Tema central

El estado del Estado en la actual sociedad de mercado


Nueva Sociedad 221 / Mayo - Junio 2009

En las últimas décadas, a partir del inicio del neoliberalismo y el auge de la globalización, América Latina registra un proceso de «desestatalización» del Estado, por el cual este es despojado de sus atribuciones principales –entre ellas la de gobernar mediante el monopolio de la violencia– y reemplazado por las dinámicas del mercado. Pero no solo el Estado, sino también la sociedad se mercantiliza, en la medida en que la lógica de mercado se extiende a las relaciones sociales, los individuos y la cultura. El artículo analiza ambos procesos a la luz de la crisis económica actual y concluye que sería ilusorio pensar en una vuelta del Estado keynesiano y redistribuidor, ya que se trata de una crisis producida por el capital financiero como parte de su proceso de reproducción.

El estado del Estado en la actual sociedad de mercado

Luego del periodo de «modernización» neoliberal del Estado y de la transformación del ciclo político de la economía en gobiernos económicos de la política, de las «gobernabilidades» y «gubernamentalidades» democráticas sometidas a los dictados del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), después de estos procesos de «gran transformación», comenzaron a plantearse tensiones, conflictos y confusiones entre la razón de Estado y la razón de mercado. La pregunta giraba alrededor de los efectos de la penetración de la racionalidad estatal por parte de la racionalidad mercantil y empresarial, en tiempos en que declinaba «el ciclo político del Estado-nación»1. Y también entonces cabía interrogarse en qué medida el mercado había dejado de ser una racionalidad exclusivamente económica para volverse también social, política y hasta cultural, dominante en la moderna sociedad de mercado, donde también el Estado sería parte del mercado.

Tras más de dos décadas de dominio de las fuerzas y los intereses económicos sobre las instituciones y los poderes políticos, es necesario plantear un nuevo problema: ¿en qué estado se encuentra el proceso de desestatalización del Estado por parte del mercado? ¿Qué queda del Estado? Y de manera más general, ¿qué queda del mismo sistema político (régimen de gobierno, sociedad civil, sociedad política)2? Esto, a su vez, remite a una cuestión ulterior: ¿para qué sirve hoy el Estado y qué es lo que puede hacer? Si ya no es el Estado el que organiza y regula a la sociedad, ¿a qué ha quedado reducida su función de gobernar? La crisis actual no solo pone a prueba la naturaleza residual del Estado moderno, sino que además manifiesta su más oculta realidad y sus límites menos evidentes, así como el extraordinario poderío del capital/mercado.

El desarrollo del capital adopta un modo de «producción destructiva»3, según el cual destruye todo aquello que le impide producir una nueva forma y fase superior de su desarrollo. Por esta razón, el capital devasta todo lo que no puede reciclar del Estado para su propia expansión. Tal devastación del Estado por el capital y el mercado reproduce a su vez esta forma «destructivo-productiva»: destruye toda aquella estatalidad que impide o no puede ser refuncionalizada para el desarrollo del capital, a la vez que el mismo mercado produce una nueva estatalidad, que convierte al Estado en un instrumento de las lógicas, los intereses y las fuerzas del mercado. Esto mismo ocurre con todas las instituciones de la «sociedad societal»: el mercado destruye la familia y produce una diversidad de formas familiares (monoparental, pluriparental, homoparental), que le son funcionales4. Una última cuestión preliminar, antes de ingresar en los temas centrales de este trabajo, se refiere a cómo y por qué el mercado se impone y domina al Estado. En primer lugar, mientras que las formaciones sociopolíticas tienden a diversificarse, adaptándose a situaciones sociohistóricas más heterogéneas (diversos modelos de Estado y de democracia), las formaciones socioeconómicas tienden, por el contrario, a una creciente unificación y homogeneización de sus formas dominantes. Esto es lo que ocurrió con el capitalismo. En segundo lugar, mientras que el modelo de Estado-nación tardó casi cuatro siglos en consolidarse en el mundo, el mercado-capitalista se consolidó y globalizó en menos de un siglo. En tercer lugar, como todas las instituciones históricas, el Estado tiende a desaparecer «víctima de su propio éxito»5 y una vez lograda su consolidación; de ahí que la institución del mercado aparezca dominando a un Estado al que sucede y sustituye.

Finalmente, desde una perspectiva antropológica, mientras que el poder político es en sí mismo limitado y contingente, al fundarse en «el deseo de dominar (al otro) y de no ser dominado (por el otro)»6, lo que implica que no hay poder sin contrapoder, las fuerzas del mercado, basadas en el deseo de poseer, son ilimitadas (apeiron, decía Aristóteles), y por ello mismo capaces de una violencia ciega (que los griegos llamaban hybris). Por este motivo, los mercados desenfrenados pueden llegar a enloquecer. No otra sería la interpretación antropológica de la crisis actual.

Sobre la base de estos presupuestos, es posible plantear una doble cuestión: qué estatalidad es «devastada» hoy por el mercado y de qué nuevas formas de estatalidad el mercado reviste al Estado7.

La desestatalización del Estado

Del Estado, como de las demás instituciones de la sociedad, el mercado conserva la apariencia de sus formas, pero vaciándolo de su sustancia institucional; de todo lo que produce socialidad, vínculos sociales y cohesión social, categorías todas ellas incompatibles con la lógica y los intereses del mercado. Es así como el Estado ha sido progresivamente despojado de su función de gobernar. No solo ha perdido su eficiencia gobernante, sino que también ha confundido y cambiado los modos de gobernar, y ha dejado de ser un organismo e instrumento de gobierno.

Hacia una «gobernanza» sin gobierno estatal. Una vez fragilizado tras su «modernización» privatizadora (privado de sus recursos, servicios, know how…) y descentralizadora, el Estado fue sustituido de manera cada vez más amplia por los mercados y por las ONG, de la misma manera que buena parte de su intelligentsia burocrática abandonó el sector público para integrar el mercado de los consultores y asesores privados. Finalmente, muchos de los sectores y las competencias estatales fueron cubiertos por la cooperación internacional y los organismos financieros como el FMI y el BM. Desde estos organismos se producían los diagnósticos, se elaboraban los proyectos, se definían las estrategias y se implementaban los planes de acción. Este debilitamiento político del Estado y el creciente intervencionismo económico y del mercado en el funcionamiento de sus aparatos reflejaban la reconversión del gobierno político (de la economía) en el gobierno económico (de la política).

En los 80 y 90, las políticas de ajuste estructural, de pago de la deuda externa y los programas neoliberales provocaron nuevas formas de luchas sociales, más políticas y violentas –lo que llamamos el «ciclo político de la protesta»– que generaron fuertes desafíos de gobierno a las recientes democracias. En aquellos años, la misma idea de gobernar fue cambiada por la idea de gobernabilidad. El concepto fue elaborado por el BM a inicios de los 90 con la finalidad de regular las contradicciones surgidas de los planes de ajuste estructural en los países subdesarrollados; más tarde, el término fue exportado hacia otras instituciones. Lo central es que introducía una confusión muy simple pero muy importante, al centrar el problema en la gobernabilidad de las sociedades, cuando el verdadero problema y la causa del desgobierno –la causa del ciclo político de protestas, movilizaciones y levantamientos populares– eran precisamente las políticas neoliberales. El enfoque de la gobernabilidad, masivamente promovido y dotado de las más elaboradas interpelaciones y justificaciones por parte de diferentes organismos académicos y de la cooperación internacional, terminó por confundir al mismo Estado sobre su principal práctica política8.

Esta relación entre el Estado y su ejercicio de gobierno se tornó aún más perversa a partir del ascenso de la «racionalidad administrativa». En un primer momento, se trató de aplicar al gobierno de las personas los enfoques e instrumentos propios de la gestión de las cosas. Así surgió la idea de «capital humano», que conduciría a una administración de las personas como si fueran cosas. En un segundo momento, de manera más explícita, los mismos organismos económicos internacionales (como el BM y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD) introdujeron el hipnótico neologismo de «gobernanza» para sustituir las nociones de gobierno y de poder político ejercido por un gobierno. La gobernanza sería, de acuerdo con este enfoque, una inmensa red integrada por actores en muchos niveles –supranacional, local, regional– y por actores pertenecientes a las esferas públicas, semipúblicas y privadas9.

El modelo empresarial fue propuesto en la euforia neoliberal de los 90 como un ejemplo para el Estado, pero también para las universidades, la familia, el partido, el deporte… Respecto del Estado, el objetivo de este modelo no era solo que se gobernara como si fuera una empresa, sino también que el mismo Estado ejerciera un gobierno empresarial. Es así como surgen y se imponen los criterios de usuario, cliente y consumidor (en relación con los ciudadanos), de control de calidad (de los productos), de competitividad, eficacia, rendimiento (de las acciones). La desestatalización del Estado se convierte, de manera casi invisible, en una mercantilización del Estado. Los problemas que no se pueden o no se quieren resolver políticamente se administran (eso sí: con los mejores rendimientos y con las mayores utilidades). Esto es justamente lo que ocurre desde hace dos décadas con la exitosa hipérbole de la «lucha contra la pobreza», cuya imponente y rentable administración es la mejor garantía para que dicha lucha nunca termine y para que las causas de la pobreza no sean afectadas jamás. La gestión empresarial de la acción del Estado –desde la salud y la educación hasta la seguridad ciudadana– se sujetará a los criterios de calidad, competitividad y eficiencia empresariales: de ahí que la finalidad no sea tanto que los hospitales sanen, las escuelas eduquen y los fondos de pensiones garanticen la seguridad a sus beneficiarios, sino que produzcan beneficios.

La gobernanza escamotea la relación y la responsabilidad políticas entre gobernantes y gobernados y las sustituye por el gobierno de los procedimientos y de los automatismos anónimos de la empresa y del mercado10. La gobernanza global solo puede construirse a partir de y a costa del casi total debilitamiento de los Estados nacionales. La búsqueda de capacidades de decisión y de instituciones mundiales en condiciones de gobernar la globalización reivindica el dominio de los mercados sobre la política y los Estados, promoviendo un creciente apoliticismo y una despolitización de la política, para que aquellos y esta puedan quedar sujetos a los intereses y fuerzas del mercado11.

La relación entre gobernantes y gobernados se degrada también en la medida en que la representación política es suplantada por la representatividad de los políticos, construida a partir de parámetros y recursos mercantiles: la «democracia de mercado» y la «videodemocracia», la venta de imagen (marketing profile), las ofertas del clientelismo político, así como el creciente poderío de los lobbies y su influencia en aquellas decisiones que involucran colosales intereses económicos (energéticos, agroalimentarios, de transportes, farmacéuticos, etc.)12. Si el mercado obtiene suculentos beneficios, explotando la escenificación pública de la vida privada de los políticos (la «pipolización»13 de la política), mucho más colosal es el producto de la corrupción cuando el ocaso de la representación política facilita la privatización de lo público.

En definitiva, el mercado no solo genera un Estado sin poder, sino incluso una política sin poder, poniendo fin a toda una tradición histórica y del pensamiento occidental, según la cual «la política (era) inseparable del poder»14. Esto genera una consecuencia todavía más grave: en la medida que el mercado se hace cada vez más real, la política deviene cada vez más virtual.

El Estado no solo es atravesado por las fuerzas, intereses y lógicas del mercado en sus desempeños estatales, sino que además se convierte en un poderoso instrumento para la expansión depredadora del mercado en aquellos sectores e instituciones más sensibles del ámbito público. Es por medio de las reformas «modernizadoras» –de «actualización», «mejoramiento de la calidad» y toda una retórica de eufemismos– que la Organización Mundial del Comercio (OMC) logra la progresiva comercialización de la salud en todo el mundo, y que los mismos Estados intentan convertir a las universidades en presas codiciadas de las empresas, «empresarializando» la institución universitaria en todos sus campos académicos (sobre todo, en investigación y posgrados), haciéndola rentable, competitiva y «abierta» a las influencias de los mercados15.

Impotencia y deslegitimación del Estado. Junto con la pérdida de su poder gobernante, el Estado ha sido despojado de la sustancia de dicho poder, su misma razón de ser: el «monopolio legítimo de la violencia»16. En su origen moderno, el Estado, maquiaveliano y hobbesiano, al mismo tiempo que monopolizaba y legitimaba la violencia que se encontraba difusa por toda la sociedad, suprimía la «lucha de todos contra todos», reemplazándola por la futura lucha de clases y convirtiendo esa violencia en conflicto social. El Estado se constituía no solo en árbitro, mediador y regulador de las luchas sociales, sino también en parte –y hasta contraparte– de ellas; no solo en referente de los conflictos sociales reivindicativos, sino también en oponente y adversario de las movilizaciones de protesta.

Pues bien, son precisamente estas luchas las que se encuentran en crisis: su frecuencia y su intensidad disminuyen a la par de su progresiva deslegitimación. Se diría que, después de la transformación de los conflictos sociales reivindicativos y «proactivos»17, democráticos y no violentos, en las luchas protestatarias, «reactivas», antidemocráticas y violentas de los años 90, esta atrofia de las luchas sociales se explica por un auge de las violencias sociales: privadas, intrainstitucionales, extendidas por toda la microfísica del tejido social, producto de la ruptura de los vínculos sociales (familiares, educativos, laborales, de género y generacionales, identitarios, etc.). Más que su incapacidad (política) para establecer aduanas y fronteras entre el mercado interno y el comercio exterior, la mejor prueba de la pérdida de soberanía del Estado-nación es su impotencia para monopolizar la violencia interna, sobre todo cuando se traduce en guerras civiles, y su impotencia para gobernar las guerras «externas», más aún cuando son declaradas «terroristas». La doble versión actual de la violencia –microsocial y global– constituye la prueba de la falta de poderío del Estado. Desde luego, ya desde las sociedades primitivas las guerras fueron mercantiles; la originalidad actual es que el mercado es la guerra: «una guerra de todos contra todos»18 y metapolítica, frente a la cual los Estados, despojados por el mismo mercado capitalista de su «monopolio legítimo de la violencia»19, son incapaces de controlar y regular, ya que ellos mismos se encuentran instrumentalizados por los nuevos mercados de la guerra (energética, petrolera, narco, de armas, de prostitución o de migración clandestina); cuando, en realidad, se trata de las guerras del mercado (competitivas, mafiosas, especulativas…). Este proceso implica una progresiva exclusión del Estado, no solo como referente sino también como garante de la seguridad ciudadana frente al caos generado por el nuevo orden global de los mercados. Despojado de su capacidad política para controlar la violencia social, el Estado la reduce a la delincuencia, que es solo la punta del iceberg, con la finalidad de «policializarla», judicializarla, penalizarla y, en el caso extremo, hacerla objeto de la «lucha antiterrorista». Es precisamente con estas actuaciones frente al conflicto social y las violencias sociales que el mismo Estado se desestataliza. De hecho, en este campo también asistimos a una creciente judicialización de la política y a una judicialización de la regulación y la solución de los conflictos sociales. El Estado privatiza tanto la seguridad ciudadana como la «negociación» y «mediación» de los conflictos, cada vez más sujetos a las técnicas del marketing empresarial.

Una consecuencia de este debilitamiento y deslegitimación del Estado por parte de las fuerzas del mercado es la aparición de gobiernos extremadamente autoritarios, ya sea neoliberales o contraneoliberales, cuyas formas caudillistas o despóticas en parte encubren, en parte compensan y en parte agravan el déficit de estatalidad. Que estos gobiernos autoritarios instrumentalicen los aparatos estatales o se sirvan de organismos paraestatales puede dar la falsa impresión de un «retorno» del Estado. Como veremos más adelante, nada más lejos de lo que sucede en la actualidad.

Desestatalización de la sociedad de mercado

De la misma manera que el Estado nacional, a partir del siglo XVI y durante cinco siglos, estatalizó y nacionalizó las sociedades, hoy el mercado sostiene un proceso de mercantilización de la sociedad. Por eso, la desestatalización de la sociedad de mercado puede ser enfocada desde la doble perspectiva schumpeteriana: la destructiva, en el sentido de que el mercado desocietaliza todas aquellas instituciones que caracterizaban a la sociedad del Estado-nación; y la productiva, por la cual la mercantilización de la sociedad abarca desde una «antropología de mercado» (el nuevo homo economicus) hasta una mutación mercantil del derecho y los valores.

Desocietalización de la sociedad. En la medida en que el modelo de desarrollo capitalista transforma la sociedad en mercado y todo en ella en mercancía, la misma sociedad se desestataliza en todos sus componentes, quitándose todo resto de institucionalidad (o de «societalidad» en términos weberianos). Su primer efecto consiste en destruir lo público, fundamento del Estado desde sus orígenes, del que el Estado fue siempre garante y principio de articulación con lo privado. El mercado no puede soportar que algo sea común y compartido ni que todos puedan participar por igual; la lógica del mercado consiste en que todo sea privado, privatizable y privatizado, objeto de compra y venta, y que todo tenga un precio: desde los órganos humanos hasta el sexo de los niños.

Según Aristóteles, que nada tenía de comunista, «es mejor mucho privado que todo común», aunque «una sociedad no puede existir sin nada en común»20. Esta destrucción de lo público y lo común por parte de las fuerzas del mercado constituye una violencia sobre la totalidad social, estrechamente relacionada con la ruptura de los vínculos sociales, que solo se establecen en la medida que comparten y participan bienes y servicios públicos y comunes. Aunque el mercado nunca logrará la privatización total, so pena de destruir la sociedad humana, la violencia privatizadora y privadora ejercida sobre ella puede ser tan constante como ilimitada.

Lo público, lugar de mediaciones entre el individuo y la colectividad, entre lo privado y el Estado, se encuentra asociado a lo público en cuanto «manifiesto», «visibilidad» y «transparencia» (la parresia de la democracia ateniense y la Offentlichkeit de Jürgen Habermas), y constituye una cualidad ética de la política estatal (contraria a los arcana imperii de las monarquías)21. Ambas dimensiones de lo público desaparecen en la sociedad de mercado. Son sustituidas no solo por la publicidad de las mercancías sino, sobre todo, por las opacidades del capital, con todo su sistema de encubrimientos: el de la explotación del trabajo por el salario, el de la plusvalía por el valor de la mercancía, el del fraude fiscal por la evasión de impuestos, ambos encubiertos por el secreto bancario, los paraísos fiscales y los impuestos al ahorro, mediante los cuales los bancos simulan compensar la fuga de capitales y el blanqueo de dinero. No se trata de simples desviaciones del modelo capitalista, sino de operaciones esenciales a su funcionamiento.

El protagonismo atribuido a la sociedad civil durante los 90 no solo tenía la finalidad de deslegitimar la sociedad política y contraponer sociedad civil a Estado, sino, sobre todo, facilitar las hegemonías privadas y empresariales, y fortalecer a los actores económicos, los intereses y las fuerzas del mercado. El proceso de conversión de la sociedad en mercado se disimula con la retórica en torno de la sociedad civil. El postulado neoliberal de «más sociedad civil y menos Estado» resulta contradictorio en la medida en que la sociedad pierde socialidad y cohesión y deja de ser un componente del sistema político (junto con el régimen de gobierno, la sociedad política, el gobierno y el Estado), para volverse un espacio relativamente autónomo, dominado por los intereses privados y las fuerzas del mercado.

Nada ha minado tanto la capacidad normativa y reguladora del Estado, y por consiguiente su autoridad, como la supuesta capacidad autorreguladora de la sociedad civil, que tanto promocionaron los organismos económicos internacionales: su consecuencia fue no solo desactivar la influencia del Estado sobre ella cuanto dejarla a disposición de las regulaciones e influencias del mercado. Por esta razón, el neoliberalismo no es propiamente una actualización y radicalización de la tradición liberal, sino más bien la consecuencia institucional de las leyes del capital, que convierten al Estado en el instrumento privilegiado de la racionalidad económica. Sin espacio público no hay lugar para la sociedad civil ni, mucho menos, para la construcción de ciudadanía, que nunca existirá al margen de lo público. Reducidos a la condición de clientes y consumidores, los ciudadanos sustituyen los derechos civiles, ejercidos por igual a pesar de las diferencias entre ellos, por una serie de derechos específicos, basados en sus diferencias sociales (derechos de género, de los niños, de los minusválidos, derechos culturales, derechos procreativos, etc.). Estos derechos, lejos de ser compartidos por todos, agravan las diferencias y desigualdades y, al estar basados en necesidades, no son ejercidos, sino que requieren ser satisfechos, respondiendo así a la lógica del mercado.

Puesto que cada formación social desarrolla un modelo particular de individualismo, la sociedad de mercado, sin la dimensión pública ni cívica, dará lugar a un nuevo individualismo: no más individualista, ni más radical, sino diferente, formateado por las lógicas e intereses del mercado, en el que la misma ciudadanía se disuelve: es un individualismo egoísta porque, además de excluir lo colectivo, no soporta al «otro», cualquiera sea la alteridad (sexual, etaria, cultural, étnica); es narcisista, no solo porque se quiere a sí mismo, sino porque es incapaz de querer a los otros; es competitivo, ya que es incapaz de toda emulación (necesidad de los otros para mejorarse a sí mismo) y está abocado no solo a luchar contra los otros sino a destruirlos; es consumidor, ya que encuentra en la mercancía el referente de su existencia y de su identidad: uno es lo que consume. Mercantilización de la sociedad. Una sociedad no se vuelve «de mercado» sin la transformación mercantil de todas las relaciones sociales en su interior, de todos los comportamientos y valores e, incluso, de la relación de las personas consigo mismas. De ahí que dicha transformación sea antropológica: del homo politicus al homo economicus. Y tan radical que, según los mismos psicoanalistas, daría lugar a una «nueva economía psíquica del sujeto»22. Ya Marx sostenía que el capital no solo produce mercancías para el hombre, sino que también produce un ser humano para las mercancías. En esta misma perspectiva se entiende otra mutación: la del Estado de derecho en mercado de derechos.

Despojado de la capacidad de gobernar las complejidades de la sociedad de mercado, y sin el poder suficiente para monopolizar legítimamente el caos del nuevo orden global, las violencias y los terrorismos que ese mismo mercado produce, el Estado deja de ser también el lugar privilegiado del derecho. Dos décadas atrás comenzaba a emerger el conflicto entre una creciente politización de la justicia y una judicialización de la política. En la actualidad, el poder de los jueces y las competencias del derecho no solo se imponen cada vez más sobre el gobierno político, sino que se ubican en la misma sociedad civil y alcanzan niveles internacionales, más allá de las jurisdicciones y soberanías de los Estados-nación. Por ejemplo, la situación de Estados sujetos al arbitraje de cortes u organismos jurídicos privados extranjeros a raíz de contenciosos judiciales con empresas privadas nacionales y extranjeras constituye una expresión de un escenario inédito, donde los Estados y sus soberanías se hallan sujetos a un derecho transnacional cada vez más metapolítico y, sobre todo, comercial. En la actualidad, el derecho comercial internacional no solo trata de modernizar, ampliar y reforzar la lex mercatoria (derecho mercantil) medieval, practicada antes de la formación de los Estados nacionales, sino que pretende ser tomado como modelo para gobernar el ordenamiento político global, al que deberían someterse todos los Estado nacionales. De esta manera, se desarrolla una jurisprudencia arbitral internacional ya no a cargo de jueces sino de expertos del derecho y del mercado. Se trata de un derecho al margen del derecho internacional público y al margen del derecho privado internacional, ambos refrendados por los Estados nacionales, que opera no a partir de las constituciones políticas, sino de las prácticas y costumbres, lógicas e intereses de los mercados. Esta imposición de un derecho comercial para las relaciones entre los Estados nacionales presupone la reducción al mercado de todo el ordenamiento global. Después de todo, una sociedad de mercado, tanto nacional como global, no sería más que una comunidad de negocios (businness community), por lo que sería tan anacrónico como disfuncional pretender gobernarla políticamente desde el Estado.

Si hoy el complejo político-militar-moral es incapaz de controlar las múltiples tendencias centrífugas de la sociedad nacional y global, no es únicamente porque los Estados han quedado fragilizados por las fuerzas del mercado, sino, sobre todo, porque la sociedad de mercado necesita ser gobernada no tanto por una «gubernamentalidad» política como por una de carácter económico. Que Estados y gobiernos puedan ser sujetos de una legislación internacional de derecho mercantil significa que los conflictos y problemas supuestamente políticos no sigan siendo falsamente politizados, de modo que comiencen a ser resueltos económica y comercialmente, puesto que todo se ha vuelto mercado. Tal sería el primer postulado de un «derecho global sin Estado»23.

En esta perspectiva, el derecho sustituye hoy a todas las figuras tradicionales de la autoridad y «coloca toda la existencia colectiva de los individuos bajo el control de mecanismos impersonales e ideológicamente neutros (…) sin que los individuos sean convocados a título de sujetos»24. Es a condición de liquidar todas las otras instituciones y valores como la sociedad de mercado puede reducir al derecho todas las relaciones sociales y dispositivos de la integración. Así, «la condición necesaria y suficiente para instituir un orden humano eficaz reside en la aptitud de los individuos para entrar bajo las lógicas del mercado y del derecho»25.

El «espíritu capitalista» no se limita a convertir el derecho en la otra institución reguladora del orden social y sustitutiva del valor de todas las instituciones, relaciones y vínculos sociales. Además, ha transformado en el derecho –y en la multitud de derechos específicos– todas aquellas necesidades e intereses que el mismo mercado genera y puede satisfacer: desde el derecho de los niños a la publicidad hasta el derecho de las mujeres al «trabajo sexual». Lo cual, sin embargo, no ha impedido que las políticas neoliberales y el mercado rechacen la idea de que las necesidades fundamentales de la vida humana (alimentación, habitación, acceso al agua) son en realidad derechos.

La plusvalía hecha ética en la sociedad de mercado. El Estado moderno se construyó, a partir del siglo XVI, sobre la ideología y la ética del valor político, lo que supuso una gran reconversión de la virtud cristiana medieval en la virtus republicana de la antigua Roma26. En la moderna sociedad de mercado, el capital opera una nueva gran transformación de la idea de valor o virtus, según la cual nada tiene más valor que el de cambio; en otras palabras, todas las cosas tienen como único valor el de su precio y todo adquiere valor en la medida en que puede ser vendido y comprado. Esto significa que nada tiene valor fuera del mercado y que solo la mercancía posee valor.

El capitalismo, radicalmente amoral, muestra una absoluta indiferencia frente a cualquier otra ética, frente a la moralidad o la inmoralidad; pero no soporta un sistema de valores ni un principio de valoración que se oponga o compita con el valor de la mercancía y el principio de valoración del mismo capital y del mercado. Si el capital enfrenta un sistema de valores y un principio de valoración diferentes del de la plusvalía es porque, mientras esta garantiza la existencia del capital, los valores humanos son portadores de un deber ser que cuestiona e impugna el ser del capital y su reproducción. La disposición del capital a transformar toda realidad, natural y humana, en mercancía solo ha alcanzado plena eficacia y generalización en la sociedad de mercado global. Esta es la razón por la cual la cuestión de los valores emerge hoy como decisiva, ya que su «sistema de eticidad» (en palabras de Hegel) es fundamento del Estado; por eso mismo, el mercado reivindica y disputa con el Estado su propio sistema de valores. Nunca la disyuntiva ético-política fue tan radical, como lo había formulado Kant («Todo tiene o bien un precio o bien un valor», Fundamentación para la metafísica de las costumbres) y después reformularían Marx y Weber (para este último representa «la lucha principal entre la racionalización ética y la racionalización económica de la economía»27). Esta sustitución (objetiva) de un sistema de valores por otro, que corresponde a un cambio en el mismo principio/sujeto de la valoración (subjetiva), se opera por un implacable proceso de desvalorización de todo lo que limita, impide o contradice la valoración mercantil de la realidad, y por la revaloración de todo aquello que es mercancía o mercantil, rentable y produce beneficio monetario. No otra es la acción del «espíritu del capitalismo» (en términos de Weber): investir de plusvalía no solo las cosas, sino también las relaciones personales y a las mismas personas.

Así, la mutación ética responde a la misma lógica de «destrucción productiva» de valores: el capital reviste de valor económico y mercantil a todos los valores humanos y sociales y, al mismo tiempo, confiere una valoración social y humana a sus propios valores. Así, por ejemplo, el capital humano de las empresas, el valor económicamente calculable de sus recursos personales, se aplica a todas las relaciones personales. Pero esta necesaria capitalización comercial de todo lo humano y social, que la razón de mercado lleva hasta el extremo, tiene una singular contraparte: la humanización de todos los valores del capital y del mercado: eficiencia, calidad, rendimiento, competitividad, emprendimiento, etc.; y sobre todo aquellos simbolizados en las bolsas, cuyos «movimientos», «comportamientos», «vacilaciones» o «nerviosismos» pueden expresar «malestar», «inquietud», «tranquilidad». Tal humanización de las bolsas se explica porque la vida de todo el mundo se encuentra en ellas, y hoy más que nunca se podría hablar de «la bolsa y la vida»28.

El Estado en la actual crisis del capital

Cuando se habla de crisis del capital es necesario precisar si se entiende por ello que el capital está en crisis o si se trata más bien de una crisis producida por el capital. La diferencia es teórica y políticamente fundamental. En el primer caso, habría que preguntarse qué o quién pone en crisis al capital; en el segundo, se trata, según Marx, de crisis necesarias, que el mismo capital produce en su progresivo desarrollo y que él mismo resuelve, y sale fortalecido de ellas. De hecho, la profunda transformación neoliberal del Estado de las tres últimas décadas se inició a raíz de una crisis de acumulación capitalista cuando, para aumentar el rendimiento de su acumulación y de la inmensa suma de petrodólares en circulación (ella misma generada por la crisis petrolera de los 70), el capital encontró una doble solución: el aumento de las tasas de interés y la libre circulación de capitales, que dieron lugar a una total desregulación de los mercados financieros, al ciclo financiero del capital.

Aquel modo de solución de la crisis del capital por los mercados asestó el golpe de gracia a lo que había sido el Estado moderno e inauguró la soberanía del mercado sobre la soberanía del Estado. Al cabo de tres décadas, hace menos de un año, este modelo capitalista pareció entrar en crisis. Ahora bien, ¿cómo saber si es el capital el que está en crisis o si se trata de una crisis producida por el mismo capital, una crisis del capital? La respuesta puede buscarse a partir de un criterio tan obvio como decisivo: preguntarse si es el capital el que resuelve su crisis y, en términos más precisos, si es en razón de los intereses de reproducción del modelo capitalista, de sus lógicas y sus fuerzas, que la crisis se resuelve.

Poco importa quiénes toman las medidas para resolver la crisis e implementan nuevos procedimientos para garantizar un mejor desarrollo del capital, más «transparente» y menos «salvaje». Resultaría ingenuo pensar que los Estados y los políticos están resolviendo políticamente la actual crisis financiera del capital. En realidad, pretenden resolverla económicamente, con procedimientos policiales, de gendarmería administrativa y legal, de control y supervisión, de una cierta regulación. Pero sin tocar los grandes tabús: la libertad de los mercados, el crecimiento económico (no el productivo sino el financiero), el secreto bancario. ¿Cómo se proponen los ministros de economía iberoamericanos (reunidos en Oporto el 2 de marzo de 2009) «luchar contra la crisis financiera internacional»? Sosteniendo los mismos imperativos y causas que la provocaron: que no se reduzcan el comercio y los flujos de capital.

La frenética movilización del Estado en todo el mundo ante el desencadenamiento de la crisis, la precipitada, imponente y mediática actuación de los jefes de gobierno para concertar decisiones, implementar programas, adoptar medidas de casi todo tipo, todas estas baterías y estrategias políticas podrían sugerir un retorno del Estado. Nada más ilusorio. Detrás de tantas declaraciones, es una nueva fragilización del Estado la que tiene lugar.

Sería ilusorio pensar: a) que los desenfrenos y las transgresiones de los mercados fueron accidentales y ocasionales; b) que las medidas adoptadas por los Estados pueden regular y controlar a los mercados sin afectar el modelo de desarrollo capitalista. La razón es obvia: el modo de producción capitalista no permite conservar su capital sin su crecimiento ilimitado, y este no puede continuar aumentando si no es por su acumulación progresiva; y tal empoderamiento del capital tiene en sí mismo efectos políticos29.

Lo que está también en juego en la actual crisis es la contradicción entre la soberanía de los Estados y la misma soberanía de los mercados, ya que el «libre mercado» no significa otra cosa que su liberación de todo vínculo, control y regulación; «librado» a su propia lógica y dinámica, al desenfreno ilimitado de los beneficios y las ganancias. Sin movilidad del capital y de los mercados, no hay capitalismo.

Otra de las pretensiones es refundar el sistema financiero para hacer transparentes los mercados. Sin embargo, la «intransparencia» (Unübersichtlichkeit) del capital y del mercado es tan necesaria para su funcionamiento como la simulación de ganancias y la disimulación de las pérdidas son necesarias para las empresas y los bancos. Buena parte del contingente financiero es producto de la evasión fiscal, de dineros sucios y de redes mafiosas, de la corrupción política de dictadores y gobernantes.

Es en las crisis donde mejor se manifiestan el poder del capital y la debilidad del Estado. Nunca como en la crisis actual fue menos necesario que las fuerzas del capital y los actores económicos intervinieran para resolver su propia crisis; son más bien los poderes políticos los que actúan, pero de acuerdo con la lógica y los intereses del mismo capital. Esto muestra no solo el nivel de consolidación del capital sino, sobre todo, el grado de precarización del Estado. Es un principio aristotélico: nunca se muestra más fuerte y legítimo un poder que cuando son otras las fuerzas que se ejercen de acuerdo con sus lógicas y en beneficio de sus intereses30. Nunca antes había logrado el desarrollo capitalista privatizar las ganancias en tan pocos y socializar las pérdidas en tantos millones de personas. Una crisis que contribuye a confundir a gobernantes y Estados, obligando a los más neoliberales a tomar medidas pseudorredistributivas y pseudoproteccionistas, y a las izquierdas a aferrarse al consumo –en definitiva, al mercado– y al mismo crecimiento económico.

En este contexto de reforzamiento y relegitimación del capital, la idea más repetida –no por los actores económicos ni por los agentes del mercado, sino por los políticos y gobernantes– cobra sentido: la confianza. Devolver y restituir la confianza a los bancos, al sistema financiero, a los mercados –es decir, al modelo capitalista concentrador y acumulador de riqueza– sería la clave. Nunca los dirigentes políticos han hablado de devolver la confianza al Estado, a las instituciones democráticas y sus gobiernos, sino de la necesidad de volver a confiar en las bolsas, los bancos, el consumo, los mercados y los créditos. La confianza es una cualidad subjetiva y emocional producto de la convivencia, «una hipótesis sobre la conducta futura del otro»31, pero no constituye un vínculo social. Por eso, ¿cómo se justifica y se logra la confianza en una sociedad sin vínculos sociales ni cohesión interna, regida por la competitividad, los riesgos e inseguridades y la opacidad de las transacciones mercantiles32?

Desde el inicio de la crisis, los gobiernos adoptaron tres grandes series de medidas económicas: reforzar el sistema financiero, reforzar el sistema productivo-empresarial, e impulsar la capacidad de compra y consumo de los ciudadanos. Ninguna de ellas comporta el empoderamiento político. Y las políticas redistributivas, ya sean las emprendidas por los gobiernos contraneoliberales antes de la crisis como las que han sido adoptadas últimamente, de ninguna manera significan una vuelta al Estado keynesiano. Nunca la redistribución del Estado es real y efectiva si el modo de producción de riqueza no es por sí mismo distributivo. Mientras el modo de producción del capital, dominado por su lógica financiera contra la economía productiva, siga basado en la concentración y acumulación de riqueza, la posibilidad de distribución estará excluida. En este contexto, las políticas y los programas redistributivos del Estado alimentan ese modelo capitalista y hacen que los pobres quizás puedan consumir más y se integren mejor al mercado, pero sin dejar de empobrecerse. En suma, las reformas adoptadas aseguran tanto la reproducción del capitalismo como el debilitamiento de los Estados y el nuevo empoderamiento de un mercado que se revela tan indestructible como devastador del medio ambiente y de la misma sociedad.

Bibliografía

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  • 1. J. Sánchez Parga: La modernización y el Estado. Fin del ciclo del Estado-nación, Conam / puce, Quito, 1999.
  • 2. «Ya no podemos creer que las instituciones políticas son bastante fuertes para controlar y dominar las fuerzas económicas.» Guy Laval: Malaise dans la pensée. Essai sur la pensée totalitaire, Publisud, París, 1995, p. 201.
  • 3. Joseph Schumpeter: Capitalisme, socialisme et démocratie, Payot, París, 1969, p. 225. [Hay edición en español: Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona, 1984.]
  • 4. Exactamente lo mismo ha ocurrido con la universidad –se han diversificado ilimitadamente los modelos de institución universitaria–, con el contrato laboral, con la ciencia, etc.
  • 5. Montesquieu: De l’Esprit des Lois, Pléiade, París, 1950, viii, 5.
  • 6. Nicolás Maquiavelo: Discorsi sopra la prima decada de Tito Livio I, 5. En Tutte le Opere, Sansoni, Florencia, 1992.
  • 7. La lógica y la fuerza «devastadoras» del desarrollo capitalista se extienden a todos los ámbitos e instituciones de la sociedad, incluido el del conocimiento y la ciencia, lo que Karl Marx llama «devastación intelectual» (intellektuelle Veröderung). K. Marx: Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, L. I, IV, cap. 13, 3ª, Dietz Verlag, Berlín, 1969.
  • 8. La moda de los governmentality studies fue lanzada en Estados Unidos y Gran Bretaña por Colin Gordon et al. (eds.): The Foucault Effect. Studies in Governmentality, University of Chicago Press, Chicago, 1991, y Mitchel Dean: Governmentality: Power and Rule in Modern Society, Sage Publications, Londres, 1999.
  • 9. Michel Bouillot y Pierre Lenormand citan la falacia de J. P. Raffarin, jefe de gobierno francés: «Desde ahora, la cuestión es saber no lo que queda de la acción política, sino más bien responder, más allá del Estado, a los proyectos del ciudadano». V.: «Gouvernance néoliberale. Nouvelle architecture territorial, nouvelles regles du jeu» en La Pensée Nº 334, 4-6/2003.
  • 10. El Informe sobre el Desarrollo Mundial (publicación anual del bm) fija las prioridades y difunde la terminología, los conceptos y las problemáticas a través de las cuales la idea misma de desarrollo es formulada. De la «reducción de la pobreza», pasando por el «ajuste estructural», al «desarrollo sustentable»: los grandes repertorios del bm que se han sucedido han estructurado los debates, orientado la investigación y producido saberes. Nicolas Guilhot: «La Banque Mondiale réclame bonne gouvernance» en Le nouveau capitalisme. Maniere de voir No 72, 12-2003/1-2004.
  • 11. Cfr. Gilles Andréani: «Gouvernance global: origines d’une idée» en Politique Étrangere No 3, 2001 y David Held: Democracy and the Global Order: From the Modern State to Cosmopolitan Governance, Polity Press, Cambridge, 1995.
  • 12. Hay unos 15.000 lobbies acreditados ante el Parlamento europeo, y cuatro de los siete interesados en la privatización del agua en el mundo están considerados entre los más poderosos.
  • 13. Término creado a partir de la revista People, especializada en la intimidad de artistas y celebridades, para referirse a la exposición de la vida íntima de los políticos.
  • 14. Bernard Castagnede: La politique sans pouvoir, puf, París, 2007.
  • 15. Entre otras, esta es una de las perversidades de los acuerdos de Boloña para la universidad europea. Cfr. Nico Hirtt: «Au Nord comme au Sud, l’offensive des marchés sur l’Université» en Alternatives Sud vol. x Nº 3, 2003.
  • 16. Max Weber: Wirtschaft und Gesellschaft, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga, 1972. [Hay edición en español: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, df, 1944.]
  • 17. Alain Touraine: Pourrons-nous vivre ensemble? Égaux et différents, Fayard, París, 1997, p. 118. [Hay edición en español: ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1998.]
  • 18. Thomas Hobbes: Leviatán, Alianza, Madrid, 1987, xiii, 187.
  • 19. M. Weber: ob. cit., p. 29 y ss.
  • 20. Política ii, 1260b, p. 40 y ss.
  • 21. En el apéndice de su tratado Para la paz perpetua (Zum Ewigen Frieden), titulado Del acuerdo de la política con la moral según el contrato trascendental del derecho público, Immanuel Kant considera «lo público», en cuanto «transparencia», la condición necesaria de la justicia y legitimación de la acción política del Estado. I. Kant: Zum Ewigen Frieden, Akademie Verlag, Berlín, 2004.
  • 22. Charles Melman: L’homme sans gravité. Jouir sans fin, Denoel, París, 2002.
  • 23. Gunther Teubner: «Global Law Without State» en G. Teubner (ed.): Global Bukowina: Legal Pluralism in the World Society, Brookfield, Dartmouth, 1997.
  • 24. Jean-Claude Michea: L’empire du moindre mal. Essai sur la civilisation libérale, Climats, París, 2007, p. 95.
  • 25. Ibíd., p. 135.
  • 26. La obra y el pensamiento de Maquiavelo giran en torno de la transformación y el uso del concepto de virtú (recuperando su sentido político republicano), que retomaría incluso la Revolución Francesa.
  • 27. Max Weber: ob. cit., p. 352.
  • 28. Evocamos aquí la obra de Jacques Le Goff: La bolsa y la vida. Economía y religión en la Edad Media, Gedisa, Barcelona, 1987.
  • 29. Cfr. K. Marx: Das Kapital, L. I, t. iii, cap. xxiv; en una nota Marx señala que uno de los móviles del sagrado apetito de oro (auri sacra fames) es el deseo de dominar.
  • 30. Por eso la «oligarquía» no significa que los ricos ejercen el gobierno sino «el gobierno a favor del interés de los ricos». Aristóteles: Política, iii, v, 1279b, p. 8 y ss.
  • 31. Georg Simmel: Sociología. Estudios sobre la socialización, Alianza, Madrid, 1986, p. 367.
  • 32. Cfr. Laurence Cornu: «Confiance, étrangeté et hospitalité» en Diogène Nº 220, 10-12/2007.
En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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