El mundo según Bolsonaro
La nueva política exterior de Brasil
noviembre 2018
En un contexto de retroceso del «orden» liberal occidental, recesión económica y polarización política, el nuevo presidente brasileño promete dejar atrás el declive internacional heredado de las gestiones anteriores y «cambiar el destino del país». Pero ¿cómo entender el mundo pensado por Bolsonaro?
A lo largo de la campaña electoral y en los días posteriores a su triunfo, Jair Bolsonaro dejó algunas definiciones de lo que sería su programa de política exterior. Propuso un mayor acercamiento a Estados Unidos, Israel e Italia; criticó a China y a todos los regímenes asociados con el comunismo y calificó al Mercosur como un bloque demasiado ideologizado. En línea con Donald Trump, mostró su preferencia por las negociaciones bilaterales en detrimento de los esquemas multilaterales, se manifestó favorable a mudar la embajada a Jerusalén, a salirse del Acuerdo de París sobre cambio climático, a romper relaciones con Cuba y a incrementar las sanciones a Venezuela. Al nombrar a quien será su ministro de Relaciones Exteriores, el diplomático Ernesto Araújo, Bolsonaro expresó, en tono refundador, que la política exterior debía acompañar el momento de regeneración que vive hoy Brasil.
Ahora bien, aunque puedan encontrarse puntos en común con Trump, la imitación no implica similitud. Para una potencia global como Estados Unidos, negociar de manera bilateral es una forma de imponer mejor sus intereses. Para un país periférico como Brasil, en cambio, el bilateralismo suele ser utilizado como una vía para obtener relaciones «especiales» con las potencias. Tampoco es lo mismo que se salga del Acuerdo de París el país más industrializado del mundo que el país con la reserva de biodiversidad más importante del planeta. Entonces, ¿cómo entender el mundo que piensa Bolsonaro?
Hay dos conceptos que sirven para definir el programa de política exterior que se vislumbra en el nuevo gobierno brasileño: americanismo y desamericanización. Aunque a primera vista pueda parecerlo, ambas ideas no son necesariamente contradictorias.
El americanismo refiere a una tradición diplomática que tiene como principio central lograr una relación privilegiada con Estados Unidos. A lo largo de la historia brasileña, ha tenido distintas expresiones. Así, hubo casos, como el de Getúlio Vargas, en los que la proximidad con Washington operó como una vía pragmática para profundizar el desarrollo nacional. En otros casos, el americanismo tuvo un componente ideológico más rígido, lo cual hizo que se profundizara el alineamiento con la potencia hegemónica. Un claro ejemplo de ello se dio en el gobierno de Humberto de Alencar Castelo Branco, primer mandatario de la dictadura de 1964. Bajo su gobierno, Brasil afirmó sus credenciales «occidentales» y anticomunistas, decretó como prioritario el vínculo con Estados Unidos, abrió la economía al capital extranjero y congeló la política latinoamericanista de Kubitschek, Quadros y Goulart. Con estos antecedentes, podría decirse que la reivindicación de la dictadura que hace Bolsonaro no se reduce únicamente a una nostalgia de orden y seguridad, sino que también incluye esa forma de ver el mundo.
Vinculado a esto aparece el otro eje estructurador de la política exterior bolsonarista: la desamericanización. Originada en la época del Imperio, esta idea propone un distanciamiento de Brasil de la región. Según explica Clodoaldo Bueno, el paso a la República en 1889 estuvo caracterizado por un movimiento de «americanización» de las relaciones exteriores, cuyo objetivo central era desarticular la concepción de que Brasil representaba una excepción en América del Sur, debido a su carácter monárquico y lusitano. Como sostenía Bueno en su libro A República e sua política exterior (1889 a 1902), desde esta óptica, el estatus «diferencial» mantenía a Brasil a salvo de los vicios y desórdenes propios del republicanismo liberal de las ex-colonias españolas. A raíz de ello, debía privilegiarse el vínculo con Europa y Estados Unidos y evitar estrechar relaciones con los países vecinos.
Bolsonaro, en este caso, propone una desamericanización aggiornada, al entender la región como un ambiente que atenta contra valores «esenciales» de la sociedad, como la libertad, el libre mercado y la familia. En esta línea deben entenderse las críticas al Mercosur como un bloque ideologizado y restrictivo del cual es mejor librarse, o la idea de que «el izquierdismo latinoamericano» es una amenaza. La insistencia en asimilar el petismo con el comunismo y el régimen venezolano o, como señaló el flamante canciller, la globalización con el «marxismo cultural» responde a esta asociación entre «desorden» nacional e importación de ideas foráneas. Restablecer el orden y la grandeza perdida implica, entonces, «aislar» a Brasil de los países vecinos y de la intromisión de instancias como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) –«un lugar de reunión de comunistas»– o el Foro de San Pablo, señalado como responsable del aumento de la criminalidad y del debilitamiento de las instituciones democráticas.
La reconstitución del eje Washington-Brasilia será un factor que, sin dudas, reordenará el escenario regional y tendrá implicancias globales. Desde que llegó Trump a la Casa Blanca, la política estadounidense hacia América Latina se ha centrado en contrarrestar la expansión de China y Rusia. En este marco, Trump parece haber encontrado en Bolsonaro un aliado en su disputa global con China. Primero, sostuvo que «China no está comprando en Brasil sino que está comprando Brasil». Luego, viajó a Taiwán y dejó en claro que pretendía romper los vínculos de «amistad con regímenes comunistas» desarrollados por los gobiernos anteriores.
Desde que, a principios del siglo XXI, los países latinoamericanos comenzaron a intensificar el vínculo comercial y político con Beijing, no había sucedido que un país importante de la región cuestionara abiertamente la política china hacia América Latina. Menos aún, que el cuestionamiento se centrara más en lo político-ideológico que en la asimetría que caracteriza los vínculos económicos. Hay, sin embargo, factores que pueden apaciguar los ánimos: China es el principal destino de las exportaciones brasileñas. La balanza comercial es, además, superavitaria para el país sudamericano, y sus principales beneficiarios son sectores económicos que conforman el núcleo duro del bolsonarismo, como el agronegocio y la minería.
Un mayor acercamiento a Estados Unidos tendrá, asimismo, peligrosos efectos sobre la seguridad regional. Muy probablemente, Bolsonaro profundice las acciones de cooperación iniciadas durante la gestión de Michel Temer, que van desde la posible cesión de la base militar de Alcântara hasta la realización de ejercicios conjuntos en el Amazonas. Si a ello sumamos el actual escenario de militarización de la seguridad interior, Brasil se transformará, junto con Colombia, en uno de los principales socios de Washington en la lucha contra las «nuevas amenazas», como el narcotráfico y el terrorismo.
De igual forma, el alineamiento con Estados Unidos despierta interrogantes sobre la posicionamiento de Bolsonaro hacia Venezuela. Se descuenta que el nuevo gobierno propondrá más sanciones y apostará por un mayor aislamiento de Caracas. Pero eso no es todo. Washington viene promoviendo desde la llegada de Trump una «opción militar» para derrocar a Maduro. Hasta el momento, no ha encontrado un socio sudamericano para una iniciativa tan temeraria. El escenario, sin embargo, podría cambiar: figuras cercanas a Bolsonaro, como el asesor de política exterior, Luiz Philippe de Orléans-Braganza o el propio hermano del presidente han hecho declaraciones públicas favorables respecto de una intervención internacional. Pero aun sin llegar al extremo de una acción militar directa, lo cierto es que, en un contexto de crisis económica, agitar el fantasma de una amenaza externa le permitiría tanto a Maduro como a Bolsonaro mantener un mínimo de cohesión interna. La posibilidad de un conflicto armado con Caracas, además, podría ser una buena excusa para movilizar tropas a los estados del norte y nordeste, bastión electoral y territorial del Partido de los Trabajadores (PT).
Sin perjuicio de lo dicho hasta aquí, desentrañar el posicionamiento internacional del gobierno bolsonarista implica también comprender los procesos que han tenido lugar en el Estado y la sociedad brasileña y cómo estos han impactado en la forma de ver el mundo. En este sentido, la llegada de Bolsonaro es, en gran medida, el resultado de una reconfiguración del bloque de poder en el país verde-amarelo, motorizada por el «Lava Jato», la crisis económica y la impugnación generalizada al sistema político.
El retroceso del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el Movimiento Democrático Brasileño (ex-PMDB) es, sin dudas, la evidencia más notoria de este fin de ciclo político. Bolsonaro llegó al Palacio del Planalto sin necesidad de acordar con ninguno de estos partidos. Optó, en cambio, por negociar con bloques transversales. ¿Quiénes, específicamente? La famosa bancada de los ruralistas, los evangelistas y los militares. En efecto, la conformación de esta nueva alianza explica buena parte de los alineamientos externos que propone Bolsonaro. El conservadurismo cristiano es promotor de estrechar las relaciones con Estados Unidos e Israel y los ruralistas son quienes empujan a una mayor apertura comercial para la exportación de commodities.
Este ascenso de los ruralistas, asimismo, es un símbolo de una reconfiguración en el establishment económico brasileño: pulverizada por el «Lava Jato», la tradicional burguesía industrial nacional ha perdido su lugar de privilegio, en detrimento del sector agroexportador y los actores más trasnacionalizados.
El rumbo que proponen neoliberales y tecnócratas como Paulo Guedes u Onyx Lorenzoni –futuro jefe de la Casa Civil– es producto de esta reconfiguración. Para este sector, la economía brasileña ha perdido competitividad frente a países como la India, China y el bloque de la Unión Europea. Y para recuperar esa competitividad es necesario abrir y desregular la economía, eliminar subsidios proteccionistas, liberalizar el comercio exterior, flexibilizar el mercado de trabajo e insertarse en las cadenas globales de valor. Este paquete de medidas implica que no habrá lugar para todos: solo sobrevivirán quienes se puedan adaptar a una competencia sin tutelajes estatales. En palabras del propio Guedes: «vamos salvar a la industria brasileña, a pesar de los industriales brasileños que se atrincheran en el proteccionismo estatal».
En este esquema, el Mercosur dejó de ser visto como el hábitat más propicio para el crecimiento de Brasil. La preferencia, ahora, es suscribir tratados bilaterales con países extrarregionales. En la práctica, avanzar en estos términos significa dinamitar la unión aduanera y retrotraer el bloque a una mera zona de libre comercio. Es decir, volver a los primeros años de la década de 1990. La elección de Chile como el primer destino internacional de Bolsonaro debe interpretase como consecuencia de esta visión «flexibilizadora» del Mercosur: el país trasandino es un claro exponente de una estrategia internacional más orientada a insertarse en los mercados globales que a fortalecer el mercado regional, como propone hoy la Alianza del Pacífico.
Hace poco más de medio siglo, quien fuera uno de los cancilleres más destacados de la historia diplomática brasileña, Francisco Clementino de San Tiago Dantas, afirmaba que el vector central de la política exterior de Brasil estaba dado por una coherencia sostenida en el tiempo. Asumiendo que esa continuidad haya efectivamente existido, la prédica refundadora de Bolsonaro la echará definitivamente por tierra.