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NUSO Nº 295 / Septiembre - Octubre 2021

Hacia un ecodesarrollismo latinoamericano

La pandemia parece estar cediendo, pero no así los problemas latinoamericanos. ¿Cómo puede América Latina enfrentar los desafíos en materia social y ambiental que presenta el mundo pospandemia? La respuesta que se plantea en este artículo es un marco ecodesarrollista que garantice una triple sostenibilidad (social, macroeconómica y ambiental) y permita encarar en conjunto y de manera virtuosa los grandes déficits que arrastran los modelos de desarrollo de la región.

Hacia un ecodesarrollismo latinoamericano

El fin de la pandemia parece acercarse en nuestra región, y con ella terminará este estado de excepción en el que nos hemos dedicado en gran medida a sobrevivir. Ahora bien, la vuelta a la normalidad en América Latina no constituye una narrativa pospandémica suficiente. Más bien, desde los progresismos latinoamericanos necesitamos construir nuevas utopías, firmemente basadas en las realidades, necesidades, potencialidades y limitaciones de nuestros países, para poder pensar en horizontes concretos y realizables que permitan crear futuros mejores para las mayorías.

La pandemia surgió en un contexto de estancamiento económico y social imperante desde el fin del superciclo de los commodities que caracterizó al periodo 2003-2013. En este contexto, los progresismos –tanto aquellos en los gobiernos como los de la oposición– intentan representar y dar respuestas a diversas demandas sociales de inclusión, pero presentan serias dificultades para articular un modelo de desarrollo sostenible que pueda convocar a amplios sectores sociales en un proyecto común de generación de riqueza y reducción de la pobreza y la desigualdad que, en el mismo proceso, transite hacia la sustentabilidad ambiental.

Estos desafíos que enfrenta la agenda progresista se magnifican aún más al tener en cuenta que la crisis ambiental que atraviesa el mundo se acelera a un ritmo vertiginoso. Los límites planetarios se tensionan cada vez más y los efectos son cada vez más visibles en forma de olas de calor, incendios, sequías e inundaciones en distintos rincones del planeta. Ante esta situación, el mundo desarrollado no termina de hacerse cargo de su responsabilidad diferenciada, pero de todos modos ya coquetea con el proteccionismo ambiental. El Acuerdo de París suscripto en 2015 celebraba la acción climática y ambiental como un objetivo global colectivo; sin embargo, los fondos que el mundo desarrollado prometió destinar a los países en vías de desarrollo para acompañar la transición de las estructuras productivas fluyen muy lentamente, mientras que las propuestas de medidas contra el impacto ambiental de las importaciones se multiplican y se corre el riesgo de que se conviertan en un nuevo modo de «patear la escalera». Así, América Latina enfrenta el imperativo de llevar adelante una transición hacia modelos de desarrollo con menor impacto ambiental siendo una de las regiones más desiguales del mundo1, sin aún haber podido garantizar condiciones de vida dignas a toda su población, sin ser responsable determinante de la crisis ambiental y sin el necesario apoyo de los países ricos. Frente a este escenario, surge el interrogante respecto del marco conceptual con el cual encarar el porvenir de la pospandemia. Intentaremos en lo que sigue esbozar algunas ideas al respecto.

Un modelo de tres sostenibilidades

Que América Latina pueda ir en dirección al desarrollo sostenible depende de que pueda abordar simultáneamente tres sostenibilidades: la social, la macroeconómica y la ambiental. Lo que aquí entenderemos como «ecodesarrollismo» o «desarrollismo ambientalista» apunta al logro simultáneo de esas tres sostenibilidades.

La sostenibilidad social refiere al bienestar de las mayorías, a partir de la reducción de la pobreza, la desigualdad, la desocupación y la precarización laboral y del acceso a bienes públicos tales como educación, salud o infraestructura. Tal sostenibilidad requiere de una tasa de crecimiento económico elevada, habida cuenta de que todos estos indicadores tienden a mejorar cuando el pib per cápita crece. La evidencia empírica pareciera sostener la idea de que sin crecimiento es muy difícil la sostenibilidad social (aunque no siempre el crecimiento implica mejora de los indicadores mencionados). En las casi cuatro décadas comprendidas entre 1981 y 2019, la pobreza por ingresos en América Latina (medida con la vara de 10 dólares al día a paridad de poder adquisitivo)2 pasó de 70% a 47% de la población (gráfico 1). Sin embargo, 18 de esos 23 puntos de disminución de la pobreza los explica el periodo 2003-2013, coincidente con la aceleración del crecimiento económico, en gran medida impulsado por la suba de los precios de los commodities.


En todos los países de la región se observa una correlación estrecha (aunque no perfecta) entre crecimiento económico y disminución de la pobreza. En las últimas décadas, el incremento del pib per cápita tendió a ir de la mano de la mejora en los niveles de ingreso de la población. Hubo excepciones a la regla, como la modernización excluyente de Argentina en los años 90, donde la economía creció en conjunción con un dramático incremento de la desigualdad, que determinó un incremento también notorio de la pobreza. Sin embargo, la correlación entre ingreso per cápita y pobreza a lo largo del tiempo es clara; no solo eso, también en las últimas décadas el crecimiento económico tendió a estar asociado a una reducción de los niveles de desigualdad, aunque aquí es posible interpretarlo de manera bidireccional. Redistribuir supone redirigir recursos hacia las poblaciones con mayor propensión al consumo que al ahorro, lo cual tiene un efecto macroeconómico expansivo por la vía de una mayor demanda efectiva; a su vez, el crecimiento tiende a disminuir el desempleo –que afecta mucho más a la población vulnerable que a la clase media profesional– y a incrementar el poder de negociación de las clases trabajadoras. Ahora bien, la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad social es mayor a la compatible con la sostenibilidad macroeconómica y con la sostenibilidad ambiental. Veamos por qué.

En la gran mayoría de las economías del mundo (y, particularmente, en las periféricas como las latinoamericanas), el crecimiento económico supone un incremento de las importaciones de bienes y servicios. Los mecanismos son varios. En primer lugar, un aumento del consumo de los hogares, derivado de una mejora de los ingresos, tiende a ser abastecido en parte con importaciones (por ejemplo, una persona que, como producto de la suba de sus ingresos, opta por cambiar su teléfono móvil, que es importado de China). En segundo lugar, un aumento del consumo de los hogares tracciona sobre las industrias locales, que necesitan insumos (muchas veces importados) para poder producir. En tercer lugar, una mayor actividad económica suele incentivar la inversión privada (ya que los empresarios tienden a invertir más cuando las cosas marchan bien), la cual suele requerir de maquinarias –mayormente importadas–. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en los países latinoamericanos, por cada 1% que crece la economía las cantidades importadas crecen alrededor de 1,5%3.

Este incremento de las importaciones derivado del crecimiento se paga en divisas y debe financiarse de algún modo. Las opciones son varias, pero sobresalen básicamente tres: (a) las exportaciones, (b) la deuda externa y (c) la inversión extranjera. Las exportaciones dependen en gran medida del ciclo económico de los socios comerciales latinoamericanos (principalmente, Estados Unidos, el Este asiático y la Unión Europea), de modo que cuando estos crecen, los países latinoamericanos exportan más y, por ende, tienen mayor capacidad para importar y, por tanto, para crecer. Eso pasó en el periodo 2003-2013, que coincidió con una notable mejora no solo de las cantidades exportadas sino también de los precios de exportación. Sin embargo, un rasgo estructural de la región es que la propensión importadora tiende a ser mayor que la propensión exportadora. A modo de ejemplo, de acuerdo con la Cepal, cuando Brasil crece 1%, las cantidades importadas lo hacen en 1,7%; en contraste, cuando crecen sus socios comerciales, las cantidades exportadas de Brasil suben 1%. En cambio, en países tradicionalmente ubicados en la periferia, como China, Corea del Sur o Vietnam, la propensión exportadora es mucho más intensa que la propensión importadora, lo que les permite crecer muy por encima de la media mundial sin ingresar en problemas de escasez de divisas. 

Esta asimetría entre las propensiones a importar y a exportar de la región –cuyo origen se basa en la matriz productiva latinoamericana, de relativamente baja sofisticación tecnológica– supone un techo al crecimiento económico y, por ende, limita la posibilidad de lograr la sostenibilidad social. El mecanismo es el siguiente: si, por ejemplo, un gobierno implementa políticas expansionistas que hacen crecer el pib, las importaciones se disparan y, en tanto las exportaciones no acompañan en la misma magnitud, el país ingresa en un déficit comercial. Si el país no incrementa las exportaciones, ese déficit se debe financiar o bien con deuda externa (que si no se utiliza para transformar la estructura productiva para mejorar las mencionadas propensiones a exportar/importar, puede ser explosiva, como ocurrió en la región en la década de 1970, con la consecuente crisis de la deuda de los años 80) o con inversión extranjera (que por un lado puede permitir ampliar capacidades productivas y financiar el desequilibrio comercial, e incluso, bajo ciertas condiciones, transferir tecnología al tejido productivo local, pero a expensas de una potencial pérdida de soberanía nacional y de salida de divisas a futuro por la vía de la remisión de utilidades). Si el país no logra equilibrar su déficit externo por alguna de estas vías, tarde o temprano el crecimiento se frena (por ejemplo, a través de una devaluación de la moneda local, que impacta negativamente en los ingresos reales de la población y, por ende, en el consumo y en el pib). Este proceso es el que comúnmente se conoce como «restricción externa». Como señala el citado informe de la Cepal, la restricción externa genera dos brechas: por un lado, una brecha centro-periferia, esto es, la región no puede converger en pib per cápita con los países centrales, ya que cuando intenta crecer más aceleradamente ingresa en un déficit de divisas que termina desestabilizando la macroeconomía. Por el otro, la restricción externa provoca una brecha social, ya que la tasa de crecimiento compatible con el equilibrio del sector externo (esto es, la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad macroeconómica) es inferior a la tasa de crecimiento necesaria para la sostenibilidad social. 

La transformación productiva de las economías latinoamericanas (a través de una mayor diversificación, de una mayor sofisticación tecnológica o, también, de la sustitución de importaciones o la intensificación de las exportaciones ya existentes) puede contribuir a incrementar la tasa de crecimiento compatible con la restricción externa. En el periodo 2003-2013, esa tasa aumentó no tanto por la transformación productiva sino por el incremento de los precios de exportación y debido a que el mundo creció más rápido. Ello permitió acercar la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad macroeconómica a la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad social y, por ende, contribuyó a mejorar notoriamente los indicadores sociales de la gran mayoría de la región.

Ahora bien, el desafío es todavía más complejo: ya no se trata solo –como se pensaban las políticas de desarrollo hasta ahora– de transformar la estructura productiva para incrementar la tasa de crecimiento compatible con la restricción externa. También es fundamental tener en cuenta, en el marco de los desafíos ambientales actuales, una tercera sostenibilidad: la ambiental, que tiene un vínculo complejo con las otras dos sostenibilidades.

Así como el crecimiento ha sido crucial para mejorar la calidad de vida de los distintos países (y por eso aquellos países con elevados pib per cápita son los que tienen los menores niveles de pobreza, y viceversa), también ha tenido hasta ahora un profundo impacto en ciertas variables ambientales fundamentales que hoy están comprometiendo los límites planetarios. Por ejemplo, en tanto el crecimiento requiere de energía y esta ha sido tradicionalmente (y sigue siendo) abastecida mediante combustibles fósiles, no sorprende que la expansión económica haya supuesto un impresionante incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero (responsables del calentamiento global). Dado que los países ricos son los que más han crecido, su contribución al calentamiento global también ha sido mayor que la de los países periféricos. A su vez, el crecimiento económico –y el incremento del consumo asociado a él– ha requerido de múltiples materiales y presionado incansablemente sobre la naturaleza y los ecosistemas. Los datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) muestran que los países con mayor índice de desarrollo humano (indicador que, además de tomar en cuenta el pib per cápita, incorpora la esperanza de vida al nacer y la cantidad de años de escolarización de un país) presionan más sobre los límites planetarios (a partir de las emisiones per cápita de dióxido de carbono y la huella material per cápita4). En general, a mayor desarrollo económico, mayores presiones planetarias; no solo eso, hasta ahora ningún país ha sido capaz de congeniar un alto desarrollo humano con una reducida contribución per cápita al daño ambiental global. 

Dado este contexto, actualmente la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad ambiental es aún inferior a la compatible con la restricción externa y, por tanto, es muy inferior a la compatible con la sostenibilidad social. Aquí se da una especie de paradoja: que los países ricos crezcan ayuda a que la periferia exporte más (y da más espacio para el crecimiento doméstico y la concomitante baja de la pobreza y el desempleo), pero en simultáneo presiona todavía más sobre los ya muy comprometidos límites planetarios. A la vez, crecer genera más recursos para invertir en infraestructuras y tecnologías ambientales, para crear cuadros técnicos estatales bien pagos (y por ende, capacidades estatales que implementen mejor las políticas ambientales) y para fomentar el desarrollo de nuevos sectores con menores impactos sobre el ambiente.

Estas interrelaciones y tensiones entre las tres sostenibilidades dejan algunas conclusiones claras: por un lado, si el objetivo principal es el bienestar de las mayorías, necesitamos transformar la matriz productiva para que la tasa de crecimiento compatible con la restricción externa sea más alta de lo que es hoy y, a la vez, necesitamos que esa transformación minimice el impacto ambiental que genera cada punto de crecimiento del pib –esto es, necesitamos que la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad ambiental sea más alta de lo que es hoy–. Pero a la vez, el juego de las tres sostenibilidades dispara una serie de interrogantes aún irresueltos. El primero de ellos: ¿cómo se implementará en la práctica el principio de las «responsabilidades comunes pero diferenciadas» entre los países centrales y los periféricos? En otras palabras, ¿cuánto «espacio ambiental» van a dejar los países desarrollados para que los países más pobres puedan crecer? ¿Cuánto van a esforzarse en desacoplar la matriz productiva del impacto ambiental? ¿Cuánto van a contribuir a que los países periféricos puedan adoptar y –sobre todo– desarrollar tecnologías de punta que minimicen el impacto ambiental derivado del crecimiento? El segundo interrogante irresuelto tiene que ver con cómo definimos cuál es el piso de necesidades básicas satisfechas que consideramos justo (en otros términos, qué entendemos en concreto por sostenibilidad social) y cuál sería el impacto ambiental que, dada la tecnología actual, estaríamos dispuestos a afrontar para la satisfacción de tales necesidades.

La pregunta por el contenido concreto de la sostenibilidad social refiere, por ejemplo, a qué matriz de consumo queremos propiciar en la población y qué cambios son necesarios respecto a los patrones actuales. Preguntas como ¿se puede limitar el acceso al consumo de carne por sus presiones sobre la naturaleza?, ¿cómo se hace sin convertirlo solo en un consumo de ricos?, ¿existe el derecho al automóvil?, ¿cuántos es justo tener por familia? se enmarcan en esta tensión entre qué piso de necesidades básicas queremos garantizar y cuáles son los impactos ambientales que la satisfacción de tal piso supondría.

Historia reciente de la relación entre desarrollo y ambiente en América Latina

Como vimos, en las últimas cuatro décadas, la pobreza por ingresos en América Latina se redujo en un tercio, al pasar de 70% a 47%, con gran parte de la baja registrada en la «década de los commodities» (2003-2013). Esa mejora ocurrió en prácticamente toda la región, y tanto en países gobernados por coaliciones nacional-populares (Argentina, Brasil o Bolivia, por ejemplo) como en otros con gobiernos más promercado (como Chile, Perú o Colombia). La desigualdad también disminuyó en gran parte de la región, junto con la mejora de indicadores sociales como la esperanza de vida, el alfabetismo y el acceso a infraestructuras tales como agua potable, cloacas, electricidad o telecomunicaciones5. Todo ello se dio con una matriz productiva que registró pocos cambios en su composición relativa (prosiguieron la alta dependencia de las exportaciones primarias en Sudamérica, el ensamble de manufacturas en México y parte de América Central y el bajo peso de las actividades intensivas en investigación y desarrollo, i+d), pero que sí avanzó en términos cuantitativos. En otros términos, la bonanza económica de la década no cambió el lugar de América Latina en la división internacional del trabajo, pero sí se crearon capacidades productivas absolutas en el tejido productivo. El aumento del stock de empresas formales fue un común denominador del periodo: Argentina creó 231.000 empresas entre 2002 y 2013 (un crecimiento de 62%), en todos los sectores productivos6. El boom de exportaciones de materias primas fue condición de posibilidad de tal dinamismo empresarial, que se dio en sectores «lejanos» a los recursos naturales, como la industria, la construcción, el comercio, el turismo y los servicios profesionales y recreativos. Algo similar ocurrió en países como Brasil, Chile y Uruguay7. Los gastos en i+d también crecieron (56% en términos per cápita en la región entre 2003-2013), a un ritmo para nada despreciable, aunque a todas luces opacado por el excepcional dinamismo de países como China en la misma materia e insuficiente para cerrar las enormes brechas tecnológicas con el mundo desarrollado (gráfico 2).


El balance del ciclo de los commodities dejó luces y sombras. Las mejoras sociales y económicas fueron palpables (y en la gran mayoría de los países se sostuvieron, de modo que en los albores de la pandemia los indicadores sociales eran definitivamente mejores que a principios del milenio en casi toda la región). Sin embargo, la imposibilidad de transformar cualitativamente las estructuras productivas hizo que, finalizada la bonanza internacional, las mejoras en las economías latinoamericanas se estancaran. 

La mejora en los precios de exportación durante la década de los commodities permitió acercar la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad macroeconómica a la tasa compatible con la sostenibilidad social. Sin embargo, estos avances conllevaron impactos ambientales y conflictos sociales asociados a ellos en toda América Latina. Sea por la minería, el fracking, los proyectos hidroeléctricos, la deforestación o el avance sobre ecosistemas o territorios de pueblos originarios, la conflictividad y las demandas socioambientales se multiplicaron. Como consecuencia de esta presión social –combinada con la incorporación de los derechos ambientales en las reformas constitucionales, la creciente visibilización de las problemáticas ambientales, la lenta jerarquización de las carteras ambientales en los gobiernos y los avances científicos sobre tópicos como el calentamiento global, los límites planetarios o la biodiversidad–, empezaron a surgir políticas, leyes y fallos judiciales que limitaron algunas de estas actividades. Así, por ejemplo, en Argentina se sancionaron las leyes de protección de bosques y de glaciares, en Chile se frenó el proyecto minero Pascua Lama, en Honduras se detuvo la construcción de la represa hidroeléctrica de Agua Zarca, en Colombia se bloqueó el proyecto minero La Colosa y en Costa Rica se emitió un decreto presidencial que prohíbe la exploración y explotación de hidrocarburos hasta 2050.

De manera complementaria, la emergencia de la figura de Greta Thunberg en 2018 como emblema de la demanda juvenil de acción frente al cambio climático se reflejó en la región en el surgimiento de movimientos de jóvenes, principalmente de sectores medios urbanos, que se sumaron a las movilizaciones globales por el clima. Con el transcurrir del tiempo y la acumulación de experiencia, la línea discursiva de Thunberg fue adquiriendo un mayor énfasis en la diferenciación de las responsabilidades entre el Norte y el Sur globales. De la misma manera, las organizaciones locales inspiradas en ella fueron fortaleciendo sus vínculos con las expresiones territoriales –tanto las asambleas que se oponen a diversos proyectos productivos como las organizaciones de recuperadores urbanos– y ensayando un discurso creciente de justicia social.

De este modo, en el presente la agenda ambiental de la sociedad civil latinoamericana se mueve en dos dimensiones: la global y la local. La primera se expresa principalmente en estos movimientos juveniles urbanos que, en una suerte de alianza generacional global, exigen a los gobiernos un plan a largo plazo que muestre el camino por el cual se pretende descarbonizar las economías, impulsar la economía circular y proteger la naturaleza para dar cumplimiento a los compromisos internacionales en materia de cambio climático y biodiversidad. La segunda, que cobró protagonismo con el superciclo de los commodities, son las expresiones locales organizadas principalmente en torno de la oposición a proyectos productivos específicos. Estos movimientos, en general, reclaman contra actividades productivas (mayormente ligadas a los recursos naturales) a gran escala. En general, estas actividades suelen ser muy intensivas en capital (lo que implica inversiones cuantiosas que generan, para la magnitud de los montos desembolsados, relativamente pocos puestos de trabajo directos, aunque bastantes más indirectos y en general con salarios altos) y en muchos casos están asociadas a empresas multinacionales. Dada su escala, el impacto sobre la naturaleza es muchas veces elevado. Esta combinación de características incide en el frecuente rechazo de las comunidades locales, que a menudo se encuentran con costos directos y escasos beneficios –y que son apropiados tanto por las empresas como, en muchas ocasiones, también por los Estados y la ciudadanía territorialmente lejana a esas comunidades–. A su vez, el discurrir de estos proyectos suele tener falencias en términos de transparencia, garantías y posibilidades de participación ciudadana. Esta combinación de beneficios difusos y dificultades en los procesos de gobernanza generó una proliferación de conflictos en el continente, como muestra el Atlas de Justicia Ambiental (ejatlas)8.

En los últimos tiempos, ambas dimensiones respecto a los problemas ambientales (la global y la local) se han vinculado cada vez más y se observa en ellas una creciente radicalización de las demandas, motivada tanto por la agudización de las problemáticas ambientales como porque los Estados en sus múltiples niveles no logran articular respuestas y estrategias consistentes a ninguna de las dos demandas.

Estos reclamos ambientales crecientes se dan en una región donde ya en los años previos a la pandemia había frenado la mejora de los indicadores sociales y donde la llegada del covid-19 los empeoró dramáticamente en la mayoría de los países. De esta manera, la región se encuentra hoy tironeada por dos fuerzas que, a priori, parecieran opuestas: la de la sostenibilidad social –que requiere crecimiento elevado– y la de la sostenibilidad ambiental –que, sin mediar cambios profundos en la matriz productiva, supone hoy una tasa de crecimiento mucho más reducida–. En el medio, la sostenibilidad macroeconómica –limitada por la debilidad tecnológica de las estructuras productivas latinoamericanas– impone una restricción adicional al crecimiento necesario para la sostenibilidad social.

Una hoja de ruta para el futuro

A continuación, planteamos algunos puntos pensando en el corto y en el largo plazo que podrían formar parte de una agenda «ecodesarrollista» que permita la alineación virtuosa de las tres sostenibilidades. En el corto plazo, proponemos trabajar sobre la reducción de los impactos de las estructuras productivas actuales y utilizar los recursos naturales como palanca para el desarrollo. En el largo plazo, sostenemos que es necesario tender a una transformación estructural hacia la triple sostenibilidad, haciendo foco principalmente en la transición hacia actividades económicas de menor impacto ambiental y mayor inclusión social.

Lo primero es entonces reducir los impactos ambientales de la estructura productiva existente, de modo que la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad ambiental sea mayor a la actual. Esto requiere un sinnúmero de ejes de acción que deben ser impulsados por los Estados mediante políticas productivas proactivas, en donde se asista técnica y financieramente a las empresas para incorporar conocimientos, herramientas y tecnologías tanto en procesos como en productos que hagan sus actividades más amigables en términos ambientales. Esto es particularmente relevante en las pymes, donde la mejora de las prácticas ambientales muchas veces no ocurre por falta de financiamiento y capacitación. El reciente Plan de Desarrollo Productivo Verde de Argentina incorpora esta dimensión, ya que uno de sus programas prevé financiar y asistir técnicamente a 3.400 pymes para la adecuación ambiental. En esta línea, también es clave el fomento a la eficiencia de materiales y energía (tanto en empresas como en hogares, por ejemplo, vía financiamiento público a la adquisición de nuevas maquinarias o electrodomésticos eficientes energéticamente). Esto contribuye no solo a reducir la huella ambiental, sino también a lograr la sostenibilidad macroeconómica (a través del ahorro energético o de materiales que puede reducir importaciones y/o aumentar exportaciones). Con las grandes empresas –y los grandes sectores productivos–, la estrategia probablemente deba ser otra: en general, cuentan con mayores espaldas para afrontar procesos de readecuación ambiental, y en todo caso es necesario fortalecer las capacidades estatales (y la autonomía estatal) para exigirles estándares ambientales cada vez más altos. En este sentido, por ejemplo, el etiquetado implementado en Chile y México es una política que permite a quienes consumen elegir sus alimentos basándose en información más clara, lo cual luego implica que las empresas se vean en la obligación de producir alimentos más saludables para mantener las ventas. La aprobación de este tipo de políticas requiere de Estados autónomos frente a la presión del sector privado. Ahora bien, en la medida en que los países continúen en recesión o en estancamiento, la posibilidad de construir capacidades estatales y de aumentar las exigencias al sector privado se reduce.

En segundo lugar, y en tanto la región continuará por bastante tiempo dependiendo de los recursos naturales para generar divisas y crecer, es fundamental atender y dar respuesta a quienes desde los territorios reclaman información, participación económica en las actividades, el desarrollo de infraestructuras, el cumplimiento de los derechos ambientales o el respeto de la consulta libre e informada previa a la aprobación de las actividades. Atender y dar respuesta no significa que siempre la oposición de un grupo a determinado proyecto culmine en su prohibición, pero sí que en democracias con ciudadanías movilizadas y comprometidas los modelos de desarrollo no se pueden imponer, sino que exigen esquemas y procesos de gobernanza que involucren a todos los actores y permitan generar consensos sobre qué y cómo producir. En este sentido, el Acuerdo de Escazú y su triple herramental de acceso a la información, a la justicia y a la participación ambiental es un avance para la región. A su vez, las políticas que desarrollen las cadenas de valor en torno de recursos naturales (sea a partir del desarrollo de proveedores o de la agregación de valor a la materia prima) son fundamentales para mejorar tanto la sostenibilidad macroeconómica (vía ahorro de divisas) como la social (al multiplicar el empleo indirecto asociado a un recurso natural). 

Complementariamente, en materia de aprovechamiento de los recursos naturales, es menester la evaluación continua de las estrategias que se implementan respecto de su explotación. Esto incluye desde los marcos institucionales y cuáles son las tecnologías de explotación permitidas, hasta la forma de articulación con los organismos de ciencia y tecnología para ir ajustando las políticas en función de los aprendizajes alcanzados. El caso del litio, por ejemplo, permite un análisis comparativo en lo que concierne a las trayectorias de los tres países productores (Argentina, Bolivia y Chile, lo que se conoce como el triángulo del litio). Estos países han compartido un interés similar en lo que respecta a la importancia del mineral y su industrialización, pero han ensayado formas diferentes de explotarlo. Cómo le fue hasta ahora a cada uno según sus objetivos y las capacidades de cada país es un interrogante fundamental a la hora de pensar el futuro del litio. En la misma línea, la posibilidad de cooperación entre las tres naciones para fortalecer su posición como tenedores del recurso es otro punto clave. Esta evaluación y mejora continua de la estrategia de explotación de los recursos naturales es lo que podría permitir superar la experiencia de 2003-2013 y habilitar la transformación cualitativa de la estructura productiva hacia actividades de mayor complejidad tecnológica y menores impactos ambientales. 

Por último, en el largo plazo, los Estados latinoamericanos necesitan pensar en la transformación de los sistemas socioeconómicos hacia hábitos, consumos, tecnologías, matrices energéticas y estructuras productivas descarbonizadas, circulares, regenerativas y adaptadas a un planeta más caliente. Esto requiere principalmente de Estados con un compromiso firme con el redireccionamiento de los modelos de desarrollo hacia la triple sostenibilidad, pero también de sectores productivos, de ciencia y técnica, organizaciones sociales y sociedad en su conjunto que acompañen este proceso aportando desde sus respectivos lugares. 

En este sentido, los Estados precisan incentivar y premiar las innovaciones ambientales, es decir, la ciencia y la tecnología al servicio de soluciones que permitan desacoplar el crecimiento del impacto ambiental. América Latina tiene una participación marginal en las innovaciones ambientales a escala global y en los próximos años será importadora de esas soluciones tecnológicas. Eso mejorará la huella ambiental, pero a la vez podría presionar sobre la sostenibilidad macroeconómica (en la medida en que las mayores importaciones derivadas de esta adopción tecnológica más que compensen las eventuales mayores exportaciones que la región podría tener a los países centrales, principalmente europeos, que cada vez más exigirán que sus importaciones se produzcan utilizando las mejores prácticas ambientales). De ahí la importancia de invertir localmente en este tipo de tecnologías. Ya hay algunas cartas de intención al respecto, por ejemplo, en lo que concierne a la estrategia de fabricación local de vehículos eléctricos en México, Brasil y Argentina.

En el mismo sentido, la transformación de fondo de la lógica productiva lineal hacia modelos circulares, tanto a través del fomento del ecodiseño como del fortalecimiento de cooperativas y empresas de reciclado, se vuelve fundamental. La economía circular es muy relevante para atender la triple sostenibilidad, ya que no solo reduce el impacto ambiental, sino que puede generar miles de puestos de trabajo y, a la vez, evitar importaciones de insumos (y contribuir a la sostenibilidad macroeconómica). Aún más, hay empresas especializadas en economía circular, como la colombiana Bioestibas, que a partir de los residuos de las hortensias que se producen para ornamentación producen estibas, exportan 98% de su producción y contribuyen así a la sostenibilidad ambiental a través de la reducción de residuos, a la sostenibilidad social a través de la generación de empleo y a la sostenibilidad macroeconómica mediante las exportaciones.

Por último, la transición energética hacia fuentes limpias es otro de los ejes centrales en este esquema. Aquí los países de la región se encuentran en general mejor posicionados que la media mundial, dada la baja participación del carbón como fuente de energía y el protagonismo de la hidroelectricidad (particularmente en países como Perú, Colombia, Ecuador o Brasil) y, en ciertos países, el gas natural (como Argentina y México). El desafío respecto a la transición energética para América Latina consiste en llevarla a cabo desarrollando capacidades tecnológicas, creando empleos locales y reduciendo el perfil importador de tecnología. Los potenciales son disímiles entre los países, pero Argentina, Brasil y México –los más industrializados de la región– cuentan con activos para al menos intentar una mayor participación local en esa transición. Resulta interesante resaltar ciertos casos como el argentino, donde recientemente el gobierno nacional –en alianza con el gobierno de la provincia de Mendoza, de signo político contrario– estatizó parcialmente la empresa impsa, que corría riesgo de caer en bancarrota. impsa es una de las principales fabricantes latinoamericanas de equipos para el sector energético. Chile –y más incipientemente Argentina–, por su parte, está apostando a hacer del hidrógeno verde una fuente tanto de descarbonización de la matriz productiva como de exportaciones futuras. Un caso particular es el de Costa Rica, que no solo construyó una marca país en torno de la sostenibilidad ambiental, sino que también delineó un Plan de Descarbonización transversal a sus sectores productivos con metas establecidas a 2035 y 2050. La alianza entre la sostenibilidad macroeconómica y la social viene dada en este caso por el desarrollo del turismo y la atracción de inversiones verdes.

Para finalizar, retomamos la preocupación con la que iniciamos este texto: ¿cómo puede América Latina enfrentar los desafíos en materia social y ambiental que presenta el mundo pospandemia? Creemos que el marco ecodesarrollista de la triple sostenibilidad permite encarar en conjunto y de manera virtuosa los grandes problemas que arrastran los modelos de desarrollo latinoamericanos. A partir de este marco conceptual, luego resulta posible –y necesario– construir una visión de qué Latinoamérica y qué proyectos nacionales queremos, para así configurar una estrategia que permita aglutinar a los actores en función de objetivos alcanzables. Aquí lógicamente surge la pregunta sobre qué actores y qué alianzas pueden encarnar e impulsar este ideario ecodesarrollista, toda vez que se trata de un proceso que no va a estar exento de tensiones, tanto políticas como geopolíticas. Sin embargo, tal potencial conflictividad no es excusa para seguir postergando el avance hacia futuros mejores para las mayorías latinoamericanas.

  • 1.

    Si tomáramos los países del sur de África (por ejemplo, Sudáfrica, Namibia, Botsuana, Mozambique, Lesoto o Zambia) como una región, esta sería todavía más desigual que América Latina.

  • 2.

    Esta vara es comparable en exigencia con la que actualmente tiene Argentina. Los datos provienen del sitio PovCalNet, del Banco Mundial.

  • 3.

    Cepal: «Construir un nuevo futuro: una recuperación transformadora con igualdad y sostenibilidad», Naciones Unidas, Santiago de Chile, 2020.

  • 4.

    La huella material per cápita es la suma (en toneladas) de la materia producida por un país, menos las exportaciones más las importaciones, dividida por el total de población. De alguna manera, trata de visualizar cuántos materiales per cápita demanda un país (y, por ende, cuánto presiona sobre la naturaleza).

  • 5.

    Los datos surgen del Centro de Estudios Distributivos y Sociales (CEDLAS).

  • 6.

    Datos del Ministerio de Trabajo de Argentina.

  • 7.

    La cantidad de empresas creció 19% en Brasil entre 2006 y 2015, 22% en Chile entre 2003 y 2013 y 59% en Uruguay entre 2005 y 2016. Los datos surgen de Marco Dini y Giovanni Stumpo (coords.): Mipymes en América Latina. Un frágil desempeño y nuevos desafíos para las políticas de fomento, Cepal, Santiago de Chile, 2020.

  • 8.

    Disponible en https://ejatlas.org/.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 295, Septiembre - Octubre 2021, ISSN: 0251-3552


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