Bolivia: un nuevo bloque de poder
enero 2020
El derrocamiento de Evo Morales, más que a un gobierno transitorio, dio lugar a un nuevo bloque político y social que busca «refundar» el país borrando lo más posible huellas, símbolos y políticas de los últimos 14 años.
La situación boliviana actual solo puede comprenderse si se toma en cuenta la siguiente noción del sociólogo Fernando Calderón: «En Bolivia el Estado es muy débil y la sociedad, muy fuerte». Esto explica tanto las peculiaridades de la caída del presidente Evo Morales, que no trataremos aquí, como los sucesos de los dos primeros meses de la transición que esta inició.
«El Estado boliviano es débil» significa que sus instituciones no poseen un cuerpo propio y son fácilmente instrumentadas por los grupos de presión y las fuerzas políticas. Significa, también, que las normas no se dictan ni se cumplen por medio de procedimientos regulados y abstractos, sino de forma subjetiva y de acuerdo con la correlación de fuerzas coyuntural.
De lo dicho se infiere el significado de la sentencia opuesta. «La sociedad boliviana es fuerte» porque a menudo se impone al Estado y lo usa para sus propósitos.
Coincidentemente, Bolivia es el segundo país con más linchamientos, solo después de Guatemala. En un linchamiento, la sociedad prescinde del Estado o inhibe la acción de este con el fin de ejecutar, por cuenta propia, su concepción de la justicia.
Esta concepción es primitiva, pues se funda en un principio moralista, aplica la ley del talión y se desencadena a causa del miedo a una amenaza externa. Las víctimas de los linchamientos suelen ser forasteros, gente que los linchadores encuentran sospechosa porque no pertenece al mismo grupo que ellos. La estólida creencia de los linchadores en su propia superioridad moral bloquea su capacidad de comprender y empatizar con los seres humanos que sufren y se quejan por sus tormentos. Cuando este bloqueo se activa, los excesos más terribles son alentados por la muchedumbre; se aplaude y protege a los crueles, y se sospecha o escarnece a los tibios y a los renuentes.
Las clases medias bolivianas consideraban los linchamientos prácticas salvajes, propias de indígenas, con las que ellas nada tenían que ver. Sin embargo, su conducta respecto a los jerarcas del anterior gobierno y los dirigentes y militantes del Movimiento al Socialismo (MAS) puede describirse como un linchamiento por etapas o progresivo.
Este comenzó antes de la caída de Morales, cuando los recién formados «grupos de choque» en contra del ex-presidente, que se llaman a sí mismos «La Resistencia», comenzaron a buscar y agredir a masistas en las principales ciudades del país. Estos grupos se habían radicalizado a causa del asesinato a bala, por parte de miembros del MAS, de dos manifestantes en Montero, el 29 de octubre pasado, en medio de las protestas que siguieron a las elecciones. El 7 de noviembre, «La Resistencia» secuestró por algunas horas a la alcaldesa de Vinto (Cochabamba), Patricia Arce, y la sometió a escarnio (como invariablemente ocurre en todos los linchamientos). Si Arce no perdió la vida fue porque por un equipo de televisión grabó a sus captores. En los días siguientes, con el fin de presionar a los funcionarios evistas para que renunciaran y la crisis se profundizara, grupos de civiles quemaron, en Potosí, la casa de la madre del ministro de Minería, César Navarro, y secuestraron a su sobrino; también capturaron, en la misma ciudad, al hermano de Víctor Borda, presidente de la Cámara de Diputados. En Oruro, fueron atacadas las casas de la hermana de Evo Morales y del gobernador de esta región, Víctor Hugo Vásquez.
Estos hechos fueron acompañados por el «linchamiento» de los masistas en las redes sociales, dominadas por los sectores más acomodados de la población. Los ataques que ya existían contra los usuarios digitales de izquierda, ligados al gobierno o simplemente críticos del sesgo antiinstitucionalista y racista que iba adquiriendo la lucha contra la «dictadura» del MAS, se tornaron simplemente frenéticos. Las redes se inundaron de mensajes de odio, delaciones, falsas acusaciones e información creada a posta para aterrorizar a los navegantes y azuzarlos en contra del masismo.
Luego de la renuncia de Morales, la tarde del 10 de noviembre, sus seguidores se manifestaron violentamente en El Alto y La Paz y quemaron una fábrica, una estación de buses, varios edificios policiales y las casas del rector de la universidad paceña, Waldo Albarracín, y de la periodista Casimira Lema. Estos excesos no fueron combatidos por la Policía, que entonces continuaba desorganizada por el motín que se había declarado en sus filas los días anteriores. Tampoco actuó el Ejército, que por razones todavía no esclarecidas prefirió esperar en sus cuarteles hasta el 11 de noviembre por la noche.
La indefensión de los barrios de La Paz durante estas 36 horas, en especial de los que colindaban con la periferia campesina, algunos de ellos muy ricos, reinstaló en la mentalidad de muchas familias el atávico «miedo al ataque indio», efecto irracional de una larga historia de racismo y conflictos étnicos. Numerosos vecinos varones se armaron con cuchillos y bates, salieron y montaron barricadas para defenderse de las «turbas» de alteños y las «hordas» de campesinos –como las llamaron los medios de comunicación– que, suponían, venían dispuestas a saquear sus casas y a violar y matar a sus residentes. Cuando, finalmente, los militares y policías coaligados comenzaron a patrullar las calles, fueron recibidos con un alivio que se trastocó rápidamente en adhesión fanática.
Los vecinos de clase media de La Paz y El Alto –y, por identificación natural, los de las demás ciudades del país–, que ya estaban molestos con la izquierda por la exclusión, los abusos y la torpeza del gobierno del MAS, y también por su convencimiento de que había habido un «monumental fraude» en las elecciones, giraron entonces completamente hacia la derecha. De ahí en adelante, su principal preocupación no fue otra que la pacificación del país mediante la implacable represión militar de cualquier fuerza y cualquier demostración que reivindicaran a Morales, al MAS o el anterior estado de cosas.
El vigor de este sentimiento fue tal que ahogó las aspiraciones «republicanistas» que habían alentado estas clases, confirmó a los militares el acierto de su decisión del 10 de noviembre de no defender al presidente constitucional y proporcionó a la elite política hasta entonces opositora, por primera vez en dos décadas, una agenda que podía realizarse con un amplio respaldo popular.
Jeanine Añez, la segunda vicepresidenta del Senado y, por esto, la más alta autoridad política que quedaba en el país después del desbande del gobierno masista, pertenecía al «ala dura» de la Asamblea Legislativa. Conformó su gabinete con otros «halcones» y con representantes de los distintos sectores de las clases medias movilizadas, muchos de ellos provenientes de Santa Cruz, Beni y Tarija. Añez los convocó tanto por afinidad personal –ella es beniana– como porque estas regiones fueron la punta de lanza de la rebelión contra Morales. Esta conformación ministerial anticipó el desembarco, en todos los poderes del Estado excepto el Judicial (por razones que se explicarán enseguida), de una nueva elite política. Una elite que era distinta de la masista por su procedencia clasista y regional, como ya hemos explicado, pero también por ser más homogéneamente «blanca». En cambio, era similar a la anterior en su deseo («revolucionario» antes y «contrarrevolucionario» ahora, si queremos adoptar la nomenclatura marxista) de «refundar» el país, hacer desaparecer el legado de los últimos 14 años y monopolizar el poder político.
Se ha especulado que esta salida no habría sido posible si la presidenta de la Cámara Alta, Adriana Salvatierra, del MAS, no renunciaba junto con Morales y Álvaro García Linera, pero esta teoría no toma en cuenta que, en las circunstancias políticas de ese momento, era altamente improbable que el gobierno de una dirigente del MAS hubiera sido respetado, tanto por la gente, que continuaba movilizada y demandaba la consumación del linchamiento, como por los propios militares y policías, que a esa altura ya solo podían llevar el alzamiento hasta su conclusión final, fuera esta la que fuere.
Desde el comienzo, el nuevo gobierno consideró al MAS «narcoterrorista» y su gestión, un «narcogobierno». Estos conceptos se convirtieron en parte del sentido común que emergió de la acción combinada de las redes, los medios de comunicación y la competencia entre muchos intelectuales –incluso de izquierda– para justificar con más y mejores argumentos una transición que «no fue golpe, sino fraude».
A causa de la debilidad del Estado de la que hemos hablado, los fiscales y los jueces –comenzando por los del Tribunal Constitucional y terminando por los del último juzgado de provincia–, todos ellos nombrados de una u otra manera por el gobierno anterior, se cuadraron con el nuevo orden. Ninguno planteó la más mínima resistencia o crítica a las órdenes de los vencedores; en cambio, se empeñaron en tratar de borrar las huellas de su pasado comprometedor por medio de su diligente contribución a la «pacificación», entendida como sanción ejemplificadora de los movimientos sociales y de los individuos que sirvieron al régimen caído. Así, la Justicia se convirtió en una «guillotina» al servicio de los nuevos gobernantes y de las fuerzas sociales que estos representaban.
La «pacificación» costó la vida de al menos 29 manifestantes, cientos de heridos y miles de detenidos. El gobierno aprobó un decreto –posteriormente abrogado– para eximir a los militares de responsabilidad penal por las consecuencias de la represión. Al mismo tiempo, negó que las muertes hubieran sido causadas por las fuerzas del orden. La fiscalía respaldó esta inverosímil afirmación. «La Resistencia» se movilizó en contra de los delegados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que llegaron a Bolivia para investigar lo sucedido. La policía no hizo nada para proteger a los familiares de las víctimas que debían declarar ante esa comisión de los grupos de activistas. La inmensa mayoría de los medios de comunicación señaló, sin recurrir a otras fuentes que las oficiales, que en Sacaba (10 muertos indígenas, ninguno político) y Senkata (10 muertos indígenas, ninguno político) «grupos armados» pretendieron consumar «atentados terroristas». Esta versión fue convalidada hasta por los profesores «marxistas» de la universidad, mostrando hasta qué punto la voz de los indígenas sin educación ni dinero iba a ser silenciada durante el nuevo periodo histórico.
Esta relación de hechos muestra, ad ovo, cómo un conjunto de fuerzas sociales, políticas, intelectuales y comunicacionales se articuló para dominar a la sociedad. En otras palabras, la emergencia de un nuevo bloque de poder en Bolivia.
Ese bloque está conformado por las fuerzas militares y policiales, la Justicia, los medios de comunicación, las universidades y las organizaciones e instituciones de las clases medias y altas (en lugar preeminente, los comités cívicos y la red de grupos de choque de «La Resistencia», pero también las asociaciones empresariales, las fraternidades, las logias, los clubes sociales, etc.).
En este bloque participan «con voz y voto» los jefes y las expresiones políticas de la derecha y la extrema derecha, sean de viejo cuño (el ex-presidente Jorge Quiroga), sean relativamente recientes (el Movimiento Demócrata Social, que es el partido de la presidenta Añez y de muchos ministros) o sean recién llegados (los líderes cívicos Luis Fernando Camacho y Marco Pumari, que constituyen la referencia política de «La Resistencia»). Los partidos de centro, como Comunidad Ciudadana, del ex-presidente y ex-candidato presidencial Carlos Mesa, y Unidad Nacional, de Samuel Doria Medina, solamente han tenido una participación acotada a la negociación de la sucesión presidencial; en este momento, respaldan a Añez sin participar en su gobierno.
Las causas por las que el nuevo bloque de poder está consagrado a la eliminación –el linchamiento– del enemigo en torno del cual se constituyó son dos: a) la necesidad de adaptarse, de forma populista, al estado de ánimo vengativo de las clases medias, que dominan el escenario luego de su victoria sobre los movimientos sociales masistas; b) su ya mencionado carácter «refundacional».
Las formas de este populismo son, también, de dos tipos:
- Populismo judicial: hay una persecución sistemática y masiva de las ex-autoridades y ex-funcionarios del MAS, desde el propio Morales, buscado por sedición y terrorismo (que se sanciona con la pena máxima de 30 años de cárcel); sus ministros, algunos de los cuales están refugiados en la residencia de México en La Paz, sin posibilidad de obtener salvoconductos; hasta los mensajeros, las niñeras, los notarios y los parientes de los altos cargos, culpabilizados por ayudarlos (llevarles papeles, darles poderes notariales, sacar dinero del banco para ellos). Al mismo tiempo, se investiga el patrimonio de 600 ex-ministros, ex-viceministros, ex-directores, gobernadores y alcaldes del MAS, con el fin de encontrar movimientos sospechosos que pudieran llevar a cualquiera de ellos a engrosar la larga lista de procesados por corrupción que ya existe.
Los jueces son presionados para que manden a todos los imputados a prisión preventiva. Repitiendo prácticas del gobierno del MAS, las autoridades políticas consideran que un denunciado es de hecho culpable de lo que se lo acusa. Añez ha pedido al Parlamento que anule una ley de abril de 2019 que estaba orientada a dificultar el encarcelamiento preventivo de los sospechosos.
Andrónico Gutiérrez, líder de los sindicatos cocaleros y precandidato del MAS, anunció que este 22 de enero, el día en que el mandato de Morales se hubiera cumplido, comenzará otra etapa de la «resistencia pacífica al fascismo», sugiriendo que organizaría movilizaciones de protesta. En respuesta, el gobierno lo amenazó personalmente y reanudó los patrullajes militares, con carros de asalto, cánticos y coreografías que arrancan el aplauso de los transeúntes, que se encuentran asustados por varias campañas de desinformación en las redes sociales que alertan sobre la reanudación de los «ataques masistas» y piden «tomar fotos, grabar y difundir inmediatamente si ven algo sospechoso».
En un intento de frenar la ola represiva, la mayoría masista en la Asamblea Legislativa aprobó una Ley de Cumplimiento de los Derechos Humanos, que exige al gobierno de Añez pagar indemnizaciones a las familias de las víctimas, invita a los políticos que se sientan injustamente perseguidos a presentar recursos ante la Justicia y garantiza la libertad de expresión. Pese al carácter genérico de esta ley, el oficialismo la ha rechazado, afirmando que en realidad busca la «impunidad» de los «narcoterroristas».
El ministro de Gobierno, Arturo Murillo, se ha convertido en uno de los más populares colaboradores de la presidenta Añez a plan de durísimas amenazas («cazar» personas, «pasar por delante» de los sospechosos, etc.) y de detenciones diarias, por las cuales ahora trabaja «en la ampliación de las cárceles».
- Populismo represivo: los grupos de civiles de «La Resistencia» tienen el aval de la Policía para imponer su ley en las calles. Morales los considera «grupos paramilitares y fascistas». Estas organizaciones civiles operan cotidianamente en torno de la residencia diplomática de México en La Paz. Sus miembros se turnan para revisar los automóviles que entran y salen del exclusivo barrio La Rinconada, donde aquella se encuentra.
«La Resistencia» arrestó informalmente –y también ilegalmente, pero con apoyo de la Policía y la Fiscalía– al ex-ministro de Gobierno, Carlos Romero: grupos de civiles rodearon su domicilio, le cortaron el agua y el acceso de comida, y luego acecharon la clínica en la que tuvo que refugiarse ulteriormente, pese a que no estaba acusado de nada. Esta situación fue aprovechada por un abogado interesado en hacerse un sitio en el nuevo sistema político (varios de estos «justicieros» andan por ahí buscando la forma de iniciar procesos contra masistas para recibir algún beneficio) y la Fiscalía terminó acusándolo por corrupción y haciéndolo detener, esta vez de forma legal.
«La Resistencia» está compuesta por vecinos de clase media y por jóvenes estudiantes que, durante la crisis, se armaron con palos, cascos y escudos improvisados para enfrentar a las columnas de trabajadores y de campesinos que pretendían neutralizar las protestas en contra del «monumental fraude».
El nuevo bloque de poder no cuenta más que con unos pocos parlamentarios, pero tiene la capacidad de inhibir y dividir a la bancada del MAS en la Asamblea Legislativa. Su poder, entonces, es absoluto. En apenas dos meses, pese a la retórica sobre un «gobierno provisional», ha invertido las orientaciones de la política exterior, alineando a Bolivia con Estados Unidos, que volverá a darle cooperación económica (el presidente Donald Trump dijo que ayudar a Bolivia era «vital» para los intereses de su país). También ha cambiado los principios de la política económica, pues liberó las exportaciones de los controles estatales que les había impuesto la anterior administración, rebajó las tarifas eléctricas a las industrias y a los grandes consumidores en una proporción mayor que a los pequeños, y ha sacado a las empresas estatales del sitial de privilegio en el que se encontraban.
Como se ve por sus políticas, el nuevo bloque busca llevar la sociedad boliviana en dirección opuesta a la señalada por el bloque de poder anterior, haciendo un movimiento de péndulo que es constante a lo largo de la historia boliviana. En este caso, el péndulo está yendo desde un estatismo desordenado y despilfarrador de energías, que beneficiaba –legal e ilegalmente– a una elite plebeya (chola e indígena) y nacionalista, hacia un capitalismo de camarilla, también despilfarrador, que beneficiará –legal e ilegalmente– a una elite «meritocrática» (es decir, blanca) y conservadora.
Como elocuente símbolo de este viraje, la escuela castrense que se llamaba «Juan José Torres» en homenaje a un presidente militar que fuera asesinado por el Plan Cóndor, ya no impartirá asignaturas «antiimperialistas» y cambiará de nombre por el de «Héroes de Ñancahuazú», que hace referencia a los militares que capturaron y asesinaron a Ernesto «Che» Guevara en 1967.
El nuevo bloque en el poder está allí para quedarse, sin importar cuáles de sus miembros terminen por ganar las elecciones del 3 de mayo. Un ganador de centro quizá atenuaría sus aspectos más agresivos. Pero no cabe duda de que si en estas elecciones el ganador fuera el MAS –lo que resulta improbable–, el resultado no sería reconocido ni aceptado. Son vanas las ilusiones que, respecto a un «milagro electoral», abriga Morales en el exilio. Las dificultades que hoy sufre su movimiento se repetirán durante toda la campaña. La derrota del MAS es profunda y será duradera (y, en parte, se debe a los errores personales de Morales, que este haría bien en aceptar). Quien desee comprender el proceso boliviano debe revisar la historia latinoamericana de la segunda mitad del pasado siglo. Nada más reciente puede comparársele.