Los monstruos de la razón
En diálogo con «El reino de este mundo» y «El siglo de las luces», de Alejo Carpentier
Nueva Sociedad 238 / Marzo - Abril 2012
Las novelas sobre dictadores, que suelen desbordarse hacia la literatura del poder, son parte de la producción clásica en América Latina. Aunque los revolucionarios –y luego gobernantes– del subcontinente se vistieron con los trajes de Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Franklin o Paine, bajo esos ropajes no tardó en asomar la cola del caudillo. Y así, como en \"El reino de este mundo\" esclavos devinieron dueños de esclavos y se pusieron las pelucas de sus viejos amos; las revoluciones libertarias devinieron en nuevas tiranías. Por eso, lo «real maravilloso» no es mera ficción: es una perspectiva más de nuestra historia... y de nuestro presente.
El poder ha sido una constante entre los temas fundamentales de la literatura latinoamericana gracias a sus invariables distorsiones a lo largo de la historia. Desde la conquista de la independencia en el siglo XIX, el poder se convierte en una anormalidad, y se establece una distancia insalvable entre lo que las nuevas constituciones de inspiración republicana mandan y lo que la realidad establece como suyo; el ideal, por una parte, que crea la ilusión del gobernante respetuoso del bien común y de las leyes, sujeto a un sistema en el que el contrapeso de poderes del Estado, independientes y armónicos, actúa como un freno a la tiranía; y, por el otro, el mundo real, donde reina el caudillo sujeto nada más al arbitrio de su voluntad, con lo que todo se convierte en una mentira, que es el alimento de la novela.
En el texto de nuestras constituciones fundadoras tocamos con las manos la utopía nunca resuelta. Gobiernos para el bien común, instituciones firmes y respetadas, sujeción de los gobernantes a las leyes, respeto a los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la justicia. Podemos leer esas constituciones como novelas, fruto de la imaginación. Nuestras mejores novelas. Intentamos la modernidad, pero no pudimos apropiarnos de los modelos que se nos proponían. Eran ropajes importados que quisimos cortar a nuestra medida, los mismos que vistieron Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Franklin, Paine; y bajo esos ropajes asomaba la cola del caudillo, que fue al principio un personaje amante de las luces de la Ilustración y luego volvió letra muerta la filosofía libertaria, como el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo del Paraguay.
La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se engendra la figura del caudillo, entre lo que deber ser y lo que realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea el asombro que primero se llama «real maravilloso» en tiempos de Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias, en la primera mitad del siglo XX, y luego «realismo mágico» en tiempos de Gabriel García Márquez, en la segunda mitad. «¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?»1, dice el mismo Carpentier, quien junto con Asturias aprendió a ver el mundo latinoamericano desde Francia en plena fiebre del surrealismo, en toda la ostentación de sus desajustes, distorsiones, exageraciones y excentricidades.
El reinado de lo arcaico sobrevive en sus esplendores caducos y la historia entrega de cuerpo entero a los dictadores a la novela, desde el doctor Francia, recreado por Augusto Roa Bastos en Yo el Supremo, o Manuel Estrada Cabrera de Guatemala, recreado por Miguel Ángel Asturias en El Señor Presidente, o las figuras eclécticas, compuestas por una suma de dictadores caribeños recreados por Alejo Carpentier en El recurso del método y por García Márquez en El otoño del patriarca, hasta la del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa. De este friso surge la ya clásica novela del dictador que cubre todo el siglo XX latinoamericano, un descubrimiento literario que no podemos dejar de atribuir a Ramón del Valle Inclán, el primero que convierte a un tirano latinoamericano en personaje excéntrico, el Tirano Banderas.
Pero, por otro lado, la anormalidad del poder no solo engendra al dictador que llega a convertirse en un fantasma acosado por la eternidad, como en El otoño del patriarca, sino que también altera y distorsiona la vida de los ciudadanos comunes y crea dramas familiares e individuales, miedo, corrupción, sumisión, cárcel, exilio, muerte. Esta es la segunda vertiente. Es cuando el poder, como una fuerza ciega, se introduce en el ámbito privado y lo saca de quicio para someterlo también a la anormalidad; es así como la historia pública es capaz de descoyuntar las vidas, quiéranlo o no los protagonistas, y alterar sus destinos. En este sentido, el poder es también materia de la novela, y no solo el poder político, también el poder de la desigualdad económica que provoca las emigraciones forzadas, y hoy en día, el poder del narcotráfico.
El novelista cubano Alejo Carpentier (1904-1980) se ocupa del dictador clásico en El recurso del método (1974), pero también nos enseña de manera descarnada la metamorfosis de los revolucionarios que se alzan contra la opresión, en lucha por la libertad, y una vez en el poder terminan convirtiéndose en lo que combatieron, como lo encontramos en El reino de este mundo (1949) y en El siglo de las luces (1962). Se trata de una vieja propuesta de la literatura, desde La comedia humana de Honoré de Balzac; los antiguos combatientes de las barricadas en la Revolución Francesa terminan convertidos en prósperos burgueses, dueños de bosques y viñedos, como si la ley de la historia fuera esa, que los ideales solo pueden subsistir en tiempos de lucha y empiezan fatalmente a revertirse pervertidos por el ejercicio del poder, que tiene sus propias reglas inflexibles; los sueños de la razón que siempre engendran monstruos.
Atraído por esa magia siniestra de la historia, que crea sus fantasmagorías desde lo real, Carpentier vuelve sus ojos hacia Haití para revivir en El reino de este mundo la figura de Henri Christophe, el esclavo liberto que luego se convierte en dueño de esclavos y que también es el personaje de la pieza Emperor Jones de Eugene O’Neill. Antiguo cocinero de una fonda en Cape Française, Christophe se alza en armas contra los colonizadores franceses junto con Toussaint-Louverture y Jean-Jacques Dessalines. Ha estallado una revolución en Francia que proclama la igualdad de todos los hombres y la abolición de la esclavitud, y es hora entonces de liberar a los esclavos negros que trabajan en los ingenios de azúcar, una de las fuentes de la riqueza de la metrópoli; y tras muchas vicisitudes, que pasan por la prisión y el destierro de Toussaint-Louverture, los alzados logran la derrota de las tropas de Napoleón comandadas por el general Leclerc, con lo que se establece en 1804 la primera república independiente de América, una república negra cuyo primer presidente es Dessalines. Por fin, de acuerdo con el libreto romántico de la historia, los esclavos negros son dueños de su propio destino y de la riqueza que generan. Una revolución de blancos en la lejana Europa ha producido una revolución de negros en el Caribe.
Pero luego llega la hora de Christophe, quien se corona emperador de Haití en 1806. Un emperador que, a diferencia de los fantoches de la dinastía de los zambos misquitos de Nicaragua, impuestos por la corona de Inglaterra, tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedra subido a lomo de sus súbditos encadenados, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa, con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos, una corte que quería ser más suntuosa que la que había seguido a Paulina Bonaparte, en el mismo Haití, por los salones de su propio palacio de Cape Français.
En nuestro mar cerrado del Caribe nació la imaginación más desbocada, porque los hechos eran desbocados. Es lo que deslumbra a Carpentier. ¿La realidad persigue a la imaginación o es la imaginación la que persigue a la realidad? A las ventanas del palacio de Sans Souci se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. Pero todos eran negros. Una corte de negros servida por esclavos negros. «Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones», narra Carpentier. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière.
¿Cuán real viene a ser lo maravilloso, y cuán maravilloso viene a ser lo real? Carpentier sabe que lo primero que habría de encandilar a los conquistadores españoles serían los contrastes y la inmensidad variada de un continente y de sus islas, que vieron con ojos fantasiosos. Demasiado fantasiosos. V.S. Naipaul, el gran escritor de Trinidad, nos dice en La pérdida de El Dorado que los europeos no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes. Son las fantasías que habría de heredar el cocinero Henri Cristophe, que mientras saca del agua hirviente un capón para desplumarlo, piensa en la opresión como esclavo e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio. Los conquistadores, antes de él, no hacían sino imaginar con delirio.
«Para empezar», dice Carpentier, «la sensación de lo maravilloso presupone una fe»2, y lo maravilloso comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. «Porque no es el hombre renacentista quien realiza el descubrimiento y la conquista, sino el hombre medieval», dice también3. No era la modernidad la que los europeos trajeron consigo, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. El Renacimiento no se trasplantó a Iberoamérica, sino la Contrarreforma. Un mundo nuevo que iba a moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que Miguel de Cervantes no tardaría en someter al juicio de las risas, volviéndolos risibles.
Aún en 1780, cuando las ideas de la Ilustración estallaban como fuegos pirotécnicos, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaron a la búsqueda de El Dorado, y «en días de la Revolución Francesa –¡vivan la Razón y el Ser Supremo!–, el compostelano Francisco Menéndez andaba por tierras de la Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares», recuerda Carpentier4. El monstruo de voracidad insaciable engendrado por la razón se alimenta de fantasías y mentiras que son engendradas, a su vez, por la ambición, que es una forma de locura.En Los pasos perdidos (1953), Carpentier nos devuelve a los rigores exaltados de la realidad. Apenas la barca se adentra en las aguas revueltas del Orinoco –donde según no pocos cronistas, empezando por el propio Colón, se hallaba el paraíso terrenal–, los viajeros foráneos comienzan a pensar de manera obsesiva en la ciudad encantada de Manoa, habitada por hombres anfibios que se iban a dormir al fondo de los lagos al caer la noche y que se alimentaban con el solo olor de las flores; en los perrillos carbunclos que llevan una piedra resplandeciente entre los ojos; en las piedras de prodigiosas virtudes halladas en las entrañas de los venados; en los tatunachas bajo cuyas orejas pueden cobijarse hasta cinco personas –recuerdos de los libros de caballería y recuerdos del propio Colón, que también los encontró en la costa caribeña de Nicaragua en su cuarto y último viaje–; en los hombres que tienen las piernas rematadas por pezuñas de avestruz, y en la Arpía Americana, exhibida en Constantinopla, donde había muerto rabiando y rugiendo, y cuyos portentos han sido cantados a lo largo de dos siglos por los ciegos del camino de Santiago de Compostela.
Pero no solo estas criaturas son hijas de la imaginación más desbocada, también el poder. Primero la novela de las constituciones perfectas, y luego la novela de los tiranos obsedidos por el placer de ser obedecidos hasta por las piedras. Mandar no puede ser un acto temporal, limitado, sino para siempre; ni siquiera hasta la muerte, porque de por medio está la idea de la inmortalidad que obnubila al más cuerdo. Mejor emperadores ungidos por la mano divina que presidentes electos por los ciudadanos. Mejor tratar con esclavos que lidiar con hombres libres. Una sola voluntad que lo rija todo, mejor que la voluntad de todos que termina por no regir nada. El fantasma de la anarquía que solo puede ser disuelto por la mano firme desde el trono imperial, tentación que no fue ajena aun a Simón Bolívar.
Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos, del mismo mecanismo. Piezas de la misma caja de música. «Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas, y galopas», le dice el Rey Burgués al filósofo en el cuento de Azul de Rubén Darío. ¿Y cómo era esa caja de música? Carpentier lo explica: «una gran caja de música en que unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redovas en una especie de salterio», y al lado de la que «había retratos de monjas profesas coronadas de flores» y una «Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso revuelo de querubines», que «compartía una pared con escenas de tauromaquia»5. Pero siempre hay que cerrar la boca. Un tenderete de anticuario donde se abigarran artilugios e imágenes viejas y a la vez contemporáneas. Eso también es el poder, que siempre se resuelve en adornos extravagantes, lujo desmedido. Emperadores de casaca bordada en oro y tricornio de plumas de avestruz, como solía disfrazarse el generalísimo Trujillo mientras los lamentos de los prisioneros torturados subían desde los sótanos del palacio presidencial.
El sentido barroco del poder. Se tiene poder y es necesario exhibirlo; las joyas de la corona deben estar siempre a la vista, igual que la arbitrariedad omnímoda que atemoriza, porque el miedo, que crea la inmovilidad de acción y pensamiento, es uno de los soportes del poder. Una feria de anormalidades, de fenómenos de circo, bufones, saltimbanquis, serviles, sirvientes. Palacios presidenciales que recuerdan el Partenón, estatuas ecuestres sobre pedestales de granito y la guillotina importada de Francia igual que las cajas de música, erigida sobre el tablado.
Es la manera en que Carpentier nos introduce en el mundo de El siglo de las luces, un nutrido paisaje arquitectónico y de decorados que nos asalta desde las primeras páginas, exuberancia y movimiento en las formas, y que crecerá en diversidad y contraste hasta el punto de una explosión, la explosión de una catedral indigesta de artefactos y ornamentos, porque esta novela iba a llamarse primero Explosión de una catedral. Una novela que es una representación de elementos barrocos, un arrastre de la propia historia y sus tramoyas que hace contemporáneo el desconcierto de las acumulaciones del pasado.
«Sólo lo maravilloso es bello», afirma Carpentier. Lo maravilloso, y lo desconcertante, lo que tiene capacidad de despertar sorpresa y asombro, como esa contradicción constante de la historia, la peor de sus dialécticas, que hace de los revolucionarios tiranos. Todo cocinado en el Caribe, todo resultado de esa mezcla incesante de elementos hirviendo en la lumbre, la convivencia de un mundo rural, antiguo, anacrónico, ecos de esclavos y gritos de encomenderos, con las pretensiones de mundo moderno, el mundo legal que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado, o adornado de charreteras. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro. El desajuste es lo maravilloso, y es maravilloso porque es real. Cuba es quizás el país más barroco de entre todos los nuestros, y el que acumula más nutridos elementos de cultura africana, y más elementos de la cultura peninsular española por más tiempo, desde luego que el régimen colonial español se prolongó hasta 1898, ya cuando todas las demás antiguas colonias habían conquistado su independencia desde la primera mitad del siglo XIX. Fueron dos islas del Caribe, Cuba y Puerto Rico, los escenarios de la agonía final del imperio que venía arrastrando sus cadenas desde la conquista, como un fantasma de sí mismo, destinado a disolverse en el humo de los cañones de la Armada de Estados Unidos, cuando aquel maltrecho Don Quijote termina despeñándose tras la derrota de Santiago de Cuba, ceñido de su armadura de latas viejas, como lo vio Darío en su cuento «DQ». Los búfalos de dientes de plata salían a estrenar en las aguas esmeralda del mar Caribe sus acorazados, con ímpetus de nuevo imperio bajo la política de las cañoneras del presidente Taft.
Pero en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, los criollos de Cuba eran los más ricos de todo el Caribe, y los más ilustrados, dueños de las centrales azucareras y de los campos de caña, de las destilerías de ron, de las factorías de tabaco, del comercio de ultramarinos, más rica y próspera Cuba que la propia metrópoli arruinada. Es el mundo de abigarrados contrastes, de potentados y esclavos que se nos ofrece en vísperas de la Revolución Francesa en El siglo de las luces.
En sus páginas suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Hugues. La Revolución Francesa viene a proclamar la abolición de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud, el nuevo evangelio que reverberará en los oídos de Henri Christophe, el cocinero. Y Víctor Hugues abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el Directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el Consulado, agente fiel de la Restauración. Más que un agente del cambio, será en adelante un agente del poder.
Sofía, la heroína de El siglo de las luces, ha vivido todo para saberlo todo –al fin y al cabo, Sofía no significa sino sabiduría–. Aguarda el advenimiento del poder redentor que la revolución trae consigo, el poder capaz de crear un nuevo orden. Y el ideal resulta en desilusión porque Hugues, el amante y el héroe, ahora montea con perros a los esclavos que una vez liberó, igual que Henri Christophe los hace llevar las piedras para construir sus palacios. Para Esteban, el otro adolescente hermano de Sofía, el ideal es intocable, y eso lo vuelve a él frágil y vulnerable. Ha sido la encarnación de la rebeldía ética, el individuo que quiere la revolución a su propia medida, como Cándido de Voltaire. Y ambos hermanos ven cómo los sueños de los ideales son trastocados por las pesadillas del poder.
«Las palabras no caen en el vacío», se advierte en el Zohar, el libro cabalístico del que Carpentier toma esa frase como epígrafe: las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales que lo engendraron. Las revoluciones terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. ¿Es un proceso que tiene fin, o se trata de una repetición dialéctica hasta la eternidad, sin síntesis posible? ¿Son las utopías sueños imposibles porque están hechas por seres humanos imperfectos? ¿Puede surgir la perfección de la imperfección? Las palabras terminan cayendo en el vacío, o siguen siendo las mismas, pero ya no significan lo mismo.
El dictador de El recurso del método, lo mismo que el doctor Francia de Yo el Supremo, es consecuencia de la anormalidad, o de la atrofia del ideal convertido en poder, como lo es Víctor Hugues, el revolucionario iluminado, y despiadado; y, por otro lado, Sofía y su hermano Esteban son esos seres a quienes el poder saca de quicio revolviendo sus vidas como las fichas de un tablero golpeado por un puñetazo. Ya no serán dueños de su albedrío. El único albedrío lo dicta el poder anormal engendrado en las islas del Caribe por la lejana Revolución Francesa.
No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco, en viaje desde las costas de Francia hacia las Antillas: «esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros»6.
La guillotina es el símbolo del poder total, el instrumento de ajuste de cuentas para crear el orden nuevo que necesita librarse de estorbos: traidores, contrarrevolucionarios, espíritus dudosos, tibios, sin suficiente fe en la causa, que por eso mismo se convierten en un peligro. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino. «Una revolución no se discute, se hace», proclama Víctor Hugues, y eso es lo que hemos venido escuchando desde siempre. No hay revoluciones moderadas, porque entonces no serían revoluciones verdaderas. Las revoluciones son radicales por naturaleza, porque tienen que cortar todo de raíz. ¿Y después?
Un novelista curtido, que prueba no ser ingenuo al desmenuzar la naturaleza de las revoluciones hechas por seres humanos y, por tanto, sujetas a la imperfección –los seres humanos que no pueden librarse del orgullo, la arrogancia, el sectarismo ideológico, la ambición de poder capaz de llevarlos al crimen para conservarlo–, sabe que esa dialéctica fatal no puede dejar de repetirse en la historia. Las reglas del poder son milenarias y funcionan igual bajo cualquier sistema, como queda explícito en los dramas de Sófocles y en los de Shakespeare, bajo las tiranías griegas o bajo el feudalismo, bajo la Revolución Francesa o bajo la Revolución Cubana.
Cuando Carpentier ganó el Premio Cervantes en 1977, donó el monto de US$ 100.000 al gobierno revolucionario de Cuba, y Fidel Castro se lo agradeció de manera afectuosa en una carta en la que le informaba que destinaría el dinero a llevar adelante algún proyecto que tuviera que ver con el desarrollo de la educación técnica.
Para un hombre sin grandes recursos, que vivía de sus libros y su sueldo como diplomático, aquel fue un acto de gran desprendimiento material, y mostraba un compromiso político acorde con sus convicciones. Carpentier había sido desde joven un luchador en contra de la dictadura de Gerardo Machado, un hombre de izquierda, comprometido, que rechazaba el imperialismo norteamericano y había sufrido cárcel por lo mismo; fue en la prisión donde escribió su primera novela, Écue-Yamba-Ó, publicada en España en 1933.
El triunfo de la revolución lo halló en su exilio de Venezuela, y de inmediato regresó a Cuba para adherirse a ella y trabajó en su favor como editor de libros, como periodista y como diplomático. No hay nada que haya escrito que nos pueda revelar una posición crítica en contra del régimen de partido único y sociedad cerrada, bajo estricto control social, ni contra la dureza de la represión de cualquier disidencia, enderezada contra los intelectuales, como en los años del famoso caso Padilla, o frente a las razias contra los homosexuales, que incluyeron a escritores como Reinaldo Arenas.
Pero si uno lee El recurso del método, El reino de este mundo y El siglo de las luces, tres novelas deslumbrantes sobre el poder y sobre las mutaciones del individuo cuando el ideal se convierte en poder, sabe que los juicios de Carpentier sobre la naturaleza de ese poder se vuelven intemporales y cubren el pasado lo mismo que el presente que le tocó vivir. Hay en ellas un principio ético, un espíritu de libertad, una dimensión crítica que no pueden ser soslayados. Es la literatura la que habla por él. Sus novelas son sus juicios. Y no puede haber excepciones.
No hay que olvidar lo que él mismo dijo acerca de El reino de este mundo: «lo real maravilloso forma una perspectiva más de la historia, no es necesariamente una ficción»7. Es la historia transmutada en ficción, como sus otras novelas sobre el poder. Y tanto la historia como la ficción funcionan en ellas para crear un arquetipo inmutable, y una gran alegoría del poder.
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1.
«Prólogo» en El reino de este mundo, 1949.
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2.
«Prólogo», cit.
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3.
Ibíd.
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4.
Ibíd.
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5.
Los pasos perdidos.
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6.
El recurso del método.
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7.
«Prólogo», cit.