Tema central
NUSO Nº 234 / Julio - Agosto 2011

El partido peronista y los gobiernos kirchneristas

El peronismo y su expresión gubernamental actual, el kirchnerismo, concitan una diversidad de miradas a menudo fuertemente polarizadas. Fuera de Argentina, la larga persistencia del peronismo como partido de poder se ha transformado en un verdadero enigma. Este artículo vincula la crisis de la política, las particulares formas que desde hace un tiempo asume el partido fundado por Juan Perón en los años 40 y las coyunturas recientes para caracterizar el actual «peronismo kirchnerista», que parece haber construido una particular épica política tras la muerte de Néstor Kirchner en 2010.

El partido peronista y los gobiernos kirchneristas

Las vinculaciones entre el partido peronista y los gobiernos kirchneristas presentan la suficiente complejidad como para desconcertar a no pocos observadores de la realidad argentina. En este breve texto nos proponemos analizar desde una perspectiva sociológica las relaciones entre estos actores sin ignorar los riesgos que entrañan las indagaciones sobre situaciones en curso cuyos participantes ofrecen permanentemente interpretaciones sobre sí mismos. El partido peronista (o Partido Justicialista), en lo que atañe a su accidentada historia y sus formas organizativas, ha sido un tema de discusión en las ciencias sociales y existe un cierto número de estudios sobre el tema. En cambio, los análisis de los aspectos políticos de las dos experiencias de gobierno kirchnerista parecieron haber encontrado dificultades quizás no tanto en virtud de la falta de distancia temporal sino –y sobre todo– en la variedad e intensidad de las opiniones enfrentadas que suscitan.

Con independencia de las consideraciones sobre cada uno de los mencionados actores, el foco de nuestra atención se colocará en las relaciones que establecieron, sus variaciones y conformaciones, para intentar comprender el sentido de sus acciones. Las referencias conceptuales y empíricas que formularemos sobre la desarticulación del campo político nacional apuntan no solo a contextualizar a los actores sino, también, a proporcionar claves de inteligibilidad de sus relaciones.

La desarticulación del campo político

Cuando estalló la crisis de 2001, el peronismo y la Unión Cívica Radical (UCR), las dos grandes fuerzas políticas con mayor presencia electoral desde el retorno a la democracia en 1983, eran pálidos reflejos de lo que habían sido en sus mejores momentos. Ambas tenían en común haber encabezado experiencias gubernamentales de corte neoliberal con el consiguiente abandono de sus programas históricos, y tanto los radicales como los peronistas registraron divisiones que se plasmaron en las elecciones de 2003. El uso del poder gubernamental le permitió al entonces presidente Eduardo Duhalde establecer las reglas que abrieron la arena electoral nacional para las tres fracciones peronistas que competían entre sí1. El partido-Estado creado por Juan D. Perón a mediados de la década de 1940, transformado en los años 60 en un poderoso movimiento sociopolítico en el que coexistían distintos proyectos voluntaristas, se había convertido hacia fin de los 90 en una sociedad de partidos provinciales peronistas sin horizontes ideológicos nacionales.

El radicalismo, por su parte, padeció las consecuencias de articular un electorado más exigente y, luego de alcanzar el cenit con el alfonsinismo (1983-1989), entró en declinación al no poder responder a las demandas institucionales, sociales y económicas acumuladas durante la dictadura militar (1976-1983); al no modernizar sus estructuras y dirigencias también vio crecer la influencia de sus aparatos provinciales. En efecto, peronistas y radicales fueron perdiendo los vínculos de representación social, dejaron de producir debates e ideas acordes con los contextos en que debían actuar y, como expresión extrema, cuando manejaron el gobierno nacional implementaron políticas económicas elaboradas por think tanks ajenos a sus tradiciones ideológicas. Los sucesos de finales de 2001 expresaron la sobredeterminación de las crisis superpuestas, entre las cuales la del sistema de partidos reveló ser la de efectos más persistentes, ya que la economía nacional se recompuso en un año, los salarios y los niveles de ocupación formales en alrededor de tres años volvieron a sus situaciones anteriores a la crisis, y los paliativos aplicados a la desestructuración social absorbieron sus efectos más disruptivos.

Así, en la década iniciada con la crisis de 2001, en el campo político –definido en la perspectiva conceptual de Pierre Bourdieu– se profundizaron las tendencias a la descomposición de los partidos de alcance nacional, mientras que en la sociedad se expresaban elevados porcentajes de falta de confianza en sus dirigentes. Si en los regímenes políticos democráticos contemporáneos es normal un cierto nivel de autonomía de los actores de un campo político con respecto a los sectores que integran la sociedad, distan de ser comunes, en cambio, las virulentas movilizaciones sociales en reacción contra las clases políticas –a las que se percibe como encerradas en sus propios intereses– como las registradas en el caso argentino entre 2001 y 2002.

La accidentada vida de las instituciones representativas no auguraba sin duda un futuro fácil para la reconstrucción democrática iniciada en 1983. Tanto los dirigentes políticos como la ciudadanía carecían de experiencias democráticas mínimamente prolongadas. En los actores centrales del recién restablecido campo político no se podían borrar como por arte de magia los habitus o sistemas de predisposiciones consolidados durante tantos años de participación en pequeños cenáculos desconectados de la representación real de la sociedad. Muy pocos dirigentes de partidos habían recorrido los cursus honorum que los socializan en la convivencia democrática, y la idea de que un solo partido podía aspirar a representar a toda la sociedad distaba de haber desaparecido. En la sociedad predominaban, a su vez, visiones de la democracia como lo opuesto a la dictadura, mientras que los reclamos de participación política eran escasos. Probablemente, el rechazo a la amenaza de un nuevo golpe militar era lo único que creaba una cierta comunidad de metas en el seno de la clase política, y entre esta y amplios sectores de la sociedad2.El debilitamiento de las capacidades estatales (políticas, burocráticas, técnicas y económicas) generaba condiciones negativas para el adecuado gobierno de los múltiples problemas que conocía el país, y ese deterioro estatal se agravó con la implementación de las políticas neoliberales. Se combinaron entonces, contradictoriamente, los efectos del aumento de las exigencias de una parte considerable de la ciudadanía, los de la profundización de la dualización territorial entre las regiones modernas y las atrasadas en lo económico y lo educativo, los efectos de la fragmentación generada por los procesos de globalización, la frustración de expectativas de mejora del bienestar social, las consecuencias del desplazamiento de sectores del empresariado nacional por los nuevos intereses internacionales, etc. Así, a menos de dos décadas de reinstaurada la democracia, y en medio de un clima de creciente ilegitimidad de los poderes públicos, estalló una verdadera rebelión de los individuos que resumió su rechazo a la clase política en la iracundia de la fórmula «que se vayan todos».

Nunca antes los integrantes de la clase política, sin distinciones, habían sido tomados como alteridad por las movilizaciones ciudadanas que en nombre de nosotros el pueblo convirtieron las disconformidades individuales en expresión colectiva de protesta. El hecho de que hoy, a diez años de aquellas movilizaciones ciudadanas, no se haya reconstruido un campo político mínimamente normal puede considerarse como una prueba de la profundidad de la desarticulación registrada.

El crecimiento de la desconfianza de la ciudadanía en los partidos y en las instituciones estatales durante el periodo comprendido entre el comienzo de la normalización democrática y los años 2001-2002 se reveló con frecuencia en los estudios de opinión pública. En 1984, 73% de los encuestados dijo tener confianza en el Poder Legislativo, mientras que en 2002 respondió de ese modo solo 7%. La medición sobre los partidos políticos comenzó a realizarse en 1987, momento en el que 38% de los encuestados dijo tenerles confianza, pero ese índice bajó a 4% en 20023. En las opiniones recogidas por distintas investigaciones sobre la legitimidad de las instituciones públicas y de los partidos políticos argentinos, se constató que las críticas a los dirigentes partidarios y a los funcionarios estatales en general con gran frecuencia remitían a la existencia de prácticas de corrupción y a su impunidad. Desde comienzos del decenio de 1990, las denuncias de corrupción se habían multiplicado en los medios de comunicación, encontrando acogida en las oposiciones antimenemistas. Pero detrás de las reiteradas menciones a la corrupción, aun cuando no todos los que abordan el tema lo digan explícitamente, se encuentra, en realidad, una cuestión mucho más significativa que el hecho de lucrar desde puestos de gobierno: la impunidad de los actos de corrupción en un régimen democrático revela la existencia de comportamientos que no se ciñen a las obligaciones de respeto a las leyes, a la vez que muestran la falta de igualdad entre los ciudadanos. Si la idea de la ausencia de justicia con respecto a los crímenes de la dictadura había erosionado la legitimidad de los dirigentes partidarios4, luego, con el tema de la corrupción ese deterioro se amplió. Las percepciones individuales y/o colectivas de incumplimiento de las obligaciones legales minaron las bases del reconocimiento de las autoridades públicas y fueron haciendo crecientemente verosímiles las denuncias sobre nuevos actos de corrupción5.

Los estudios realizados por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina muestran que durante el gobierno de Néstor Kirchner y el primer bienio del de Cristina Fernández, si bien aumentó ligeramente el porcentaje de quienes decían tener alta confianza en los partidos políticos (pasando de 2,1% en 2004 a 6,7% en 2009), esos valores continuaban mostrando la gran distancia de la población con respecto a las dirigencias partidarias. Cabe señalar, no obstante, la disminución de las opiniones totalmente negativas –ninguna confianza en los partidos pasó de 75% en 2004 a 54% en 2009–, y el aumento de los porcentajes de quienes decían depositar poco o algo de confianza (2004: 23% y 2009: 40%). Aun cuando no es posible discernir a partir de los datos publicados cómo se distribuyen las variaciones de los índices de confianza según las preferencias partidarias de los encuestados, es probable que se trate de la expresión de una mejora que abarca por igual a dirigentes oficialistas y opositores6.

El peronismo

Si bien bajo muchos aspectos el peronismo tendió a ser estudiado empleando esquemas de análisis que se apartan de las formas más corrientes de encarar las clasificaciones de otras fuerzas políticas nacionales o extranjeras, fueron su ideología y su organización partidaria los dominios que incitaron a las mayores controversias. Sin ánimo de agotar los aspectos en los que dicha fuerza política suscitó discusiones académicas en Argentina y abrió preguntas a los observadores internacionales, digamos que su ubicación ideológica en la matriz izquierda-centro-derecha fue objeto de reñidos debates. Aunque es cierto que la intromisión de juicios valorativos no ayudó a la objetividad de los abordajes, no dejó de influir al respecto el sinnúmero de voceros enfrentados que en sus propias filas ofrecieron alternativas excluyentes sobre su identidad y su historia.

Por la época en que el peronismo apareció en la escena política nacional, predominaron en las ciencias sociales las por entonces difundidas interpretaciones sobre los actores de la sociedad civil que habían patrocinado su formación. La obsesiva cuestión sobre los orígenes del peronismo se plasmó en las preguntas por las causas que habían llevado a los obreros a seguir a un caudillo proveniente del Ejército en lugar de inclinarse por la izquierda, como suponían los criterios normativos y la filosofía de la historia acerca de lo que debía ocurrir con los desenvolvimientos políticos de los procesos de industrialización. Igualmente persistentes fueron las indagaciones sobre el protagonismo de una burguesía industrial para sus orientaciones gubernamentales.

Al mismo tiempo, los contextos internacionales en los que aparecieron los promotores del peronismo llevaron a los primeros intérpretes a pensar en su carácter de retoño tardío de las experiencias fascistas que ya comenzaban a clausurarse en el Viejo Mundo. Es cierto que, en su época liminar, en las filas peronistas se alineaban figuras que simpatizaban con los totalitarismos europeos, pero también revistaban en ellas quienes llegaban de partidos e ideologías socialdemócratas. Estos últimos, que patrocinaban una democracia social con pluralismo liberal-democrático, no fueron tampoco los predominantes, ya que fueron los divulgadores de las doctrinas sociales de la Iglesia quienes más pesaron en la materia.

Con menos referencias a grandes ideologías, buena parte de la oposición al peronismo tendió a caratularlo como una típica dictadura latinoamericana creada en torno de un líder personalista, o en clave griega clásica, un demagogo. Con respecto a las opciones de la tipología democracia, autoritarismo y totalitarismo, sin temer los aparentes contrasentidos, Seymour Martin Lipset innovó al definirlo como un fascismo de izquierda, teniendo en consideración sus apoyos obreros. Las inclusiones en los casilleros de los populismos fueron tensionadas por la anomalía que entrañó su singular persistencia una vez desalojado del poder7. Es más, la distribución en celdas taxonómicas se amplió cuando en los años 70 se formaron guerrillas peronistas de vocación castrista que fueron combatidas, en nombre del peronismo, por grupos armados que no ocultaban sus simpatías por el fascismo. En 1973, con el retorno del peronismo al gobierno, el país se sumó al bloque de los no alineados, rompió el bloqueo a Cuba y profundizó las relaciones económicas con las naciones comunistas, mientras que en lo interno llevó adelante políticas que perjudicaban a las grandes empresas transnacionales, situando al justicialismo entre los movimientos tercermundistas de la época. Pero al año siguiente, con la muerte de Perón estalló una verdadera guerra sucesoria, que bajo la endeble presidencia de su viuda, María Estela Martínez de Perón, desembocó en el golpe de Estado de 1976. Si bien determinadas corrientes militares no ocultaron su intención de suprimir el peronismo, no fue menos evidente la existencia de sectores políticos y sindicales de esa filiación que les prestaban colaboración, en tanto que otros criticaban y denunciaban la represión dictatorial y fueron objetivo de las desapariciones.

Todo ello tuvo su costo. Al volverse a las regulaciones democráticas en 1983, el peronismo se encontró con su primera derrota en las urnas en una elección presidencial totalmente libre. Sin Perón, la heterogeneidad política que siempre lo había caracterizado quedó oficialmente instalada. La situación de oposición alimentó sus divisiones, en condiciones en las que el antaño fuerte sindicalismo peronista se había debilitado por la desindustrialización y las crisis heredadas de la dictadura. Las dirigencias territoriales representativas de intereses provinciales y municipales actuaron como partidos justicialistas en niveles locales casi sin conexiones entre sí, mientras que en el plano nacional se formaban elites de notables que lograron un cierto éxito al crear el denominado «peronismo renovador», cuyo objetivo era organizar un partido político democrático y confiable para el electorado que le había sido esquivo en 1983.

Uno de los principales dirigentes de la renovación peronista fue Carlos Menem, quien como candidato a la Presidencia en 1989 planteó la necesidad de volver a los programas industrialistas y de distribución de ingresos, pero una vez que ganó las elecciones hizo un gran giro ideológico y se convirtió en un aplicado y ortodoxo seguidor del Consenso de Washington. Pese a ese cambio completo de programa, la casi totalidad de los dirigentes peronistas no expresó mayores disidencias, y así la fuerza política creada por Perón gobernó durante un decenio cumpliendo el rol de aliado subalterno del capital financiero internacional. Nada permite sostener que esos dirigentes peronistas hubiesen adoptado el neoliberalismo como ideología y su apoyo a las innovaciones menemistas debe considerarse como un observable empírico más de la desarticulación del campo político argentino, con la consiguiente pérdida de creencias de sus participantes.

Si, como sostiene Michel Offerlé, invariablemente detrás de la apariencia de uniformidad de los partidos queda «oculta una multitud de interacciones entre individuos que usan de manera considerablemente diferencial ese cuerpo inmaterial que es un partido político»8, cabe abordar de manera conceptual la versatilidad de las opciones de los dirigentes peronistas y las razones de la estabilidad de sus apoyos populares distinguiendo dos objetos de análisis diferentes. Sobre las modificaciones producidas en los motivos que llevaban a los dirigentes a sumarse al peronismo, Duhalde hizo una elocuente comparación:

Yo comencé [a ocuparme de la política] en el año 74. Yo creo que en esa época un 30% de los que ingresaban lo hacían para salvarse ellos. Y un 70% ingresaba para salvar el mundo. Con el paso del tiempo se han invertido los porcentajes y el 70% ingresa con intenciones subalternas a la política. Terminada la dictadura hubo un descenso muy pronunciado en la moral media del pueblo argentino. Primero lo advertí rápidamente en los dirigentes porque la única preocupación era cómo aumentar el sueldo inicial para ganar más.9

Desde esa visión de las cosas, a Duhalde no debió sorprenderle que primero bajo su gobierno y luego en el de Néstor Kirchner, casi la totalidad de quienes desde puestos dirigentes apoyaron a Menem mutaran en entusiastas críticos del neoliberalismo. En cuanto a la estabilidad del electorado justicialista, en el año 2000 el historiador oral Daniel James resumió sus observaciones sobre el municipio de Berisso, ubicado en el conurbano bonaerense. Allí, el peronismo contó con nutridos apoyos obreros en sus orígenes y en los 90 sufrió las consecuencias del neoliberalismo con sus altas tasas de desocupación; no obstante,

Carlos Menem obtuvo grandes mayorías en las elecciones presidenciales de 1989 y 1995 (…). Alrededor de 15.000 berissenses están afiliados al Partido Justicialista. En las últimas elecciones internas votaron unos 10.000 (…). El local sindical se clausuró hace mucho. El índice de desocupación ronda el 35%. Muchos berissenses se desempeñan hoy en la economía informal. De hecho, el mismo peronismo local refleja estos cambios. Su conducción está compuesta en gran parte por miembros de la elite local: médicos, abogados, ingenieros, pequeños comerciantes, los hijos y los nietos de los trabajadores de la carne. Desde 1983, todos los intendentes de la ciudad salieron de sus filas.10

Es obvio que las situaciones de los dirigentes y de los votantes populares distan de ser similares, sin embargo, el relato político que los hacía coincidir sobre el pasado era tan eficaz como para mantener una unidad electoral favorecida por políticas asistenciales que operaban en un campo político cuya tendencia a la desarticulación llevaría poco a poco a la despolitización de unos y otros.

En todas las etapas evocadas muy sumariamente existieron cambios considerables en la entidad denominada «partido peronista», que en ningún momento se ajustó a los modelos propios de los partidos liberal-democráticos: instrumento electoral en el decenio fundacional; partido proscripto entre 1955 y 1973; fuerza política que estalló internamente entre 1973 y 1976; movimiento congelado durante la dictadura militar y dirigido por el ala sindical al llegar la democracia, cuyas luchas de reconstrucción fueron parcialmente exitosas; conjunto de partidos provinciales y municipales aunados apenas por recuerdos históricos bajo el menemismo y la experiencia neoliberal. La manera en que se organizó desde entonces el partido peronista correspondió a lo que en conceptos weberianos se denomina sociedad (o sociación). En Economía y sociedad, Max Weber definía este concepto señalando que puede llamarse así «una relación social cuando y en la medida en que la actitud en la acción social se inspira en una compensación de intereses por motivos racionales (de fines o valores) o también en una unión de intereses con igual motivación»11. Los mercados ilustran bien esa particular manera de acción social: quienes operan en los intercambios mercantiles lo hacen movidos por la búsqueda de ganancias individuales luchando contra otros participantes.

El kirchnerismo

Es habitual denominar «kirchnerismo» tanto la gestión gubernamental argentina entre los años 2003 y 2011 como el conjunto heterogéneo de sectores políticos e ideas identificado con el presidente Néstor Kirchner y con su sucesora y esposa Cristina Fernández. En la Argentina este tipo de neologismos formados a partir de un apellido se han hecho usuales para designar grupos o corrientes políticas que, sin ofertar principios programáticos bien definidos, hacen del pedido de adhesión a un individuo y a quienes lo secundan su emblema principal.

No resulta para nada sorprendente que en el caso argentino, en una época caracterizada, tal como ya señalamos, por la desarticulación del campo político, se haya generalizado la oferta de personalismos. Puede decirse que en otras épocas el líder se identificaba y resumía un programa, mientras que en el juego político desarticulado el líder es el programa. Kirchner fue el candidato presidencial propuesto por un pequeño grupo que organizó una de las tres fracciones peronistas que compitieron en las elecciones nacionales de 2003, y no ocultó en ningún momento la decisión de situarse en un plano superador del peronismo. Jefe del pequeño Partido Justicialista de la provincia patagónica de Santa Cruz, Kirchner no tenía un rol relevante en la política nacional ni en la fragmentada estructura organizativa del peronismo. Sus juicios críticos sobre el Partido Justicialista no dejaban lugar a malentendidos. En un libro de conversaciones con el sociólogo Torcuato Di Tella, editado a comienzos de 2003, definía el peronismo como «un partido vaciado de contenido, sin ideas»12,

una inmensa confederación de partidos provinciales con liderazgos territoriales muy definidos (...). La falta de discusión interna quedó patentizada cuando el gobierno de De la Rúa se derrumbó y el peronismo debió hacerse cargo del gobierno. Lo único que había en el justicialismo era la unidad jurídica, porque en su seno tenía corrientes abiertamente contradictorias, excluyentes, diría.13

A partir de conceptos sociológicos de Bourdieu, puede afirmarse que Kirchner hablaba con discurso de hereje, propio de quienes estando fuera de un campo se proponen ganar posiciones en él impugnando las deficiencias de quienes lo dominan, estrategia que apunta en el caso del campo político a postular ideas o ideas-fuerza que dan acceso a su control14. Tal como afirma Bourdieu, por lo general la herejía o heterodoxia suele ir unida a la crisis y «saca a los dominantes de su silencio, les impone producir el discurso defensivo de la ortodoxia, pensamiento derecho y de derechas cuyo objetivo es restaurar el equivalente de la adhesión silenciosa de la doxa»15. Lo interesante de lo sucedido con la estrategia de hereje desplegada por el núcleo promotor del kirchnerismo fue que prácticamente no suscitó en sus comienzos reacciones ortodoxas o llamados a respetar supuestas verticalidades organizativas, ni tampoco conoció recriminaciones doctrinarias. Esas omisiones fueron, por cierto, una especie de prueba de la profundidad de la crisis en que se hallaba el peronismo. Las referencias de Kirchner a la situación del campo político del año 2002 fueron, también, claras:

Se ha agotado el bipartidismo como lo conocimos, con un radicalismo que no es más un partido de poder (va a tardar mucho tiempo en recuperarse, si es que alguna vez se recupera), y el justicialismo, aliado durante la última década a los sectores neoconservadores liberales (...) en el peronismo… sé que hay un aparataje muy grande, hay mucha plata, clientelismo, les importan poco las propuestas, los proyectos. Hoy en día el peronismo dejó de representar a los que representaba, los usa. Hay mafias internas, aprietan a los clubes en la provincia de Buenos Aires para que no me alquilen para hacer actos. Ya no hay cuadros militantes: tienen gerentes y clientes.16

El debilitamiento de la acción de alcance nacional de los partidos se reflejó en el modo en que sus expresiones provinciales y municipales fueron cobrando autonomía y tendieron a dar prioridad a la defensa de intereses locales, lo que aumentó los protagonismos de los jefes y burocracias territoriales y de sus roles político-administrativos. En esas circunstancias, la popularidad de los gobiernos provinciales o municipales quedó atada a su capacidad de conseguir ante el poder central los presupuestos necesarios para satisfacer demandas locales. Entre 2000 y 2001, al pasar el control de la primera magistratura a la coalición dirigida por la UCR, los jefes justicialistas provinciales y municipales tuvieron menor acceso a los fondos estatales, pero todo cambió al producirse la crisis institucional, social, económica y política de fin del año 2001. Con la renuncia de Fernando de la Rúa, la lucha entre fracciones peronistas se libró primero por la designación del presidente que debía conducir la normalización institucional, y luego por la nominación de un candidato para las elecciones de 2003.

El jefe justicialista más fuerte de la época, Duhalde, fue designado para conducir esa transición y en tanto participante de las pujas internas cifró sus preferencias en la candidatura de Néstor Kirchner, quien con apenas 22% de los sufragios alcanzó la primera magistratura: su rival para la segunda vuelta, el ex-presidente Menem, decidió retirar su postulación en virtud de sus posibilidades nulas de triunfo. En esas condiciones de falta de legitimidad de origen se instaló el gobierno kirchnerista, que habría de mantenerse en el control de las decisiones políticas durante los ocho años siguientes. Sobre la situación institucional argentina, Kirchner resumió su opinión en su discurso de asunción de la Presidencia, apuntando que «como sociedad, hace tiempo que carecemos de un sistema de premios y castigos. En lo penal, en lo impositivo, en lo económico, en lo político, y hasta en lo verbal, hay impunidad en la Argentina. En nuestro país, cumplir la ley no tiene premio ni reconocimiento social»17.

Esas carencias se convirtieron durante su gestión en verdaderos recursos de poder, ya que las instituciones en crisis ampliaban notablemente los márgenes de acción de las iniciativas presidenciales, así como las posibilidades de establecer políticas de intercambio con aquellos a los que el presidente trataba de ganar como aliados. Por esa vía, no solo mejoró sus vínculos con los dirigentes de los partidos peronistas provinciales sino que, además, consiguió las adhesiones de gobernadores e intendentes que habían sido elegidos representando a la UCR. En ese contexto de profundización de la debilidad de las reglas institucionales y de desarticulación del campo político, el liderazgo de Kirchner pasó a ocupar el centro de la escena. Si bien la fragmentación social reinante no era una condición propicia para la aparición de efervescencias sociales creadoras de jefes carismáticos, Kirchner alcanzó muy rápido altos índices de popularidad, y al estar al frente de lo que cabe caracterizar como un gobierno de líder sin partido, pudo concitar las adhesiones de personas y grupos ajenos, u hostiles, al peronismo.

La presidencia de Kirchner y sus heterogéneos apoyos

Los cercanos días de caos institucional, social y económico fueron el fondo de recuerdos que favoreció la aceptación del nuevo gobierno por diversos actores colectivos que tenían reclamos específicos. Se formó así una suma de apoyos que en términos metafóricos cabe caracterizar como una «suspensión coloidal», expresión que en química se utiliza para designar la combinación en la que en un medio fluido flotan partículas sólidas sin establecer contactos orgánicos entre sí. En este caso, esa «suspensión» estaba integrada por:

- los organismos de defensa de derechos humanos que reclamaban el castigo a los militares responsables de los crímenes de la dictadura; - las organizaciones sociales de protesta contra la desocupación y la exclusión social; - los sectores del sindicalismo que pedían la preservación de la estructura de empleo y la recomposición de los niveles salariales; - las representaciones de empresarios favorecidos por las medidas económicas adoptadas; - dirigentes de los partidos en crisis; - los partidos peronistas provinciales, con la excepción del de la provincia de San Luis, que bajo la conducción de Adolfo Rodríguez Saá mantuvo la actitud opositora.

En cuanto a los aportes de cada uno de los integrantes de esa convergencia sui géneris a la construcción de la legitimidad social de la gestión kirchnerista, digamos que las entidades de defensa de derechos humanos dieron un respaldo simbólico que trascendía la política inmediata; las organizaciones sociales de excluidos expresaron sus apoyos mediante movilizaciones populares; los empresarios formaron opinión favorable en medios sociales reacios a los reclamos de los sectores populares; los dirigentes de los partidos en crisis avalaron el pluralismo; los jefes sindicales garantizaron la armonía social; los partidos justicialistas provinciales aportaron apoyos legislativos y electores18. Una vez alcanzados los apoyos de la confederación de partidos peronistas provinciales, el gobierno se consideró lo suficientemente fuerte como para romper su relación con Duhalde.

Desde un principio, Kirchner concitó apoyos definidos de manera genérica como progresistas o de centroizquierda, internamente heterogéneos, la mayoría carentes de organizaciones propias y sin dirigentes reconocidos. Sin suscribir acuerdos formales, las coincidencias en torno de determinadas reivindicaciones se combinaron en ciertos casos con nombramientos en cargos o responsabilidades en el gobierno nacional. En términos generales, los altos dirigentes kirchneristas anunciaban su interés en patrocinar la creación de un frente o partido transversal para organizar a sus aliados progresistas, pero esa iniciativa no llegó a concretarse durante el periodo presidencial de Kirchner. Sin mayores discusiones programáticas, lo que terminó siendo la vertiente transversal del kirchnerismo fue una suma de personas sin mayores contactos entre sí, que coincidían en sus simpatías por el gobierno y en sus críticas al peronismo tradicional. Las mayores coincidencias surgieron en torno del cuestionamiento al capital financiero internacional, de las críticas a los organismos multilaterales de supervisión y crédito y de las afinidades con las experiencias de cambio existentes en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Chile y Brasil. El rechazo al proyecto de integración económica y de libre comercio del gobierno de Estados Unidos, en el marco del proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), fue igualmente bien recibido por los sectores progresistas. Como muestras de independencia en política internacional, las visitas al país de Fidel Castro y de Hugo Chávez tuvieron un alto valor simbólico. La decisión oficial de recuperar el control de ciertas actividades privatizadas y el congelamiento de tarifas de los servicios o los bienes provistos por empresas de capital global generaron tensiones que mostraron la resolución de encaminar la política por una nueva vía distante del neoliberalismo.

Lo que a partir del año 2006 pasó a llamarse la Concertación Plural pudo parecer el anuncio de la formación de una instancia organizativa para dar una cierta unidad a los dirigentes políticos provenientes de horizontes partidarios disímiles que apoyaban al gobierno, aun cuando tal entidad nunca se constituyó como ámbito de participación y de deliberación política. Las dificultades para crear un partido político a partir de los apoyos de carácter progresista fueron resumidas por Kirchner a mediados de 2006: «La transversalidad fue una denominación periodística. Es un término que podría funcionar en un sistema de partidos que están funcionando. En la Argentina, todos sabemos que la reconstrucción de los partidos políticos va a llevar un tiempo largo»19.

Y continuaba remarcando que el modo de participación en el proyecto kirchnerista de muchos dirigentes de partidos tales como la UCR, Afirmación para una República Igualitaria (ARI), el Frente Grande o el socialismo o de pequeños partidos vecinales había sido la integración a puestos o tareas de gobierno. Señalemos que con independencia de las connotaciones ideológicas, la búsqueda de dirigentes de otros partidos capaces de transferir electores pareció ser el objetivo del gobierno. Cuando finalizó la gestión de Kirchner, el gobierno reunía índices de aprobación en la opinión pública del orden del 60%, medición hecha a partir de encuestas a individuos cuyas respuestas surgían de ponderaciones de temas distintos pero que convergían en valorar positivamente aspectos de la acción oficial. Por cierto, las iniciativas relacionadas con las críticas a la pasada dictadura genocida pesaron en el vuelco a favor de Kirchner de las simpatías de muchas personas que se definían como progresistas, pero al mismo tiempo no pocos integrantes de los partidos justicialistas provinciales y de los sindicatos peronistas debieron expresar su satisfacción por otros aspectos de la política oficial, aun cuando no compartían las medidas contra los militares.

Las valoraciones diferentes y hasta enfrentadas en el seno de los apoyos al gobierno se dieron también en oportunidad de la sanción de las leyes sobre el proyecto de matrimonio igualitario (o entre personas del mismo sexo), aprobado bajo la presidencia de Cristina Fernández. En los medios culturales provinciales más apegados a las tradiciones católicas se expresaron descontentos ante esa innovación en materia de derecho de familia, y esas reacciones adversas recibieron el apoyo de algunos gobernadores justicialistas y de parte de los legisladores nacionales a ellos vinculados. El caso más notorio fue el de José Luis Gioja, gobernador de la provincia de San Juan, que a pesar de estar alineado con el kirchnerismo no solo manifestó su desacuerdo público con la mencionada reforma, sino que, además, contribuyó a la realización de las movilizaciones organizadas por sectores religiosos contra la ley.

La etapa de Cristina Fernández de Kirchner

En las elecciones presidenciales del 28 de octubre de 2007 la fórmula Cristina Fernández de Kirchner-Julio Cobos obtuvo 45% de los sufragios y se impuso en la primera vuelta electoral20. Ese resultado fue posible en virtud del carácter polifacético de los acuerdos del gobierno nacional con fuerzas políticas de todo el país sin mayores bases programáticas. Sería imposible determinar los distintos afluentes que convergieron para reunir el porcentaje de votos de la coalición ganadora. La gran aceptación en la opinión pública de la gestión gubernamental fue, por cierto, un factor importante. Los apoyos de los dirigentes peronistas provinciales aportaron también una porción significativa de votos. A modo de indicio de cómo pudieron haber jugado las diferentes motivaciones del voto de la ciudadanía, es interesante señalar que en la provincia de San Luis, donde el gobernador peronista era crítico del kirchnerismo y además se había postulado como candidato presidencial, Cristina Fernández de Kirchner no obtuvo más que 12% de los sufragios. Ese dato indica el carácter decisivo del peso de los caudillos peronistas provinciales que adherían al gobierno nacional. Los gobernadores radicales de las provincias de Mendoza, Río Negro y Catamarca contribuyeron igualmente a acrecentar los votos de la fórmula ganadora, cuyo vicepresidente, Cobos, era parte de los llamados «radicales K». Un aspecto que cabe destacar fueron las derrotas de los candidatos oficialistas en los centros urbanos más modernos del país: Ciudad de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Mar del Plata, La Plata y Bahía Blanca, mientras que los máximos porcentajes de sufragios se reunieron en las provincias gobernadas por el peronismo. Las presidenciales de 2007 demostraron que para el gobierno era difícil conquistar nuevas bases electorales distintas a las de origen peronista.

Al poco tiempo de iniciada la presidencia de Cristina Fernández, las protestas de los sectores empresarios del agro abrieron una nueva etapa de las relaciones políticas que incluyeron cambios significativos en los vínculos de sectores del peronismo con el gobierno kirchnerista. El rechazo al incremento de las tasas impositivas a las exportaciones agrarias movilizó a un multifacético conjunto de actores con sectores del mundo rural, que ganó adhesiones en los centros urbanos ajenos a sus actividades pero descontentos con aspectos de la gestión gubernamental. Las buenas condiciones de los mercados internacionales de productos agroalimentarios aseguraban altas tasas de rentabilidad para los productores y el gobierno pareció creer que el presupuesto público podía captar una parte de ellas. Sin duda, el gobierno de Cristina Fernández poseía una legitimidad de origen superior a la de su predecesor, pero los hechos mostraron que no contaba con los factores objetivos que habían desactivado los reclamos del inicio de la gestión kirchnerista. La salida de la situación de crisis y estancamiento había incentivado los reclamos de todos los agentes económicos; el aumento de los impuestos al agro fue rechazado como una iniciativa arbitraria en tanto mecanismo para fortalecer los presupuestos estatales con fines proselitistas, y así el problema quedó totalmente politizado. Por su parte, los voceros del kirchnerismo actuaron como si creyesen que podían hacer de la derrota de las resistencias agrarias una especie de gesta política susceptible de fusionar contra los «dueños de la tierra» a sus apoyos peronistas y de centroizquierda. Sin embargo, las movilizaciones de productores agrarios pequeños y medianos difundidas por la comunicación televisiva reflejaron reclamos que hablaban en nombre de la ética del trabajo, a la vez que denunciaban la complicidad del gobierno con grandes intereses monopólicos en materia agroexportadora21.

Desde el comienzo de la protesta, algunos dirigentes peronistas provinciales expresaron de modo más o menos público el rechazo al aumento de los impuestos a las exportaciones agrarias (en especial concentrados en la soja), mientras que algunos sectores justicialistas y de izquierda daban su adhesión a los reclamos de la Federación Agraria Argentina, la entidad que históricamente había expresado a los pequeños propietarios del campo. El gobierno, por su parte, activó el viejo clivaje «pueblo versus oligarquía».

En mayo de 2008, Kirchner asumió la conducción del Partido Justicialista en condiciones en las que era evidente que se trataba de una iniciativa que apuntaba a neutralizar las disconformidades que manifestaban algunos gobernadores y dirigentes provinciales con respecto a las orientaciones del gobierno y, más precisamente, respecto al enfrentamiento con los productores rurales. La ausencia en la reunión partidaria de algunos dirigentes importantes, todos pertenecientes a regiones que eran epicentros del conflicto agrario (Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires o Entre Ríos), mostró el deterioro de las relaciones entre los peronismos provinciales y el gobierno nacional. De todas maneras, esas ausencias se registraron en condiciones en las que el cuerpo directivo del Partido Justicialista en el nivel nacional quedaba integrado por la casi totalidad de los gobernadores peronistas. No obstante, cuando el gobierno envió al Parlamento el cuestionado impuesto, una parte de los diputados y senadores peronistas, al igual que la mayoría de los legisladores de la oposición, votó en contra, actitud a la que se sumó el vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, y así se hicieron públicos los resquebrajamientos de los apoyos del kirchnerismo.

Las primeras elecciones legislativas del periodo de Cristina Fernández, realizadas en septiembre de 2009, significaron un notorio retroceso político del kirchnerismo, que fue derrotado en los cinco principales distritos electorales del país: la Capital Federal y las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza. En el ámbito nacional, la coalición opositora denominada Acuerdo Cívico y Social superó por una ligera diferencia de votos al oficialismo con propuestas cuyo énfasis estaba puesto en las críticas a las transgresiones en el funcionamiento de las instituciones democráticas. Pero además de la pérdida de apoyos que pudo provocarle el conflicto rural, lo que más perjudicó al oficialismo en el plano electoral fue la disidencia abierta en el seno del peronismo, bloque que concurrió con candidatos propios a las elecciones y consiguió imponerse por un estrecho margen de votos en la provincia de Buenos Aires, donde reside casi la tercera parte del electorado nacional. Se agregó en lo simbólico el hecho de que Kirchner era el primer candidato a diputado nacional de la lista derrotada.

En la medida en que con las elecciones de 2009 el kirchnerismo perdió la mayoría en el Poder Legislativo, no parecieron exageradas las expectativas de quienes auguraron el comienzo de un nuevo ciclo político e institucional marcado por los protagonismos de los partidos de oposición. Sin embargo, la misma situación de desarticulación del campo político que había beneficiado a los promotores del kirchnerismo primero y los perjudicó luego, jugó en contra de quienes desde la oposición trataron de concertar sus fuerzas para proponerse como una alternativa política. El alto grado de desorganización de los partidos políticos y las consecuentes pujas personalistas entre sus dirigentes obstaculizaron en lo inmediato la acción mancomunada de los opositores.

A modo de cierre: ¿hacia un partido kirchnerista?

El gobierno de líder sin partido fue eficaz durante el periodo 2003-2007, pero estaba tan fuertemente asociado al personalismo de Kirchner que ese formato de conducción política no fue adecuado para poner en su puesto de comando a su sucesora. Sin ser el único factor, la idea de que el ex-presidente seguía manejando los asuntos públicos deterioró el reconocimiento de la autoridad de Cristina Fernández. La caída de su popularidad hizo que la presidenta decidiese no postularse para una eventual reelección en 2011, y que el candidato volviese a ser Néstor Kirchner. Pero su fallecimiento ocasionó no solo la modificación de los planes del oficialismo sino que, además, inclinó a favor de su esposa a un porcentaje importante de la opinión pública que hasta ese momento no la respaldaba. Tal como sostuvimos en un texto reciente22, a pesar de su popularidad, el kirchnerismo no había conseguido establecer lo que Weber denominó una «leyenda del poder» capaz de relatar una gesta o una lucha legitimadora de sus orígenes y acción de gobierno. La renuncia al balotaje de Menem le anuló la posibilidad de ser plebiscitado por el pueblo antineoliberal; la quita en los montos de la deuda externa no dio visibilidad pública a una alteridad poderosa que se supusiese derrotada; los juicios a los responsables de los crímenes dictatoriales no alcanzaron la espectacularidad de los de 1985 ni suscitaron reacciones militares; las empresas extranjeras que vieron disminuir sus ganancias no reaccionaron como para alimentar la idea de un triunfo antiimperialista; en fin, en 2008 no hubo oligarquía vencida. Sin épica propia, el deterioro del kirchnerismo se vio revertido al producirse el fallecimiento de Kirchner, que fue sentido por amplios sectores de la opinión pública como un excepcional acto de sacrificio personal realizado en nombre de un ideal político. Los índices de popularidad de Cristina Fernández crecieron influidos por esa percepción y, seguramente, en virtud de la evaporación de las dudas sobre quién tomaba decisiones.

En lo que hace al tema de este artículo, también se produjo un cambio notable. Los roles desempeñados por Kirchner habían sustituido la falta de un partido kirchnerista, y si bien su modo personalista de ejercer la autoridad había disciplinado a la mayoría de los jefes provinciales y municipales peronistas, en muchos casos parecía claro que eran el cálculo y las conveniencias lo que los movía. Después de Kirchner, quienes se habían visto atraídos por su política y habían aceptado su conducción por afinidades ideológicas (una parte de ellos convencidos de haber quemado naves), fuesen dirigentes populares de la suspensión coloidal, miembros más politizados de las organizaciones de derechos humanos, figuras progresistas o de centroizquierda, o participantes del mundo cultural, entre otros, debieron imaginar que no estaba lejos el momento en que las dirigencias de los peronismos provinciales pidiesen intervenir de modo más activo en las gestiones gubernamentales. La salida del menemismo había mostrado, apenas ayer, la versatilidad de los dirigentes justicialistas, y nada indicaba que los años kirchneristas hubiesen alterado su proverbial pragmatismo. Organizar un partido kirchnerista contando con los recursos flexibles y con los pocos controles formales de una estatalidad en crisis puede ofrecer oportunidades en especial propicias para quienes parecen vislumbrar tal empresa23. En lo inmediato, si bien son evidentes las iniciativas de los dirigentes peronistas provinciales y de los jefes sindicales de inaugurar una etapa poskirchnerista, no es menos notorio que las mayores iniciativas políticas giran en la esfera del fortalecido poder presidencial de Cristina Fernández.

La desarticulación de las reglas del juego del campo político, el debilitamiento de todos los que fueron sus anteriores participantes colectivos y los obstáculos con los que tropiezan los nuevos aspirantes a serlo no son independientes de las claras dificultades para suturar las distancias que la sociedad ha establecido con respecto a los partidos o lo que queda de ellos. Los personalismos son en ese sentido un estilo de sustitutos pobres y precarios de los partidos organizados, cuyas consecuencias provocan efectos no previstos por los propios sujetos que llevan adelante esas prácticas24. Todo ello hace que los escenarios argentinos y los eventuales reacomodamientos de los actores en vísperas de las elecciones presidenciales de 2011 sean difíciles de prever. El retroceso de las propuestas de políticas de representación de intereses sectoriales y su reemplazo por la búsqueda de targets electorales no es, por cierto, una excepción exclusiva del caso nacional analizado. Las diferencias residen, quizás, en el hecho de que allí donde se carece de los antecedentes propios de la consolidación de una cultura política democrática, los protagonistas de la política se (re)presentan en el teatro de la representación aparentando ser personajes providenciales. En Argentina, las consecuencias de un pasado efectivamente dramático bajo muchos aspectos coadyuva al respecto.

  • 1. Estas fueron encabezadas por Néstor Kirchner, hasta entonces gobernador de la austral provincia de Santa Cruz; por el ex-presidente Carlos Menem; y por el gobernador de San Luis –y presidente durante unos pocos días en medio de la crisis de 2001– Adolfo Rodríguez Saá.
  • 2. Al respecto, v. particularmente P. Bourdieu: «Conférence: Le champ politique» en P. Bourdieu: Propos sur le champ politique, Presses Universitaires de Lyon, Lyon, 2000.
  • 3. Gallup: Estudio acerca del trabajo voluntario y la responsabilidad social empresaria, Argentina, 2007.
  • 4. Especialmente las leyes de Obediencia Debida y Punto Final del radical Raúl Alfonsín y los indultos del peronista Carlos Menem.
  • 5. Sobre las percepciones sociales de la corrupción en Argentina, hemos consultado los Informes Latinobarómetro del periodo analizado.
  • 6. Observatorio de la Deuda Social Argentina: Barómetro de la Deuda Social Argentina No 6, Universidad Católica Argentina, 2010, pp. 228-230. Se trata de informaciones provenientes de una encuesta multipropósito y longitudinal, con diseño en panel, aplicada a una muestra aleatoria de 2.500 casos representativos de la población de 18 años y más, residentes en el Área Metropolitana de Buenos Aires, Gran Córdoba, Gran Rosario, Gran Salta, Gran Resistencia, Gran Mendoza, Paraná, Bahía Blanca y Neuquén.
  • 7. Luego de su caída en 1955, lejos de debilitarse, el peronismo no solo conservó sus apoyos en los sindicatos, sino que conquistó adhesiones en sectores de las clases medias y empresarios que antes le habían sido hostiles; a comienzos de los años 70, en su seno coexistían dificultosamente múltiples y antagónicas tendencias e intereses sociales.
  • 8. Los partidos políticos, Lom, Santiago de Chile, 2004, p. 138.
  • 9. Entrevista a Eduardo Duhalde en Jorge Fontevecchia: Reportajes 2, Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 366.
  • 10. D. James: Doña María. Historia de vida, memoria e identidad política, Manantial, Buenos Aires, 2004, p. 33.
  • 11. Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 33. Weber contraponía las relaciones de sociedad (o sociación) a la relación de comunidad inspirada en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de quienes eran partícipes de la constitución de una entidad que suponía mayores compromisos mutuos.
  • 12. Después del derrumbe. Teoría y práctica política en la Argentina que viene. Conversaciones Néstor Kirchner-Torcuato Di Tella, Galerna, Buenos Aires, 2003, p. 131.
  • 13. Ibíd., p. 126.
  • 14. P. Bourdieu: «Conférence», cit., p. 68.
  • 15. «Algunas propiedades de los campos» en P. Bourdieu: Cuestiones de sociología, Istmo, Madrid, 2000, p. 114.
  • 16. Entrevista a Néstor Kirchner en Página/12, 23/6/2002, pp. 12-13.
  • 17. «Discurso de asunción de la Presidencia de la Nación», 25 de mayo de 2003.
  • 18. Al respecto, v. R. Sidicaro: «Désarticulation du système politique argentin et kirchnerisme» en Problèmes d`Amèrique Latine No 71, invierno 2008-2009 y «Epílogo: después de Los tres peronismos» en Los tres peronismos. Estado y poder económico, nueva edición ampliada, Siglo xxi, Buenos Aires, 2010, pp. 249-272.
  • 19. Entrevista con Mario Wainfeld y otros en Página/12, 21/5/2006.
  • 20. Al respecto, v. aavv: Elecciones 2007. Lecturas, escenarios y futuro, Cuadernos de Argentina Reciente No 5, Buenos Aires, 12/2007.
  • 21. Al respecto, v. Adrián Murano: El agitador. Alfredo de Angeli y la historia secreta de la rebelión chacarera, Planeta, Buenos Aires, 2008; Osvaldo Barsky y Mabel Dávila: La rebelión del campo. Historia del conflicto agrario argentino, Sudamericana, Buenos Aires, 2008.
  • 22. R. Sidicaro: «Epílogo: después de Los tres peronismos», cit., p. 271.
  • 23. Con respecto a las instituciones estatales en el periodo, v. Hugo Quiroga: La República desolada. Los cambios políticos en la Argentina (2001-2009), Edhasa, Buenos Aires, 2010.
  • 24. Manuel Antonio Garretón, reflexionando sobre Chile, evoca los problemas de las acciones políticas centradas en intereses personales y las considera un fenómeno de corrupción aun cuando se trate solo de la lucha por posiciones de poder y prestigio político, sin que impliquen la búsqueda de intercambios de bienes materiales. Al respecto, v. M.A. Garretón: La sociedad en la que vivi(re)mos. Introducción sociológica al cambio de siglo, Lom, Santiago de Chile, 2000, pp. 58-64. V. igualmente Jaime Osorio: «La descomposición de la clase política latinoamericana: ¿el fin de un periodo?» en Nueva Sociedad No 203, 5-6/2006, pp. 15-26, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3348_1.pdf.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 234, Julio - Agosto 2011, ISSN: 0251-3552


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