablero de juego, reza el último grito de la moda crítica, y el inventor del ajedrez no necesariamente es su mejor jugador: con las estructuras internas de ese tejido pueden enhebrarse sin perder el hilo los ropajes más inesperados y estamparse suturas de sastre con mucha tutela que cortar.

Cabe también aplicar la pregunta de Michel Foucault: ¿Qué es un autor? Porque estamos refiriéndonos a la «literatura latinoamericana» con idéntica entidad ontológica que asignamos a un mismo espíritu que insuflara el hálito a las páginas. Cortázar se quejaba de que se llamara «boom» al boom latinoamericano, palabra tan poco latinoamericana. Existen escritores latinoamericanos que se leen en Alemania, por ejemplo, y que en su país de origen son ignotos. Operan como embajadores de algo que ya está constituido como nicho del mercado, un intersticio entre cierto exotismo, la trama vertiginosa y accesible, y una vaga denuncia social. Por eso un nuevo elemento se suma al caos de borraduras y mostraciones que presuponen un corpus unívoco: el aspecto comercial, a veces traccionado por el cine (Doña Flor y sus dos maridos nos permite postular que el éxito intelectual de Jorge Amado reside en las posaderas de Sonia Braga).

Nadie puede dudar de que fue durante el franquismo que Argentina tuvo la gran oportunidad histórica de convertirse en el centro editorial de la lengua española y que la censura de regímenes no menos estrechos de miras culturales cedió a México dicho privilegio. En este sentido, el concepto de best-seller (que, quizá como resistencia a lo forínseco, suele pronunciarse «bets sellers») también es difuso, por más que se defina positivistamente de acuerdo con un criterio numérico preciso. La conjura de los necios es hoy best-seller y fue en su momento rechazado por todas las editoriales. Un abogado de Sabato se apiadó de que le rechazaran El túnel y le pagó la edición con la que obtuvo el inesperado elogio de Albert Camus.

¿Con qué criterio conviene intersectar Como agua para chocolate con Para leer al pato Donald, lo masivo y lo elevado? Camus solía decir que aprendió más de cultura cuando jugó al fútbol que cuando escribía en Los Tiempos Modernos con Sartre. Popper, que todo lo que sabe de epistemología lo aprendió como ebanista.

¿Está divorciada la literatura de la popularidad? ¿Realmente la popularización hace papilla una gran idea? ¿O tan solo la hace llanamente digerible?

Según Harold Bloom, Harry Potter no es digno de ser celebrado como una herramienta que dinamiza y acicatea en los niños playstationizados el placer de la lectura. Pero su centro del canon, Shakespeare, era popular hasta tal punto que ni él mismo creía ser algo más que lo que hoy sería un guionista de tiras televisivas. Proust, rechazado por Gide, llega a ser reconocido a tiempo por Gallimard, pero se trata de una índole de libro muy vendido que no es, pese a todo, muy leído. No es ardua la decodificación de sus largos periodos minuciosos, pero sí es lenta. García Márquez se lee rápido: la velocidad de lectura sería otro criterio de demarcación.

En la periferia de estas intertextualidades perplejas se halla otro componente insondable, de nuevos alcances indeterminados: la perduración.

Pensemos, por ejemplo, en El Quijote. El Quijote que leemos hoy no es El Quijote que se propuso escribir Cervantes. La ironía quiso que un español que escribió una sátira a la ingenua romantificación de las novelas de caballería se encariñara con su personaje engrupido de noblezas y lo dotara de una hidalguía que lo ha convertido en el único caballero heroico al que todavía leemos. «Vive Dios que me espanta esta grandeza» fue en su momento una frase canyengue, y ahora tiene los mismos ecos marciales que «el resto es silencio».

Era harto sencilla, lisa, la prosa de Cervantes, criticada por Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca y Góngora, que solo se ponían de acuerdo entre sí para denostarlo. En tal sentido, no es un contraste muy grave que la Real Academia Española haya presentado su edición del pentacentenario del caballero de la triste figura junto con la edición anotada de Cien años de soledad. ¿Se recordará como el siglo de oro latinoamericano al Coronel Aureliano Buendía dentro de quinientos años?

El principito, que en la última dictadura argentina fuera prohibido por vérsele gérmenes de cooperativismo y mensajes diabólicamente contrarios a la propiedad privada, es uno de los best-sellers más clásicamente best-sellers de la definición. Como no lo es Mi lucha, por ser compulsiva su lectura durante el régimen nacionalsocialista, ni «la sagrada Biblia». Entonces, ¿qué hace que un libro deba considerarse best-seller?

En su momento, La cruz invertida, de Marcos Aguinis, fue un best-seller, pero hoy nadie lo leería, pese a su excelencia literaria, dado el desprestigio del autor por sus posturas algo recalcitrantes. Un jovencísimo Abelardo Castillo saltó a la fama de la noche a la mañana y fue best-seller y sala llena en obras que contaron con Alfredo Alcón en el auge de su carrera; hoy la tirada de su libro de ensayos recuperados (Desconsideraciones) no pasa de los dos mil ejemplares. Pero dos mil ejemplares hoy es mucho en Argentina, nuestra vara de medir no debe descontextualizar los nuevos parámetros.

La vida está en otra parte se titula una novela del checo Milan Kundera, best-seller entre los best-sellers. Y para muchos, digamos, para una gran mayoría, esas seis palabras que cifran nuestra melancolía son de su autoría y no de aquel que las dijera por primera vez, Arthur Rimbaud, un escritor que no fue best-seller ni en su propia casa.¿Será entonces el best-seller el encargado de popularizar sutiles conceptos para «las masas»? ¿Y qué misterioso rol cumple el fenómeno de recuperar excreciones de la expresión como ejemplo sublime de un extremo imposible de parodiar, la valoración de lo camp?

René Descartes, materialista avant la lettre, escribió en El discurso del método que la pasión se origina porque la parte más vivaz y más sutil de la sangre sube al cerebro, que es como un embudo: son como las chispitas de las llamas de un fuego crepitante. El alma siente como propias las pasiones, pero se originan a través del movimiento y la agitación de la sangre. Alejo Carpentier escribió El recurso del método, novela apasionada y sutil que saluda únicamente al título del filósofo dualista. ¿Sería entonces el best-seller la glándula que conecta el cuerpo masivo con la literatura del alma?

Borges, en el cuento «El otro», se encuentra consigo mismo joven en un sueño y se da recomendaciones para su porvenir. Para la mayoría este argumento fue ideado por Richard Bach en Un puente hacia el infinito, así como el hijo del protagonista de «Las ruinas circulares» es Bruce Willis en Sexto sentido. Nietzsche, en El Anticristo, prefigura esta concepción del best-seller: el cristianismo –resume– son los arquetipos platónicos adaptados para la mayoría.

Desde esta óptica, la literatura baja sería la alta literatura cuando no guarda las formas: Puig toma el fluir de la conciencia de Joyce y de Svevo y lo ubica en un marco trivial de boleros, películas clase B y pueblerinas peripecias provincianas. Irónicamente, este «no guardar las formas» deriva en que lo único que perdure sea la forma. Platón dijo que nada de los problemas humanos merece quitarnos el sueño, porque los problemas de la realidad suprasensible son los esenciales. Hoy, que no creemos en realidad suprasensible alguna, leemos en el best-seller Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, que Platón dijo que nada de lo humano merece que nos hagamos mala sangre.

También García Márquez fue tomado en sus puras formas y vaciado de contenido: el precio de la perduración. En Los testamentos traicionados, Kundera defiende a Kafka de los traductores periodísticos que hacen gala de sinónimos y quitan el peso a un referente unívoco de la arbitraria convención que mantiene unido al significante con el significado. García Márquez, siempre juguetón y zumbón, rechaza invariablemente el double entendre, la dilogía, evidenciar la opacidad del lenguaje. Hay pasajes en los que cierta ambigüedad lo obliga a explicitar –con mediterránea claridad– que es bien consciente de que el vehículo del pensamiento y del sentimiento dista de ser transparente. Entonces escribe, como por ejemplo en El coronel no tiene quien le escriba, que alguien dijo algo «sin ser consciente del juego de palabras». El narrador omnisciente interviene, deíctico, para que el sibarítico lector no se deje distraer.

Charly García –cuyo principal interés en Colombia no era, se sabe, precisamente Gabo– escribió en «Superhéroes», la canción perteneciente a su disco Clics modernos: «veo a las sirvientas en la plaza, vestidas para enamorar, viviendo cien años de soledad». No pudo sustraerse a lo pregnante de dichas palabras, palabras que por supuesto Andrés Calamaro trató de remedar con «la otra noche te esperé bajo la lluvia mil horas». ¿Por qué «cien años de soledad» resultan cuatro palabras de mayor economía verbal y elocuencia que las dos de «mil horas»? Daniel Link, catedrático experto en todas las vanguardias y suspicacias sagaces de la crítica a lo largo del siglo XX, ha escrito una pieza de teatro intitulada El amor en los tiempos del dengue. Y es el día de hoy que se reedita en los diarios la alocución «crónica de una lo que fuere anunciada». Si aumenta el boleto de colectivo no faltarán por lo menos tres o cuatro periódicos a los que se les imponga titular «Crónica de un aumento anunciado», y en esas cinco palabras habrá más fuerza sucinta que en las dos «nuevo aumento».

Ante el colapso de las certezas de la modernidad, de las categorías consistentes que nos sirvieron de herramienta conceptual, de las fronteras que separaban y ordenaban nuestras representaciones, casos como el de García Márquez deben parte de su éxito a que nos reinstauran la fe en una solidez y llaneza, en una asequibilidad cognitiva que nos calma. Vale decir: mientras todos los límites se desdibujan vaporosamente en nuestra era, la figura de Gabriel García Márquez y los artefactos escriturarios afines cumplen con la denominada «función paterna», que de alguna manera resulta terapéutica y nos pone, por así decirlo, los límites.

El boom coincidió históricamente, es cierto, con el flower power, la peripateia del «Che» Guevara, la fe en que el mundo podía transformarse y en que la literatura era un arma de guerra. Pero los dispositivos e instrumentos retóricos, las prótesis culturales, son autónomas de su orientación en términos políticos. De la misma manera que hay un humor corrosivo que las tiranías temen y un humor funcional al orden social, inclusive los bagajes gnoseológicos que funcionaron como vedette eran pasibles de ser permutados de bando. Un relato determinista que chicanea con oponerse al inexorable decurso de la rueda de la historia puede ser usufructuado por marxistas apocalípticos o menemistas reducidores de cabezas responsables del Estado de Bienestar.

En tal sentido, la caída del Muro de Berlín trajo aparejada la caída de cierto Zeitgeist tensionado competitivamente entre dos paradigmas culturales. Todas las reformas al capitalismo que logró la amenaza del comunismo no cayeron junto con el bloque soviético, pero sí podemos decir que nuestras utopías se dirigen ahora con más facilidad hacia los animales en extinción que hacia las personas en extinción. Mientras económicamente todos los países presentan un modelo mixto con variaciones de grado pero no de diseño general, la caída de las certezas en las ciencias que componen la autoridad del saber demolió esta súbita erección de la muerte de las ideologías, generando una horizontalidad coral de reivindicables extranjerías.

El grito de guerra pasó a ser la melancólica constatación antedicha de Rimbaud: la vida está en otra parte. Por eso Europa (que ya no impone la conciencia moral europea a las tribus amazónicas que ritualmente matan al primogénito) y por eso Norteamérica (que ha elegido a un presidente afroamericano mientras, en su territorio, es el idioma español y no el inglés el preferido para aprender por parte de los inmigrantes chinos) miran con ojos de curiosa esperanza a Latinoamérica no tanto por lo que es, sino porque constituye la diferencia. Así las cosas, con un Vargas Llosa que considera racista celebrar la chompa aymara con la que asumió Evo Morales, y con un ocio planetario cada vez más distraído por la frívola inmediatez de los juguetes informáticos, el futuro de la literatura latinoamericana puede agradecer su periferia.

En La Fundación El Libro me informan que en Argentina el mayor best-seller es un libro de recetas de cocina de una tal Doña Petrona. Me río: pareciera ser que es justamente nuestra ausencia de recetas, la creativa facultad de improvisar, lo que atrae la mirada –estructurada, esquemática, tradicionalista, impotente– de las potencias centrales, tan autistas como un adolescente con sus crisis y cambios de piel.

En este sentido –y en un mundo que siente que lo pierde a través de fronteras que caen– podemos regocijarnos de la fragilidad y el desamparo de nuestra industria editorial, trazando un paralelo con el cachorro humano, que nace prematuro y subdesarrollado en comparación con el cachorro gorila, el cachorro pingüino, etc. La vida es tan fragmentaria como Pedro Páramo. La conducta no estereotipada humana nos hace tener que soportar la libertad, pero la ventaja latinoamericana a este respecto es supina, como lo supo Alejo Carpentier:

«el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas. En el reino de los cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre solo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo.

  • 1. «La poesía, al alcance de los niños» en Notas de prensa 1980-1984, Sudamericana, Buenos Aires, 1992.
  • 2. En Cristina Mucci: Voces de la cultura argentina, El Ateneo, Buenos Aires, 1977.
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