Opinión
mayo 2019

Cómo salvar al capitalismo de sí mismo

Es posible defender el capitalismo ético surgido en la posguerra mundial sin ser nostálgico. Frente al voluntarismo de los ideólogos y al simplismo de los populistas, la socialdemocracia puede ofrecer un modelo. Pero para hacerlo necesita imaginación política.

Cómo salvar al capitalismo de sí mismo

A principios de 2019, el historiador holandés Rutger Bregman se hizo famoso en todo el mundo por una intervención en el foro de debate de Davos que organiza cada año el World Economic Forum. En una conferencia titulada «El coste de la desigualdad», Bregman se quejó de la inutilidad de la mayoría de recetas propuestas, que ponían el foco en la filantropía y no en las políticas públicas: «Podemos invitar a Bono una vez más, pero tenemos que hablar de impuestos. Es eso. Impuestos, impuestos, impuestos». Su crítica coincide con la del economista Branko Milanovic, que cita a Eurípides para señalar la hipocresía de Davos: «Me encontrarás dispuesto a ayudarte, pero lento en dar el menor paso». Desde hace unos años, en los foros financieros se habla de desigualdad y pobreza. Casi siempre, sin embargo, desde la idea de que la crisis fue una especie de fenómeno natural. Aquellos que promovieron la barra libre crediticia y apoyaron la desregulación se lamentan hoy de sus efectos, y promueven reformas superficiales y retóricas.

La Gran Recesión, consecuencia de los años triunfalistas de la llamada Gran Moderación, del exceso de confianza y de la arrogancia de las élites del momento, ha alterado radicalmente los sistemas políticos occidentales, puesto en peligro la democracia liberal y está detrás del surgimiento de los movimientos populistas. El sistema económico y la estructura del capitalismo, en cambio, no ha cambiado sustancialmente. En algunos aspectos somos incluso más vulnerables que antes de la crisis. Ha aumentado la desigualdad, los famosos bancos demasiado grandes para caer son aún más grandes y las ganancias del crecimiento económico posterior a la crisis han ido a parar a los superricos.

Pero algo sí que ha cambiado. De pronto, más de diez años después de las famosas palabras de Sarkozy («hay que refundar el capitalismo»), todos hablamos de la crisis del capitalismo. Y no solo en la izquierda, sino también en el establishment financiero. Martin Wolf del Financial Times recorre los grandes foros económicos globales para hablar de una crisis sistémica, Adrian Wooldridge intenta convencer a sus lectores en The Economist de que hay que leer a Marx para comprender lo que nos pasa, el gurú financiero Ray Dalio avisa de una revolución si el capitalismo no se reforma y el presidente billonario de Starbucks se ofrece como candidato presidencial con una propuesta de subir los impuestos a las grandes fortunas. En el otro lado, los millennials socialistas ironizan mordazmente sobre el fin del capitalismo tardío, que se derrumbará como consecuencia de sus propias contradicciones: el capitalismo es para ellos la austeridad, la desigualdad, la precariedad, los repartidores de Glovo, el chantaje del Fyre Festival, las burbujas de Silicon Valley, los grandes monopolios tecnológicos que comercian con nuestros datos privados, distopías laborales que parecen salidas de la serie Black Mirror y una crisis ecológica global y existencial.

La idea del fin del capitalismo provoca regocijo en quienes llevan anticipando su caída durante décadas (el discurso del capitalismo tardío, que ha resucitado en los últimos años, viene de la década de los treinta). Pero todavía le queda mucha vida. El verdadero reto de nuestro siglo es reformarlo. Esto es más o menos lo que propone el economista Paul Collier, célebre por sus estudios sobre migraciones y refugiados, en su libro The future of capitalism. Facing the new anxieties. Collier defiende el capitalismo ético surgido en la posguerra mundial, basado en los valores de la socialdemocracia. Pero su enfoque no es nostálgico. Sabe que el «espíritu del 45», al que a menudo cae el corbynismo y otras socialdemocracias occidentales, está muerto. Sabemos demasiadas cosas nuevas (y Collier se aprovecha de avances en psicología social, fiscalidad, regulación de monopolios, finanzas) como para repetir de manera ciega las recetas del pasado. Collier defiende, por parafrasear el mantra de Gerald Cohen y los marxistas analíticos, una socialdemocracia «sin bullshit».

A Collier no solo le preocupan los los efectos económicos de la crisis del capitalismo sino también los sociales e incluso psicológicos. «El verdadero propósito del capitalismo moderno es promover la prosperidad masiva. Quizá porque nací pobre y trabajo con sociedades pobres, sé que este es un objetivo que merece la pena. Pero no es suficiente». No solo hace falta redistribuir la riqueza, equilibrar la balanza entre las metrópolis ricas y las zonas rurales abandonadas, romper los monopolios tecnológicos o incluso explorar propuestas como la renta básica, sino también recuperar un sentido de comunidad basado en la reciprocidad: el ser humano no es solo un Homo Economicus: «La gran mayoría de los humanos no son los bobos egoístas descritos en la economía utilitarista, sino gente que valora no solo el cuidado sino la justicia, la lealtad, la libertad, lo sagrado y la jerarquía». La socialdemocracia contemporánea, dice, está capturada por intelectuales de clase media que se dividen entre economistas tecnócratas utilitaristas y abogados rawlsianos: los primeros creen que todo se resuelve con ofrecer «el mayor bienestar al mayor número de personas» (pero asocian mayor utilidad con mayor consumo), los segundos promueven una visión de los derechos basada en el victimismo de ciertas minorías.

A Collier le preocupa especialmente la brecha que existe entre los que tienen un trabajo digno que les dota de una identidad y quienes no lo tienen y encadenan trabajos precarios o están desempleados. Un repartidor de Glovo no siente que «repartidor de Glovo» sea una etiqueta que le defina. En cambio, un diseñador en una start-up, un abogado o un médico sí creen que su trabajo es su identidad. Los que tienen educación siguen creyendo en su trabajo; los que no, incapaces de crearse una identidad laboral, se refugian en la nación y en la bandera.

Se produce así una ruptura del pacto social, que en las sociedades sanas está basado en la reciprocidad: «Si tenemos sistemas de creencias radicalmente diferentes, no puedo ponerme en tus zapatos porque no habito el mundo mental que moldea tu comportamiento. No puedo fiarme de ti». Es lo que separa a los votantes de Trump de los votantes de las costas en EEUU, pero también a la llamada «Francia periférica» de los cosmopolitas parisinos (una brecha que en cierto modo explica el descontento pseudonihilista de los chalecos amarillos).

Collier no es muy claro sobre lo que habría que hacer para resolver esta brecha identitaria, y su solución de recuperar un patriotismo inclusivo es vaga. Pero apunta a algo real. Aunque a los liberales les resulte incómodo, el Estado es algo más que una compañía de seguros: necesita tener un relato común basado en obligaciones recíprocas. Es algo de lo que los economistas se han dado cuenta en los últimos años: a veces es más preocupante y disruptivo el desmantelamiento de una comunidad (sus redes asociativas, lugares de encuentro) que el aumento del desempleo.

En los últimos años, las élites, tanto económicas como «cognitivas» o culturales, se han «independizado» de facto del resto de la población. «En Reino Unido», escribe Collier, «en los últimos treinta años [el salario medio de un presidente ejecutivo] ha pasado de ser 30 veces mayor al de sus trabajadores a 150 veces mayor». En el caso estadounidense la brecha es aún más grande: los presidentes de grandes empresas han pasado de cobrar 20 veces más que sus trabajadores a 231 veces más. Las empresas en las que trabajan estos CEOs están más obsesionadas que nunca con el corto plazo y el beneficio de los accionistas y a menudo, como ocurre en la cultura empresarial de Silicon Valley, no existe un propósito más allá que el de ganar dinero rápido y escapar del barco antes de que se hunda; las nuevas empresas tecnológicas no consiguen ser rentables casi nunca y su propósito es a veces simplemente aumentar su capitalización hasta que otra empresa mayor las adquiera.

Acabar con estos incentivos perversos no es fácil. Collier propone varias soluciones a la desigualdad. Quizá la más interesante es la de gravar a los rentistas de las metrópolis para financiar las provincias en decadencia y hacer la vida en las grandes ciudades más asequible. Atacando este problema ataca varios a la vez: la concentración de riqueza en pocas manos (que en general es una riqueza heredada), la brecha que existe entre las metrópolis prósperas y las ciudades medianas empobrecidas, y la brecha sentimental y cultural entre unas metrópolis que son casi ciudades-Estado y el resto del país.

Merece la pena detenerse en su solución a este problema, que sufren cada vez más ciudades occidentales. Collier señala la hiperespecialización y alta productividad de las metrópolis. Los que trabajan en ellas tienen mejor educación y, al juntarse en un mismo sitio, son más productivos. Es lo que se denomina «economía de aglomeración». Esto atrae capital extranjero y fomenta una gran inversión en infraestructuras. Pero, ¿quiénes son los mayores beneficiados de esa aglomeración? En general, dice Collier, los arrendadores y rentistas que tienen propiedades en las metrópolis. La pregunta es: ¿estos arrendadores se merecen esas ganancias? Según Collier, no. «Al trabajar en una ciudad, cada persona ha contribuido al incremento total de la productividad. Las ganancias de la aglomeración las generan las interacciones entre masas de gente, y por lo tanto son un logro colectivo que beneficia a todos. Esto es lo que los economistas denominan ‘bien público’». Los propietarios y arrendadores se benefician de una economía de aglomeración sin haber participado en ella.

La solución es gravar las ganancias de la aglomeración: buena parte de la desigualdad en Occidente se explica con el aumento de la riqueza heredada y las rentas económicas.

El capitalismo necesita profundas reformas. No existen soluciones mágicas. Es necesario un enfoque multidisciplinar y, sobre todo, afrontar problemas incómodos. Collier lo hace: analiza desde el fin de la familia nuclear clásica al deterioro de las comunidades y el elevado sueldo de los CEOs, desde la concentración de riqueza a la necesidad del patriotismo.

A menudo el reformismo es más revolucionario que la propia revolución; al menos es más urgente. El pragmatismo que propone Collier recoge los valores éticos de la socialdemocracia de posguerra, pero no se obsesiona con el pasado y rechaza tanto el voluntarismo de los ideólogos como el simplismo de los populistas.



Newsletter

Suscribase al newsletter