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Los evangélicos en la escena política latinoamericana


Nueva Sociedad 317 / Mayo - Junio 2025

Contra cierto sentido común, la expansión del evangelismo en América Latina se vincula a los procesos de democratización y de modernización, que permitieron romper más fácilmente con la tradición (en este caso, católica). En los últimos años, no obstante, las iglesias evangélicas aparecen a menudo aliadas a católicos conservadores contra reformas sociales de tipo progresista. Aun así, la relación de los evangélicos con la política es compleja y requiere un análisis en varias dimensiones.

Los evangélicos en la escena política latinoamericana

El Evangelio en las calles latinoamericanas

Un recorrido atento por las periferias urbanas latinoamericanas ofrece un panorama arquitectónico y sonoro que contrasta ostensiblemente con registros del pasado. Sea Montevideo, Río de Janeiro o Bogotá, basta recorrer pocas manzanas para identificar, tras la fachada de pequeñas propiedades (a veces garajes o viviendas particulares, en otras ocasiones comercios o talleres mecánicos abandonados), vigorosas comunidades de fe, compuestas por redes vecinales y familiares densas. Pero si nos posicionamos en las zonas centrales, hallaremos edificios grandes y sofisticados, equipados con tecnología de punta, donde tienen lugar celebraciones religiosas que alcanzan el nivel de las obras teatrales de la tradicional avenida Corrientes en Buenos Aires. 

Al Evangelio también lo podemos encontrar a cielo abierto, en la música cristiana que se vende y tararea en los medios de transporte público. O en los jóvenes que en los andenes del tren reparten panfletos o testimonian una lucha ganada a las drogas y el alcohol. Las apelaciones a un Jesús que cura, salva y renueva también circulan en los reels de Instagram y en los vivos de TikTok, esparciéndose y multiplicándose en los meandros de la cultura juvenil.

En esta inscripción múltiple entre lo espectacular y lo cotidiano, las imágenes y sonidos aludidos constituyen los emergentes de una transformación demográfica bien documentada. En varios países de Centroamérica, los evangélicos constituyen casi la mitad de la población. En Brasil, otrora reserva demográfica del catolicismo, son casi un tercio (y en proyección ascendente), pero menos de 20% en países como Argentina y Chile (donde son aventajados por el conglomerado de los «sin religión») y muy minoritarios en Paraguay.

En suma, aunque el proceso es irregular y no tiene el mismo ritmo en todos los países, los evangélicos crecen en términos absolutos en América Latina, fundamentalmente en su variante pentecostal. Las condiciones de posibilidad de este fenómeno pueden reconstruirse mediante una perspectiva analítica atenta tanto a los niveles macrosocietales como a los detalles micro de esta fuerza religiosa. En primer término, los evangélicos crecen en América Latina porque se benefician de los procesos de secularización, destradicionalización e individuación característicos de la modernidad occidental. Como lo ha sintetizado Flavio Pierucci, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo conservan una mayor capacidad para «soltar amarras» y abandonar sus tradiciones1. Así como asistimos a una redefinición de las formas de concebir la familia, la relación con el trabajo o con las autoridades, también el vínculo con lo trascendente se encuentra sujeto a una reescritura. 

En segundo lugar, y más allá de cualquier perplejidad progresista, el ascenso evangélico es inescindible de la recuperación y consolidación democrática. En efecto: de forma gradual aunque irregular, los gobiernos latinoamericanos postdictaduras brindaron garantías mínimas pero muy necesarias para que el costo de la conversión fuera menor. El derecho a la libertad de expresión habilitó por defecto la libertad de proselitismo religioso e introdujo hendiduras en la ligazón, hasta ese momento incuestionada, entre las identidades nacionales y la confesionalidad católica hegemónica. Las iglesias evangélicas encontraron entonces mejores condiciones para ocupar plazas, organizar eventos, alquilar espacios para montar templos; en definitiva, para darse a conocer y difundir, de una manera menos controlada, una versión distinta del cristianismo. 

El tercer vector causal se sitúa en la propia eficacia simbólica de la narrativa pentecostal. Como bien marca la hipótesis seminal de Pablo Semán, esta forma religiosa se convirtió en opción para millones de mujeres y hombres latinoamericanos porque supo rescatar nociones muy importantes de su repertorio preexistente de creencias2. En particular, la idea del milagro, entendido como encarnación de lo divino en la cotidianidad. El pentecostalismo propone a sus miembros interpretar y vivir eventos como conseguir trabajo, liberarse de un vicio o recomponer los vínculos familiares como auténticos milagros; manifestaciones de un Dios inmanente antes que trascendente. Frente a la racionalización católica y los discursos de culpa, el purgatorio y la salvación diferida, la propuesta pentecostal reafirma lo mágico aquí y ahora y liga restauración espiritual y material. En esta variante del cristianismo, la conversión implica una tecnología del yo: el cuerpo se asea, se perfuma, se viste con sus mejores galas, cuida la dicción. Las redes del templo (que mezclan a vecinos y familiares) ayudan a conseguir trabajo, a pagar deudas, a cambiar las sociabilidades. En concreto, la propuesta pentecostal cristaliza en un tejido donde es posible «resetear la vida» mediante la reprogramación de los hábitos, y esto es particularmente seductor para hombres y mujeres de sectores populares, de vidas frecuentemente heridas por el mercado y por el Estado, pero que creen en la fuerza del testimonio: el pastor o la pastora de la comunidad suele ser un vecino o vecina cuya biografía conocen al detalle y que ofrece garantías de los cambios esperados, de la gracia de Dios que no abandona a los fieles. 

El éxito de estas comunidades también se explica por su plasticidad organizacional. A excepción de las megaiglesias o las comunidades de larga tradición, el pentecostalismo ahuyenta el peligro de la burocratización interna achicando todo lo posible la distancia entre pastores y fieles. El líder emerge de la propia comunidad barrial preexistente, y no son sus años en un seminario los que le otorgan legitimidad, sino la fuerza de su testimonio y las marcas de la conversión a su nueva vida. Y cuando surgen disputas internas o diferencias de perspectiva, los inconformistas no tienen que esperar el fallo de un tribunal eclesiástico o un cónclave: se marchan de la iglesia original para fundar una nueva, que se construye con los saberes y recursos simbólicos originales adicionando la creatividad de la reforma.

Por último, cabe subrayar la adaptación milimétrica de estas comunidades al lenguaje de la modernidad, que permanentemente realza el valor de la experiencia, de lo que se vive, de aquello que pasa por el cuerpo, por los sentidos, por la emoción. Por eso, desde una perspectiva etnográfica, los cultos pentecostales tienen más puntos de contacto con un show que con el formato sacro de los cultos preconciliares. El canto, la alabanza y la música incitan a una expresión del cuerpo que no es monopolizada por el pastor, sino que atraviesa la participación de la feligresía, que canta, baila, da testimonio, aplaude, se emociona. El culto pentecostal subraya la emoción como un punto fuerte, no para banalizarla sino para marcar que allí se manifiesta el Espíritu Santo. Y esa experiencia fuerte, que moldea subjetividades, no queda encapsulada en el templo, sino que transita y se recrea en las diferentes esferas de la praxis donde el creyente actúa: en su casa, en su trabajo, en tránsito por la calle. Esto es posible por el desarrollo de un amplísimo y siempre renovado conjunto de soportes materiales, que comprenden desde bandas de rock cristiano hasta best-sellers editoriales, pasando por programas televisivos, radiales y todo tipo de merchandising3.

Un efecto político inmediato del crecimiento demográfico evangélico ha sido la reacción de jerarquías católicas, dirigencias políticas y circuitos intelectuales afines, que intentaron aplacar su desafío mediante la activación de diferentes mecanismos formales e informales de estigmatización. Los evangélicos fueron etiquetados básicamente como una amenaza; agencias extrañas que buscaban manipular las conciencias mediante una estrategia «emocionalista». Claramente, los evangélicos pentecostales representaban una anomalía para las definiciones consolidadas de la religiosidad legítima, y con esta preocupación sus rivales ensayaron proyectos de ley restrictivos y campañas de difamación. Si bien esta tensión intracampo religioso se ha atenuado en la última década (producto de las alianzas católico-evangélicas conservadoras en el campo de las batallas morales), la conceptualización de lo evangélico como amenaza reaparece periódicamente, por ejemplo, cuando se trata de ocupar espacios urbanos neurálgicos.

El voto evangélico como ficción

El segundo efecto político del crecimiento demográfico evangélico se encuentra en el plano de las expectativas. Envalentonadas por el volumen de la feligresía y por la popularidad mediática de algunos pastores, a partir de la década de 1990 dirigencias evangélicas de varios países ensayaron estrategias de inserción en el campo partidario, ya sea construyendo espacios políticos propios, imponiendo candidatos en listas ajenas «seculares» o simplemente haciendo lobby. Paralelamente, estas pretensiones encontraron eco en políticos profesionales, ávidos de nuevos nichos electorales en tiempos de desafección, erosión de la credibilidad de «la política» y volatilidad de las identificaciones partidarias. 

De esta intersección entre necesidades, novedades y deseos nace la ficción del voto evangélico. Lo denominamos ficción no por tratarse de algo meramente «irreal», sino por remitir a algo «construido», «montado» a partir de imaginarios. Pero si es fácil hablar del «voto evangélico», este pocas veces se materializa como tal. Que un pastor les indique a sus fieles a quién votar y que estos le obedezcan supone la traducción directa de las filiaciones religiosas en conductas electorales, un fenómeno no confirmado por la evidencia empírica, que sí deja ver la incidencia de otros elementos (como la polarización ideológica, la evaluación del gobierno y sus promesas cumplidas o incumplidas) antes que los clivajes estrictamente religiosos. 

Sobre la base de estas precauciones, y en razón de la casuística histórica, resulta razonable tomar distancia de perspectivas que conciben a los fieles como rebaños mansos y a las iglesias como maquinarias políticas todopoderosas e inclinarse mejor por un análisis situacional, que corrobore caso por caso, país por país, elección por elección, cómo se conjugan y condicionan recíprocamente cuatro dimensiones claves: los incentivos y restricciones que imponen las reglas formales del sistema electoral, el «estado de salud» de los actores propiamente políticos (identidades, líderes y partidos), el nivel de influencia de la Iglesia católica en las elites y el grado de profesionalización y coordinación que alcanzan las propias iglesias evangélicas en el despliegue de sus acciones colectivas.

A través de este prisma adquiere inteligibilidad el derrotero irregular de los evangélicos en el campo partidario latinoamericano. Vale el contrapunto entre el caso de Brasil y el de Argentina como ejercicio ilustrativo. En el primer caso, el sistema de listas cerradas, pero no bloqueadas (el votante puede elegir entre candidatos de diferentes partidos cuyos apoyos se suman) incentiva la búsqueda de figuras mediáticas capaces de arrastrar votos para ellos y para todo el partido. Si a estos elementos les sumamos la personalización de la política fomentada por el voto electrónico y la ausencia de partidos fuertes y longevos, capaces de ordenar internamente sus cuadros y de sedimentar adhesiones masivas en el largo plazo (incluso el Partido de los Trabajadores [pt] sigue siendo un partido joven), el saldo es una configuración fértil para que las minorías organizadas graviten con fuerza. Este es el caso de las iglesias pentecostales, pero también de formaciones heterodoxas, como es el caso de la Iglesia Universal del Reino de Dios, que constituye un ejemplo de cómo una organización religiosa puede adaptarse tanto al lenguaje empresarial como a la idiosincrasia local (de allí su éxito exclusivo en tierras brasileñas).

Todas estas formaciones eclesiales lograron desarrollar tal capacidad organizativa que les permite seleccionar, formar y monitorear perfiles de liderazgo que se insertan luego en diferentes estructuras partidarias seculares4. Fundamentalmente en ámbitos legislativos estaduales y nacionales, la performance organizativa se hace sentir con la «bancada evangélica», una alianza de parlamentarios evangélicos de diferentes partidos que presionan juntos fundamentalmente para frenar leyes orientadas a modificar el orden moral (aborto y derecho para las minorías sexuales) y para obtener beneficios materiales y simbólicos para sus comunidades. En Brasil, las iglesias evangélicas son un factor político consolidado: los candidatos a presidente visitan con frecuencia los templos para presentar sus plataformas y congraciarse con los fieles, la cuestión evangélica aparece en publicidades y mensajes de campaña y son objeto de análisis y seguimiento por parte de las encuestadoras.

En términos de proyección evangélica, Argentina constituye la cara opuesta del caso brasileño. Desde la recuperación democrática hasta nuestros días, las dirigencias evangélicas ensayaron diferentes vías, todas infructuosas: partidos confesionales en los años 90, grupos de presión dentro de partidos seculares en los 2000 e inclusive partidos interconfesionales. En sus intentos se toparon con las varas altas impuestas por el sistema político argentino. La combinación de un sistema plurinominal de listas cerradas y bloqueadas (listas sábana) y el formato competitivo de las primarias fortaleció el monopolio de los partidos en la estructuración de la oferta electoral. La densidad histórica de la cultura católica en las elites dirigentes y la nula coordinación de los espacios evangélicos en el desarrollo de una estrategia partidaria coronan una explicación aún vigente en relación con esta sucesión de fracasos.

Sin negar las especificidades propias, el caso más semejante a Brasil es el de Colombia, donde las megaiglesias forjaron partidos confesionales competitivos, entre los que se destaca el Partido Nacional Cristiano (pnc), que guarda como comunidad de referencia la Misión Carismática Internacional, y el Movimiento Independiente de Renovación Absoluta (mira), cuyas raíces se afincan en la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional. Chile se ubica cerca del espectro argentino, al igual que Perú, donde el respaldo de las iglesias evangélicas al ascenso de Alberto Fujimori aún pesa en la memoria colectiva. En Centroamérica, el pastor Francisco Alvarado estuvo cerca de ser presidente de Costa Rica en 2017, en una elección signada por la crisis de los partidos tradicionales y la controversia alrededor del matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, luego de este episodio, la potencia evangélica se diluyó, un fenómeno que subraya el peso de las coyunturas.

Ciudadanía religiosa y controversias morales

Durante los años de la consolidación democrática, los evangélicos también se destacaron por su activa participación en la esfera pública. Su movilización original remite a la crítica al régimen de desigualdad religiosa. En sus discursos, denunciaron el trato como «ciudadanos de segunda categoría», el injusto estigma que los señala como sectas y la reproducción de privilegios católicos anacrónicos. Pese a las marchas públicas y al cabildeo con diferentes estratos de la clase política, solo lograron revertir parcialmente las campañas mediáticas de difamación sin corregir los esquemas jurídicos, a excepción del caso colombiano, donde la reforma constitucional de 1991 descatolizó al Estado y habilitó el reconocimiento legal de otras iglesias cristianas. En otros países, como Argentina, los avances fueron mucho más modestos: si bien con la reforma constitucional de 1994 se abolió la cláusula de la confesionalidad católica para el presidente de la República, sigue vigente el Registro Nacional de Cultos, organismo estatal que supervisa el plexo de creencias de las religiones no católicas en ese país. 

Entre las razones de esta movilización infructuosa, se contabilizan el veto católico y la incapacidad de las propias iglesias para desparticularizar sus demandas y presentarlas como parte de un interés más amplio. 

El segundo ciclo de intervención evangélica se ancló en las controversias morales que marcaron la agenda pública del nuevo milenio: el matrimonio entre personas del mismo sexo, la legalización del aborto y la potestad del Estado para impartir educación sexual en las escuelas. A excepción de pequeñas comunidades de tradición protestante, la mayoría de las iglesias evangélicas se pronunciaron contra la alteración del orden moral y forjaron una novedosa alianza con sectores católicos, un movimiento que José Manuel Morán Faúndes categorizó como un «ecumenismo neoconservador»5

En espejo de las acciones del activismo feminista y por la diversidad sexual, los grupos religiosos conservadores organizaron movilizaciones callejeras, participaron de audiencias públicas, asistieron a programas de radio y de televisión, organizaron reuniones con diputados y senadores y debatieron en redes sociales. Inclusive presentaron recursos de amparo para bloquear permisos para matrimonios o abortos legales. No dejaron de lado los rituales religiosos, emplazados en el espacio público como escudo espiritual contra el avance de la «ideología de género». 

Estos repertorios de acción fueron acompañados por argumentos deliberadamente trabajados por fuera de dogmas y principios bíblicos. Valiéndose de corrientes bioeticistas, los grupos religiosos conservadores defendieron los derechos del feto como un individuo singular distinto de su progenitora. 

En este tipo de controversias, los grupos religiosos conservadores también construyeron fórmulas representativas. En sus alocuciones públicas, afirmaron ser «la voz de los que no tienen voz», los portavoces o defensores públicos de otros actores: «los no nacidos». La segunda apuesta representativa remitió a la postulación de los liderazgos religiosos como representantes de sus comunidades de origen. En este registro, las federaciones evangélicas como la Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la Argentina (aciera) y la Federación Confraternidad Evangélica Pentecostal (fecep) se manifestaron en las audiencias públicas organizadas por el Parlamento argentino en nombre de «los evangélicos» o del «pueblo evangélico», procurando así engrandecer sus posicionamientos. 

Finalmente, la tercera fórmula representativa dialogó con el problema teórico de la expresión de las mayorías y de la voluntad popular en las democracias contemporáneas. En varias intervenciones públicas, líderes evangélicos de Colombia, Argentina y Costa Rica dijeron representar a una mayoría excluida y silenciosa, postergada en sus intereses por el establishment político y mediático. En sintonía con esta retórica, durante el debate en torno del matrimonio igualitario en Argentina, circuló el eslogan «Somos mayoría los que queremos mamá y papá», así como el hashtag #mayoríaceleste en el contexto del debate por la despenalización del aborto (el color celeste fue usado contra el verde de las feministas). Todos estos formatos representativos responden a un denominador común: en términos de Luc Boltanski6, son maniobras de engrandecimiento, orientadas a desparticularizar el reclamo y conectarlo con emociones, sujetos y entidades de carácter universal y/o colectivo. Por su parte, la construcción de una posición pública conservadora fundada en herramientas jurídicas, científicas y políticas responde a una modalidad de religión pública bautizada por Juan Marco Vaggione como secularismo estratégico7. Revela la decisión de estas agencias de adaptar sus discursos a las exigencias y modalidades de la temporalidad democrática, procurando potenciar su capacidad de interpelación.

Cuestiones de gobernabilidad

La proyección evangélica en el campo partidario y en controversias públicas acapara la atención del debate académico, mediático y político, en razón de su espectacularidad y tematización constante por parte de sus adversarios. Sin embargo, en el orden micro cotidiano de las sociedades urbanas latinoamericanas se despliega un tercer rol, inclusive más incisivo para los regímenes democráticos. Nos referimos a la gravitación de las comunidades evangélicas en el tejido social de territorios vulnerables, un elemento que constituye la antesala de su progresiva inclusión en el mundo de las políticas públicas. 

Varios elementos contextuales y estructurales se conjugan en este fenómeno político. En primer término, el deterioro de las capacidades estatales para producir regímenes de previsibilidad en espacios atravesados por vulnerabilidades estructurales. Vecinos de favelas, villas y asentamientos de las grandes urbes latinoamericanas desarrollan diariamente estrategias y redes de supervivencia para compensar la cada vez más exigua provisión de recursos materiales y simbólicos por parte del Estado. Esas redes contabilizan a las iglesias evangélicas como parte de sus estructuras, valorizando su anclaje territorial y su experticia en el abordaje de problemas públicos. La noción de anclaje territorial remite a una manera evangélica de habitar el territorio, una dinámica pastoral que excede lo cultual para imbricarse de manera profunda, «densa», en las problemáticas cotidianas de sus habitantes. Con esta premisa, en las pequeñas y grandes urbes de América Latina las iglesias evangélicas despliegan una amplia gama de actividades sociales: desde bolsas de trabajo y talleres de oficio hasta programas contra la violencia de género y merenderos. Inclusive, en algunos tópicos como el consumo problemático de drogas8 o la violencia en los pabellones carcelarios o en barrios alcanzados por la actividad narco9 o pandillera10, la iniciativa evangélica precedió al Estado y desarrolló tal nivel de eficacia que le valió amplia legitimidad vecinal y, más tarde, el apoyo de las propias agencias gubernamentales. 

En este punto se vislumbra el cruce entre una racionalidad pragmática y un patrón cultural de larga data. Desde el punto de vista de las elites políticas, las redes asistenciales evangélicas merecen respaldo económico y logístico porque garantizan gobernabilidad en territorios díscolos: paz temporaria entre los reclusos, treguas en las guerras entre narcos, contención de familias frente al flagelo de la droga. A su vez, esta cosmovisión se potencia en la reproducción de la cultura de la subsidiariedad11: una lógica que históricamente autorizó la intermediación religiosa en la implementación de políticas públicas, bajo los argumentos de su preexistencia y performance destacada en el abordaje de conflictos. En el presente, asistimos a un ensanchamiento de este patrón cultural, originariamente diseñado para organizar exclusivamente las relaciones católico-políticas. 

La gestión de la pandemia de covid-19 aceleró este juego de imbricaciones evangélicas en el mundo de las políticas públicas. Las iglesias fueron convocadas por diferentes niveles estatales para articular medidas de emergencia, y fue así como funcionaron durante largos meses como centros de vacunación y de aislamiento de comunidades enteras, mientras que sus especialistas ejercieron un importante rol como difusores de estrategias de prevención. La atención espiritual fue catalogada como servicio esencial en varios Estados, en razón de la petición de ciudadanos de diferentes clases sociales y posiciones geográficas por la asistencia personalizada de un pastor o una pastora en aquellos tiempos de dolor, incertidumbre y soledad. Este reclamo codificado bajo el lenguaje de los derechos humanos inaugura un interesante debate en torno de la noción de ciudadanía religiosa y su potencia; es decir, de la amplitud de derechos y prerrogativas que un ciudadano latinoamericano puede reclamar en nombre de su condición religiosa. 

Conclusiones

Los argumentos vertidos hasta aquí componen un panorama de la politicidad evangélica como un campo multidimensional, irreductible a una única lógica de acción o proyecto político. También introducen matices frente a las visiones hegemónicas que describen el «poder evangélico» como una fuerza corporativa, monolítica y avasallante. La narrativa y la propuesta pastoral pentecostal sí se revelan «poderosas» en el plano de las creencias, pues son capaces de producir una oferta seductora y adaptada a los signos de los tiempos. Pero esa potencia mengua en sus intentos de traducción literal a la esfera de los proyectos partidarios, porque allí colisiona con la hegemonía de las reglas, los códigos y las argucias de los nativos de la política profesional. Otro tanto sucede en el plano de las controversias morales: las iglesias evangélicas son activos participantes de esas luchas, pero inciden a condición de una alianza con sectores católicos. Aun así, en algunos países fueron derrotados por el activismo feminista y por la diversidad sexual. En previsión de las crisis de las capacidades estatales, que tienen escala global pero son sensiblemente más fuertes en América Latina, podemos aventurar que la vía política evangélica más gravitante será aquella involucrada en cuestiones de gobernabilidad territorial. 

Por último, es imposible dejar de lado las preguntas que atraviesan una y otra vez el debate académico, político y mediático cuando se ligan los términos «evangelismo» y «política». ¿Son democráticos los evangélicos o, por el contrario, constituyen una amenaza a la democracia? Su usual conceptualización como una fuerza hostil al régimen democrático se sustenta en las manifestaciones contrarias a la extensión de derechos sexuales y reproductivos (son «antiderechos») y en episodios como el apoyo a Jair Bolsonaro. Sin negar estos sucesos, conviene situarlos en el panorama complejo de la politicidad evangélica, que es el corazón de nuestra propuesta y, al mismo tiempo, una agenda de trabajo. Por un lado, el respaldo orgánico de las iglesias evangélicas a determinados perfiles de candidatos constituye una excepción antes que una regla: por lo general, las iglesias fallan en la coordinación de estrategias de este tipo o, de modo más frecuente, se abstienen, atentas a las lecciones de la historia sobre los costos adheridos a este tipo de posicionamientos. Por el otro, no debe confundirse la postura de ciertos liderazgos con la conducta electoral de los fieles. La traslación automática es un fenómeno ocasional y, por lo general, el voto evangélico gravita más en el plano de los imaginarios que en el de las urnas. 

La oposición al aborto y a los derechos de las minorías sexuales es un tema sensible para la feligresía evangélica. Pero la organización de marchas y de otras acciones en el espacio público ha sido funcional a la canalización democrática de ese parecer, que termina expresándose por vías formales. La presentación de argumentos «seculares» revela el esfuerzo por adecuarse a la gramática democrática y, al mismo tiempo, enriquece los términos del debate, porque sus oponentes ya no pueden acusarlos simplemente de «medievales» o «fundamentalistas» y deben elaborar argumentos más sofisticados para expandir el umbral de derechos. Por último, es tiempo de prestar atención al rol de las iglesias en la reproducción cotidiana de la democracia. En la rutina de miles de latinoamericanos, las iglesias representan la vía de acceso efectiva a recursos estatales, que no podrían llegar al territorio sin la mediación religiosa, y también constituyen los espacios donde, por primera vez, sus urgencias son tematizadas.

  • 1.

    F. Pierucci: «Soltando amarras. Secularización y destradicionalización» en Sociedad y Religión vol. 16 No 17, 1998.

  • 2.

    P. Semán: Vivir la fe. Entre el catolicismo y el pentecostalismo, la religiosidad de los sectores populares en la Argentina, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2021.

  • 3.

    Mariela Mosqueira: Santa rebeldía. Juventudes evangélicas en el Gran Buenos Aires, Biblos, Buenos Aires, 2022.

  • 4.

    Leonildo Silveira Campos: «De ‘políticos evangélicos’ a ‘políticos de Cristo’: la trayectoria de las acciones y mentalidad política de los evangélicos brasileños en el paso del siglo XX al siglo XXI» en Ciencias Sociales y Religión vol. 7 No 7, 2005.

  • 5.

    J.M. Morán Faúndes: De vida o muerte. Patriarcado, heteronormatividad y el discurso de la vida del activismo «Pro-Vida» en la Argentina, CEA, Córdoba, 2017.

  • 6.

    L. Boltanski: El amor y la justicia como competencias. Tres ensayos de sociología de la acción, Amorrortu, Buenos Aires, 1990.

  • 7.

    J.M. Vaggione: «Los roles políticos de la religión. Género y sexualidad más allá del secularismo» en Marta Vasallo (comp.): En nombre de la vida, CDD, Córdoba, 2005.

  • 8.

    Joaquín Algranti y M. Mosqueira: «Sociogénesis de los dispositivos evangélicos de ‘rehabilitación’ de usuarios de drogas en Argentina» en Salud Colectiva vol. 14 No 2, 2018.

  • 9.

    Christina Vital da Cunha: «Pentecostal Cultures in Urban Peripheries: A Socio-Anthropological Analysis of Pentecostalism in Arts, Grammars, Crime and Morality» en Vibrant: Virtual Brazilian Anthropology vol. 15 No 1, 2018.

  • 10.

    Robert Brenneman: Homies and Hermanos: God and Gangs in Central America, Oxford UP, Oxford, 2012.

  • 11.

    Juan Cruz Esquivel: «Laicidad, secularización y cultura política. Las encrucijadas de las políticas públicas en Argentina» en Laicidad y Libertades No 8, 2008.

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