Tribuna global
NUSO Nº 295 / Septiembre - Octubre 2021

Afganistán y América Latina frente a la primacía desafiada de Estados Unidos

Pese a su lejanía geográfica, la ocupación y salida de Afganistán al ritmo del avance imparable de los talibanes ilumina algunas cuestiones sobre la política de intervención internacional estadounidense y sus límites que resultan útiles para pensar la geopolítica latinoamericana, en un contexto en el que la primacía mundial del país del Norte parece atravesar una fase declinante.

Afganistán y América Latina frente a la primacía desafiada de Estados Unidos

Afganistán no es una realidad ni tan ajena ni tan distante de América Latina y el Caribe como podría parecer a primera vista. Los 20 años transcurridos entre la caída de las Torres Gemelas que dio origen a la invasión de Afganistán, con la consiguiente deposición del gobierno talibán, y su actual regreso al poder tras el abandono de Kabul por parte de Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) el 31 de agosto de 2021 son un espejo que permite mirar con nitidez y precisión la huella de algunas estrategias, políticas y agendas de eeuu en nuestra región. La larga y multimillonaria intervención militar en Asia central es el último hito de una historia tan conocida como penosa: la superpotencia que encabeza el orden liberal mundial desde 1945 construye escenarios débiles de estabilidad, paz, libertad y democracia en zonas de conflicto, que se desploman por un negacionismo que le impide rectificar frente a errores evidentes.

Si queremos trazar una línea que conecte los hechos en Afganistán y América Latina, es necesario analizar el núcleo de irradiación de la búsqueda de primacía de eeuu: su política de intervención internacional. Recurrimos a la geometría para establecer una metáfora potente heurísticamente: como si de un compás se tratara, el análisis toma Washington como punto fijo y rota, desde Asia central hasta América Latina, involucrando modalidades de intervención que obedecen a propósitos previamente definidos: asistencia militar, reconstrucción estatal, cambio de régimen, ayuda humanitaria, intereses materiales, con sus diferencias y similitudes. 

El análisis de estas intervenciones permite construir un mapa de aprendizajes sobre caminos que podrían ser recorridos en el vínculo de América Latina con eeuu. Este mapa resulta particularmente importante en momentos en que la primacía mundial estadounidense parece atravesar una fase declinante. Esta situación podría abrir una ventana de oportunidad para que América Latina tenga una mayor autonomía como región, siempre y cuando logre superar su fragmentación y la volatilidad política que resulta de la polarización interna en muchos de sus países.

Distintas caras de la primacía: sobreextensión y primacía de bajo costo

Iraq, Libia y ahora Afganistán son casos paradigmáticos de lo que podríamos llamar el «síndrome de sobreextensión imperial» (un concepto propuesto por Paul Kennedy y Jack Snyder, entre otros), que se produce en el proceso mismo de la toma de decisiones cuando intereses particulares, inercias burocráticas e ideologías fuertemente enraizadas en la historia y el sistema político estadounidense capturan o secuestran la visión del interés nacional para plantear objetivos irrealizables y narrar fracasos ostensibles como historias de éxito. En la presente coyuntura, la utilización de este concepto invita a preguntarnos sobre los mecanismos que operan en el caso de EEUU, considerando los factores internos e internacionales que podrían llevar a una auténtica rectificación estratégica o a frenarla a partir de un nuevo ciclo de errores repetidos. El zigzagueo entre una actuación que busca enfrentar el terrorismo internacionalizado, luchar contra la insurgencia, promocionar cambios de régimen o reconstruir Estados ha acelerado este ciclo. 

eeuu ha implementado diferentes modalidades de actuación en su búsqueda de la primacía mundial, con un tipo de estrategia que puede sintetizarse así: una potencia no consiente ni tolera el ascenso y la consolidación de una potencia competidora de igual talla. Se trata, básicamente, de que el más poderoso pretende afirmar y sostener su preeminencia. eeuu, durante los dos mandatos del presidente George W. Bush, desplegó una primacía agresiva: ataques preventivos, unilateralismo asertivo, desdén hacia los foros multilaterales, recurso persistente y expansivo a la fuerza y aumento significativo de los gastos militares. Barack Obama ensayó, durante sus dos mandatos, una primacía calibrada: un multilateralismo ocasional, más consultas con los principales aliados de Washington, el repliegue paulatino en algunas guerras como la de Iraq, un mayor empleo de ataques quirúrgicos con drones, ejecuciones extrajudiciales en el exterior y presupuestos de defensa menos abultados que los de su antecesor. Por su parte, Donald Trump implementó una primacía ofuscada. Recurrió a una suerte de diplomacia coercitiva de la sumisión, en la que persuadir era fútil y chantajear resultaba imprescindible. Anunció y aplicó un unilateralismo voraz, rechazó y descreyó de los ámbitos multilaterales, amenazó y apeló al uso de la fuerza, valoró y aumentó los gastos militares, y desechó y despreció a muchos aliados históricos. Actualmente, el presidente Joe Biden esboza una primacía sosegada que apunta a recuperar alguna legitimidad internacional por medio del impulso a la democracia y la revalorización del multilateralismo, al tiempo que procura aliados para cercar a China y revertir su proyección de poder. En esta modalidad atemperada, a la vez que se reduce el brazo militar, se perpetúa el uso recurrente a las sanciones como instrumento diplomático coercitivo. 

La comparación entre Asia central y América Latina con base en la metáfora del movimiento de un compás permite observar cómo, a partir de una misma búsqueda de primacía, se reproducen en ambos escenarios regionales proyecciones diferenciadas del poder estadounidense con prácticas, políticas y modalidades de intervención ya sea por imposición externa o por invitación interna, directas o indirectas, instrumentales o imperativas. No se trata de la reproducción de situaciones similares en las dos regiones, sino de realidades distintas que acompañan las rotaciones del «compás». Mientras que en Asia central prevaleció la ocupación militar prolongada y directa como zaga de la lucha contra el terrorismo, en América Latina y el Caribe la presencia de eeuu en los últimos 20 años se mantuvo sobre la base de una primacía de bajo costo que se benefició de la marginalidad estratégica de la región, al mismo tiempo que la profundizó. Las condiciones regionales de volatilidad política, déficits estatales, vulnerabilidades estructurales, desigualdad y exclusión social, pobreza extrema, violencia criminal y mercados ilegales serían el caldo de cultivo para la experimentación de intentos de «estabilización», «cambio de régimen» y «construcción de capacidad institucional» que, al igual que en Afganistán, resultaron mal concebidas y contraproducentes. 

La retirada militar del gobierno estadounidense y el desmontaje de su enclave administrativo en Afganistán han detonado una nueva ronda de evaluaciones sobre el recurso de la intervención en la proyección internacional de Washington. Una retirada incondicional por «elección», como rotuló Richard Haas, presidente del Consejo de Política Internacional, fue más el fruto de un error de cálculo que una acción impostergable impuesta por la fatiga de la ocupación. La salida no fue obligada, había sido postergada una y otra vez por Bush y Obama para terminar siendo mal negociada por Trump con los talibanes, sin la participación de sus aliados, y mal instrumentada por Biden. Hay algo más que errores de cálculo, pues tanto la intervención como la salida carecieron de objetivos claros, estrategias sólidas e instrumentos adecuados. 

Más que reflexionar sobre el impacto de esta situación en nuestra región, proponemos una categorización de las múltiples formas de actuación por vía de la injerencia que ha adoptado el gobierno estadounidense. La primera es la intervención directa con despliegue de fuerza militar, unilateral o colectiva, para resolver a favor de la fuerza interventora y de sus aliados domésticos un impasse político-institucional de potencial efecto negativo para el interventor. La segunda es la intervención indirecta a través del apoyo a una determinada elite en el poder vía asistencia militar, provisión de armas, entrenamiento de fuerzas armadas y de seguridad y acceso a bases internas para impulsar políticas públicas específicas (contrainsurgencia, combate al narcotráfico) afines a sus intereses y los del gobierno de turno. En este caso, sobresale lo que se llama la «intervención por invitación», que atendería a una solicitud de colaboración externa ante la imposibilidad de preservar un mínimo orden interno, con el respaldo activo en materia de seguridad (venta de armamento, provisión de inteligencia, estacionamiento temporal de agentes, soldados y fuerzas especiales, entre otros) para sostener a la elite dirigente en la nación intervenida. Una tercera modalidad consiste en la intervención instrumental con operación y asistencia militar motivada, esencialmente, por objetivos geopolíticos (acceso a fuentes de energía, minerales, recursos estratégicos, etc.). Finalmente, la cuarta forma comprende la intervención imperativa, que también podría merecer el rótulo de humanitarismo armado. En este caso, se ejecuta una acción armada en un país aquejado por problemas graves de derechos humanos, con un propósito altruista y con un alto nivel de consenso internacional. Esta modalidad, motivada por realidades de severas y masivas crisis humanitarias, se ha proyectado en la jerga de la gobernanza global como la «responsabilidad de proteger» (R2P).

Sumamos a esta categorización cuatro puntos de conexión entre las dos realidades bajo foco: recursos estratégicos y sanciones; cambio de régimen y construcción estatal; prohibicionismo y violencia; y crisis humanitarias de evacuación, refugio y migración.

Recursos estratégicos y sanciones

La economía afgana sufre las consecuencias de las vulnerabilidades acumuladas por la secuencia de guerras, conflictos interreligiosos internos y sucesivas ocupaciones externas. Si bien la importancia estratégica del país está esencialmente anclada en su geografía política, algunos de sus atributos naturales han despertado creciente interés internacional. Desde el campo de la economía política, un pendant entre Afganistán y América Latina conduce a la temática de los recursos minerales y tierras raras, en particular las reservas de litio. Fuertemente anhelados por China, estos minerales podrían convertirse en una poderosa moneda de canje entre Kabul y Beijing en un «toma y daca» pragmático entre estabilidad e inversiones. Las reservas de litio de Afganistán, aún por ser exploradas, sumadas a las de otros minerales (cobre, hierro, oro, zinc, etc.) están evaluadas en de uno a tres trillones de dólares. En América Latina existe lo que se denomina el «triángulo del litio», conformado por Chile, Argentina y Bolivia. Estos tres países contienen las reservas explotables de litio más grandes a escala mundial. Se entiende entonces que el litio, junto con reservas minerales y energéticas, puede ser una gran oportunidad de fortalecimiento de los vínculos afganos con China, país que busca ampliar su acceso a materiales necesarios para su desarrollo industrial y tecnológico. No obstante, hay que subrayar el descalabro ocasionado por la pandemia, que impactó negativamente en la producción y explotación de litio en los países latinoamericanos. 

En efecto, la profundización de lazos con China podrá ser un factor vital para los talibanes, que no disponen de medios o formas para reducir sus niveles de dependencia externa. Los años de presencia militar estadounidense contribuyeron a reforzar los típicos procesos de subordinación y reconfiguración de un país bajo ocupación, lo que facilita una lógica de dependencia reemplazada. Algo comparable se produjo en América Latina con el boom de los commodities y la reprimarización económica estimulada por impacto de la demanda china de minerales y productos agrícolas. 

Otro punto de contacto en el ámbito económico, inmiscuido en el tablero de la política mundial, se refiere al de las sanciones comerciales y la automática inclusión del Afganistán talibán como una más de sus víctimas. El plan de ruta decidido en la reciente reunión del g-7 sirvió para reemplazar el menú de la acción militar conjunta por el de la diplomacia coercitiva compartida. Todo esto está por definirse en función de cómo evolucione la situación interna de inseguridad, inestabilidad y derechos humanos en Afganistán. Lo que es claro, sin embargo, es que una eventual escalada de sanciones económicas como instrumento para tratar de influir en ese país bien podría empujarlo a los brazos de los competidores estratégicos de eeuu: China y Rusia. Esta ha sido, en gran medida, la historia reciente en América Latina. Actualmente una práctica de alcance expansivo, liderada por eeuu y la Unión Europea, la aplicación de sanciones ha estimulado estrategias defensivas que fortalecen los vínculos y las redes de solidaridad entre los países castigados. Se genera una contradiplomacia entre gobiernos enemistados con el círculo de poderes occidentales que contribuye a pasteurizar la idea de amenaza, a securitizar visiones del mundo y a transformar la noción de diferencia en conflicto. Una consecuencia de tal distorsión ha sido la repetición de las estrategias de doble vía adoptadas por Washington en sus reticentes movimientos de diálogo político, sin abandonar el recurso de la coerción. 

En América Latina, tanto Cuba como Venezuela son buenos ejemplos de repetidos ciclos de diálogos condicionados por prácticas coercitivas. Son largas las listas de sanciones aplicadas a ambos países que, en el periodo reciente, en el contexto de la pandemia de covid-19, fueron cuestionadas por las propias agencias de la Organización de las Naciones Unidas (onu)1. Ya en 2015, durante el gobierno de Obama, la Casa Blanca calificó a Venezuela como un «inusual y extraordinario peligro para la seguridad nacional», bajo la orden ejecutiva 13.692 del 8 de marzo de 2015, emanada de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (ofac) del Departamento del Tesoro, renovada y ampliada varias veces por el presidente Trump y también en 2021 por el presidente Biden2. Al mismo tiempo, se ha implementado un conjunto de sanciones para evitar que el régimen venezolano pueda seguir exportando petróleo e importando gasolina y otros productos derivados del petróleo del exterior3. Entre tantas consecuencias, las importaciones petroleras estadounidenses desde Venezuela se redujeron de 1,2 millones de barriles diarios en 2008 a cero en 2020, y el comercio exterior de bienes entre los dos países pasó de 56.200 millones de dólares en 2012 (el último año del último ciclo positivo de la economía venezolana) a 1.200 millones en 2020. Las exportaciones de eeuu a Venezuela facturaron 17.500 millones en 2012 y 1.130 millones en 2020. Las importaciones de eeuu desde Venezuela superaron los 38.700 millones en 2012 y en 2020 fueron tan solo de 168 millones4

Cambio de régimen y estatalidad

En cuanto a América Latina, el fracaso estadounidense en la reconstrucción de Afganistán y la instalación de la democracia en ese país podría alejar toda posible intervención militar de eeuu en la región en general y en Venezuela en particular. Entre tanto, ahuyentar opciones extremas no significa excluir otros formatos de injerencia. Los cambios de régimen son más complejos, caros, largos y difíciles de lograr de lo que el establishment estadounidense ha concebido hasta el momento. Requieren, además, de un apoyo interno casi imposible de obtener en el actual contexto de polarización política estadounidense.

El esfuerzo de diseñar e implementar un régimen democrático en Afganistán ha fracasado por su limitada capilaridad, causada por la miopía imperial frente a las malas prácticas de sus aliados políticos locales, incentivadas por el derrame de recursos. Hay, además, una responsabilidad rara vez reconocida por parte de la red de intermediarios privados estadounidenses en la corrupción endémica de este tipo de intervenciones en el extranjero. 

Después de 20 años, la irradiación de políticas comprometidas con el Estado de derecho se mantuvo concentrada en reducidas zonas del país y no alteró las raíces estructurales de los dramáticos niveles de pobreza y la carencia de políticas públicas en temas esenciales como salud, educación, infraestructura y derechos humanos. La fuerte dependencia de la ayuda internacional quedó al desnudo en 2020 a partir de la decisión de pactar la salida de eeuu, lo que provocó una instantánea retracción de las fuentes internacionales de asistencia para el desarrollo.

Puede darse un efecto de contagio negativo en otros casos y en otros continentes, en la medida en que el realismo político supla al orden liberal y que la crítica a este vea florecer el tema del poder «desnudo», a la par de la reducción de los alcances de un buen gobierno y de las libertades fundamentales. Resurge un pensamiento pesimista en los sectores académicos y decisionales estadounidenses sobre la imposibilidad de exportar el modelo democrático a espacios periféricos y en cuanto a que prevalezca el concepto de razón de Estado por encima del concepto de Estado de derecho.

Ha sido usual que funcionarios civiles y militares de eeuu, en gobiernos demócratas y republicanos, acuñen términos respecto a los Estados del Sur global a los que se percibe como enemigos de Washington: Estado «paria» (pariah), Estado «villano» (rogue), Estado «forajido» (outlaw), Estado «fanático» (backlash), Estado «rufián» (outcast), Estado «fallido» (failed), Estado «fantasma» (phantom), Estado «maligno» (malign). Más allá de esas construcciones, los resultados de eeuu en sus intentos de derrotarlos, modificarlos o neutralizarlos han sido muy débiles. Más aún, en ciertos casos, Washington ha hecho «fallecer» Estados o los ha hecho más violentos (un ejemplo es la Libia post-Gadafi). Esos términos se han usado en diferentes gobiernos en casos de América Latina (a lo largo y ancho de la región) y Asia central (en especial, Afganistán): el resultado de las acciones de fuerza para «enderezar», «transformar» o «revertir» tales Estados ha sido paradójicamente contrario a los objetivos trazados. Injerencias que afectan las capacidades estatales ya fragilizadas terminan afectando los controles civiles y democráticos sobre las Fuerzas Armadas y los aparatos de seguridad y comprometen la protección a los derechos humanos. En América Latina, este proceso de erosión viene facilitando la opción de un «neogolpismo», que se considera diferente del golpe de Estado tradicional y que pervierte la institucionalidad democrática y debilita el Estado de derecho con una violencia menos ostensible.

Colombia y Venezuela representan los ejemplos sobresalientes del binomio búsqueda de primacía/intervención de eeuu en los últimos 20 años5. La intervención por invitación en el caso colombiano tuvo como piedra angular el llamado Plan Colombia. En este marco, entre 2000 y 2016 eeuu brindó una asistencia de más de 10.000 millones de dólares. En esencia, se trató de una iniciativa antinarcóticos que se fue convirtiendo en un plan contrainsurgente y que incorporó elementos de un plan antiterrorista. La ayuda de Washington tuvo una dimensión de seguridad y contó con la presencia de efectivos militares y asesores de inteligencia estadounidenses en Colombia, a punto tal que, en algunos años de la primera década de este siglo, la embajada de eeuu en Bogotá fue la más numerosa del mundo después de la embajada en Iraq. En 2009, el embajador William Brownfield afirmó que el Plan Colombia era «el ejercicio de construcción de naciones más exitoso al que eeuu se ha asociado quizás en los últimos 25-30 años»6. Con el tiempo, Colombia se fue transformando en la plataforma clave de una proxy war o guerra subsidiaria en Venezuela. Una estrategia «delegativa» por parte de eeuu con bajos costos. 

Venezuela, por su parte, ha merecido una secuencia de intentos frustrados de injerencia que mezclan modalidades de intervención directa e indirecta. A partir de la primera victoria electoral de Hugo Chávez en 1998, Washington ha tratado por varias vías de cambiar el régimen venezolano; de manera directa, en el caso del apoyo dado a las insurgencias militares de 2002 y el breve gobierno presidido por Pedro Carmona y con el respaldo al gobierno paralelo de Juan Guaidó. De manera indirecta, tratando de desplazar diplomáticamente a los gobiernos de Chávez y de Nicolás Maduro, reduciendo y rompiendo desde 2019 las relaciones diplomáticas y consulares entre los dos países, procurando crear alianzas de otros gobiernos en contra del régimen y apoyando a la oposición venezolana. En este contexto, los gobiernos estadounidenses han calificado al régimen venezolano de acuerdo con el vocabulario estratégico dominante en círculos académicos y decisionales, etiquetando al país como «Estado fallido», «Estado forajido», «Estado terrorista», con una emergencia humanitaria compleja y como una dictadura, pero hay un hecho cierto: no se ha dado un cambio de régimen ni ha habido una intervención militar por parte de tropas estadounidenses. De igual modo, en Venezuela no hay una guerra civil.

Prohibicionismo y violencia

Las cuestiones pertenecientes al ámbito de la securitización global que nutren la percepción de amenaza del gobierno de EEUU en las últimas dos décadas son comparables ma non troppo en Asia central y América Latina y el Caribe. Se destacan el terrorismo, el tráfico de drogas y la violencia armada. Después de 20 años, no parece precipitado afirmar que América Latina y el Caribe es un «zona libre de terrorismo», lo que se comprueba por la ausencia de redes terroristas transnacionales. La tergiversación producida por EEUU para justificar sus políticas de falsos positivos en cuanto a la existencia de tales redes o de grupos aislados se tornó en un caldo de cultivo para los procesos de polarización política en muchos países latinoamericanos.

Ya en materia del control sobre la producción de drogas, la punta del compás encuentra más fácilmente sus líneas de contacto. En cuanto a sustancias psicoactivas declaradas ilícitas, el triángulo andino (Colombia, Perú y Bolivia) produjo, según el informe de 2021 de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (unodc, por sus siglas en inglés), unas 1.700 toneladas de cocaína, mientras que la producción de heroína en Afganistán alcanzó a unas 6.300 toneladas7. En síntesis, en ambos espacios se produjeron las mayores cuantías de dos de las sustancias de base natural, salvo la más potente variedad sin semilla de marihuana que se produce en eeuu. A su vez, la minería ilegal es parte importante de la economía de Afganistán, al tiempo que ha prosperado en los países amazónicos (Brasil, Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia): negocios muy lucrativos que vienen reforzando la ilegalidad material y la precariedad estatal. El papel de los militares para resolver la cuestión de las drogas ha sido un fracaso y ha resultado peligroso. La militarización de la lucha antinarcóticos ha sido fallida en cuanto a revertir el fenómeno, al mismo tiempo que ha generado graves perforaciones institucionales: (a) aumentó las violaciones de derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas; (b) desequilibró la relación cívico-militar en desmedro de los civiles; (c) elevó la corrupción entre soldados y generales; (d) generó grupos paraestatales que se asocian a miembros de las Fuerzas Armadas en una degradada lucha contra el narcotráfico; (e) incrementó la desmoralización de los militares; (f) debilitó la defensa del país; y (g) vulneró la capacidad de inteligencia del Estado.

La incapacidad de lidiar con el tema de la droga camina lado a lado con la relativa a la violencia. La guerra en Afganistán ha producido en 20 años miles de muertos entre los combatientes, un número casi similar de civiles y más de 2,5 millones de refugiados8. La violencia armada, criminal e institucional en América Latina es asombrosa; en especial, en los países que conforman la amplia Cuenca del Caribe, al tiempo que recientes situaciones dramáticas como la de Venezuela han generado más de cinco millones de migrantes y refugiados. A su vez, entre los 20 países con las más altas tasas de homicidios, 15 están en América Latina y el Caribe. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, en 2020 hubo en ese país 11.891 muertes por causas violentas: 4.231 muertes por resistencia a la autoridad, 4.153 homicidios y 3.507 muertes que se encuentran en averiguación penal. De acuerdo con esta ong, lo que resalta es el aumento de la «violencia policial» y de las acciones extrajudiciales9.

En Afganistán, eeuu proporcionó más de 80.000 millones en armamentos y entrenamiento a las Fuerzas Armadas y a las fuerzas de seguridad. En América Latina, eeuu es el principal proveedor de armas livianas, que son utilizadas en 75% de las muertes violentas10. Eso es letal en una región que, con 8,3% de la población mundial, representa 37% de los homicidios en el mundo.

Crisis humanitarias de evacuación/refugio y migración

No dejó de ser llamativo el hecho de que, al final de su primer pronunciamiento después de la toma de Kabul por los talibanes, el presidente Biden hiciera una referencia a los esfuerzos de su gobierno para asistir a la población haitiana frente a las severas condiciones humanitarias enfrentadas después del sismo del 14 de agosto último. Son y seguirán siendo notables las diferencias entre lo que significa el desmontaje desprolijo de 20 años de una ocupación político-militar de facto y un prolongado tutelaje marcado por la desidia y el abandono. «Boat-people», la expresión despectiva utilizada para hacer referencia a los haitianos que llegan ilegalmente a territorio estadounidense y «plane-people», como se podrían llamar las centenas de miles de afganos evacuados, son igualmente víctimas de una mezcla de infortunios en la cual no ha sido menor la responsabilidad de las sucesivas administraciones estadounidenses. Se observan vicios semejantes en la ayuda de eeuu a Haití y a Afganistán. La concentración de recursos destinados al campo de la seguridad –la Policía Nacional Haitiana y el Ejército afgano– y el descuido de los temas esenciales para la reconstrucción de los países, empezando por la infraestructura básica y la reducción de la pobreza, dan cuenta de ello11. Su lugar como principal donante de la ayuda a estos países amplía la responsabilidad de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid, por sus siglas en inglés) y otros entes de la administración estadounidense por años y décadas de ayuda mal distribuida, erróneamente gastada y el manejo de la migración masiva de los ciudadanos de estos países con paliativos. Los efectos son bien conocidos: la destrucción de capacidades de producción de alimentos, la expansión desmedida de la economía informal, con presencia dominante del sector de servicios, una cosmética apariencia de modernización acompañada por índices elevados de corrupción12.

En lo que va del siglo, las crisis humanitarias a escala global se han agravado por conflictos, desastres y ahora la pandemia, lo que ha generado un aumento de la población vulnerable de refugiados, desplazados y migrantes forzados. En 2021, según la onu, 238 millones de personas requerirán asistencia humanitaria y protección internacional, 30% más que en 2020. Las crecientes necesidades de evacuación, atención y protección internacional ejercen cada vez más presión sobre países fronterizos y sobre los regímenes existentes en materia de asilo y migración en eeuu y sus aliados europeos, precisamente cuando las visiones restriccionistas y antiinmigración han ganado terreno político en el plano interno. En materia humanitaria, Asia central y la Cuenca del Caribe son dos focos rojos: 11% de los refugiados provienen de Afganistán y 16% de Venezuela, respectivamente. En nuestra región hay que sumar el reciente éxodo silencioso de población haitiana, hondureña, cubana, salvadoreña y guatemalteca expulsada por la situación crónica de violencia, inestabilidad política, fragilidad económica y desastres naturales que, en 2020, alcanzó a cerca de un millón de personas. Y no hay que olvidar que el principal corredor migratorio del mundo es el conformado por eeuu, México y Centroamérica, donde, además, se registra el mayor número de muertes de migrantes en tránsito. 

Los contrastes de atención y desatención frente a distintas situaciones humanitarias resultan enigmáticos. La visibilidad del éxodo venezolano (5,4 millones) contrasta con el silencio frente a los 8,2 millones de desplazados internos en Colombia. Las imágenes de la emergencia humanitaria en Afganistán para evacuar, trasladar y dar acogida a miles de refugiados chocan con la invisibilización de los haitianos y centroamericanos varados en las fronteras mexicanas y con los esfuerzos de externalización de los controles fronterizos estadounidenses para detener a estas personas que han desplegado gobiernos republicanos y demócratas, incluido el de Biden. La reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia de restablecer el programa «Quédate en México», que obliga a los solicitantes de asilo a esperar su trámite en terceros países sin garantías ni protección, y las restricciones legales para acoger con rapidez a los refugiados afganos que en su momento lo apoyaron representan auténticas derrotas morales para eeuu en su calidad de principal oferente de asistencia humanitaria en el mundo.

Lecciones y proyecciones

La intervención internacional en Afganistán no fue una política pública integral de dos décadas de duración, sino la mera sucesión de políticas internacionales llevadas adelante por seis gobiernos estadounidenses. Evidentemente, el caso de Afganistán, en el marco de Eurasia, no es equiparable en términos geopolíticos al de América Latina. Afganistán se localiza en lo que Zbigniew Brzezinski llamó el «gran tablero mundial», objeto de una intensa disputa estratégica entre distintas grandes potencias como eeuu, China, Rusia y la India, y pivotes gravitantes como Turquía e Irán. América Latina y el Caribe cargan con una ubicación geopolítica marcada por su relativa marginalidad respecto de los grandes escenarios de competencia global y zonas de conflicto militar, pero sobre todo por la asimetría estructural y la subalternidad política de un «pequeño tablero» de eeuu.

A primera vista, no se da una correlación entre lo que sucede en Asia central y la cuenca del Caribe. Sin embargo, puede proyectarse una vinculación en cuanto a lo que eeuu, la ue y otros actores internacionales tienen como una prioridad geopolítica: evitar que América Latina se categorice como una región en «emergencia» e internacionalizada, en disputa por actores globales, que se convierta entonces en un tablero inestable, no institucionalizado y que sea una fuente de rivalidades y de violencia. 

América Latina y el Caribe podrá tornarse un escenario de continua pérdida de prioridad para eeuu siempre y cuando China no decida jugar fuerte en la región desplegando una presencia económica, político-estratégica y/o militar –tal como lo hizo la Unión Soviética a principios de la década de 1960 en Cuba–. Esta posibilidad no parece estar en el horizonte de mediano plazo, en tanto son los mares de la China y varios países de África donde podrían aparecer líneas tectónicas de fricción o, incluso, de fractura en el nivel internacional.

En este contexto, la actual situación podría ser vista como un momento de «desolaciones compartidas», o que podría traducirse en una de oportunidad para replanteos en el diálogo político entre América Latina y el Caribe y eeuu. Tal posibilidad, entre tanto, implica un cambio de orientación del lado de Washington y el descarte de posiciones fragmentadoras por parte de los países de nuestra región. El uso indebido del sistema interamericano –Organización de Estados Americanos (oea), Banco Interamericano de Desarrollo (bid) y Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (tiar)– contribuyó a desdibujar y comprometer la noción de intereses comunes. La pregunta es entonces: ¿sería posible establecer una agenda de diálogo entre eeuu y América Latina y el Caribe a partir del reconocimiento de necesidades específicas? 

Los puntos de contacto del compás entre las realidades afgana y de nuestra región son también los temas sustantivos sobre los cuales habrá que trabajar para lograr procesos sustentables de diálogo y negociación. De manera resumida, delimitamos tres prioridades: (a) transiciones democráticas y no cambios de régimen –hijos de intervenciones militares de distinto tipo– y apoyo al fortalecimiento de la estatalidad desde y con una participación plural de los actores nacionales (sociales, económicos, políticos y culturales); (b) definición de una agenda migratoria humanitaria entre países de la región, y de la región hacia eeuu; y (c) temas de coordinación de la lucha contra el crimen transnacional y la violencia social y política, con particular atención en el fracaso de la «guerra contra las drogas», que generó la militarización del tratamiento de la problemática y una elección ineficaz de los remedios administrados.


Nota: los autores agradecen la asistencia de investigación de Lara Duboscq.

  • 1.

    Naciones Unidas: «Bachelet pide que se reevalúen las sanciones a Cuba y Venezuela en medio de la pandemia del coronavirus» en Noticias ONU, 24/3/2020.

  • 2.

    J. Biden: «A Letter on the Continuation of the National Emergency with Respect to Venezuela», 3/3/2021, disponible en www.whitehouse.gov/

  • 3.

    Departamento del Tesoro de EEUU: «Treasury Targets Venezuelan Oil Sector Sanctions Evasion Network», comunicado de prensa, 19/1/2021, disponible en https://home.treasury.gov/news...

  • 4.

    Oficina del Censo de EEUU: «2021: US Trade in Goods with Venezuela», cuadro en www.census.gov/foreign-trade/b...

  • 5.

    La omisión del caso de Cuba no significa ignorar los persistentes intentos estadounidenses de injerencia y desestabilización en la realidad de este país desde 1960. Sin embargo, las relaciones de EEUU con Cuba arrastran otro tipo de complejidad histórica y de entramado interméstico bilateral.

  • 6.

    «Colombia to Aid US in Taliban Fight» en CBS News, 27/7/2009.

  • 7.

    UNODC: 2020 World Drug Report, Naciones Unidas, 7/2020, disponible en <https://wdr.unodc.org/wdr2020/...

  • 8.

    Jens Manuel Krogstad: «Key Facts about Refugees to the us», Pew Research Center, 7/10/2019.

  • 9.

    Roberto Briceño León, citado en «La violencia en Venezuela fue ‘más letal’ que la pandemia, según ONG» en DW, 29/12/2020.

  • 10.

    «ONU: 75% de los homicidios en América se producen con armas de fuego» en DW, 15/7/2020.

  • 11.

    Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE): «Boosting Private Sector Development and Entrepreneurship in Afghanistan», OECD Policy Insights, 2019.

  • 12.

    De acuerdo con el índice de percepción de corrupción elaborado por Transparency International en 2020, Afganistán ocupaba el lugar 165 y Haití, el 170, sobre un total de 180 países considerados. V. www.transparency.org/en/cpi/20...

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 295, Septiembre - Octubre 2021, ISSN: 0251-3552


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