Opinión
febrero 2018

El juicio contra Lula y el espectáculo de la indignación selectiva

En un país carcomido por la corrupción, el proceso contra Lula no reviste características meramente judiciales sino eminentemente políticas. La indignación es selectiva y la derecha quiere sacar del juego electoral al histórico dirigente del PT. Las contradicciones y flaquezas se hacen evidentes en todos los espacios políticos.

<p>El juicio contra Lula y el espectáculo de la indignación selectiva</p>

Mientras detractores y simpatizantes se sumergen en una espiral de odio y amor, la condena a Lula da Silva hace mucho más difícil que se encuentre una solución al caos político e institucional de Brasil.

Vivir en Brasil en la década actual es tratar desesperadamente de alcanzar el fondo del pozo. El reciente juicio entablado contra el expresidente Luiz Inácio Lula añadió otra evidencia de que la sociedad brasileña todavía está muy lejos de lograr ese objetivo. La condena en segunda instancia a doce años y un mes de prisión amplió el margen de incertidumbre en el horizonte nacional. Además, profundizó las trincheras en las que Brasil lleva por lo menos cinco años refugiándose, al trasladar de las redes sociales a las calles una confrontación improductiva e infundada. En este sentido, el juicio llevado a cabo este 24 de enero en un tribunal federal de Porto Alegre fue más bien un espectáculo de indignación selectiva, iniciado varios meses antes del acto principal.

Para comprender este proceso es necesario tener en cuenta algunos presupuestos básicos. Es evidente el apuro del Poder Judicial brasileño en su afán por lograr un desenlace contrarreloj que impida la candidatura del líder petista de cara a las elecciones de octubre, lo que llevó a los magistrados a poner el caso en cuestión por delante de otros e incluso a tratarlo durante un mes, enero, históricamente de feria judicial. El fallo unánime en la condena a Lula y la ampliación de la pena a doce años reduce mucho la capacidad de maniobra del expresidente.

La predisposición del mundo judicial en contra de Lula y el PT es conocida desde hace mucho tiempo. Sintoniza, de todos modos, con uno de los ejes de la indignación selectiva. Con los que odian a Lula y lo ven como el mayor corrupto de todos los tiempos, cerrando los ojos ante cualquier otra cuestión e ignorando, en nombre de su ensañamiento particular, la existencia de un gobierno encabezado y controlado por evidentes corruptos.

La compra de voluntades políticas, puesta en práctica desde tiempos inmemoriales, ocurre cada vez más a la luz del día. Gilmar Mendes, el más que sospechoso presidente del Tribunal Superior Electoral (STF), se arroga el derecho de tomar una decisión en línea con su interés por cooperar con el actual gobierno y con el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), partido del expresidente Fernando Henrique Cardoso, quien en su momento lo nombrara en su cargo. El mismo día en que Lula fue condenado, la Procuración General de la República ordenó que se archivara la causa contra otro miembro del PSDB, el senador José Serra, y nadie salió a mostrar su indignación.

Podríamos llenar páginas y páginas con ejemplos, pero detengámonos aquí para poder hablar del otro lado de la indignación selectiva. Los que apoyan a Lula también cierran los ojos ante varios problemas del pasado. «Para meter preso a Lula van a tener que matar personas», afirmó la presidenta del PT, la senadora Gleisi Hoffmann. Como declaración, suena bastante subida de tono viviendo de la líder de un partido que hizo muy poco para evitar el golpe contra Dilma Rousseff. El PT y la Central Única de Trabajadores (CUT) movilizaron decenas de miles de personas en Porto Alegre, pero dos años atrás, en Brasilia, no demostraron el mismo empeño defendiendo el mandato de la entonces presidenta del país.

La intención de plantear el juicio como un atropello definitivo a la democracia brasileña también fue un gesto impreciso y posiblemente exagerado. Si nos atenemos al ámbito jurídico, la condena sin pruebas no es un caso aislado en el país. Brasil tiene actualmente 726.000 presos. Se trata de la tercera población carcelaria más grande del mundo, en una cifra que se detonó justamente durante las últimas dos décadas. El 64% de los presos son negros (y pobres), llegando en algunos estados de Brasil a representar prácticamente la totalidad de la población de las cárceles. Muchos de ellos han sido encarcelados sin derecho a defensa por la posesión de unos pocos gramos de marihuana, cuando no por «delitos» armados por las fuerzas policiales. Y el PT hizo muy poco en sus trece años de gobierno por transformar esa situación. Tampoco supo revertir los elevados índices de letalidad policial –otro factor donde el país rankea alto en el mundo– con todo lo que esto significa como amenaza cotidiana a la población.

En el ámbito político, el derrocamiento de Dilma constituyó un complicado juego de destrucción de la institucionalidad y atropello a la Constitución, de modo que sería exagerado representarse la condena de Lula como un antes y un después. Se trata, más bien, de un nuevo episodio. Desde 2016 viene imponiéndose a rajatabla la agenda de la elite financiera. Una reforma laboral amenaza con crear millones de pobres en lo que hoy es la clase media. Un tope a la inversión social propone el traslado de miles de millones a manos de los grandes bancos. Y una ofensiva del empresariado en vías a desmontar el sistema previsional también se impone. Sólo para mencionar tres casos recientes.

¿La falta de espacio para actuar dentro del marco institucional podría empujar a Lula en una dirección más radical y, por ende, más reconciliada con la población? Es difícil prever lo que pueda darse en los próximos meses. Lo cierto es que la trayectoria del líder petista está marcada por la conciliación y el pragmatismo. En este sentido, las manifestaciones en su apoyo pueden sugerir una señal: «Soy el garante de la tranquilidad que ustedes necesitan para hacer negocios» o «Vamos a negociar un desenlace mejor para todos». Así fue entre 2003 y 2010, cuando el PT se enorgullecía de llevar adelante un gobierno «gana-gana» en el que pobres y ricos parecían sentirse económicamente satisfechos.

Sin embargo, pasó mucho tiempo y hoy las condiciones son completamente distintas. Está claro que una porción de la elite ya no acepta a Lula como mediador en materia de nada. La idea es asegurar una remuneración más alta e incesante al mercado financiero, algo que ya representa casi el 10% del PIB solo por pagos de una deuda que no hace sino incrementarse en el marco de las medidas de ajuste fiscal. Y ese es el verdadero problema que, en medio de una polarización estéril, parece fuera de la agenda de discusión. Cada vez se hace más evidente que fue en nombre de las retribuciones al mercado financiero que se produjo el golpe y todo lo que le siguió.

Ante esto es importante pensar el rol que encarna el reciente juicio en el horizonte de los próximos años. No tenía mucho sentido derrocar a Dilma e imponer un absoluto desguace de la inversión social para después permitir el retorno de alguien que, como mínimo, no sintonizaría con el ritmo de Michel Temer. Por otro lado, los escollos que en los últimos meses salieron al cruce del plan de atropello a las instituciones podrían incrementar el poder de negociación de Lula.

Aun siendo víctima de un bombardeo mediático constante, el expresidente logró conservar una razonable porción de su capital político. Si dejó de ser aquel líder con una aceptación superior al 90%, de todos modos sigue siendo el favorito de cara a octubre. Y, hasta el momento, no hay nombres consolidados entre la extrema derecha, salvo el del violento diputado Jair Bolsonaro, cuyo potencial de crecimiento no es claramente visible.

El candidato más afín al establishment, el gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, podría ganar espacio en los próximos meses. A su favor cuenta la indignación selectiva de las clases medias antilulistas, decididas a ignorar la presencia de Alckmin en las listas de pagos de coimas empresariales. Por otro lado, lo que Alckmin representa en lo económico es la continuidad del gobierno de Temer y la agudización de las privatizaciones más el desmonte de las políticas sociales. Y esto pone un cierto freno al apoyo de la población ante un conjunto de medidas que están generando desempleo y pobreza, aun cuando los principales canales de televisión distorsionen los hechos de manera diaria.

De ahí la otra circunstancia que favorece a Lula: la vuelta a un pasado seguro. El bombardeo mediático en torno a la corrupción tuvo algo de «dispararse en el pie», ya que galvanizó la idea de que, si todos son ladrones, mejor estar con un ladrón que trae comida a la mesa. Esta no es, claro, mi postura personal –no afirmo ni niego que Lula sea un ladrón— sino el modo de interpretación del mensaje mediático.

Las elecciones, de cualquier forma, van a estar muy marcadas por el Poder Judicial. Son los jueces de diferentes instancias los que decidirán el futuro del líder petista. Todo indica que los recursos en segunda instancia van a agotarse antes de abril, y con ello la prisión podría concretarse de inmediato. Pero también está la posibilidad de una revisión favorable en tribunales superiores. Primero, para evitar la prisión. Segundo, para registrar la candidatura. Tercero, para emprender la campaña. Cuarto, para asumir en caso de triunfar. Cualquier revisión judicial puede, desde ya, no ser en nada favorable a Lula.

Todo esto pone al país en estado de suspenso. En los próximos meses, la derecha (la moderada y la extrema) deberá delinear cuáles son sus planes y cómo piensa lograrlos. El PT debe decidir hasta cuándo aferrarse a la candidatura de Lula y cómo transferir eventualmente su capital político a otro nombre. La izquierda necesita saber si llevará un candidato propio aun cuando se trate de una apuesta a un futuro distante, sin posibilidades netas de triunfo. Con Lula, las elecciones pueden generar un estallido en el país a partir del rechazo de los más ricos y de parte de la clase media a aceptar una nueva derrota. Sin Lula, las elecciones pueden ser vistas como un fraude, y esto también puede generar un estallido. El fondo del pozo sigue sin verse.



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