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El afroumbandismo argentino en busca de ciudadanía religiosa


Nueva Sociedad 317 / Mayo - Junio 2025

El umbandismo ha crecido en visibilidad en los últimos años. No obstante, su búsqueda de una carta de ciudadanía como religión legítima se muestra más compleja. Si bien han mejorado los vínculos con los gobiernos locales, el carácter a menudo poco institucionalizado de estas religiones, junto con su asociación a las sectas o a la brujería, ha conspirado contra esta «normalización».

El afroumbandismo argentino en busca de ciudadanía religiosa

Las religiones de matriz africana, introducidas en Argentina desde Brasil durante la década de 1960, han adquirido una presencia cada vez más significativa en el panorama religioso nacional. A pesar de la carencia de estadísticas fiables que permitan dimensionar su expansión, la intensidad de su vida religiosa permite suponer que existen actualmente más de 2.000 templos vinculados a estas tradiciones en el conurbano bonaerense (las zonas de la provincia de Buenos Aires conectadas a la capital argentina, que concentran gran parte de la población del país)1. Asimismo, es sabido que muchas capitales provinciales, así como diversas ciudades intermedias, cuentan con la presencia activa de estas religiones en sus territorios.

Nacida en territorio brasileño a comienzos del siglo xix, la umbanda fue la primera expresión religiosa afrobrasileña en llegar a Argentina. Su profunda raíz espiritista y su marcado sincretismo con el catolicismo –evidenciado en la prominente presencia de santos católicos en los altares– facilitaron su sintonía con la religiosidad popular local. Los trances con espíritus de caboclos (indígenas) y pretos velhos (antiguos esclavos) introdujeron diferencias notables, pero rápidamente asimilables. El batuque, considerado la variante religiosa de mayor raigambre africana presente en el país, se estableció sobre el terreno ya abonado por la umbanda. Los trances con orixás (u orishás) –deidades yorubas– y las iniciaciones rituales que incluyen sacrificios de animales fueron progresivamente incorporados por practicantes umbandistas que buscaban una experiencia espiritual de mayor poder y complejidad. La quimbanda –originalmente, una variante de la umbanda centrada en los Exús y Pomba Giras, espíritus de personas que llevaron vidas duras en contextos callejeros y marginales– fue adquiriendo autonomía con el tiempo, hasta consolidarse como una práctica casi independiente. Hoy en día, la mayoría de los templos practican estas tres vertientes de forma paralela pero no fusionada.

Las figuras del pai o la mãe de santo se han convertido en parte integral de la vida cotidiana en numerosos barrios de los municipios bonaerenses y constituyen referentes espirituales para sectores diversos de la población. No son pocos los argentinos que recurren a sus templos en busca de lo que denominan «ayuda espiritual», que habitualmente adopta la forma de consultas individuales con los líderes religiosos, seguidas por la realización de «trabajos espirituales» destinados a «abrir caminos» en la consecución de objetivos laborales, afectivos o relacionados con la salud física o psicológica. Del mismo modo, una porción significativa de la población asiste a las ceremonias públicas –ya sean de umbanda, quimbanda o batuque– motivada por lazos familiares, vínculos de amistad o, simplemente, por la atracción que despierta el sonido de los tambores en el barrio.

La lógica ritual basada en la profusa utilización de ofrendas materiales se ha proyectado hacia el universo de las devociones populares. Altares callejeros o domésticos dedicados al Gauchito Gil2 o a San La Muerte3, ubicados en esos mismos barrios, suelen contener ofrendas como bebidas alcohólicas, cigarrillos, frutas, chocolates, caramelos y velas de colores propios de cada figura devocional. De este modo, la abundancia material característica de los altares de las religiones afro ha desplazado progresivamente las formas más sobrias del catolicismo popular, que tradicionalmente se limitaban a las velas blancas y, en algunos casos, botellas de agua, como en los altares dedicados a la Difunta Correa4.

A pesar de esta importante presencia territorial, las características teológicas y rituales de estas religiones resultan poco comprensibles para los sectores sociales con mayor poder adquisitivo o para los no iniciados. Se trata de religiones fuertemente encantadas, donde el trance mediúmnico, la danza, la percusión ritual y el intercambio material con divinidades y espíritus constituyen dimensiones centrales. Esta configuración ritual contrasta marcadamente con el modelo socialmente aceptado de «religión», moldeado históricamente por la matriz católica institucional y conforme con el lugar marginal y desencantado que la modernidad prescribe para la esfera religiosa: una relación íntima y privada con lo divino, mediada por la oración, sacramentos eminentemente simbólicos y ceremonias públicas de carácter moderado y recatado. En el caso de las religiones de origen africano, la posibilidad de que las ofrendas materiales incluyan sacrificios animales –aunque limitados a animales de granja– las vuelve particularmente controversiales en la opinión pública.

La magnitud real de su implantación suele ser invisibilizada por los medios de comunicación y minimizada por el Estado. Cuando logran capturar la atención mediática, esta suele estar cargada de estigmatización y criminalización. Salvo en contadas excepciones –como las fiestas anuales dedicadas a la diosa Iemanjá–, las menciones mediáticas aparecen en secciones policiales, asociadas a delitos o prácticas oscurantistas. Las ofrendas materiales depositadas en espacios públicos son presentadas por la prensa local o regional como signos de «magia negra» o «brujería» con intención de dañar. Crímenes especialmente crueles o sangrientos son interpretados como supuestos «ritos umbanda», y cualquier delito en el que aparezcan imágenes vinculadas a estas religiones se sospecha de tener motivaciones rituales. La criminalización mediática de las religiones afro tiene un hito fundacional en 1992, cuando un pai de santo fue falsamente acusado por el sacerdote católico Julio Grassi (luego condenado por abuso de menores) de haber asesinado ritualmente a una niña. A partir de ese episodio, se instauró la falsa percepción de que los sacrificios animales podían ser la antesala del sacrificio humano, lo que dio lugar a un pánico moral vinculado a las «sectas»5.

Desde que inicié mi investigación sobre los cultos afrobrasileños en Argentina, en 1985, resultó evidente que los practicantes de estas religiones estaban profundamente preocupados por la imagen social negativa que pesaba sobre ellas. Esta preocupación se manifestaba tanto en la tendencia a ocultar la identidad religiosa en las interacciones sociales como en el impulso de generar acciones colectivas para revertir esa imagen. A pesar de los esfuerzos desplegados durante décadas, los resultados han sido limitados: la percepción social continúa siendo predominantemente negativa y, en muchos aspectos, ha empeorado con el paso del tiempo. La transición de la estigmatización a la criminalización representa una intensificación del rechazo social.

Conscientes de esta problemática, desde mediados de los años 80 los afroumbandistas han impulsado diversas iniciativas colectivas orientadas a (a) construir una identidad colectiva; (b) aumentar su visibilidad pública; (c) mejorar su imagen social; y (d) interpelar al Estado nacional en procura de su reconocimiento como comunidad religiosa legítima. Estas acciones se han desarrollado en un contexto de oposición por parte de múltiples actores sociales que cuestionan su legitimidad religiosa, entre ellos activistas antisectas, sacerdotes católicos, pastores evangélicos, periodistas, funcionarios judiciales y miembros de las fuerzas de seguridad.

La construcción de una identidad colectiva en el campo religioso no es un dato dado, sino una tarea compleja, en especial en movimientos descentralizados como los afrorreligiosos. Mientras que religiones como el catolicismo cuentan con estructuras jerárquicas centralizadas que facilitan este proceso, en las religiones afro cada líder espiritual (pai o mãe de santo) actúa de manera autónoma como guía de su propia comunidad de iniciados. Estas comunidades se articulan a través de lazos rituales y genealógicos que conforman familias religiosas extensas, a menudo transnacionales, en casos en que el iniciador reside en Brasil o Uruguay. Múltiples familias pueden integrar un linaje que, a su vez, se identifica con una «nación religiosa», que remite simbólicamente a un lugar de África y a formas rituales específicas –toques de tambor, cantos, coreografías– que refieren a esa herencia (más mítica que histórica).

En este marco, el prestigio religioso constituye un recurso escaso y disputado. La acumulación de capital simbólico propio suele requerir la deslegitimación de otros pares, lo cual ha dado lugar a una cultura de la crítica constante entre templos, que en el pasado se expresaba en espacios sociales reducidos y que hoy encuentra amplificación a través de las redes sociales. Esta crítica –a menudo despiadada– permite gestionar socialmente el estigma de «secta», trasladándolo hacia otros actores religiosos. En lugar de negar la existencia de prácticas fraudulentas o cuestionables, se las adjudica a colegas específicos.

En consecuencia, los umbandistas pueden ser conceptualizados como un movimiento religioso de organización descentralizada, compuesto por terreiros (locales de culto) que se vinculan en redes segmentadas y frecuentemente antagónicas. Esta forma organizativa favorece la emergencia de identidades colectivas fragmentadas, múltiples «nosotros» que rara vez logran confluir en una identidad mayor e inclusiva.

La conquista del «centro»

El Primer Congreso de Umbanda y sus Raíces, organizado por la mãe Peggie de Iemanjá en 1985, en el entonces prestigioso Hotel Bauen, en Buenos Aires, marcó el inicio de un ciclo de reivindicación de la práctica religiosa de origen afrobrasileño en Argentina, que se ha prolongado hasta el presente. En esa primera etapa, la estrategia consistió en alquilar espacios del centro de la ciudad de Buenos Aires (teatros, auditorios) para realizar eventos públicos que mostraran y explicaran la ritualidad umbandista, en un esfuerzo por demostrar su adecuación al modelo dominante de «religión». Simultáneamente, se intentó conformar una cúpula de líderes espirituales que estableciera los parámetros de una práctica religiosa «correcta» y legitimada.

Con el inicio de la década de 1990, el fracaso en consolidar una estructura jerárquica común, sumado al recrudecimiento de las acusaciones mediáticas y al apoyo simbólico de la embajada de Nigeria –cuyo embajador buscaba visibilizar los lazos religiosos entre su país y Argentina–, propició la emergencia de un segundo marco de acción colectiva: el cultural. Algunos líderes comenzaron a remarcar que la umbanda debía ser reconocida como parte del acervo cultural afroamericano, destacando sus aportes a la música, la danza y las expresiones artísticas del continente. Este giro permitió obtener apoyos en ciertos sectores académicos, artísticos y diplomáticos, y funcionó como una estrategia de defensa frente a las acusaciones de que se trataba de una «secta criminal». Sin embargo, con el tiempo, esta estrategia también evidenciaría sus límites.

Durante la segunda mitad de la década de 1990, el progresivo deterioro económico dificultó el sostenimiento de eventos en espacios alquilados, al tiempo que se erosionaba el vínculo con la Secretaría de Culto, donde previamente se habían logrado avances significativos en términos de reconocimiento institucional. Esta coyuntura propició la consolidación de un tercer marco de acción colectiva, ahora centrado en los derechos ciudadanos. Abandonando parcialmente las referencias religiosas y culturales, algunos líderes comenzaron a organizar encuentros con candidatos presidenciales, siguiendo el modelo del activismo evangélico. En estos encuentros, realizados en los propios templos, se debatían los problemas concretos derivados de la estigmatización, evitando las discusiones doctrinarias que pudieran profundizar las divisiones internas. Esta estrategia, menos costosa económicamente, se apoyó en reuniones abiertas con participación diversa y tuvo como horizonte la defensa de los derechos civiles básicos de la comunidad afroumbandista frente a la exclusión y el estigma persistente6.

El repliegue a los barrios

A comienzos del siglo xxi, dos desarrollos significativos modificaron las modalidades del movimiento de reivindicación de derechos afroumbandistas en Argentina. Por un lado, tal como sintetiza Denis Merklen, las políticas neoliberales de la década de 1990 –y su colapso final con la crisis de 2001– precipitaron el derrumbe del modelo integrador basado en el trabajo asalariado y el sindicalismo. Frente a este escenario, las clases populares encontraron en los territorios barriales nuevas formas de sociabilidad, pertenencia y acción política, reconfigurando su politicidad a través de una inscripción territorial que sustituyó a la tradicional afiliación laboral7.

Este proceso socioeconómico más amplio parece haber incidido también en la politicidad de los colectivos afroumbandistas8. A lo largo de la década de 1990, se observa un nuevo impulso expansivo de estas religiones, especialmente hacia sectores populares, principalmente a través de la quimbanda. Como es sabido, estas prácticas religiosas comenzaron a desarrollarse en el país a fines de la década de 1960, al inicio mediante la variante umbanda. El retorno de la democracia en 1983 marcó un primer momento de expansión, al habilitar un ejercicio mucho más público y libre de una religiosidad que, hasta entonces, debía mantenerse privada y discreta por efecto de la persecución militar. Hacia fines de esa década y durante toda la siguiente, pais de santo brasileños visitaron de manera regular Argentina, lo que favoreció la difusión del batuque, una segunda variante que amplió la práctica religiosa sin dejar de concentrarse en sectores medios-bajos. No obstante, fue con la quimbanda –en un tercer momento de expansión que se sitúa entre finales de los años 90 y la primera década del siglo xxi– cuando la religiosidad afroumbandista penetró de manera más clara en los sectores populares9.

Este repliegue territorial hacia los barrios transformó el horizonte de aspiraciones del movimiento. La conquista del centro de la ciudad –como espacio de visibilidad y prestigio social– dejó de percibirse como un objetivo realista. Paralelamente, la noción de «unidad» perdió fuerza, al constatarse la escasa eficacia de los esfuerzos asociativos previos. Comenzaron entonces a emerger federaciones que ya no buscaban agrupar templos sin una localización geográfica específica, como ocurría en las décadas de 1980 y 1990, sino que reivindicaban explícita y orgullosamente una pertenencia territorial concreta.

Este cambio se vio potenciado por otro proceso de relevancia para los afroumbandistas: la transformación en los modos de vinculación con el Estado. Durante las décadas de 1980 y 1990, los esfuerzos por alcanzar legitimación institucional se dirigieron principalmente hacia la Secretaría de Culto de la Nación. Las estrategias apuntaban a demostrar «organización» y «seriedad» frente a la oficina que mediaba entre el Estado nacional y las religiones no católicas y la única capaz de garantizar una mínima legalidad mediante la inscripción en el Registro Nacional de Cultos. Esta secretaría –a la que debían acudir todos los líderes religiosos que aspiraban a un reconocimiento oficial– se encontraba situada en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Esto implicaba, además de un desplazamiento considerable desde los municipios de las zonas populosas de la provincia de Buenos Aires, donde se concentra la mayoría de los templos, el ingreso a un entorno social marcadamente ajeno. La antigua sede de la secretaría, localizada en el lujoso (aunque algo venido a menos) Palacio San Martín, frente a la plaza homónima, exigía una formalidad estética que contrastaba con la indumentaria más informal de los líderes religiosos, lo que generaba situaciones de incomodidad recíproca.

A partir de la primera década del siglo xxi, y especialmente en la segunda, como muestran los trabajos de María Pilar García Bossio, la Dirección Nacional del Registro Nacional de Cultos implementó una política de descentralización, promoviendo la creación de oficinas subnacionales en varias provincias y en distintos municipios del conurbano bonaerense10. Estas funcionaban como «mesas de enlace» que facilitaban la inscripción de cultos no católicos, lo que eliminaba la necesidad de trasladarse a la capital para realizar trámites. Aunque las características de estas direcciones municipales de culto son disímiles –algunas son más activas e inclusivas, otras más restrictivas, y algunas incluso están dirigidas por pastores evangélicos que mantienen relaciones ambivalentes con los líderes afro–, lo cierto es que se convirtieron en referentes estatales en cada municipio. Esto tornó menos evidente y menos necesaria la centralidad de la institución nacional.

En varios municipios se consolidó una relación estrecha entre las direcciones de culto y representantes de federaciones afroumbandistas, lo que facilitó su presencia continua en actos públicos, mesas de diálogo interreligioso y otras actividades institucionales. Estas participaciones suelen difundirse con orgullo en redes sociales tanto de las federaciones como de sus integrantes. García Bossio subraya que las direcciones municipales de culto cumplen un rol clave de mediación entre el Estado y los actores religiosos del territorio. No solo agilizan trámites, sino que también gestionan recursos simbólicos y materiales, y resuelven conflictos. Funcionan como interfaces entre lo institucional y lo informal, entre el gobierno local y el mundo religioso barrial.

Estas instituciones forman parte del entramado institucional que canaliza y administra esta nueva forma de politicidad territorial. Testimonian, asimismo, la revaloración que gobiernos municipales realizan de la labor social de varias confesiones religiosas (marcadamente, la Iglesia católica y diferentes iglesias evangélicas). Constituyen una respuesta estatal a la territorialización religiosa, pero también una herramienta para gobernarla. El reconocimiento estatal de las religiones no está exento de intentos de disciplinamiento simbólico, jerarquización entre credos y cooptación política. Puede reforzar desigualdades internas entre religiones o convertirse en un instrumento clientelar.

Así, el territorio se configura simultáneamente como un espacio de empoderamiento y como un dispositivo de gubernamentalidad. Esto queda bien claro en el trabajo de Nahuel Carrone, que muestra cómo los registros o secretarías de culto municipales permiten a los templos suburbanos establecer un grado de relación de intimidad inédito con el Estado, pero que no está exento de tensiones tanto con los funcionarios (algunos de los cuales, como se mencionó, pueden ser pastores evangélicos) como con otros templos dentro del colectivo afrorreligioso. El autor analiza en detalle dos casos contrastantes –los partidos de La Matanza y Lomas de Zamora, dos importantes zonas del conurbano bonaerense– que permiten comprender cómo la descentralización y territorialización del vínculo con el Estado puede habilitar formas diferenciales de reconocimiento, cooperación o control11.

En La Matanza, Carrone documenta la implementación de un relevamiento oficial, voluntario y gratuito para los templos afrorreligiosos, impulsado desde la Subsecretaría de Culto local en articulación con un colectivo afroumbandista (Comunidad Afro Amerindia Matanza). Este proceso habilitó una instancia de visibilización inédita de estos templos, lo que contribuyó a su legitimación simbólica ante el Estado municipal. Sin embargo, también generó tensiones internas, al concentrar la representación del colectivo en un único actor delegado y al producir desconfianzas respecto del uso de la información recabada. La experiencia muestra cómo el reconocimiento estatal puede convertirse en una herramienta de empoderamiento, pero también en un vector de competencia y conflictividad intracolectiva.

Por el contrario, en Lomas de Zamora, la gestión se articuló a partir de un registro municipal de culto obligatorio, con criterios normativos más rígidos (como la geolocalización, los requisitos edilicios y la fiscalización previa), que replican lógicas administrativas propias de establecimientos comerciales o recreativos. Este modelo, más restrictivo, dificultó la inscripción de templos afrorreligiosos, cuya organización suele anclarse en espacios domésticos o precarios que no cumplen con los estándares formales exigidos. Carrone muestra cómo, lejos de producir igualdad, este dispositivo tiende a reproducir asimetrías, al legitimar solo ciertos formatos religiosos –los más cercanos al modelo cristiano-católico– y dejar otros fuera de los márgenes de legalidad y reconocimiento institucional.

La nueva «politicidad territorializada» de los afroumbandistas se verifica también en sus intentos de visibilización en los espacios públicos de sus municipios. Como demuestra Mariana Ábalos Irazábal, los colectivos afroumbandistas del conurbano bonaerense están protagonizando nuevas formas de activismo político-religioso que combinan repertorios tradicionales con elementos característicos de la llamada «nueva cultura activista» (para tomar un concepto de Geoffrey Pleyers utilizado por Ábalos Irazábal)12. A partir del análisis etnográfico de dos agrupaciones –Congregaciones Afroumbandistas Solidarias y Asociadas y Arte, Pasión y Sabiduría–, la autora destaca cómo estos colectivos han hecho del espacio público un escenario central de disputa simbólica, ocupándolo no solo para demandar derechos, sino también para visibilizar su religiosidad mediante estéticas propias: los cuerpos vestidos de blanco, los estandartes, las danzas rituales, la percusión de los tambores y los desfiles callejeros se convierten en vehículos fundamentales de reconocimiento, intervención y producción de legitimidad13. Este tipo de activismo performativo, profundamente territorializado y al mismo tiempo proyectado en redes sociodigitales, no solo interpela a la sociedad y al Estado, sino que reconfigura las formas mismas de habitar lo religioso en clave política14.

En este marco, la «política religiosa» analizada por Ábalos Irazábal no se limita a negociaciones institucionales, sino que se despliega también como práctica cotidiana, estética y corporal, donde el tambor, el baile y la procesión funcionan como actos de afirmación pública frente a un entorno históricamente hostil. De este modo, el repliegue territorial de las religiones afroumbandistas se convierte también en una estrategia de reapropiación del espacio urbano y de construcción de ciudadanía desde los márgenes, donde lo espiritual, lo barrial y lo performativo se entrelazan como dimensiones indisolubles de la acción colectiva.

Las ocupaciones del espacio público en contextos municipales suburbanos toman varias formas: pueden realizarse en plazas, como desfiles de los practicantes por calles más o menos céntricas, o como parte de desfiles mayores celebrativos de la localidad15. También se realizan «eventos culturales» en teatros, centros culturales o auditorios barriales, que pueden consistir en danzas y música con, en ocasiones, algunas cortas charlas entremezcladas. También los «encuentros de tamboreros», ya en ambientes cerrados pero extrarreligiosos como clubes o teatros, son considerados estrategias de visibilización y de fomento de la «unidad» de los afroumbandistas. En todos estos casos se muestra su «cultura religiosa»: es decir, aspectos de su religión que por ser escenificados en ambientes no rituales o religiosos y mayormente sin la intención de evocar a los orixás, a los guías de umbanda o a las entidades de quimbanda son considerados seculares, y por lo tanto «cultura» y no «religión».

Iemanjá en el espacio público

La ocupación propiamente «religiosa» del espacio público más importante se da en las fiestas para honrar a la orixá Iemanjá en varias ciudades costeras de Argentina, en la ribera de Quilmes en el Río de la Plata y en ríos cercanos a ciudades del interior argentino que no poseen playas16. También se realizan festividades públicas para la deidad yoruba Oxum, pero sin llegar a adquirir la dimensión de las de la orixá del mar (salvo en la ribera de Quilmes, donde es casi igualmente importante). 

En Quilmes, estas celebraciones han sido históricamente fragmentarias, sin una organización centralizada. Diversos templos realizan sus ofrendas de manera autónoma a lo largo de un extenso tramo costero, montando pequeños campamentos y preparando barcas con presentes –frutas, peines, perfumes, collares– que luego son llevadas al río. Aunque la festividad se realiza en un entorno compartido, las interacciones entre los grupos son mínimas y las modalidades rituales son muy diversas: desde ceremonias umbanda abiertas, que incluyen médiums, hasta expresiones de quimbanda en la noche, con Exús y Pombas Giras.

En las últimas décadas, sin embargo, la Asociación Social, Cultural y Religiosa Africanista y Umbandista (asrau) ha comenzado a organizar un evento más estructurado, con procesión de imágenes, roda de batuque (danzas) y caminata hacia el río, que ha logrado cierto reconocimiento municipal y atracción mediática. A partir de 2012, el municipio comenzó a otorgar reconocimiento cultural a estas celebraciones, y desde la creación de una Dirección de Cultos en 2017, la asrau ha consolidado un vínculo privilegiado con el Estado local, traducido en asistencia logística, declaraciones de interés y una sostenida participación de funcionarios en los eventos17. Este proceso ha sido reforzado por la capacidad de la agrupación para ofrecer una versión «legible» de las religiones de matriz africana, ajustada a los parámetros de una «buena religión» aceptable en el espacio público: festiva pero ordenada, cultural más que devocional, excepcional antes que cotidiana, decorosa y fácilmente traducible a marcos interpretativos cristianos18. En los últimos años, sus actividades han incorporado además una mesa de diálogo interreligioso, espacios de formación sobre libertad religiosa y presentaciones culturales, todas ellas orientadas a una audiencia no iniciada. No obstante, cabe preguntarse cuán significativo resulta, para el público general, el interés por estas instancias más discursivas o menos performáticas, en comparación con los momentos rituales y festivos que estructuran la jornada.

En la ciudad atlántica de Mar del Plata, en cambio, la celebración de Iemanjá muestra un grado mucho mayor de planificación, visibilidad y espectacularización. Organizada desde hace más de cuatro décadas por una familia religiosa liderada por el pai Hugo de Iemanjá, esta ceremonia ha transitado desde una procesión marginal vigilada por la policía hasta una festividad declarada de interés turístico y cultural, con cierto apoyo estatal y creciente cobertura mediática. La festividad consta de una procesión que parte desde las inmediaciones del casino y recorre la céntrica y famosa rambla marplatense para internarse en la playa más céntrica, donde se realiza una roda de batuque multitudinaria. El trance de los médiums visibiliza a los propios orixás (y no a su recreación) en la escena urbana. La entrega de ofrendas al mar, asistida incluso por la Prefectura Naval Argentina, en medio de una lluvia de fuegos artificiales, convierte el espacio costero en un escenario ritual de gran impacto simbólico. 

La celebración combina de manera notable la autenticidad de las ofrendas y los trances mediúmnicos con elementos más espectacularizados, como la procesión con jarros y flores, evocando la famosa Lavagem do Bonfim del candomblé bahiano. Esta festividad es precedida por una intensa gira semanal por diversos medios de comunicación locales para aumentar su visibilidad. Además, interpela al Estado de manera directa mediante la presencia de diferentes funcionarios que son invitados a decir algunas palabras antes de comenzar la roda de batuque en la playa. Entre los presentes, se han destacado autoridades del Instituto Nacional contra la Discriminación, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y de la Dirección General de Cultos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, entre otros.

Otras localidades costeras también albergan celebraciones a Iemanjá, en particular Mar del Tuyú, Las Toninas, San Clemente, Mar de Ajó y Punta Lara. Distintas ciudades del interior adaptan el ritual al entorno fluvial: en estos casos, los fieles ofrendan en ríos importantes –como el Dulce, el Limay, el Uruguay o el Paraná– reproduciendo el gesto devocional incluso en ausencia de mar. Estas prácticas muestran la flexibilidad de la territorialización afroumbandista, así como su capacidad de desplegar formas públicas de religiosidad en contextos no hegemónicos y a menudo hostiles.

Estas celebraciones, que oscilan entre lo espontáneo y lo organizado, entre lo marginal y lo institucionalizado, ilustran con claridad cómo la religiosidad afroumbandista se expande y resignifica el espacio público, convirtiéndolo en un escenario de afirmación identitaria, disputa simbólica y construcción de legitimidad. Si bien muchas de estas manifestaciones continúan siendo invisibilizadas o relegadas al folclore exótico por los medios de comunicación y las instituciones estatales, otras –como la organizada en Mar del Plata o, en menor medida, en Quilmes– comienzan a consolidarse como eventos culturalmente reconocidos, gestionados con el aval o la mediación de organismos municipales. De este modo, el culto a Iemanjá no solo expresa la devoción de los fieles hacia una entidad espiritual, sino que también funciona como una estrategia de inscripción territorial, visibilización pública y, en algunos casos, diálogo con dispositivos de reconocimiento estatal. La territorialización de la fe se vuelve aquí acción política, en tanto disputa los límites de lo religioso y lo cultural, lo legítimo y lo profano, lo periférico y lo central dentro del paisaje urbano contemporáneo.

Iemanjá y las ambivalencias del reconocimiento estatal

El progresivo crecimiento y visibilidad pública de las celebraciones a Iemanjá en distintos puntos del país –en especial en la ribera de Quilmes y en la ciudad de Mar del Plata– han comenzado a captar la atención de distintos niveles del Estado argentino, aunque no siempre de manera coherente ni con un adecuado reconocimiento de las prácticas y actores religiosos que efectivamente sostienen el culto. Si bien algunos municipios han brindado apoyo simbólico o logístico a estas celebraciones –como lo muestran los casos mencionados–, los vínculos con instancias del Estado nacional han sido más erráticos y, en varios casos, han generado tensiones.

El organismo que más activamente ha intentado intervenir en la festividad ha sido el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), que desde fines de la década de 2000 promovió distintos encuadres interpretativos para justificar su participación. Inicialmente, la fiesta fue presentada como una expresión de la diversidad religiosa nacional, en el marco de políticas de pluralismo confesional. Más tarde, especialmente a partir de 2011, se la inscribió en un discurso de reivindicación étnico-racial, asociándola explícitamente con la comunidad afrodescendiente y presentándola como símbolo de resistencia cultural frente al colonialismo. En ambos casos, sin embargo, el abordaje institucional del Inadi fue percibido por buena parte del colectivo afroumbandista como distante, desinformado y, en algunos aspectos, excluyente.

Las tensiones más evidentes surgieron cuando el Inadi organizó sus propias celebraciones de Iemanjá, como las realizadas en 2008 y 2009 en Costa Salguero (Ciudad Autónoma de Buenos Aires), un espacio sin tradición ritual afroumbandista. Estas iniciativas, si bien contaron con participación de autoridades estatales y representantes de otras religiones no hegemónicas, fueron escasamente acompañadas por los propios afroumbandistas, quienes no se sintieron convocados ni representados por la organización del evento. La designación unilateral de una mãe de santo afrodescendiente como referente del foro religioso dentro del Inadi –pese a su bajo reconocimiento entre los líderes locales– reforzó la percepción de que el Estado proyectaba una imagen idealizada o estereotipada del colectivo afroumbandista, asociándolo automáticamente con lo afrodescendiente sin atender a su composición social real.

Este desajuste entre los marcos institucionales de reconocimiento y la autoidentificación de los practicantes quedó aún más marcado cuando el Inadi inició en 2011 su programa Afrodescendientes contra la Discriminación y utilizó la fiesta de Iemanjá como plataforma simbólica de lanzamiento, sin articular con las celebraciones locales existentes ni con las organizaciones religiosas que las sostenían. La ausencia de la palabra «umbanda» en las comunicaciones oficiales, así como la omisión del componente popular del campo religioso local, fueron señaladas por muchos practicantes como formas de invisibilización. La exaltación unilateral del componente afro étnico, si bien coherente con las agendas de reparación racial promovidas por organismos internacionales, resultó problemática para religiosos que –si bien apoyan tales reclamos– no se identifican necesariamente como afrodescendientes y prefieren que su religiosidad sea reconocida en tanto tal, sin depender de una filiación étnica impuesta.

En los últimos años, sin embargo, se advirtió una cierta reorientación en la política institucional. Varios funcionarios del Inadi optaron por asistir a las celebraciones organizadas por los propios colectivos religiosos –como la de Mar del Plata– en lugar de promover actos paralelos, lo que contribuyó a una imagen pública más realista de la composición social del campo afroumbandista. Aunque el discurso oficial siguió enmarcando la fiesta como una expresión de la cultura afroargentina, la presencia de funcionarios en contextos rituales sostenidos por practicantes mayoritariamente identificados como blancos comenzó a matizar las representaciones públicas más rígidas. Al mismo tiempo, otras agencias estatales –como la Secretaría de Culto de la Nación, la Dirección General de Cultos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el Ministerio de Cultura y la Secretaría de Derechos Humanos– han comenzado a incluir la festividad de Iemanjá en sus agendas, redes sociales y registros oficiales, lo que ha contribuido a una mayor visibilización institucional de estas religiosidades19.

Bajo sospecha. A modo de conclusión

A pesar de los avances institucionales recientes, las tensiones persisten. Para los colectivos afroumbandistas, el desafío principal continúa siendo lograr el reconocimiento de su religiosidad como tal, sin que este se vea subordinado a marcos interpretativos exclusivamente étnico-raciales. Su práctica está amparada por la libertad de culto garantizada en la Constitución Nacional, pero puede verse vulnerada si prosperan las representaciones que las equiparan a «sectas» o «brujerías» y las excluyen así del campo de lo legítimamente religioso. Esta sospecha se reactualiza cotidianamente en los medios, que replican sin mayor cuestionamiento asociaciones entre criminalidad y religiosidad afro, promovidas por fuerzas de seguridad y operadores judiciales.

Si bien la creación de direcciones municipales específicas ha facilitado las inscripciones en el Registro Nacional de Cultos, los criterios requeridos para esa inscripción –basados en modelos cristianos institucionalizados y de clase media– suelen resultar poco compatibles con el carácter más informal y popular de los templos afroumbandistas. A su vez, los sacrificios de animales, eje histórico de estigmatización y objeto de diversos intentos legislativos restrictivos, continúan siendo una dimensión ritual controversial, expuesta al riesgo de sanción bajo la aplicación arbitraria de normativas como la Ley Sarmiento de protección de animales.

En este contexto, las prácticas afroumbandistas territorializadas que hemos analizado constituyen escenarios privilegiados para observar la construcción situada de formas de ciudadanía religiosa. Estas expresiones no solo implican una apropiación ritual del espacio público, sino también una disputa por los sentidos legítimos de lo religioso, por las formas válidas de representación colectiva y por el lugar que estas religiosidades ocupan dentro del repertorio oficial de la diversidad reconocida.

Sin embargo, el reconocimiento estatal no es nunca un gesto neutro: supone la selección de interlocutores legítimos, la definición de marcos interpretativos aceptables y la producción de efectos desiguales en términos de visibilidad, legitimidad o exclusión. En este sentido, las políticas públicas de diversidad religiosa deben ser pensadas no solo como instrumentos de ampliación del pluralismo, sino también como tecnologías de gobierno que ordenan, jerarquizan y canalizan las formas del creer en el espacio público. Las respuestas del Estado frente a las religiones de matriz afro en Argentina, oscilantes entre el desconocimiento, la cooptación simbólica y la institucionalización parcial, revelan la necesidad de pensar el reconocimiento no solo como un derecho, sino también como una forma de gobierno que debe ser interrogada críticamente.

Frente a este panorama, los colectivos afroumbandistas no se presentan como simples receptores pasivos de políticas de inclusión, sino como actores que negocian, impugnan y resignifican permanentemente los dispositivos estatales. Desde sus prácticas territoriales, devocionales y performativas, estos actores cuestionan los límites entre lo religioso y lo cultural, entre lo periférico y lo legítimo, y contribuyen así a generar una cartografía más densa y conflictiva de la diversidad religiosa en la Argentina contemporánea.

  • 1.

    Solo en el municipio de La Matanza habría al menos 300 templos, según un censo realizado por una agrupación afroumbandista que dista de ser completo. Nahuel Carrone: «Territorializando la fe: militancias afrorreligiosas en la gestión pública de la diversidad religiosa en Argentina» en Religião & Sociedade vol. 43 No 1, 2023.

  • 2.

    El más popular de los numerosos «bandoleros sociales» santificados por la devoción popular en Argentina. Se trata de gauchos cuyas muertes a manos de estancieros o fuerzas policiales encarnan flagrantes casos de injusticia social, asimilables simbólicamente a martirios religiosos. Originario de la provincia de Corrientes, el culto al Gauchito Gil se ha expandido y hoy abarca todo el país.

  • 3.

    La Muerte transformada en santo popular. Su devoción, nacida en la provincia de Corrientes, actualmente tiene proyección nacional.

  • 4.

    Figura emblemática de la religiosidad popular argentina. Según la tradición, durante las guerras civiles del siglo XIX, murió en el desierto buscando a su marido, reclutado por el ejército. Llevaba en brazos a su hijo pequeño, que fue hallado con vida alimentándose todavía de su pecho, lo que dio origen a su carácter milagroso. La devoción, nacida en la provincia de San Juan, fue la primera entre los santos populares en alcanzar proyección nacional.

  • 5.

    Ver A. Frigerio y Ari Oro: «‘Sectas satánicas’ en el Mercosur. Un estudio de la construcción de la desviación religiosa en los medios de comunicación de Argentina y Brasil» en Horizontes Antropológicos vol. 4 No 8, 1998.

  • 6.

    Este proceso es detallado en A. Frigerio: «¡Por nuestros derechos, ahora o nunca! Construyendo una identidad colectiva umbandista en Argentina» en Civitas. Revista de Ciências Sociais vol. 3 No 1, 2003.

  • 7.

    D. Merklen: Pobres ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Argentina 1983-2003), Gorla, Buenos Aires, 2005.

  • 8.

    Retomando el concepto de politicidad propuesto por Merklen, caracterizo como politicidad afroumbandista el conjunto de prácticas mediante las cuales los colectivos afroumbandistas reivindican ciudadanía religiosa a través de múltiples formas de acción colectiva. Estas prácticas no solo se inscriben en los canales institucionales tradicionales, sino que muchas veces los desbordan, proponiendo otras maneras de producir lo político desde márgenes a menudo invisibilizados o deslegitimados por las lecturas institucionalistas predominantes en el campo académico.

  • 9.

    Ver A. Frigerio: «Sobre historias contadas y no contadas. Naciones religiosas y construcción de memorias afroumbandistas en Argentina» en Perspectivas Afro vol. 2 No 1, 2022; A. Oro: Axé Mercosul. As religiões afro-brasileiras nos países do Prata, Vozes, Petrópolis, 1999.

  • 10.

    M. Pilar García Bossio: «La laicidad problematizada. Su uso para pensar organismos estatales» en Religião & Sociedade vol. 38 No 2, 2018.

  • 11.

    N. Carrone: ob. cit.

  • 12.

    G. Pleyers: Movimientos sociales en el siglo XXI, Clacso, Buenos Aires, 2018.

  • 13.

    Si bien la mayor parte de los intentos actuales de visibilización en espacios públicos se producen en contextos municipales, se mantiene una iniciativa más propia de la etapa de «conquistar el centro» de la ciudad: la manifestación frente al Obelisco en la Avenida 9 de Julio (clásico escenario de festejos futbolísticos) para el Día de la Umbanda, el 15 de noviembre. A rigor de verdad, la única manifestación masiva fue la primera, realizada en 2008 para celebrar «Los 100 años de la Umbanda». Las convocatorias que se realizaron desde entonces contaron con una presencia reducida de practicantes, alrededor de unos 50 o 100 como máximo.

  • 14.

    M. Ábalos Irazábal: «Religiones de matriz afro y nuevos activismos políticos al interior del Conurbano Bonaerense» en Religião & Sociedade vol. 40 No 1, 2020.

  • 15.

    Un ejemplo es la participación de Asociación Social, Cultural y Religiosa Africanista y Umbandista (ASRAU) en el «desfile cívico militar» que anualmente celebra el aniversario de la localidad de San Francisco Solano en el Gran Buenos Aires.

  • 16.

    A. Frigerio: «Iemanjá: casi una Virgen (africana) del Mar» en Mauro Diego (ed.): Devociones marianas. Catolicismos locales y globales en la Argentina, Prohistoria, Rosario, 2021.

  • 17.

    A partir de aquí, para el caso de Quilmes sigo a M.P. García Bossio: «Espacialidad ritual antes y durante la pandemia: las fiestas de Iemanjá y Mae Oxúm en la ribera de Quilmes, Argentina» en Debates do NER No 43, 2023.

  • 18.

    Según los criterios de Julia Martínez Ariño y Mar Griera: «Adapter la religion: négocier les limites de la religion minoritaire dans les espaces urbains» en Social Compass vol. 67 No 2, 2020.

  • 19.

    La asunción del gobierno de Javier Milei trajo aparejada la reducción del Estado y el cuestionamiento de las agendas de derechos humanos y diversidad, lo que llevó a un desmantelamiento de organismos estatales como el Inadi, disuelto oficialmente en agosto de 2024. No obstante, debido a la territorialización de las políticas públicas aquí examinada, la situación varía según la provincia y el municipio, dependiendo de las fuerzas políticas que gobiernen en cada jurisdicción.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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