Estado compensador y nuevos extractivismos. Las ambivalencias del progresismo sudamericano
Nueva Sociedad 237 / Enero - Febrero 2012
Sin duda América del Sur, gobernada mayoritariamente por partidos y movimientos que se autodefinen como progresistas, ha logrado varios avances en los últimos años, en general centrados en la reducción de la pobreza y el regreso de un Estado más activo. Sin embargo, parte de los buenos desempeños van en paralelo a la consolidación de un modelo sostenido en la explotación de la naturaleza –desde el gas hasta la soja, pasando por una diversidad de productos de la minería– y la consolidación de lógicas y prácticas extractivistas. El artículo analiza las potencialidades y los límites de los nuevos «Estados compensadores», la diferencia entre viejos y nuevos extractivismos y los crecientes conflictos socioambientales.
A lo largo de las últimas décadas se han sucedido diferentes descripciones del Estado latinoamericano. Tiempo atrás, se hablaba de un Estado desarrollista interesado en sustituir importaciones; su caída fue seguida por Estados que varios describieron como «burocrático-autoritarios»1. Más recientemente, se difundió un Estado que aceptaba las reformas de mercado, se encogía y defendía discursos que varios definieron como «neoliberales». Se sigan esas u otras caracterizaciones, lo cierto es que han ocurrido cambios sustanciales en el Estado a lo largo de estos años. En la actualidad, en el caso de América del Sur, el Estado está enmarcado en circunstancias no solo novedosas sino también muy particulares. En forma resumida, en la mayor parte de los países sudamericanos, el Estado está en manos de agrupamientos político-partidarios que se definen como progresistas o de la nueva izquierda y que navegan en una globalización turbulenta; y si bien varios países industrializados están sumidos en una grave crisis económico-financiera, el alto precio de las materias primas y el consumo asiático siguen alimentando una buena performance económica de la región.
En estas condiciones, están en marcha reformulaciones en las estrategias de desarrollo y, paralelamente, también está cambiando la conformación del Estado sudamericano. En este artículo se señala en primer lugar el papel clave desempeñado por el extractivismo exportador en las actuales e inusuales circunstancias globales. Seguidamente, se resumen los ajustes en las estrategias de desarrollo bajo la peculiar vocación de la izquierda progresista sudamericana, lo que desemboca en la configuración de lo que denominamos «Estado compensador». En esta nueva conformación hay una particular ecología política del desarrollo y el Estado, que expresa de nuevos modos los viejos mitos acerca de las enormes riquezas naturales que deben alimentar el crecimiento económico sudamericano.
Espectadores locales, crisis lejanas
Los países de América del Sur aparecen por momentos alejados de los problemas de la crisis global, que se mantendría anclada en las grandes economías industrializadas. En el Sur, casi todos los indicadores señalan buenas performances económicas, en especial las exportadoras. Así, los gobiernos sudamericanos, tanto en el pasado episodio agudo de la crisis de 2008 como en el actual, insisten en que sus economías estarían «blindadas» o «desacopladas» de lo que sucede en el Norte. En los casos en que se aceptan posibles efectos de una crisis global, los gobiernos pasan a señalar que las repercusiones serán limitadas, o que sus países se recuperarán mucho antes que otras naciones. De esta manera se adopta una postura de espectadores de una crisis que se concibe como distante.
Por el momento, las naciones sudamericanas muestran efectivamente buenos indicadores. El crecimiento económico se logró en todos los países en 2010 y 2011 –con excepción de Venezuela en 2010– y, en varios casos, a tasas altas –por ejemplo, para 2010 las más elevadas se registraron en Paraguay (15%), Argentina (9,2%), y Uruguay (8,5%); el crecimiento promedio de América del Sur fue de 6,4% según los datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal)2.
Todas las administraciones impulsan estrategias que pueden ser esquematizadas como una defensa del crecimiento económico como motor del desarrollo, que se sustentaría especialmente en dos pilares: exportaciones e inversiones. En estos factores reside la confianza sudamericana frente a la crisis, ya que se asume que, sean unas regiones u otras, de todos modos se seguirán comprando sus materias primas. No es un hecho menor que esa postura también sea defendida por gobiernos que se definen como progresistas o de la nueva izquierda3. Aun reconociendo las diferencias con administraciones conservadoras o de la derecha clásica, y también aceptando las diversas posturas que existen en el seno del progresismo sudamericano, es impactante advertir que se sigue apostando al crecimiento económico mediado por exportaciones e inversiones. Y que esto se defienda en el contexto de una recurrente crisis del capitalismo en los países industrializados no deja de ser llamativo. En general, pese a ciertos discursos, se observa que la nueva izquierda gobernante ha aceptado ser reformadora dentro del capitalismo4.
A lo largo de los últimos años, las exportaciones también aumentaron, en valor, volumen y precio unitario en varios casos (exceptuando caídas en 2008). Pero también aumentó la proporción de materias primas en el total exportado (en el caso del Mercosur ampliado, pasó de 60,2% del total en 2005 a 68,4% en 2009). También la inversión extranjera se ha recuperado hasta recibir más de US$ 85.000 millones en 2010; el principal destino son los recursos naturales: 43% del total5.
Las exportaciones y las inversiones se han vuelto mucho más importantes, y dentro de ellas, los recursos naturales tienen un papel más destacado. Esta situación se debe en buena medida a la expansión del llamado «extractivismo», que incluye actividades como la explotación minera o petrolera, o los monocultivos intensivos. El extractivismo se caracteriza por la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales, que se exportan como commodities y dependen de economías de enclave (que pueden estar localizadas, como los campos petroleros o las minas, o bien ser espacialmente extendidas, como el monocultivo de soja).
La importancia del extractivismo exportador en buena medida responde a condiciones globales. Por un lado, la debacle de los mercados financieros convencionales hace que muchos se refugien en las materias primas, lo que contribuye a aumentar sus precios, o bien que busquen inversiones en plazas distintas de los países industrializados. Por otro lado, se mantiene la demanda de materias primas desde las naciones asiáticas, en especial China. El crecimiento económico, la reducción del desempleo, el abatimiento de la pobreza y un mayor acceso a bienes de consumo complementan la situación, y todo ello contribuye a la adhesión electoral que reciben muchos de los gobiernos progresistas.
Extractivismo clásico y neoextractivismo
El extractivismo propio de la minería y los hidrocarburos ha crecido en los últimos años. Mientras que Venezuela, Ecuador y Bolivia siguen siendo importantes exportadores de petróleo o gas, se observan cambios sustanciales en el sector minero. Se destaca la consolidación de Brasil, con enorme producción y exportación, que ha superado a las naciones andinas. Por ejemplo, la producción brasileña de bauxita aumentó de 19,3 millones de toneladas al asumir Lula en 2003, a 29 millones en 2010; la de hierro creció de 263,7 millones de toneladas a 370 millones en ese mismo periodo6. A partir de 2003 también hubo un incremento sustancial de la producción minera en Argentina, y aumentos moderados o estabilidad en Bolivia y Chile. Las exportaciones mineras originadas en el Mercosur ampliado (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay) pasaron de más de US$ 13.000 millones en 2003 a US$ 42.000 millones en 2009, según datos de la Cepal.Bajo este empuje es necesario distinguir entre dos tipos de extractivismo. Por un lado, uno que podría calificarse como «clásico», en tanto fue el más común en las últimas décadas y es propio de gobiernos conservadores (como la Colombia de Álvaro Uribe y ahora Juan Manuel Santos, o el Perú de Alan García). En este modelo, las empresas transnacionales tienen un rol determinante, el Estado es funcional a esa transnacionalización y existen regulaciones y controles acotados (incluyendo regalías y tributos bajos). Se apuesta a que ese extractivismo genere crecimiento económico y a que este, a su vez, promueva «derrames» hacia el resto de la sociedad. Al mismo tiempo, se minimizan, niegan o reprimen las protestas ciudadanas por los impactos sociales y ambientales de la explotación.
Pero bajo los gobiernos progresistas tuvieron lugar varios cambios sustanciales. Los más llamativos han sido las llamadas «nacionalizaciones» de los recursos (los ejemplos más conocidos son los del sector petrolero y gasífero de Bolivia, Ecuador y Venezuela). Sin embargo, un examen más riguroso muestra que también hay muchas continuidades, y en consecuencia es más adecuado describir un estilo heterodoxo: persisten algunos elementos del pasado junto con otros nuevos, sus articulaciones son diferentes y, sobre todo, el extractivismo es defendido desde otras bases conceptuales. Esta nueva postura ha sido llamada «neoextractivismo progresista»7.
Este neoextractivismo se caracteriza por mantener, e incluso profundizar, la extracción minera y petrolera, sea por un aumento en los rubros clásicos o por la incorporación de nuevos recursos (por ejemplo, países tradicionalmente no mineros que intentan la megaminería como Uruguay, o países mineros que buscan nuevos rubros como el litio en el caso de Bolivia). A su vez, el modo extractivista de organizar la producción se expande a otros sectores, en particular los monocultivos de exportación.
El Estado juega un papel mucho más activo que en el extractivismo clásico, sea por una participación directa (por ejemplo, por medio de empresas estatales como la petrolera venezolana PDVSA) o por medios indirectos (asistencias financieras, subsidios, apoyos en infraestructura, etc.). El neoextractivismo va más allá de la propiedad de los recursos, sean estatales o no, ya que termina reproduciendo la estructura y las reglas de funcionamiento de los procesos productivos capitalistas, volcados a la competitividad, la eficiencia, la maximización de la renta y la externalización de los impactos sociales y ambientales. El empresariado transnacional no desaparece, sino que reaparece bajo otros modos de asociación, tales como la migración a contratos por servicios en el sector petrolero o joint-ventures para la comercialización (tal como sucede, por ejemplo, en Bolivia).
Se mantiene así una inserción internacional subordinada a la globalización, en la que los países siguen siendo tomadores de precios, no coordinan entre sí la comercialización de sus productos y defienden la liberalización del comercio global. Esto explica el apoyo de varios gobiernos progresistas a las instituciones de gobernanza global (como la Organización Mundial de Comercio, OMC), así como el estancamiento de la integración regional dentro de América del Sur. Entretanto, el contexto global de altos precios de varios commodities y su demanda sostenida, junto con otros factores indicados antes, refuerzan los incentivos para promover el extractivismo.
Este estilo tiene fuertes efectos territoriales. Por unas vías, se mantiene o acentúa la fragmentación territorial que implica la existencia de sitios de explotación directamente vinculados a la globalización, mientras extensas zonas permanecen desatendidas por el Estado. Por otras vías, se impone una nueva geografía basada en bloques de concesión petrolera o licencias mineras que desplazan a comunidades locales, anulan otros circuitos productivos o rompen con territorios ancestralmente delimitados. También hay fuertes impactos ambientales y sociales. Los problemas por contaminación, pérdida de biodiversidad y otros efectos ambientales persisten, y en algunos casos se agravan.
Todo esto hace que las resistencias sociales, y en varios casos las protestas ciudadanas contra el extractivismo, estén presentes, con distinta intensidad, en todos los países con gobiernos progresistas. Estas van desde las movilizaciones ciudadanas contra la minería en Perú, Argentina y Ecuador, a otras, más institucionalizadas, pero también opuestas a la minería, en Uruguay. Las protestas ciudadanas están proliferando y el extractivismo está chocando contra un límite democrático. Bajo el neoextractivismo progresista, el Estado capta, o al menos intenta captar, mayores proporciones del excedente generado por los sectores extractivistas, apelando a medidas como regalías o tributos más altos. Sin duda, en varios países, como las economías andinas, el extractivismo sigue brindando un aporte crucial a los tesoros nacionales. A su vez, todos estos gobiernos defienden estas prácticas, y el propio extractivismo, sosteniendo que permiten recaudar fondos que son utilizados en programas de lucha contra la pobreza. Estos van desde las conocidas transferencias monetarias –condicionadas a ciertas prestaciones– hasta las «misiones» venezolanas. No siempre hay un vínculo presupuestario directo; este está presente en Bolivia, por ejemplo, con el impuesto directo a los hidrocarburos (IDH). Pero más allá de los recursos financieros verdaderamente captados a partir de las actividades extractivas, el hecho sustancial es que todos los gobiernos progresistas defienden ese estilo, y uno de sus argumentos predilectos consiste en ligarlo a los planes contra la pobreza u otros tipos de programas en el campo de la justicia social. De esta manera ganan una legitimación social y política sustantiva.
Sin duda, esto también implica un viraje sustancial, ya que en el pasado la izquierda sudamericana criticaba duramente las economías de enclave extractivistas. Ahora las defiende como un componente indispensable para el desarrollo y el combate contra la pobreza. Es más, afirma que el Estado progresista será más eficiente e intensivo en ese aprovechamiento, y se acopla un discurso modernizador que alaba el éxito empresarial y comercial y el uso de innovaciones científico-técnicas y anuncia beneficios para toda la sociedad, especialmente los relacionados con el acceso al consumo material. De esta manera, se reconstruyen con otros componentes y distintas articulaciones las ideas tradicionales del desarrollismo sudamericano basado en el progreso y en la apropiación intensa de la naturaleza.
La impronta es tan fuerte que por momentos se instala un talante «extractivista» que se expande a otros sectores y tiñe los modos de concebir y organizar las economías. En efecto, prevalecen encadenamientos productivos muy cortos (incluyendo la fase de extracción y elaboración primaria de las materias primas, allí donde sea necesario), estructurados en especial como redes logísticas transnacionalizadas y flexibles. Su atención no se enfoca necesariamente en la propiedad de los recursos, sino en asegurarse la capacidad de controlar la extracción y comercialización; son mediadores en la apropiación de la naturaleza, y esos recursos pueden estar en control estatal, privado o mixto. Además, distintas empresas están comenzando a aceptar que deberán ceder parte de su renta para poder asegurarse acceso a los recursos y estabilidad en sus inversiones, y obtener protección estatal frente a los conflictos socioambientales.
Este talante extractivista no implica que se trate de un discurso conservador, sino que apunta al cambio y el futuro; no reniega del Estado, sino que lo necesita. A su vez se ajusta a la actual fase de la globalización, apelando a la flexibilización y la logística del transporte y la comercialización. Pero está desinteresado por otros aspectos, como puede ser una diversificación de las economías nacionales y su base en manufacturas o servicios, o bien considera que eso solo puede encararse en un futuro. Cuestiones como una transición del limitado fordismo sudamericano a un posfordismo no son relevantes, ya que es un estilo que no se organiza desde el empleo sino desde el acceso a los recursos naturales. Por estas razones, su dimensión en la ecología política se vuelve clave. El neoextractivismo es una postura defendida no solo por el progresismo, sino también por amplios sectores de la sociedad. Es más, puede afirmarse que es la expresión adoptada en el siglo XXI por la vieja cultura sudamericana de concebirse como región dueña de enormes riquezas ecológicas que deben ser intensamente aprovechadas.
Contradicciones, equilibrios y Estado compensador
El Estado sudamericano se ajusta al estilo de desarrollo de talante extractivista y a la vez lo reproduce. El éxito actual de los gobiernos, y en particular sus posturas optimistas frente a la crisis, solo son posibles en la medida que se mantenga el flujo de exportaciones de materias primas, sus altos precios y la atracción de inversiones. A su vez, hay una particular ecología política de concebir los recursos de la naturaleza y el desarrollo, que determina la marcha del Estado.
Por un lado, el Estado contemporáneo libera y apoya dinámicas propias de una economía capitalista, permitiendo una intensa apropiación de la naturaleza; pero por otro lado, intenta regular e intervenir esos ámbitos mercantiles. En efecto, todos los gobiernos progresistas proclaman que su objetivo en el área económica es lograr crecimiento, lo que sería indispensable para generar empleo, captar renta para poder financiarse, etc. Por lo tanto, este Estado liberaliza y protege dinámicas propias del capitalismo contemporáneo, y se abstiene de intervenir cuando se ponen en riesgo esos procesos de acumulación. La promoción se hace con diferentes grados de apoyo y participación, que van desde cobertura jurídica hasta subsidios de diverso tipo; el aliento y protección al ingreso de inversiones, y hasta en algunos casos directamente el desarrollo de la actividad por medio de empresas nacionales.
Posiblemente el Brasil de Lula y Rousseff sea el mejor ejemplo de esta nueva configuración, en la que el Estado ha asistido con enormes volúmenes de dinero a empresas exportadoras y ha contribuido a la transnacionalización de un pequeño grupo de grandes corporaciones (tales como JBS-FriBoi en ganadería y carnes, Odebrecht en construcción, Vale en minería, etc.). Por ejemplo, el plan agrícola 2011-2012 lanzado por Rousseff contempla asistencias financieras por unos US$ 67.000 millones. En otros países, las capacidades de asistencia directa son mucho menores y los sectores involucrados son distintos, pero la vocación es esencialmente la misma. Se debe advertir que, por estas y otras vías, el Estado progresista es funcional a este capitalismo que descansa en la apropiación de recursos naturales para volcarlos a la globalización.
Pero, por otro lado, ese Estado también debe intervenir en el mercado y en los procesos de acumulación, por medio de instrumentos tanto económicos como no económicos, de manera de captar parte de la renta, impedir los efectos más negativos del capitalismo, intentar diversas acciones para elevar el bienestar de la población y combatir la pobreza, etc. Apunta en ese sentido para poder actuar en el campo de la justicia social (un elemento clave para poder sostener sus autodefiniciones de izquierda), a la vez que intenta algunas medidas de compensación social y ambiental. También hace esto por razones más mundanas, como reproducir la adhesión ciudadana electoral. Las intervenciones más enérgicas se observan en Venezuela, mientras que son menores en Ecuador y Bolivia, y bastante moderadas en países como Brasil o Uruguay.De esta manera, en un sentido el Estado cede ante el capital, y en otro sentido trata de contenerlo, con lo cual se generan diversas tensiones. Si bien algunas de estas contradicciones recuerdan las alertas ya clásicas señaladas por Claus Offe8, su análisis enfocado en los países industrializados no puede trasplantarse a la realidad sudamericana actual. En varios países regidos por gobiernos progresistas no existe un Estado de Bienestar análogo al europeo, y naciones como Argentina, Chile o Uruguay, que se acercan a esas condiciones, de todas maneras muestran diferencias sustanciales. El neoextractivismo tampoco se estructura como una mediación para generar un Estado de Bienestar socialdemócrata à la sudamericana.
Si bien esas aproximaciones corresponden a diferentes contextos o a momentos históricos pasados, reconociendo esos aportes (así como otros, en especial el de Bob Jessop9), es posible examinar algunas tensiones presentes en el Estado progresista actual y, en particular, aquellas relevantes para una ecología política del extractivismo.
En primer lugar, se pueden mencionar las regulaciones que brindan instrumentos supuestamente objetivos, e independientes, por los cuales se otorgan o rechazan concesiones al capital. Es un intento de ofrecer medidas despolitizadas que logren evitar conflictos en la arena política. Se pueden mencionar como ejemplos los sistemas que otorgan beneficios fiscales a las inversiones o las exigencias en las evaluaciones de impacto ambiental. Sin embargo, ese tipo de instrumentos tiene limitada efectividad en Sudamérica por insuficiencias en formas y fiscalización, y por la debilidad del entramado jurídico.
En segundo lugar, cuando el Estado no puede imponer regulaciones supuestamente neutras y objetivas, entonces concede en un sentido o en otro, de acuerdo con las presiones sociales o con su interés en apaciguar las demandas, lograr apoyos o cumplir metas económicas. Como esto sucede en el contexto de democracias delegativas, en muchos casos termina siendo asunto de los presidentes. Por ejemplo, el gobierno de Morales intenta por todos lo medios no ceder a los reclamos de grupos indígenas del Oriente boliviano, pero acepta con mayor rapidez las demandas de la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) de El Alto, una organización mucho más poderosa y numerosa, es decir, con mayor capacidad de presión. La administración de Cristina Férnandez de Kirchner, por su parte, decidió vetar una original ley de protección de glaciares –que luego fue ratificada por el Congreso–, inclinándose por la minería de oro en lugar de contemplar las demandas de los movimientos ambientalistas.
En tercer lugar, el Estado puede simplemente ignorar o enquistar las demandas y los conflictos, o incluso rechazarlos. Esto es común frente al extractivismo, ya que muchos reclamos parten de grupos ciudadanos numéricamente pequeños, como comunidades campesinas o indígenas, que no generan presión política suficiente ni significan un riesgo electoral, y además reciben poca atención en los centros urbanos por estar localizados en sitios remotos. Ejemplos de esta situación son las posturas de minimizar los impactos ambientales de las grandes represas amazónicas sostenidas por Lula, o la condescendencia irónica de Mujica con los ecologistas.
En cuarto lugar, se encuentra la distribución de recursos fiscales. La medida más popular que aplican los gobiernos progresistas son las llamadas «transferencias condicionadas», pagos de dinero focalizados en los grupos más empobrecidos o de riesgo (posiblemente el más conocido es la Bolsa Familia que reciben más de cinco millones de familias en Brasil). Es por lo tanto una compensación económica, con fines redistributivos. Estos programas han contribuido a los recientes éxitos en reducir la pobreza y la marginación en casi todos los países del bloque progresista. Son instrumentos simples y directos que pueden alcanzar una enorme cobertura (por ejemplo, según datos de la Cepal, reciben ayudas de este tipo 37,1% de la población ecuatoriana, 26% de la brasileña y 18,6% de la boliviana). Pero, además, estas políticas refuerzan la figura presidencial y logran claros réditos electorales.
Estos programas (como los bonos en Bolivia) pueden financiarse en buena medida gracias a los altos precios de los commodities exportados. Y ello genera a su turno un fuerte incentivo para promover nuevos proyectos extractivistas. Surge así un círculo vicioso: los planes contra la pobreza requieren de nuevos proyectos extractivistas, y estos a su vez generan nuevos impactos sociales y ambientales, que requerirán de futuras compensaciones.Es importante insistir en el valor simbólico de estos programas y en el papel que desempeñan en la defensa del nuevo extractivismo. De allí parten las advertencias gubernamentales que tipifican los reclamos sociales y ambientales como trabas a la inversión, el crecimiento económico o el desarrollo. Pero, a su vez, esas respuestas no solucionan la reproducción de los conflictos socioambientales: estos siguen su marcha y en varios casos se recrudecen.
De ese modo, el Estado progresista busca lograr delicados equilibrios entre sus concesiones al capital y la necesidad de regularlo, entre alentar el extractivismo y amortiguar sus impactos sociales, y así sucesivamente. Buena parte de los instrumentos que le permiten manejar esas tensiones tienen una limitada efectividad. Los controles y la fiscalización siguen siendo débiles, pero las compensaciones económicas se vuelven más visibles y exitosas, y a partir de eso se cosecha legitimidad social y política. No obstante, las compensaciones no resuelven problemas de fondo, como generación del empleo o diversificación productiva, y entonces el Estado siempre está enfrentando nuevas tensiones que obligan a renovar el equilibrio. Un horizonte multidimensional del bienestar queda drásticamente reducido (sea en una versión clásica de inspiración europea o incluso en las ideas sudamericanas actuales del «buen vivir»). Por lo tanto, por ahora no prevalece un camino hacia un Estado de Bienestar.
En cambio, se conforma lo que podría llamarse un «Estado compensador», cuyo elemento clave son los equilibrios, para los que se utilizan varios instrumentos, entre los que se destacan las compensaciones económicas. Son equilibrios dinámicos, también inestables e incluso riesgosos, ya que buena parte de los ingresos dependen de flujos de exportación de materias primas cuyo precio o demanda esos gobiernos no controlan. En algunos casos el equilibrio se rompe, y el Estado debe recomponer las relaciones bajo nuevas condiciones o incluso debe apelar a una relegitimación por medios plebiscitarios (como ha hecho recientemente Rafael Correa en Ecuador).
Si bien en esta dinámica la captación de la renta extractivista es importante, el «Estado compensador» se diferencia en varios aspectos del Estado rentista clásico. Este último ha sido descripto para regímenes autoritarios o totalitarios, con fuerte sesgo patrimonial, bajo un extractivismo transnacionalizado y elites locales que capturan parte de esa renta en ausencia de esquemas sustantivos de redistribución10. Buena parte de estas características no se aplican a los gobiernos progresistas en tanto son democracias, despliegan mecanismos de redistribución, intentan fortalecer el Estado, etc., aunque es cierto que, sobre todo en el caso venezolano, pueden existir algunos atributos rentistas.
Este «Estado compensador» también es diferente de la condición manejada en Europa (antes de la crisis global) sobre una posible transición al posfordismo, o de un Estado enfocado en el trabajo de tipo schumpeteriano (el Schumpeterian workfare state de Jessop11). En cambio, en América del Sur persisten estructuras económicas muy heterogéneas, que van desde el campesinado hasta algunos conglomerados industriales. Si bien el estilo extractivista busca un salto «modernizador» hacia la globalización, de todos modos sigue atado a las materias primas y alejado de la industrialización. Fernando Coronil apunta en la dirección correcta al señalar que, allí donde los ingresos dependen de la mercantilización de la naturaleza, la captura de la renta condiciona la organización de las actividades económicas y del Estado12.
Estas ideas de un bienestar anclado en la compensación económica gozan de buena salud y legitiman el estilo extractivista. Los apoyos tienen múltiples orígenes: unos provienen de los que defienden el llamado a la justicia social propio de la izquierda; otros son sectores conservadores y grupos empresariales que apuestan al crecimiento económico y las exportaciones. Una importante legitimidad adicional se obtiene desde algunos movimientos sociales, como sindicatos de los sectores minero o petrolero (como sucede en Argentina, Brasil, Bolivia y Venezuela). En Brasil se registra una mayor adhesión, ya que hay centrales sindicales que invierten sus fondos de pensión en grandes empresas extractivistas.
Paralelamente, existen amplios sectores sociales que se contentan con un Estado compensatorio y que dejan de reclamar o presionar por avances en otros frentes, como la educación o la salud. Esto es comprensible, ya que muchos grupos sufrieron duras crisis sociales y económicas durante los años neoliberales, y actualmente disfrutan de mejoras reales. Pero tampoco puede descartarse que allí se expresen, en parte, residuos del cambio cultural generado en la impronta neoliberal, que fortaleció el privatismo y el individualismo económico. No es un hecho menor que los esquemas de bonos como pagos de dinero sean también funcionales a esa racionalidad economicista.
Finalmente, tal como ya se comentó, existe en América del Sur una antigua herencia cultural basada en la explotación de la naturaleza, que entiende el territorio como repleto de riquezas. Allí está anclado el mito de un «Estado mágico» que tan solo debe extraer esas riquezas para sostener el crecimiento económico13.
Capitalismo benévolo y opciones de desarrollo
El extractivismo y el Estado compensatorio necesariamente implican que el progresismo acepta el capitalismo y que considera que sus impactos negativos pueden ser rectificados o amortiguados. La pretensión de una compensación posible se hace funcional a ese capitalismo, y las opciones de transformaciones sustanciales quedan acotadas o bien se ensayan en terrenos que no ponen en riesgo ni los procesos de acumulación ni la inserción global. Existen diferentes posturas en ese marco, ya que mientras el gobierno de Chávez exhibe una retórica anticapitalista y explora alternativas en la producción y la integración regional, sigue dependiente de un estilo primarizado y globalizado. En cambio, los gobiernos de Lula o Mujica han dejado muy en claro que su campo de acción está dentro del capitalismo y que solo se puede discutir cómo se redistribuyen los excedentes que capta el Estado. Por ejemplo, Mujica sostiene repetidamente, con toda sinceridad, que no se puede discutir si captar o no la inversión extranjera, sino que lo único debatible es cómo utilizar las ganancias que esta puede dejarle al país.
Por lo tanto, la imagen que se defiende es la de un capitalismo benévolo. Se reconocen sus imperfecciones y se sostiene que el Estado las podrá reducir, amortiguar o compensar. Pero, tal como se indicó más arriba, esto reduce el campo de la justicia y las opciones de crear un Estado de Bienestar universalista. La compensación progresista por momentos se asemeja más a la caridad y la beneficencia que a una verdadera política social. Atiende más el pago de bonos, pero no logra resolver problemas en otras áreas, como la educativa o sanitaria. Incluso se acerca, en algunos países, a una economía social-cristiana defensora de la asistencia social a los desamparados.
También existen efectos en las propuestas sobre el desarrollo. Los llamados a una estrategia «nacional y popular» –para usar la terminología empleada actualmente en Argentina– repiten la apelación al protagonismo estatal y a una mayor captación de excedentes, pero no cuestionan, por ejemplo, la racionalidad del extractivismo. Esto desemboca en que se reclama nacionalizar el petróleo, pero no se aborda la liberalización del sector minero y su transnacionalización. Las rupturas o asociaciones con grupos empresariales no dependen tanto de los sectores involucrados o del estilo de desarrollo que expresan, sino de condiciones vinculadas al ejercicio del poder político partidario o a las potenciales capturas de renta. En Brasil, las propuestas del «nuevo desarrollismo» son mucho más detalladas14. Se postula un regreso del Estado en varios frentes, pero con toda claridad se indica que es una estrategia capitalista, liberal y funcional al mercado. No se pone en cuestión el crecimiento como objetivo, ni el extractivismo como medio.
Sin duda, el nuevo desarrollismo o el «nac & pop» argentino preferirían priorizar la industrialización. Pero el problema es que, dados los altos precios de los commodities, la tentación es tan grande que sucumben a ella. Sorpresivamente esto también se encuentra en la Cepal, que ha abandonado sus viejos reclamos de diversificación productiva y ahora sostiene que los gobiernos deben aprovechar la bonanza de las materias primas.
Este sesgo hacia las reformas compensatorias hace que la izquierda deba enfrentar el costo de perder confianza intelectual, claridad ideológica o sus identidades definidas, para decirlo en palabras de Panizza15. Las nuevas opciones aparecen, por lo tanto, más allá del campo convencional del desarrollo. Un buen ejemplo son las actuales discusiones en los países andinos sobre el «buen vivir» como alternativa a la idea misma de desarrollo, que se colocan en una frontera tanto poscapitalista como postsocialista.
Las posibilidades y los límites del Estado compensatorio
No cabe duda de que los gobiernos progresistas sudamericanos han generado cambios sustanciales. Detuvieron la ola neoliberal, recuperaron el Estado y se han mantenido en un marco democrático. Han permitido recobrar protagonismo político a sectores marginados, mejoraron las condiciones de vida de millones de personas y buscan encauzar una integración regional. Pero también es cierto que el enorme protagonismo que han ido tomando el extractivismo y las medidas de compensación monetaria están encontrando sus límites, y las capacidades que tienen de legitimación política y apaciguamiento social son ahora más limitadas. En varios casos esto se debe a los agudos impactos del extractivismo: esos efectos alcanzan tal envergadura que ya no existen compensaciones económicas aceptables para las comunidades locales. O bien, esos impactos afectan dimensiones no mercantiles que las poblaciones locales consideran innegociables. El extractivismo está chocando contra límites democráticos, sociales, culturales y ambientales en varios países, lo que desencadena una protesta ciudadana creciente.
En este marco, se pueden señalar algunas tensiones. En primer lugar, el énfasis otorgado a las transferencias monetarias como un sinónimo de justicia social reduce el amplio y diverso campo de la justicia a una dimensión (justicia económica redistributiva) y, dentro de esta, a un instrumento (pagos en dinero). La justicia se encoge y otras dimensiones, tales como las que involucran aspectos de la política, la representación y participación, o el ambiente, se minimizan o son desatendidas. Por ejemplo, las demandas originadas en la justicia ambiental son ignoradas o rechazadas por los gobiernos progresistas. Pero para los gobiernos de izquierda, la acusación de desatender la justicia es seria y tiene repercusiones políticas importantes, y eso explica en algunos casos las virulentas respuestas gubernamentales contra ambientalistas, indígenas y otros nuevos movimientos sociales.
En segundo lugar, muchos debates pasan a centrarse únicamente en reclamos alrededor de las compensaciones económicas (cuál es su valor, quiénes serán sus beneficiarios, quiénes serán los intermediarios, etc.). A su vez, se intenta adjudicar un valor económico a casi todo, y esa mercantilización corre el riesgo de asemejarse a la mirada neoliberal. Por factores de este tipo, así como por los indicados más arriba, un Estado compensador no asegura construir un régimen de bienestar de tipo socialdemócrata (al menos en el sentido de Gøsta Esping-Andersen16).En tercer lugar, los gobiernos progresistas edifican barreras de contención para evitar imponer nuevas regulaciones al capital que pudieran limitar su crecimiento económico, y con ello sus capacidades de lograr equilibrios por compensación. Por ejemplo, se evitan los mecanismos de consulta y participación ciudadana independiente, en tanto los políticos de izquierda muchas veces sostienen que ya conocen lo que el «pueblo» desea (ya que ellos provienen de ese pueblo, como repiten por ejemplo Lula, Morales o Mujica). En otros casos se apela al pragmatismo, y en su nombre se anula la exploración de alternativas. Ser pragmático antes era uno de los males del neoliberalismo, pero hoy sería una virtud. Finalmente, se redefine el consenso como «lo que la mayoría quiere», y se lo usa como justificación de las concesiones otorgadas al capital. Este tipo de respuestas deja al progresismo casi sin proyecto político de transformación, y por ello se corre el riesgo de que el giro a la izquierda se detenga.
En cuarto lugar, existen situaciones en las que el Estado no acepta demandas que se expresan en dimensiones no económicas, tales como los valores culturales, religiosos o ecológicos de un sitio. Si las reconociera, debería aplicar restricciones que volverían inviables muchos emprendimientos extractivistas. Pero en varios casos pareciera que ni siquiera las entiende y por lo tanto las interpreta de la única manera en que sabe hacerlo: como una disputa por el poder. El ejemplo más notable ha tenido lugar en agosto y octubre de 2011, en Bolivia, con los reclamos y la marcha indígena en defensa de uno de sus territorios, que fueron rechazados por el gobierno de Morales por ser una manifestación «política». El gobierno no responde a los argumentos sociales, económicos y ambientales de los indígenas de las zonas tropicales, sino que los rechaza en tanto ponen en cuestión los planes de desarrollo extractivista de la zona. Aquí la clave es que, entre las impugnaciones utilizadas, se decía que esos argumentos eran «políticos» y solamente eso, cargando el adjetivo de un sentido negativo intenso. Esta es una dinámica que despolitiza a la sociedad, y con ello el progresismo cancela su propia reproducción.
También operan factores en sentido contrario. Por ejemplo, algunos sectores sociales, a pesar de no resultar directamente afectados por el extractivismo, están cambiando sus percepciones. Así como ya se indicó sobre la permanencia de elementos propios de la herencia neoliberal en el individualismo ciudadano o la legitimación obtenida desde algunas centrales sindicales, también existen amplios sectores sociales que rechazan esas posturas y apuestan a valores de solidaridad y protección de la naturaleza, y a partir de eso rechazan el extractivismo. Estos cambios son análogos a aquellos que hace pocos años desembocaron en la elección de los gobiernos progresistas. Existen amplias reservas de movilización social en escenarios políticos que siguen evolucionando a rápidos ritmos y con mucha intensidad.
Finalmente, sin dudas el Estado progresista tiene la voluntad de desempeñar un papel activo y acabar con la pobreza. Pero también debe reconocer que muchas de sus medidas son ahora dependientes de una particular circunstancia global, lo que lo hace muy frágil ante los cambios internacionales. Insistir en una ruta extractivista aumenta su dependencia comercial e incrementa los riesgos. Por ello, es necesario retomar el debate y la reflexión sobre cuestiones como las autonomías nacionales y continentales, otro viejo tema de la izquierda que no puede ser olvidado.
- 1. Eduardo Gudynas: investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (claes), Montevideo. Es analista en temas de desarrollo sostenible. Su último libro es la colección de ensayos Transiciones. Post extractivismo y alternativas al extractivismo en Perú (en coautoría con Alejandra Alayza; Cepes / Redge, Lima, 2011).Palabras claves: extractivismo, Estado compensador, progresismo, ambiente, desarrollo, América del Sur. 1. Guillermo O’Donnell: El Estado burocrático-autoritario, Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1996.
- 2. V. Cepal: Anuario estadístico de América Latina y el Caribe 2011, Naciones Unidas, Santiago de Chile, 2011.
- 3. Aquí se acepta la autodefinición de «izquierda» o «progresista» expresada por los propios gobiernos sin evaluar su pertinencia. En este conjunto se incluyen las administraciones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina; Evo Morales en Bolivia; Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil; Rafael Correa en Ecuador; Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay; y Hugo Chávez en Venezuela. En algunos casos se integran las pasadas administraciones de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, y la de Fernando Lugo en Paraguay, mientras que seguramente se deberá sumar a Ollanta Humala de Perú.
- 4. Francisco Panizza: «Unarmed Utopia Revisited: The Resurgence of Left-of-Centre Politics in Latin America» en Political Studies Nº 53, 2005, pp. 716-734.
- 5. Todos los datos basados en indicadores de Cepal.
- 6. Datos del Instituto Brasileño de Minería, www.ibram.org.br.
- 7. E. Gudynas: «Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo. Contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano actual» en aavv: Extractivismo, política y sociedad, caap / claes, Quito, 2009.
- 8. Contradictions of the Welfare State, mit Press, Cambridge, 1984.
- 9. The Future of the Capitalist State, Polity, Cambridge, 2002.
- 10. V. por ejemplo Kenneth Omeje: «Extractive Economies and Conflicts in the Global South: Re-Engaging Rentier Theory and Politics» en K. Omeje (ed.): Extractive Economies and Conflicts in the Global South, Ashgate, Londres, 2008.
- 11. Ob. cit.
- 12. El Estado mágico. Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela, Universidad Central de Venezuela / Nueva Sociedad, Caracas, 2002.
- 13. F. Coronil: ob. cit.
- 14. V., por ejemplo, Luiz Carlos Bresser Pereira: Macroeconomia da Estagnação, Editora 34, San Pablo, 2007.
- 15. Ob. cit.
- 16. Fundamentos sociales de las economías postindustriales, Ariel, Barcelona, 2000.