Tema central
NUSO Nº 208 / Marzo - Abril 2007

El (en)cubrimiento de la inseguridad o el «estado de hecho» mediático

El discurso de la inseguridad es representado por los medios de comunicación a través de estrategias ligadas al modo en que conciben su trabajo y los criterios que lo rigen. La noticiabilidad que organiza la labor periodística deriva, en el contexto latinoamericano, en un justicialismo mediático que debilita cualquier alternativa que no sea la cárcel. El resultado es la sobrepoblación de las prisiones y la estigmatización de los culpables, que son siempre los jóvenes y los marginales, como demuestra el artículo a partir del estudio de los casos de las pandillas juveniles y de los inmigrantes latinoamericanos en España.

El (en)cubrimiento de la inseguridad o el «estado de hecho» mediático

La seguridad, un discurso mayor

«Inseguridad» se ha convertido en una palabra fundamentalmente mediática, aunque tenga relación más o menos directa con otros discursos que han designado el conjunto de amenazas que caracterizaría a la sociedad contemporánea. No pretendo explicar las razones –múltiples, complejas y que se relacionan con la configuración de un nuevo orden mundial– que han hecho que la inseguridad sea tal vez el tema de mayor preocupación en las agendas de las instituciones políticas, de las autoridades de control y, por lo tanto, de la opinión pública, en prácticamente cualquier país del mundo. Tampoco intentaré caracterizar los elementos fundamentales que hacen de la inseguridad un discurso omnipresente. Asumo simplemente que se trata de un discurso mayor, que pertenece a aquella categoría de discursos que se han ido consolidando con el tiempo hasta llegar a ser dominantes y, por lo tanto, supuestamente incuestionables.

El papel de los medios es hacerse eco del imperativo de la seguridad, que hoy se aplica a cualquier situación definida como una amenaza para el orden establecido y para el control del disenso o de los conflictos a cualquier escala, social, cultural y política. La hipótesis de partida, por lo tanto, es que no hay una agenda específicamente mediática sobre la inseguridad. De existir, significaría plantear que el lugar de los medios es autónomo en relación con las otras instancias de mediación y representación social, algo que descarto. Por otro lado, resulta complicado plantear la existencia de un lugar común a todos los medios desde donde se produciría el discurso sobre la inseguridad. No obstante, no se puede negar que los medios, por razones que trataré de dilucidar en este trabajo, contribuyan al tema de la inseguridad en base a los modos específicos de su representación.

En otras palabras, el contenido del discurso de la inseguridad es construido por las instituciones políticas que lo reproducen, mientras que los medios lo asumen y representan por razones que tienen que ver con su modo específico de funcionamiento, que podría sintetizarse en la aplicación a priori de criterios de «noticiabilidad» y la rutina periodística que la sostiene. Esta «noticiabilidad» constituye el común denominador de los medios y se relaciona directamente con las modalidades del decir respecto de la inseguridad, privilegiando así la enunciación sobre el enunciado. La tesis que aquí se plantea es que el discurso de la inseguridad es representado por los medios de comunicación a través de estrategias discursivas y de enunciación ligadas al modo en que hasta ahora se ha concebido la labor periodística y, por lo tanto, la producción noticiosa. El discurso de la inseguridad –entre cuyos elementos principales consta la sensación de amenaza, de precariedad y vulnerabilidad para sujetos y colectividades– encuentra en los medios de comunicación un terreno fértil, una caja de resonancia fundamental, debido precisamente a la concepción con la que se ha pensado el trabajo periodístico. La inseguridad les permite a los medios reafirmar su papel de constructores de imaginarios sociales y constituye una de las principales instancias de reproducción de discursos mayores.

No existe un «momento cero» de la representación mediática. Las figuras de la criminalidad y de la violencia difundidas por los medios se inscriben, por lo tanto, en una red de interpretaciones a la que los periodistas «se conectan» para producir narraciones que proponen y amplían los marcos cognitivos –y sobre todo morales– con que la ciudadanía contrasta sus entendimientos y sensaciones acerca de la inseguridad. Resulta muy útil, por lo tanto, descifrar cuáles son los signos interpretativos más relevantes de la inseguridad que los medios despliegan en su representación. Algunas preguntas nos pueden guiar en esta tarea: ¿cuáles son los signos mediáticos del alarmismo y la amenaza, percepciones a las que la prensa se conecta o que sostiene con mayor frecuencia? ¿Cuál es la base moral desde la cual se producen esos signos? Este trabajo intentará contestar estas preguntas a través de una crítica teórica a los medios y el análisis de casos específicos que revelan las modalidades del tratamiento periodístico del tema de la inseguridad.

El problema de la objetividad

El trabajo periodístico se caracteriza por algunas contradicciones que aparecen en las formas bajo las cuales designa sus procedimientos principales. Uno de estos procedimientos es la «cobertura» de los acontecimientos o hechos violentos como una de las operaciones fundamentales de los periodistas para recolectar información y mostrarla al público. Nos preguntamos sobre el modo de funcionamiento de esta operación: ¿se trata acaso de descubrir algo y reflejarlo? Y, si fuera así, ¿por qué utilizar la palabra «cubrir»? Cubrir un hecho sería velarlo (¿ocultarlo?). Y entonces, ¿qué se estaría reflejando, el hecho o una particular manera de narrarlo?

En los últimos tiempos, algunos periodistas (y algunos medios) parecen haber abandonado la premisa de la objetividad, que era el principio rector del periodismo, por nuevos criterios que no son menos cuestionables. Frente a las críticas sostenidas que muestran la inconsistencia de la objetividad o de la búsqueda de «la verdad», lo que han hecho algunos es sustituir estas ideas por la fórmula de la «aproximación a la verdad». ¿Estamos seguros de que esto cambia el panorama? Pienso que no, ya que se sigue cayendo en el error de plantear la existencia de algo (¿el hecho verdadero?) a lo que nos aproximamos, como si este algo existiera por fuera –en un más allá– de su narración.

Una de las consecuencias más problemáticas de todo esto es la narración periodística como autorreferencial, es decir como si se sostuviera por sí misma. Se debe inferir que lo que parece ser un cubrimiento de los acontecimientos resulta, en realidad, un encubrimiento de las condiciones que hacen posible cualquier narración periodística. Estas condiciones pueden mostrarse a través del análisis de los horizontes discursivos desde donde «habla» el periodista, desde sus convicciones conceptuales y morales, a las que habría que agregar el conjunto de estrategias discursivas que establece para la narración de los «hechos». Estas estrategias van desde la utilización de determinadas fuentes (supuestamente legítimas y portadoras de autoridad racional y moral) hasta las formas visuales y los lenguajes que se emplean para imprimir un modo discursivo de narrar.

Encubrir la inseguridad quiere decir mantener ocultos los intereses que subyacen a su producción discursiva, mostrándola como objetiva y fáctica; quiere decir no discernir ni cuestionar lo que se pretende incuestionable: las estadísticas, el aumento de los crímenes y lo incontrolable de la violencia. Y también significa rescatar la hipócrita y moribunda moral de los poderes formales, que resucita con fuerza gracias a la representación mediática dual de malos y buenos, de victimarios y víctimas. De ese modo, los medios se encargan, por un lado, de mantener a los ciudadanos lejos de todo cuestionamiento a los poderes formales y ocultos, que proliferan y aprovechan el discurso de la inseguridad. Por otro lado, los medios reproducen e ilustran una moral vaciada y caduca, la de gobiernos (en particular los latinoamericanos) que se han mostrado incapaces de cumplir las promesas de un orden social basado en la justicia y la igualdad de oportunidades.

El resultado es que, en general, no se habla claramente de las relaciones entre las condiciones estructurales y la marginalidad (y la violencia a ella asociada). Y cuando se lo hace, se intentan mostrar no tanto las deficiencias estructurales como ciertos niveles de responsabilidad compartida. Se dice, por ejemplo, que «la pobreza es un problema de todos». Esto encubre la responsabilidad particular del Estado. Son los medios los que hacen suya esa renuncia y proponen la reconstrucción de un orden justificado moralmente por la exclusión: para garantizar la convivencia pacífica es necesario crear un «nosotros» garantizado, al que pertenecen todos aquellos que, en un esquema moral de «normales» versus «desviados», o «buenos» versus «malos», representan el primero de los dos términos, y que son las potenciales víctimas de una inseguridad que es atribuida a un «ellos».

Los medios se encargarían, de ese modo, de promover una especie de nuevo «pacto social» que sería posible solo si se sostiene y articula en la exclusión, la marginación y el estigma. Toda vez que los medios reafirman –de modo manifiesto o no– que operan a partir del principio de objetividad, más que contribuir a crear condiciones de seguridad o evitar el caos y la incertidumbre, lo que hacen es proyectar una idea muy distinta: la de consolidar la «objetividad» en la que cualquier poder basa su legitimidad cuando pretende ser «verdad incuestionable».

Lo crónico de la crónica de la inseguridad

Se trata de otro gesto usual de los medios. Ninguno de ellos quiere renunciar a tener una sección dedicada a la crónica roja (los nombres «Judicial» o «Sucesos» aparecen como sinónimos). ¿Cual es el sentido de prever un espacio para contenidos de crónica roja, que en algunos medios es incluso el más importante de todos? ¿Por qué las páginas de esas secciones se llenan de noticias sobre violencia criminal, descuidando otras formas (no menos importantes) de violencia, como por ejemplo los hechos de corrupción, que encuentran cabida en otras secciones? La respuesta es que, cuando se habla de violencia criminal, se lo hace siempre asociándola a determinadas categorías de sujetos individuales (los «delincuentes» o los «criminales») o colectivos (la «inmigración», las «pandillas juveniles», el «terrorismo» o los «movimientos subversivos»). Lo que está en juego, entonces, es una operación para normalizar la excepción. Esto permite focalizar la culpabilidad en un conjunto de «ellos» que, de este modo, quedan atrapados en una visión que los transforma en protagonistas «naturales» del crimen. Y estos «ellos» son siempre los pobres, los marginales, los enemigos, los diferentes, los incultos; en una palabra, todos aquellos «otros» (malvados) que no han tenido, no tienen o no deben tener un lugar en el orden social. Los sustantivos «criminalidad» y «delincuencia» (como fuentes permanentes de inseguridad) no representan categorías bajo las cuales tipificar determinados delitos. Se han vuelto eufemismos para nombrar a todo lo(s) que no cabe(n) en el nuevo orden social. Es por esto que los medios se guardan bien de relacionar esa criminalidad con la política. Cuando se refieren a ella lo hacen en términos de corrupción, pero no de criminalidad. ¿Se ha leído alguna vez en algún diario de cualquier lugar del mundo un titular del tipo: «Criminalidad política comete delitos de lesa humanidad»? Hemos de suponer que no. Esos delitos (y muchos otros) nunca son explicados por los medios a partir de razones políticas. Hasta los denominados «crímenes de guerra» parecen tener más responsables individuales (tal vez chivos expiatorios) que condiciones políticas que permitan elaborar explicaciones más profundas.

La estructura narrativa sostenida en la utilización y repetición de ciertos términos o imágenes (y la combinación de ambos) genera una visión maniquea de los hechos violentos que, como hemos dicho, opone buenos y malos, inocentes y culpables. De ese modo, la información se convierte en una sanción o en un juicio inapelable. Así, los medios se arrogan la función de emitir juicios y declarar culpables en someros «procesos», que a menudo están influidos por los lugares comunes y los prejuicios del periodista. Esta práctica genera repercusiones evidentes en el conjunto de generalizaciones que la opinión pública crea y expresa, asociando un particular acontecimiento narrado por los medios con el comportamiento de una determinada categoría de personas. Por ejemplo, cuando la prensa insiste en el uso de ciertos términos genéricos –«La banda de asaltantes estaba liderada por un sujeto colombiano» o «Los colombianos vuelven más sofisticado el crimen»– es muy probable que la mayoría de los ciudadanos asocie de manera mecánica a cualquier persona de esa nacionalidad con esas imágenes mediáticas, reproduciendo así el estereotipo y también el estigma.

Por otro lado, el «modo justiciero» del trabajo periodístico es posible en la medida en que los medios tienden a personalizar el acontecimiento, asignando roles o simplemente «dejando hablar» a cada uno de los supuestos actores y protagonistas de la noticia, relatando los hechos como si se tratara solamente de una actuación de personajes singulares y no de condiciones materiales y simbólicas generales de las que hay que dar cuenta a través de un análisis profundo. La consecuencia de este justicialismo mediático es el hincapié en la idea de que la acción de las autoridades de control y de la justicia ordinaria es siempre insuficiente. Ésta es una de las bases más efectivas para la generación de lo que se ha denominado el «pánico moral» (Cohen). Subrayando constantemente el carácter de impunidad de cualquier acción criminal, señalando en cada momento la incapacidad de la justicia ordinaria para «hacer realmente justicia», los medios parecen abonar a la sensación de que lo peor está siempre por venir.

Aquí se cumple nuevamente con la operación de normalizar la excepción, esta vez representada por la sensación de una escalada del crimen. Los medios no solo se arrogan un derecho que no les corresponde. Además, la permanente insinuación sobre la necesidad de una justicia más expedita, de algún modo somera y por ello más «eficiente», que contribuya a bajar los índices delictivos (aunque, claro, sin demasiadas sutilezas en cuanto a la tutela de los derechos humanos), puede contribuir a que la opinión pública desconfíe de la justicia ordinaria e invoque soluciones extrajudiciales protagonizadas por las fuerzas de represión. Así, por ejemplo, se repiten noticias de que «antisociales» finalmente atrapados por la policía han sido inmediatamente puestos en libertad por los jueces. Se prefiere tomar partido por la policía, a la que se considera una forma de justicia más efectiva que la de los tribunales formales. En esa misma línea, las sospechas que los medios depositan sobre presuntas corrupciones entre las filas de los jueces se suelen mostrar de modo más alarmante que la corrupción policial. En el primer caso, se pone en tela de juicio a la institución judicial; en el segundo, se tiende a hablar de casos aislados.

Si los delincuentes son objetivamente observables (la crónica parece hablar siempre de hechos captados in fraganti), entonces la criminalidad está siendo pensada no desde un Estado de derecho sino más bien desde un estado de hecho, dominado por una primera (y única) imagen, inmediata y sin posible apelación (reflexión), por ser absolutamente transparente a la mirada, que en definitiva la capta sin interrogarse sobre ella. Los medios no solo no defienden un Estado de derecho dado y contribuyen a ponerlo en entredicho, sino que también se oponen a la ampliación de la esfera de los derechos proponiendo soluciones de hecho. No es casual que a menudo se repita la expresión «murieron en su ley» para referirse a situaciones en las que prima la justicia de facto: la impresión que queda es que este tipo de «justicia» no solo es más efectiva que la formal, sino que apunta a una especie de depuración o limpieza social de la delincuencia. Esto se nota claramente con los linchamientos, ya sean bajo la forma de justicia por mano propia o cuando se denigra a una persona acusándola de algo, mostrándola como presunta culpable de alguna acción condenable.

En ese sentido, los medios repiten con la justicia lo que hace la política con la democracia: se la quiere consolidar cada vez más, pero con menos democracia. Muchos periodistas que se ocupan de la crónica roja conciben su trabajo como un llamado de atención y de alerta, como una especie de instructivo para que la ciudadanía conozca con claridad los peligros de la delincuencia y sepa lo que tiene que hacer para enfrentarla (dado que no puede confiar en las autoridades). El resultado, sin embargo, es convertir el espacio público en un lugar de temor y sospecha y, por lo tanto, generar un profundo desagrado hacia cualquier forma de convivencia que en él se pueda dar. Este empobrecimiento antropológico del espacio público es otra de las responsabilidades de los medios de cara a una ciudadanía cuyo ejercicio configura cada vez más un abandono del espacio público y una retirada hacia el espacio –tranquilo, seguro, entretenido y cómodo– de un sillón frente a la televisión.

El hecho como acontecimiento y el hecho del suceso

La información se refiere recurrentemente a los hechos. Hay diarios que incluso tienen una sección que se llama «El hecho». El periodismo, en general, defiende «los hechos», los considera la razón fundamental de su ser y la materia prima con la que arma la mayor parte de la información. Los hechos están ahí, se trata de cogerlos y ya está: en esta operación reside el trabajo periodístico. Con la expresión «de hecho» o «es un hecho», se pretende decir que algo no puede ser discutido, que es incontestable. Y sin embargo, cuando nos ponemos a pensar en ello, podemos formularnos una extraña pregunta: ¿de qué están hechos los hechos? Aunque parezca extraordinario, casi siempre nos olvidamos de la hechura de la cual está hecho cualquier hecho. No sabemos bien por qué hemos llegado a esto, por qué tomamos como un dato algo que en verdad tiene una trama y una composición. Debe ser por el afán objetivista de los medios. Sin embargo, a pesar de que a primera vista el hecho es presentado como algo que está ahí, deberíamos poder ver algunos de los elementos que lo han construido. Uno de los mayores peligros del encubrimiento periodístico consiste en designar como sustantivos a los hechos y a los acontecimientos, como si fueran dados a nuestra comprensión de modo inmediato. Como señala Verón (1995, p. II): «Al desbordar la multiplicidad de los modos de construcción, la eficacia de las invariables del discurso termina por producir una unificación imaginaria y valiéndose del poder de su designación, el acontecimiento se impone en la intersubjetividad de los agentes sociales». En el tratamiento de hechos o acontecimientos delictivos, la prensa nos propone la fórmula del suceso, que se produce casi al azar. En general, el suceso responde a una organización de estructura cerrada y monotemática, que posibilita la configuración del caso. No implica un desarrollo por episodios que no sea la creación de un frame (la sección «sucesos» de los diarios o de los noticieros de televisión). Funciona como una novela, una fabulación que dura mientras ha dibujado a sus personajes. La construcción de personajes es una práctica generalizada en la construcción de la noticia. Sin embargo, cuando los personajes se relacionan con hechos violentos se construye un tipo de relación personal fundada no solo en los aspectos biográficos o en valores como el coraje y la habilidad, sino también en emociones directamente ligadas al dolor o al placer. En estos casos, el interés periodístico se desplaza hacia lo que Roland Barthes ha definido como la dimensión de las «dramatis personae (niño, viejo, madre, etc.), especies de esencias emocionales, destinadas a vivificar el cliché» (1977, p. 228). Los recursos privilegiados en este modo de construir la noticia son los reportajes, que recogen textualmente los testimonios desgarradores de las víctimas y que pretenden crear un mayor «efecto de realismo». Para aumentar la tensión emocional y escenificar el drama, estos testimonios son contrastados (se trata en realidad de una yuxtaposición) con otros testimonios, como los de las autoridades policiales o los informes judiciales. Se puede decir que tanto los medios impresos como los medios televisivos utilizan el recurso del «dramatizado» para volver las noticias más impactantes. El dramatizado es la más eficiente de las representaciones estéticas y morales del fatalismo y, junto con el azar, es lo que produce, según los medios, el hecho noticioso de la inseguridad.

Estudio de caso I: las pandillas juveniles en los medios

Los medios de comunicación representan a los jóvenes pandilleros de un modo esquizoide. Por un lado, dado que no es posible pensar la constitución del sujeto juvenil actual sin la mediación y la influencia de la cultura audiovisual producida y puesta en circulación por las industrias culturales globalizadas, los medios contribuyen a generar nuevas sensibilidades, modas y estilos de vida en los jóvenes. Pero, por otro lado, los jóvenes están presentes en los medios en la sección de crónica roja o, a lo sumo, en la de deportes. Lo que no se muestran son sus expresiones y prácticas culturales, los complejos procesos de construcciones identitarias que los diferencian y su acción política, especialmente si no pertenecen a una organización formal. En una reciente investigación en que analizamos el tratamiento dado por un diario de Quito a temas relacionados con la juventud, hemos podido determinar que los epítetos más empleados para calificar a los jóvenes son «pandilleros», «violentos», «delincuentes» y «en riesgo». Por otro lado, los términos más utilizados para nombrar la acción de las pandillas juveniles resultaron ser «delincuencia», «violencia», «asesinatos» y «drogadicción». De ese modo, los medios tienden a exagerar y espectacularizar lo que ocurre a la manera de una novela policial, basándose para ello en la reproducción de las fuentes oficiales, lo cual les permite ofrecer a la ciudadanía un producto con los ingredientes «justos», que no implique un esfuerzo analítico y que tienda a reproducir un juicio superficial, simplista y moralmente cómodo, dado que no contempla ninguna de las complejidades del fenómeno. La operación más común en la cobertura mediática de las prácticas pandilleras es reducir al mínimo la contextualización y profundización con el objetivo de explotar de modo sensacionalista los hechos que involucran a jóvenes y debilitar así una aproximación al fenómeno basada en una comprensión más detenida y reflexiva. Muchos periodistas justifican esta falta aduciendo que, debido a la radicalidad y el carácter sanguinario de la acción pandillera, no es posible abordar el tema con condescendencia. Según este argumento, la labor periodística debe amplificar el tema de la violencia juvenil y hacerla responsable de la inseguridad ciudadana para, finalmente, emitir una sentencia que inevitablemente es condenatoria. Ahora bien ¿el papel de la prensa es impartir justicia, o es proporcionar claves de lecturas analíticas para que la opinión pública pueda elaborar una información crítica? La práctica del periodismo se proyecta como un potente organizador de las emociones ciudadanas. Y éste es un negocio atractivo en la medida en que responde (cuando los medios quedan atrapados en la simple lógica de la medición de los índices de audiencia o de venta) a una demanda de noticias «fascinantes», noticias cuya intención es producir un «efecto de realidad» que deja al público anonadado y «adherido» a la información. La construcción de los reportajes y las notas sobre el tema de las pandillas juveniles se realiza yuxtaponiendo algunos matices discursivos: al sensacionalismo se agrega la criminalización, el racismo y la naturalización de los jóvenes. El primer elemento, el sensacionalismo, se apoya en dos recursos: el ya mencionado «dramatizado», con el cual se pretende narrar «hechos» y crear de este modo un efecto de realidad-verdad; y la proliferación de imágenes y afirmaciones que alimentan el miedo en la ciudadanía con respecto a la acción pandillera.

El segundo ingrediente, el discurso de la criminalización, se descifra sobre todo a partir del uso de un vocabulario que asocia enfáticamente la acción pandillera con ciertos tipos de delito que corresponden más bien al modus operandi de bandas de profesionales del crimen, o incluso de terroristas.

El tercer elemento es el racismo. Los medios, al retratar la violencia juvenil, muestran como protagonista a un cierto tipo de sujeto social, muchas veces negro, o en todo caso proveniente de sectores populares, con claras connotaciones racistas. Como se sabe, el discurso del racismo contribuye a negar, material y simbólicamente, a un determinado sujeto social, separándolo del conjunto de las relaciones sociales, restándole valor ciudadano y estigmatizándolo. Esto genera discriminación y potencia el riesgo, más o menos latente, de que se inicien acciones de limpieza social. En algunas ciudades latinoamericanas, como Medellín, San Salvador o Guayaquil, se han registrado actos de violencia contra jóvenes protagonizados por integrantes armados de grupos no identificados. El sensacionalismo, la criminalización y el racismo constituyen los ingredientes fundamentales para alimentar el último elemento, una especie de naturalización de la juventud, operación a la cual los discursos sobre la violencia contribuyen de modo especial: el sujeto juvenil, por su propia condición etaria y biológica, estaría más predispuesto que el sujeto adulto a cometer actos ilícitos. Por lo tanto, se establecen a priori los determinantes que explicarían la conducta violenta. Estos determinantes se articulan en cadenas significativas que varían su composición de acuerdo con los contextos sociales y axiológicos en los que se encuentran operando, aunque su combinación siempre es presentada como «automática». La cadena de ser joven, pobre y vestir de un cierto modo es motivo suficiente no solo para sospechar, sino para emitir un juicio explícito.

Estudio de caso II: los jóvenes latinos en Barcelona

Si se revisan las notas periodísticas aparecidas en los diarios y la televisión de España en los últimos dos años (desde el asesinato del joven colombiano Ronny Tapias en un barrio de Barcelona, en el cual nunca se pudo probar la acción de una «banda juvenil»), salta a la vista que la mayoría de las veces, al referirse a jóvenes latinoamericanos, se los relaciona con acciones violentas. De ese modo, la expresión «banda latina» adquiere la cualidad de un significante metonímico que se utiliza para nombrar al universo del crimen. Y, aunque los medios no tienen por qué generar las denominadas «noticias positivas», es evidente que si cada vez que se ocupan de los jóvenes latinos los relacionan con la supuesta acción de las bandas delictivas, lo que se termina por generar es un estigma. A esto se añade que, en los imaginarios sociales, los procesos migratorios se suelen asociar directamente con la marginalidad y la pobreza y, por ende, con la peligrosidad social, de la que los inmigrantes, especialmente los jóvenes, serían portadores cuasi naturales. El resultado es una absurda y nociva generalización que impide ver la complejidad de la migración como un fenómeno social de gran calado en el actual momento histórico.

En una mesa redonda organizada en noviembre de 2005 por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en la que ocho periodistas de distintos medios gráficos y televisivos de Cataluña explicaron cómo realizan su trabajo diario, se pudo notar el enorme vacío de criterios que guía su actuación: a la pregunta por la responsabilidad ante sus públicos sobre los contenidos que ponen en circulación, la respuesta unánime fue la evasiva afirmación de que no pueden sentirse responsables de una realidad que no construyen. En ese contexto, el impresionante montaje mediático sobre los «violentos jóvenes latinoamericanos» cumple el objetivo de convertirlos en una de las preocupaciones más sentidas de la «pacífica y pujante vida española». Este alarmismo mediático coincide con el desplegado por la prensa ecuatoriana y configura un escenario en el que la acción de las pandillas juveniles («bandas», como se las denomina) genera noticias relativas a asesinatos o robos y permite difundir la opinión de ciertos especialistas, o de los mismos jóvenes, acerca del origen y las formas y estéticas que caracterizan y distinguen a las diversas agrupaciones juveniles. Convocados por los medios, los especialistas se convierten en epidemiólogos que tienen que diagnosticar la expansión y el alcance de un brote que crece a medida que la «estética latina» o la «estética a lo ancho» (de pantalones y camisetas, aretes, pañuelos, gorras y zapatos) «invade» los parques y otros espacios públicos.

De ese modo, la prensa reproduce la separación estereotípica entre «jóvenes latinoamericanos» y «jóvenes autóctonos» y fomenta un imaginario social dominante que proyecta la idea de dos opuestos e irreconciliables, un imaginario necesario para alejar el temor del «contagio». Los periodistas (muchos de los cuales son «expertos intérpretes» del miedo ciudadano), con tono obsesivo y fatalista, repiten la pregunta a los especialistas epidemiólogos –«Y esto, ¿va para más?»– tal vez con la extraña y noticiosa esperanza de que la respuesta sea siempre afirmativa. Con el tratamiento periodístico de los hechos relacionados con la acción de las «bandas juveniles» de origen latinoamericano, los medios han contribuido a crear un retrato general de la juventud latinoamericana cuyos contornos, directa o indirectamente, siempre están marcados por el crimen.

Final: medios y sujetos desechos en las cárceles

Como ya se señaló, al tratar el tema de la inseguridad los medios encubren las falencias de la sociedad y el Estado, falencias que aprovechan para atribuirse un rol de justicieros y poner en segundo plano sus responsabilidades como actores sociales y productores de opinión. El justicialismo mediático justifica las medidas punitivas que hacen perder de vista las políticas de rehabilitación y reinserción (dos cuestiones prácticamente ausentes en el sistema carcelario ecuatoriano) y justifican el hecho de que un alto porcentaje de presos permanezca detenido sin juicio, por ser considerados «potenciales delincuentes». Los derechos de los presos son, en términos efectivos, inexistentes, por lo que sus propias redes de asociación constituyen las únicas vías para expresar cierto protagonismo. El sistema carcelario ecuatoriano es inoperante al punto de no poder administrar ni la miseria: los sujetos dejan de ser tales y se vuelven desechos. Y esto no se debe a deficiencias presupuestarias, dado que en los últimos diez años ha aumentado constantemente el presupuesto destinado a las cárceles, sino más bien a las políticas y los modelos de seguridad que han derivado en la penalización de la pobreza y su control por vía represiva. Loïc Wacquant (2000) ha hablado, en este sentido, del pasaje «del Estado providencia al Estado penitencia» y ha demostrado las implicaciones políticas (en términos de vigilancia y control) y económicas (la normalización del trabajo precario) de lo que define como las nuevas formas de «gobernar la miseria».

Para los medios, hacer justicia es mandar a la cárcel. Solo ella puede aplacar la «sed de venganza» que parece el ingrediente fundamental de su concepción de justicia y que seguramente influye en las demandas para instaurar la pena de muerte. En este contexto, las noticias sobre las cárceles se reducen a las imágenes de hacinamiento, ajusticiamientos, amotinamientos y fugas. Todas ellas explotan la dimensión de la miseria relacionada con la peligrosidad. El hacinamiento, las condiciones precarias y de insalubridad, así como las situaciones de violencia dentro de las prisiones, reproducen una estética ya conocida: la de las escenas mediáticas de violencia que suceden fuera de la cárcel y que consisten en designar a «los violentos» –los pobres, los desempleados, los marginales y los jóvenes– a quienes volvemos a ver dentro de las prisiones, esta vez como culpables y, por lo tanto, merecedores del ajusticiamiento.

Todo esto nos permite afirmar que, una vez encarcelados, los sujetos sufren por parte de la opinión pública una segunda sanción punitiva (la primera ya fue realizada a través del juicio mediático), que difícilmente admite la marcha atrás o la apelación: la estética de la cárcel es suficiente para declararlos culpables. Esta estética es como el infierno dantesco, en el cual, como se sabe, no hay salvación o esperanza posibles. Los presos en el infierno de las cárceles, aun cuando no han sido sentenciados, se vuelven culpables de hecho y de hechos que ya han sido repetidamente mostrados por los medios.

Si ya en la cobertura de la inseguridad podemos comprobar cuán poco profundas y argumentadas son la mirada y la perspectiva mediáticas, en el caso de las cárceles se vuelven aún más inmediatistas, más apegadas a una realidad supuestamente incuestionable. Y esta realidad es que las cárceles son el lugar de la expiación de la culpa del modo que sea: por vía del hacinamiento o de las matanzas internas. Por eso, cuanto más cruda es la realidad carcelaria, tanto más los medios habrán cumplido con aquella tarea vengadora que parece ser el signo actual de su justicia. Y cuando, desde otro lado, se ensayan pálidos intentos por poner en el centro de la atención el asunto de los derechos de los presos –cuando se producen motines o matanzas–, los medios recurren a la emergencia o el alarmismo. Lo mismo sucede cuando se producen fugas. En esos casos, la alarma ante la peligrosidad de los fugados se conjuga con la que generan los anuncios de reducción de penas o la aplicación de garantías a los derechos humanos que se traducen en la liberación de los presos. En ambos casos, que se tratan como si fueran similares, los medios parecen subrayar la amenaza que estas acciones acarrearían.

Por el modo en que manejan las noticias, los medios expresan una paulatina pérdida de derechos de determinados sujetos –pobres, desempleados, extranjeros, inmigrantes, jóvenes pandilleros– que pasan de «sujetos de derecho» a «sujetos de hecho» y luego a «sujetos de desecho». La primera transformación se produce mediante la instauración de lo que más arriba se ha definido como un «estado de hecho», en el cual los sujetos adquieren una visibilidad caracterizada por la comisión de delitos ya juzgados como tales por la prensa. Luego, estos sujetos de hecho, atrapados in fraganti, se convierten, una vez en la cárcel, en sujetos desechos, en el doble sentido de despojo y «des-hecho», es decir, sujetos que han perdido toda posibilidad (y esperanza) de volver a obtener una condición de derecho.

Algunos estudios etnográficos dan cuenta de testimonios que relatan esta sensación de abandono y de insignificancia que viven muchos presos. Estas transformaciones del sujeto se producen, en la prensa, en el puente entre dos secciones: el sujeto de derecho aparece en las secciones, serias y formales, que tienen que ver con la acción política y legal. Los otros dos sujetos, en cambio, aparecen representados por la misma estética de la miseria en las secciones sensacionalistas y de crónica roja: en un caso se muestra a delincuentes asociados a delitos específicos («hechos»), y en el otro se revela el horror de las cárceles. Esta organización de las noticias por secciones, tanto en los diarios como en los noticieros televisivos, demuestra claramente que el periodismo trabaja desde una impostura: la de omitir las conexiones que se deberían establecer entre las distintas realidades.

Por eso, desde mi punto de vista, creo que es necesario plantear una reflexión sobre el papel del periodismo que, entre otras cosas, apunte a la formulación de nuevos criterios de lo noticiable, especialmente aquellos referidos al cubrimiento de la inseguridad, que permita una revisión profunda de la responsabilidad social que los medios tienen ante sus audiencias.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 208, Marzo - Abril 2007, ISSN: 0251-3552


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