Opinión
noviembre 2018

Ecuador: legitimación neoliberal y dilemas de la crítica

La nueva Ley de Fomento Productivo evidencia el giro neoliberal en Ecuador. El viraje de Lenín Moreno se profundizó luego de la consulta popular de febrero que, aupada en el «combate a la corrupción», dejó a Rafael Correa sin la posibilidad de volver a postularse a la Presidencia. El régimen puede exhibirse ahora como descontaminado del «maldito populismo». La estrategia de Moreno parece consistir en la aplicación de una suerte de «neoliberalismo progresista» que lo aleja del mandato para el que fue elegido. ¿Terminará Moreno devorando tanto a quienes lo llevaron al poder como a los que lo sostuvieron en su cruzada antipopular?

Ecuador: legitimación neoliberal y dilemas de la crítica

Con la Ley de Fomento Productivo, la pacificación pospopulista de Lenín Moreno se consagró como la vía más expedita para la reconciliación del país con los mercados y su pleno realineamiento con Washington. El giro del heredero de Correa se profundizó luego de la consulta popular de febrero que, aupada en el «combate a la corrupción», dejó al ex-presidente sin opción de repostularse. Desde entonces, las viejas elites, el alto empresariado y la derecha partidaria intensificaron su asedio a Carondelet hasta desplazar a Alianza País (AP) del comando estatal.

En tal entorno, el nombramiento del presidente del Comité Empresarial Ecuatoriano, Richard Martínez, como ministro de Economía reforzó el pacto de dominación que sostiene a Moreno en el poder luego de que este perdiera su mayoría parlamentaria (escisión entre oficialistas y correístas) y esterilizara a AP como partido de las mayorías. Tal bloque político no se reduce a las tradicionales elites. Lo vertebran también, de modo subordinado, figuras progresistas, delegados indígenas y sindicales. El rediseño del orden corporativo anterior a la Revolución Ciudadana otorga tal constelación de fuerza que permite gobernar sin partido, base electoral y opinión popular favorable.

Martínez fue figura clave de la reunificación empresarial durante la Revolución Ciudadana. Apenas asumió, y mientras el régimen conectaba el frame del «despilfarro populista» con la crisis económica, canceló todo rezago posneoliberal del gobierno. El diktat del superávit fiscal primario, la liberalización comercial, la flexibilización laboral, etc., pasaron a operar como brújula mayor de la política pública. Solo ciertos núcleos ortodoxos dudan del viraje gubernamental, aun si critican más la levedad del ajuste que su misma orientación.

La Ley de Fomento Productivo, sin embargo, es un complejo dispositivo que no solo implanta la austeridad fiscal sino que además consagra una enorme apropiación de rentas para los «ultrarricos», deshace derechos laborales y desmonta los instrumentos maestros del Estado desarrollista distributivo. Un profundo cambio en las relaciones de fuerza y en los mecanismos de legitimación del poder hubo de tomar forma para que tal proyecto fuera aprobado sin apenas resistencia luego del largo ciclo de predominio populista.

El sello rentista de la ley se expresa en la enorme amnistía tributaria, el recorte de impuestos y otras canonjías dirigidas a escoltar los grandes intereses1 e incentivar el «retorno de las inversiones». El estribillo del régimen sobre la bancarrota del fisco no sintoniza con el impacto de tal remisión en el aumento del déficit (1,3% del PIB). Más que recomponer el erario, la normativa avala la rebeldía tributaria y el poder de clase de quienes gobiernan bajo el nombre de Lenín Moreno.

El desmonte de los instrumentos estatales para dinamizar la economía y redistribuir riqueza es otro núcleo de la Ley de Fomento Productivo. Las finanzas públicas se ven diezmadas por la renuncia a gravar los incrementos extraordinarios en los precios de los recursos naturales, la salida de divisas, la eliminación del «impuesto mínimo del anticipo al impuesto a la renta», etc. La ley dispone también que el sector público no pueda crecer más de 3% anual, restringe la movilización de crédito interno para gestionar liquidez y estipula que, salvo excepciones, el presupuesto solo puede ser aprobado con déficit para cancelar intereses de deuda. La inversión pública queda prácticamente abolida como política de Estado. Rompiendo la Constitución, en fin, se introduce un sistema internacional de arbitraje de inversiones para cualquier materia. Las facultades estatales de regulación quedan reducidas a lo mínimo. Por lo tanto, la Ley de Fomento Productivo rediseña el Estado y los términos de su legítima intervención, a partir del imperativo de reconfigurar el entorno para las inversiones.

Lejos del «dejar hacer» manchesteriano, luego de la «devastación populista» los neoliberales criollos aspiran a reencuadrar –legal e institucionalmente– la competencia y a coordinar la sociedad desde el mercado. Esa tarea arrancó con la ocupación empresarial del poder y la inmediata transferencia en su favor de millones de dólares adeudados al fisco. Así, bajo el mantra de la atracción de capitales, la piedra bautismal de la economía de mercado en el Ecuador del siglo XXI no es otra que el viejo rentismo de poderosas elites que gobiernan sin autorización popular. La agenda promercado fue derrotada en el balotaje de 2017.

Neoliberalism by surprise: con ese tropo, Susan Stokes encaró los problemas de legitimidad democrática de gobiernos latinoamericanos que, como el de Moreno, llegaron al poder con un programa contrario al Consenso de Washington y luego lo implementaron a pie juntillas. Si en el Perú de los 90 Fujimori superó ese impasse –a punto tal de ser reelegido– trocando seguridad y orden (derrota de Sendero Luminoso) por ajuste estructural, en el Ecuador de hoy la clase gobernante presenta el giro neoliberal como consecuencia necesaria y única alternativa ante la «crisis moral del correísmo». El combate contra la corrupción se coloca así como principal mecanismo de legitimación del retorno inconsulto de los mercados.

La anticorrupción, como política de la justicia y acción sobre la reputación, hilvana escándalos mediáticos y sobreactuación de autoridades de control en un relato que hace del «Estado obeso» e inescrutable de la izquierda la fuente de todo atropello a la ética pública y de este, la causa de la mala economía. Los expedientes contra la Revolución Ciudadana se multiplican en un circuito que retroalimenta decisiones políticas, trending topics y primeras planas. No se trata apenas, como urge, de procesar sospechosos, sino de consagrar a los tribunales como instancia dirimente de la pertinencia de la acción gubernativa de la década pasada. La evaluación de política pública se cocina en los juzgados. Ya en ese plano, y más allá de la justeza de los procedimientos, los fallos replican la diatriba contra la revolución: la economía expansiva del Estado popular inocula corrupción. El Estado austero reflota ahí como categoría moral.

El neoliberalismo obtiene pues de la anticorrupción el desprestigio de su más enconado adversario. Aquello no lo despoja, sin embargo, de toda su influencia. La descorreización de las instituciones públicas motoriza ese objetivo. Para el efecto, la impugnada consulta popular dio mandato al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social Transitorio de evaluar y, eventualmente, destituir a las autoridades nombradas por el anterior Consejo. La idoneidad de esas autoridades estaba en duda por sus nexos políticos con el ex-presidente y su desprolijidad en el control de la corrupción. Casi todos los funcionarios evaluados fueron destituidos. Los consejeros –siete «notables» nominados por Presidencia que se han arrogado poderes y operan sin control popular– procedieron a subrogar a los cesados con figuras del mundillo anticorreísta. Resolvieron así, al mismo tiempo, la distribución de poder en el bloque gobernante y la extracción de influjo estatal al correísmo. El régimen puede exhibirse ahora como descontaminado del maldito populismo. El bloqueo sistemático al registro electoral del nuevo movimiento de la Revolución Ciudadana completa la purga. Así, sin mayor apego democrático, la descorreización amplía el juego legitimatorio del «neoliberalismo por sorpresa».

El repunte neoliberal no se desliga de la crisis de la Revolución Ciudadana. La crítica de esta al poder de los mercados no habrá de expandirse entonces sin justificación de las razones de su trance. Al margen del modo más o menos arbitrario con que la corrupción se ha construido como problema público, aquella y la impunidad en torno de ella terminaron por avalar el giro gubernamental. No obstante, al hacer de este un puro efecto de la «traición de Moreno» y al no ver en la anticorrupción otra cosa que acoso político –que lo hay y sin disimulo–, el correísmo se desentiende de su lugar en la trama, trivializa la demanda social de transparencia y no consigue dotarse de la credibilidad necesaria para hacer frente a la patraña de la puesta en forma del neoliberalismo como salida ética ante los excesos populistas.

Sin ruptura con el sentido canónico de su acción como fuerza opositora, entonces, la Revolución Ciudadana habrá de resignarse a preservar su militancia. Aquello podría ser irrelevante si no fuera porque ese acumulado puede gravitar de modo decisivo en el espacio de las resistencias. La embrionaria movilización contra el ajuste ha provenido básicamente de su convocatoria. La crítica de otros pequeños núcleos de izquierda al proyecto empresarial queda represada en su esfuerzo por desmarcarse de la «década ganada». La colaboración indígena con el gobierno entrampa, por su parte, su histórico antagonismo con las políticas promercado. Para la izquierda antipopulista luce más rentable implicarse en la descorreización que confrontar el ajuste. La prefiguración de algo así como un neoliberalismo progresista parece, no obstante, ya bloqueada por los impactos de la austeridad en el bienestar y la arbitrariedad del cambio institucional. En medio del desierto del campo popular, queda por ver si la gran derecha cogobernante –que no gana una elección presidencial desde 1998– podrá evitar que la acelerada pérdida de confianza social en el régimen frustre su proyecto de volver al poder por las urnas. De no ser así, como Michel Temer en Brasil, Moreno habrá devorado tanto a quienes lo llevaron al poder como a los que lo sostuvieron en su cruzada antipopular. Sabemos bien cómo termina eso.


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