Opinión
abril 2021

¿Encarna el papa Francisco una nueva utopía cristiana?

El papado de Francisco sigue generando intensos debates. Aunque es combatido por sectores tradicionalistas de la Iglesia Católica, muchos actores progresistas lo reconocen como parte de un nuevo paradigma transformador. ¿Cuáles son las contradicciones y los debates que impone a las izquierdas el papa argentino?

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En el plano internacional, el papado de Francisco sigue generando intensos debates. Para los sectores tradicionalistas de la Iglesia Católica y algunas de las expresiones más radicalizadas de las derechas globales se trata, lisa y llanamente, de un izquierdista, incluso de un comunista. Esta afirmación, aunque en términos más moderados, ha sido abonada también por diferentes medios de comunicación vinculados al establishment de las finanzas mundiales, como The Wall Street Journal y por intelectuales de diferente posicionamiento ideológico. Por ejemplo, para el filósofo italiano Gianni Vattimo –católico y comunista– solo el papa podría liderar en nuestros días una revolución en un mundo posmoderno carente de utopías.

 En el arco del heterogéneo mundo de las izquierdas, sus declaraciones generan diversas reacciones. Mientras que para buena parte de los movimientos populares de América Latina –como para algunos referentes de la "nueva izquierda" europea, tal el caso de Podemos en España– las declaraciones de Francisco son a menudo motivo de celebración, las izquierdas tradicionales desconfían del pontífice y, sobre todo, cuestionan la supuesta radicalidad de sus posicionamientos políticos e ideológicos. En Argentina, su país de origen, este debate se entrecruza con la discusión más local sobre la supuesta adscripción del papa al peronismo, lo que lo ubica en uno de los lados de la famosa «grieta política» y genera un rechazo entre quienes adhieren a la centroderecha y se ubican en posiciones antiperonistas. Además, las posiciones de la Iglesia Católica sobre el aborto –que fue finalmente aprobado en Argentina— provocaron intensos debates entre las izquierdas y los movimientos sociales, incluso en aquellos con posturas cercanas a las del Pontífice.

 ¿Qué hay de cierto en todo esto? ¿Es Francisco un papa de izquierda o peronista? ¿Qué dicen en concreto sus encíclicas? ¿Qué tan radical es su crítica al neoliberalismo y al funcionamiento del capitalismo en su etapa globalizada? ¿Qué propone? ¿Se desprende de sus documentos y declaraciones alguna forma de utopía católica renovada? ¿Cuál es el proyecto de Francisco para el catolicismo de las próximas décadas?

Continuidades y contextos

El papa Francisco abreva en al menos dos tradiciones de pensamiento en el interior de la Iglesia: el catolicismo social que surge en la Europa del siglo XIX y se desarrolla en las primeras décadas del XX, y variantes particulares de las «teologías liberacionistas» de las décadas de 1960 y 1970. Sus posiciones han sido influenciadas por la vertiente argentina conocida como Teología del Pueblo, que reivindica la cultura popular y a la clases populares como diques de contención a una globalización de corte neoliberal.

 En muchos aspectos, estas tradiciones comparten un mismo gran adversario: el liberalismo. Para el pensamiento social católico, el liberalismo destruye los vínculos comunitarios, erosiona los lazos sociales y debilita los cuerpos y entidades que, se supone, deben conformar la trama orgánica de una sociedad «sana», compuesta de pequeñas comunidades, municipios, familias, profesiones, gremios, sindicatos, asociaciones.

 El socialismo, el anarquismo y el comunismo, los enemigos más temibles de la Iglesia Católica a lo largo del siglo XX, son el resultado, según este marco interpretativo, de la disolución de los vínculos comunitarios. En este sentido, si bien la crítica al liberalismo no tiene nada de nuevo en la historia de la Iglesia, el contexto político global en el que Francisco recupera dichas ideas es muy diferente. Mientras a principios del siglo XX estas formulaciones buscaban en buena medida contener el avance del socialismo y el comunismo, en nuestros días, ante unas izquierdas revolucionarias con escasa relevancia política y un mundo en el que las ideas neoliberales todavía resultan hegemónicas, sus argumentos adquieren políticamente otros sentidos. Lejos de constituir un discurso de orden en favor del statu quo, las ideas socialcristianas son, al día de hoy, casi lo contrario. Una verdadera piedra en el zapato del establishment global que suele descalificarlas apelando a la palabra mágica de nuestro tiempo: populismo.

 ¿Un futuro anticapitalista?

En la reciente encíclica de Francisco, Fratelli Tutti –en continuidad con Laudato si´– se hacen evidentes otras influencias y algunas propuestas que, en cierto modo, rompen amarras con el catolicismo social para dar pasos en un sentido más «anticapitalista». Por un lado, sobresale la relativización de la propiedad privada –considerada como un derecho natural pero de segundo orden– y por tanto sometido al bien común y a los intereses de la comunidad. Aunque la idea en sí no es nueva y tiene un largo desarrollo en la teología católica, la forma clara en que este principio se pone de manifiesto en la encíclica y más aún en el contexto actual no puede pasarse por alto. Francisco cita a San Juan Crisóstomo cuando señala que «no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida» y a San Gregorio Magno cuando dice que «cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo».

Por otro lado, si bien se mantiene la idea de una armonía posible y deseable entre trabajadores y empresarios, la encíclica plantea al mismo tiempo que, en el largo plazo, esa estrategia no es una solución de fondo. En varios pasajes de Fratelli Tutti, lo que se alienta no es ya la conciliación de clases del catolicismo social de antaño sino, más bien, su progresiva dilución para avanzar hacia nuevas formas de producir, trabajar y convivir. El objetivo último que también abrigaba, cabe recordarlo, la utopía comunista.

Hay en esos pasajes mucho del pensamiento de Louis-Joseph Lebret y del movimiento «humanismo y economía», muy influyente en  encíclica tal vez más radical del catolicismo contemporáneo: Populorum Porgressio, de 1967. En esta dirección, hay un acercamiento pero al mismo tiempo un apartamiento del catolicismo social y de sus derivados como el paradigma keynesiano y el Estado de Bienestar.

En las condiciones actuales, Francisco no deja por ello de apoyar tácticamente las políticas a favor de las tres T (Tierra, Techo y Trabajo) y aquellas que alientan un capitalismo de rostro «más humano». Un nuevo Green New Deal [nuevo pacto verde], en los términos de la izquierda demócrata en Estados Unidos. Al mismo tiempo, la encíclica plantea una idea de futuro diferente e insiste en que no alcanza con volver a la economía de consumo y redistribución de los «años dorados» del capitalismo. Por el contrario, hay en Francisco una preocupación por ofrecer una idea de futuro alternativo basado en la reconstrucción de la sociedad y la economía con otras coordenadas en las que se oyen ecos tanto del decrecimiento en materia económica, como una fuerte reivindicación de las lógicas comunitarias y cooperativas a la hora de organizar el trabajo. De esta manera, la encíclica pone indirectamente en duda la necesidad a mediano plazo de una clase empresarial y por ende la existencia mismas de las relaciones de dominación capitalistas, en beneficio de formas autogestivas de trabajo, producción y distribución.

El apoyo papal a los movimientos de la economía popular en América Latina van precisamente en esa línea y empalman, además, con su preocupación por la problemática ambiental. Lo dice con claridad: «El derecho de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima de los derechos de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres, ni tampoco del respeto al medio ambiente», puesto que «quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos». No estoy seguro que esto alcance para formular una nueva utopía política católica capaz de relanzar a la mermada grey de la Iglesia a nivel global, pero está claro que esa es la apuesta de Francisco. Dar forma a un futuro alternativo de base reformista pero de contenido más radical.

Por todo ello, el horizonte utópico que pretende trazar Francisco, más allá de sus zonas grises, no deja de hacer ruido político en un momento en que, como argumenta Alejandro Galliano, solo el capitalismo puede soñar mientras las izquierdas parecen quedar atrapadas en retóricas defensivas discursos críticos ciertamente estandarizados, a fin de cuentas, políticamente poco efectivos.

Una igualdad trascendente

El telón de fondo de estas ideas –comunitarismo, cooperativismo, movimientos sociales, economía popular– a través de la cuales Francisco intentar dar forma a una utopía cristiana en los bordes del capitalismo, es la reivindicación de un fundamento trascendente para las ideas de igualdad y fraternidad. No pasa desapercibido que el papa pretende colocar al catolicismo como una fuerza capaz de aglutinar a diferentes voces antineoliberales a lo largo y a lo ancho del mundo.

No es un dato menor que su última encíclica se dirija a todos los hombres y mujeres de buena voluntad y no ya a los católicos solamente. Tampoco lo es el acercamiento ecuménico a las grandes religiones del Libro –como se vio en su reciente visita a Irak– ni su progresivo giro hacia Asia.

Esta es la primera vez desde la década de 1930 que las encíclicas no condenan al comunismo. Si bien podría suponerse que dicha postura se relaciona con su marginalidad en nuestros días, en varias entrevistas el propio Francisco se muestra ciertamente moderado en sus críticas. Ante la pregunta sobre su supuesto izquierdismo, suele señalar que él no es comunista sino que, en todo caso, son los comunistas quienes se inspiran en las ideas de fraternidad e igualdad del cristianismo, aunque con errores. El principal de ellos el haber rechazado el fundamento religioso de la idea de igualdad para intentar reemplazarlo infructuosamente por argumentos científicos y postulados sociológicos. En este sentido, Fratelli Tutti puede leerse como una historia del «fracaso» de las izquierdas en el siglo XX y la constatación de que sin una idea de Dios –o de algún jugador externo– no hay forma de defender con éxito los principios de libertad, igualdad y fraternidad ante el avance y evolución del capitalismo global. Solo la «conciencia de hijos de Dios», argumenta Francisco, puede asegurar la fraternidad, porque «la razón, por sí sola [...] no consigue fundar la hermandad». Si no se reconoce alguna forma de verdad trascendente triunfa la fuerza del poder, ¿por qué la igualdad sería un valor en sí mismo y debería defenderse sobre la creciente desigualdad? ¿Por qué la libertad resultaría preferible a la opresión o a la esclavitud? Si no hay un árbitro externo que fije reglas de juego y principios éticos universales, argumenta el papa, ¿por qué razones quienes pueden hacerlo y cuentan con los recursos para ello no someterían a los demás?

En una suerte de inversión del rol jugado por la Iglesia de principios del siglo XX, el dios que pretende traer de nuevo a escena Francisco no es el de antaño, preocupado por detener al comunismo y frenar las posibles revoluciones socialistas, sino un dios que, al revés, se presenta como la última esperanza en la lucha política por la igualdad y la fraternidad. Una lucha que, como ilustra la parábola del buen samaritano –de hecho, el centro neurálgico de la encíclica–  no incluye solo a cristianos sino a gran parte de la humanidad.

La noción de pueblo

Las ideas de Francisco reconocen también diversas influencias que van desde los desarrollos de la llamada «izquierda humanista» y la filosofía marxista de la Escuela de Frankfurt hasta los aportes de la izquierda heiddegeriana. Nutriéndose de todas estas tradiciones y debates, Fratelli Tutti establece una conexión causal entre la crisis de los grandes relatos políticos y religiosos y la reproducción de la cultura del consumo y el descarte que, desde su punto de vista, estructura las subjetividades neoliberales a combatir. Frente a este desafío, como argumenta la teóloga Emilce Cuda, Francisco apuesta por resucitar la Teología del Pueblo argentina. De esa vertiente, que reconoce a su vez la influencia del peronismo como movimiento social y político, Francisco retoma el concepto de pueblo para pensar un modelo de sociedad no liberal y proponer una reivindicación de la cultura popular –entendida como el resultado sedimentario de la historia de una comunidad– a la manera de un anticuerpo para enfrentar los tentáculos de la hegemonía neoliberal. Una conclusión que comparte con las llamadas filosofías de la liberación y también, hasta cierto punto, con vertientes posmarxistas como la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.

Si bien sus posicionamientos le han valido numerosas críticas y el rótulo peyorativo de «papa populista», Fratelli Tutti subraya que la noción de pueblo que defiende es abierta y poliédrica, capaz de metabolizar cosas nuevas, de cambiar y de enriquecerse con los «otros», inmigrantes y refugiados. Una definición alejada de las formas de esencialismo cerrado que le atribuyen sus detractores y que eran habituales en los nacionalismos católicos que alimentaron diversos integrismos a lo largo del siglo XX. La encíclica lo señala con claridad: si bien «todavía hay quienes parecen sentirse alentados o al menos autorizados por su fe para sostener diversas formas de nacionalismos cerrados y violentos, actitudes xenófobas, desprecios e incluso maltratos hacia los que son diferentes. La fe, con el humanismo que encierra, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias, y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse».

Del cielo a la tierra

El catolicismo está muy lejos de ser una institución homogénea y disciplinada. Se trata, por el contrario, de una constelación de actores diversos, atravesados por ideologías, tendencias teológicas, espiritualidades y concepciones sociales y políticas diversas. Lo vemos todo el tiempo. Es, en definitiva, un campo donde sus participantes luchan y dirimen cotidianamente la definición de las fronteras y los contenidos del propio catolicismo. El papa juega en estas condiciones y está muy lejos de tener todas las cartas. Puede que ni siquiera tenga las mejores. Es cierto que la Iglesia contemporánea, a diferencia de la medieval o la colonial, constituye una institución mucho más centralizada y con una cierta capacidad de control en el marco del cual el papa puede accionar numerosos resortes. Esto se ve, por ejemplo, en el nombramiento de cardenales que, a su vez, serán determinantes en el próximo cónclave cuando Francisco muera o renuncie. Pero esto no debe hacernos perder de vista al menos dos cosas: primero, que su autoridad no deja de ser cuestionada o, lo que es más frecuente, desobedecida sin mayores consecuencias; segundo, que el papado es la cabeza de la Iglesia pero también, al mismo tiempo, apenas uno más de los actores que disputan espacios y poder en el mundo católico. Un actor trascendental, no hay dudas de ello, pero no necesariamente el más importante siempre ni siquiera en cuestiones dogmáticas. Desde ya, incapaz de imponer su voluntad a ese universos infinito de grupos, congregaciones, asociaciones, universidades y ONG que forman parte de las estructuras institucionales de la Iglesia o se reconocen católicas.

Las enormes dificultades que ha encontrada para reformar la curia romana o sanear el IOR –el banco vaticano– muestran que los sectores tradicionalistas –y diferentes grupos de poder– gozan de posiciones sólidas y difícilmente modificables. Por otro lado, las resistencias virulentas a cambios incluso moderados como la posibilidad de ordenar como sacerdotes a hombres casados para suplir la falta de clérigos en determinadas regiones o, recientemente, la oposición a que los sacerdotes bendigan las uniones civiles de parejas del mismo sexo demuestra que la apuesta de Francisco por difundir su horizonte utópico debe vencer resistencias de todo orden que vuelven ciertamente incierto su futuro. Los obstáculos parecen demasiados en las propias filas como para alcanzar su objetivo de hacer del catolicismo un jugador de peso entre los actores que a nivel global buscan una salida al capitalismo y a la globalización neoliberal. De todos modos, nada está dicho aún. A fines del siglo XIX, cuando la Iglesia parecía condenada a desaparecer, León XIII logró contra todos los pronósticos reinventarla con éxito. Francisco asume desafíos similares. La historia dirá si los cambios introducidos alcanzan para relanzarla de cara a los grandes desafíos de las próximas décadas.

 


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