Opinión
marzo 2018

¿Nada nuevo bajo las estrellas?

Estados Unidos ha tenido una especial capacidad para fundamentar su política exterior en «doctrinas» enunciadas en comunicaciones oficiales, discursos y documentos formales. Algunos se han aventurado a afirmar que Trump tiene la suya. Su vocero era, hasta hoy, Rex Tillerson. ¿Pero realmente hay algo nuevo bajo las estrellas?

<p>¿Nada nuevo bajo las estrellas?</p>

A lo largo de su historia, Estados Unidos desarrolló una especial capacidad para fundamentar su política exterior en «doctrinas» o «estrategias» enunciadas en comunicaciones oficiales, discursos y, más recientemente, en documentos formales. Las primeras de esas doctrinas estuvieron marcadas por un discurso principalmente centrado en el excepcionalismo norteamericano, esas cualidades que distinguieron y distinguen a Estados Unidos del resto de los estados. Hablar de excepcionalismo, claro, no es nada excepcional. Muchas grandes potencias elaboraron visiones alternativas de excepcionalidad en correlación con el incremento de su poder relativo en el mundo. En Estados Unidos, el excepcionalismo ha sido pensado y definido de distintas maneras, pero casi todas ellas han hecho referencia a la combinación peculiar de liberalismo y moralismo que exhibe su sociedad, al aislacionismo acompañado muchas veces de unilateralismo y a una identidad fundamentalmente anglosajona, blanca y protestante.

En política exterior, el excepcionalismo fue claro desde un comienzo y se estructuró a partir de un triángulo conceptual conformado por el discurso de despedida de George Washington de 1796, la Doctrina Monroe de 1823 y el Destino Manifiesto de 1839. Años después, la Doctrina de Puertas Abiertas de 1899, enunciada por el Secretario de Estado John Hay, y el corolario de Roosevelt a la Doctrina Monroe formulado ante el Congreso en 1904 profundizaron la proyección imperial de Estados Unidos a partir de una identidad excepcional que sirvió para justificar incontables intervenciones de Estados Unidos en América Latina y el Caribe.

El fin de la Segunda Guerra Mundial significó un punto de inflexión sustantivo en la orientación internacional de Estados Unidos. Sus élites políticas y económicas concluyeron que el país bien podía ser excepcional pero ahora se había convertido, por su poder militar, industrial y diplomático, en una potencia indispensable para mantener el orden internacional. Concluyeron, también, que asegurar un espacio de preponderancia implicaría globalizar su interés nacional. Este proceso se apoyó en tres pilares fundamentales. El primero, que la prosperidad de Estados Unidos dependería de un mundo capitalista y abierto, aunque el suyo practicara a veces el proteccionismo. El segundo, que su seguridad nacional dependería en parte de un conjunto de alianzas y arreglos de seguridad colectiva, aunque Washington no dudaría en ejercer el unilateralismo. Y el tercero, que la mejor forma de preservar el estilo de vida norteamericano sería a través de su promoción en el mundo, aunque a veces las presiones geopolíticas primaran sobre los principios democráticos.

Estos tres pilares, con sus escapes unilaterales fueron y continúan siendo las bases del orden liberal internacional. Un orden impulsado por un Estados Unidos que, a la manera del dios romano Jano, ha mostrado siempre dos caras, una alcanzando acuerdos, la otra minándolos; una generando prosperidad, la otra desigualdad; una hablando de principios, la otra violándolos. En suma, un péndulo entre ser excepcional o ser indispensable. Como sea, el resultado fue la creación de un orden internacional en donde Estados Unidos fue por muchos años un líder con seguidores. Y fue el punto focal de la constelación occidental entre 1945 y 1991 ofreciendo bienes públicos globales como seguridad, mercado y crédito.

Terminada la Guerra Fría, Estados Unidos sumó a la preservación del orden liberal internacional asegurar su posición de supremacía. Esta hegemonía liberal tuvo su punto de partida en el «nuevo orden mundial» de George Bush padre, fue auspiciada luego por Bill Clinton a partir de proyectar una imagen de Estados Unidos como siendo una «hegemonía benigna» y alcanzó su punto más muscular luego del 11/9 durante la presidencia de George Bush hijo. La administración de Barack Obama buscó recuperar el capital político y simbólico perdido desde la invasión a Irak. Pero la guerra contra el terrorismo siguió siendo la partitura central de su política exterior. Con un discurso complejo y elocuente, y con una visión normativa más atractiva que sus predecesores, Obama no hizo otra cosa que seguir auspiciando una política de supremacía, aunque con buenos modales.

El sorpresivo triunfo de Donald Trump, su incontinencia mediática y sus inconsistencias estratégicas nos colocan ante la pregunta por la continuidad o no de una búsqueda de supremacía por parte de Estados Unidos. La reciente Estrategia de Seguridad Nacional, presentada en diciembre de 2017, exhibe continuidades y cambios en dosis más o menos parejas, fruto, probablemente, de debates internos entre aquellos inspirados en viejos consensos bipartidistas y otros promoviendo romper con el establishment de política exterior. La continuidad reside, probablemente, en la estructura misma del documento y sus cuatro pilares: proteger al pueblo americano; promover la prosperidad; garantizar la paz por la fuerza, y promover los intereses y valores americanos. Son cuatro temas que casi cualquier presidente podría haber presentado como pilares de un documento de esta naturaleza. Y, de hecho, cabe reconocer que se trata de un texto menos agresivo y más trabajado del que se podía esperar leyendo las bravuconadas y agresiones de Trump a través de las redes sociales. En este sentido, la estrategia de seguridad parece orientarse por un realismo de principios que combina, ante todo, una mirada basada en el interés nacional, aunque acompañada de valores que defiende la sociedad norteamericana.

Una segunda lectura, sin embargo, sugiere algunos cambios a considerar. Cambios que suelen ser más claros cuando escuchamos al propio Trump hablar de política exterior y que nos hacen dudar si realmente entendió lo que sería un realismo de principios. Cambios que, al menos en lo conceptual, estarían minando el orden internacional liberal que Estados Unidos vino construyendo por cuatro generaciones. El primer signo de este cambio es la recuperación de un viejo slogan: America First. Uno bien podría preguntarse cuando no fue America First. Y la respuesta más concisa que se puede ofrecer es que desde 1945 en adelante, el America First continuó presente pero dotado de un conjunto de instrumentos destinados a construir un orden global basado en reglas. Esas mismas reglas son las que Trump, y sus bases de apoyo, hoy perciben como siendo un obstáculo a la primacía y prosperidad de Estados Unidos.

El segundo signo de cambio es la idea de que el mundo es una arena en donde los estados compiten por poder militar, por mercados y por tecnología y que Estados Unidos debe tomar medidas urgentes para estar en la vanguardia de esa competencia. Medidas que van desde modernizar los programas nucleares hasta elevar la protección a la importación del aluminio y el acero. En este sentido, el documento desplaza por primera vez desde el 11/9 al terrorismo como amenaza central y coloca al ascenso de China y Rusia en el centro de los desafíos que enfrenta Washington. Ante este diagnóstico, Trump nos ofrece un razonamiento bastante material, de corto plazo y transaccional que busca dejar en mejor lugar a Estados Unidos en un juego de suma cero pero, más importante, que busca sacarle las dudas a quienes piensan que no es una persona inteligente.

El tercer signo de cambio sugiere una desinversión en el orden multilateral y en la promoción de ciertos valores, como la democracia y los derechos humanos, y ciertas prácticas, como la ayuda o asistencia al desarrollo. Esto se ha visto reflejado en la caída del presupuesto destinado a estas acciones y en las decisiones más mediáticas de salirse del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y del Acuerdo de Paris. También se vio en las críticas hacia Naciones Unidas o la Organización Mundial de Comercio por alentar prácticas de comercio injustas.

Tres signos que, entre otros, sugieren un reingreso de cierto espíritu Jacksoniano a la política exterior, basado en el desdén a las elites de Washington, el escepticismo hacia los compromisos de ultramar y una suerte de obsesión por el poder y la soberanía de Estados Unidos. Se trata, en fin, de un Estados Unidos en repliegue, más centrado en sus propios desafíos, menos interesado en la promoción de la democracia, cansado de arreglos multilaterales, y sensible a un ascenso chino que no termina de digerir. Así las cosas, la hegemonía liberal de postguerra fría está siendo transformada, en manos de Trump, en una ‘hegemonía iliberal’ o una ‘hegemonía sin propósitos’ al decir de Barry Posen.

Si estas observaciones son correctas, el triunfo de Trump representa menos la causa del declive de un proyecto de internacionalismo liberal que el síntoma de descomposición de un consenso bipartidista que necesita ser repensado nuevamente. Representa, también, un regreso al excepcionalismo previo a que Estados Unidos se definiera como indispensable, incluyendo una mirada racista y xenófoba, con cierto desdén hacia otras civilizaciones. Así, resulta equivocado ver en Trump a un error no previsto del sistema. Trump es el reflejo de una porción de la sociedad cansada de ser indispensable para otros mientras ven cómo su sueño americano se derrumba lentamente.

¿Qué esperar desde América Latina? Ya desde su campaña, Trump se encargó de irritar a más de un país de la región, aunque México fue su blanco predilecto. Una vez presidente, Trump se propuso avanzar con la construcción del muro en la frontera con México, país con el cual se encuentra revisando el NAFTA junto a Canadá. Cuba fue luego también blanco de ataques bajo la idea de que Obama hizo una pésima negociación, que Estados Unidos dio mucho a cambio de nada y que Cuba sigue siendo un estado represor. Y se encargó de dejar en claro que Estados Unidos tenía todas las opciones sobre la mesa para actuar sobre Venezuela. Pero quizás la noticia más importante haya sido el discurso del hasta ahora Secretario de Estado Rex Tillerson en la Universidad de Texas el 1 de febrero, en donde reivindicó la Doctrina Monroe como ‘un éxito’ de Estados Unidos hacia la región. Vaya manera de querer enmendar errores, en particular cuando John Kerry, entonces Secretario de Estado de Obama, había afirmado en 2013 el fin de la Doctrina Monroe. Luego del discurso, Tillerson emprendió una gira por cinco países de la región, con resultados pobres, promesas indeterminadas y algunos compromisos puntuales como la condena al régimen de Maduro.

La reaparición del viejo excepcionalismo a nivel global y de Monroe a nivel regional son dos caras de una misma moneda. Ilustran una doctrina reactiva antes que propositiva. Sugieren la ausencia de ideas nuevas para acomodar a Estados Unidos a las transformaciones globales del poder militar y del capitalismo globalizado. Y generan más rechazo que aceptación, en el mundo y la región, entre aliados y rivales por igual. Ciertamente, un Monroe renacido vería la presencia creciente de China en América Latina con preocupación. De hecho, la Estrategia de Defensa Nacional introduce el término ‘predatorio’ para describir la relación de China con América Latina. Pero no es el caso de muchos países de la región que estiman como positiva la mayor interconexión con Asia en general y China en particular. Tillerson, en cambio, afirmó que ‘América Latina no necesita nuevos poderes imperiales que solo buscan beneficiar a su pueblo’. Pretender hablar en nombre de una región desde un auditorio en Austin representa no solo un error de percepciones sobre qué camino desea América Latina sino también un paternalismo que Estados Unidos parecía haber dejado atrás.

La historia de la política exterior de Estados Unidos muestra que rara vez hubo una estrategia hacia América Latina. Washington buscó proyectar a la región lo que se propuso en sus grandes estrategias globales: preservar el balance de poder, luchar contra el comunismo, expandir la globalización o enfrentar el terrorismo. Si este patrón continúa, la reciente Estrategia de Seguridad Nacional tiene poco para ofrecer a una región cuyo problema más fundamental no es el ascenso de China, ni el terrorismo, ni las armas nucleares, ni los estados fallidos, sino superar los obstáculos domésticos e internacionales que inhiben su desarrollo económico.



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