Opinión
julio 2023

Manual de resistencia de la izquierda española

Contra todos los pronósticos, la victoria arrolladora de la derecha en España no llegó. La movilización del electorado de izquierda dejó unos resultados que habilitan, en un escenario complejo donde los nacionalistas catalanes tienen la llave, la repetición del gobierno progresista. La otra posibilidad serían nuevas elecciones. El bloque de la derecha-extrema derecha quedó lejos de la mayoría absoluta y no tiene aliados para buscar la investidura.

<p>Manual de resistencia de la izquierda española</p>

En un sistema parlamentario, hay victorias que son derrotas y derrotas que saben a victoria. Según este principio, ¿quién ha ganado las elecciones españolas? A primera vista, los resultados dirían que el Partido Popular (PP), ubicado en la derecha conservadora, primero en votos y escaños, es el ganador. Sin embargo, la realidad es otra muy distinta: su líder, Alberto Núñez Feijóo, a quien buena parte de las encuestas otorgaban un amplio margen de ventaja, se convierte en el principal perdedor de la noche, en tanto aspirante fallido a la Presidencia. Por el contrario, como gran triunfador aparece el actual presidente Pedro Sánchez, un sobreviviente a quien muchos daban por amortizado y cuya fuerza, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ha sido la segunda más votada. ¿Qué es lo que ha pasado entonces? ¿Quién de quienes festejaban en la noche electoral tiene más motivos para ello? Vayamos por pasos.

Primero, el sistema. A diferencia de los países de América Latina, cuyo sistema es presidencial o semipresidencial, España es un sistema parlamentario, por lo que el presidente es elegido por el Congreso. Es decir, cuando los españoles van a votar, votan a los diputados, y son estos quienes después de constituirse la Cámara tendrán que elegir al próximo presidente de Gobierno. Para ello, se requiere el apoyo de 176 diputados (la mitad más uno) en la primera sesión de investidura o, en segunda, mayoría simple: más síes que noes.

Segundo, los datos. La aspiración de Feijóo, reforzada por las estimaciones de las encuestas, era obtener una mayoría suficiente en la que el PP y la extrema derecha, representada por Vox, sumaran por sí mismos la mayoría absoluta de escaños en el Congreso. Fuera de ese escenario, cualquier otra combinación sería muy complicada para la derecha, ya que permitiría al actual gobierno reeditar su política de alianzas hasta sumar una mayoría alternativa progresista. Y eso es justo lo que ha pasado: el PP (136) y Vox (33) suman 169 escaños (171, si se cuenta dos partidos regionalistas minoritarios -Coalición Canaria y Unión del Pueblo Navarro, con un diputado cada uno- que podrían apoyar la coalición conservadora), lejos de la mayoría absoluta. Por su parte, el PSOE (122), junto con su socio Sumar (31), obtiene 153 escaños, pero que pueden crecer hasta 165 con el más que probable apoyo del Bloque Nacionalista Gallego (un escaño) y los nacionalistas del Partido Nacionalista Vasco (PNV) y los independentistas de izquierda de Bildu (11 escaños). La gran incógnita que se abre ahora, y que determinará el futuro próximo de España, es si el independentismo catalán -conformado por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), con siete escaños, y el conservador Junts per Catalunya, también con siete- votará a favor de Sánchez en primera vuelta (lo que le daría la mayoría absoluta) o, en su defecto, si se abstendrá en segunda vuelta, lo que le permitiría al PSOE obtener una mayoría simple suficiente para gobernar.

Tercero, la interpretación. ¿Qué sensaciones dejan estas elecciones? La primera es la confirmación de que España ya no es un sistema bipartidista. Se trata de una tendencia que se sostiene desde los comicios de 2015, con la emergencia de Podemos y Ciudadanos, como consecuencia de las movilizaciones de los indignados del 15-M iniciadas en 2011. Aunque hoy ninguno de los dos partidos se encuentra en primera línea, puesto que Podemos se presentó dentro de una coalición y Ciudadanos ni siquiera concurrió a las elecciones, el bipartidismo no se recompuso.

En el ámbito de la izquierda, la coalición de Sumar, liderada por la vicepresidenta segunda Yolanda Díaz, emerge como la fuerza de referencia del espacio a la izquierda del PSOE. Los resultados de Sumar (31 escaños y tres millones de votos) han de entenderse en el marco de un esfuerzo por rearticular el espacio, debilitado por la crisis interna, en términos amplios más que como una continuidad en sentido estricto de Podemos. Se trata de una convivencia difícil entre Sumar y Podemos -que, de momento, queda integrado dentro de esa coalición-. Su fundador, Pablo Iglesias, mantiene una relación de tensión con parte importante de la dirigencia de Sumar, incluida la propia Díaz.

En la derecha, por su parte, la práctica desaparición de Ciudadanos y su malogrado intento de poner en pie una derecha liberal en España han provocado que una parte de sus votantes vayan o retornen al PP. En paralelo, la extrema derecha, encarnada en Vox, si bien se mantiene como tercera fuerza, ha bajado de 52 a 33 escaños (con tres millones de votos, ligeramente por encima de Sumar). Esta fotografía deja un escenario de dos bloques: uno de derecha y otro de izquierda, con un apoyo popular muy parejo. Ambos bloques están integrados por un partido mayoritario (PP y PSOE) y uno minoritario (Vox y Sumar). Esta nueva aritmética tiene una consecuencia inmediata: al igual que sucedió en la última legislatura (2019-2023), los próximos gobiernos en España seguirán siendo de coalición. 

Lo interesante es que en estas elecciones se esperaba que el bloque de derecha se disparara, en paralelo a una debacle de la izquierda, sobre todo después de los resultados de las recientes elecciones municipales y autonómicas, en las que el PP recuperó Valencia y se afianzó en Madrid. La mayoría de las encuestas apuntaban en la misma dirección y daban prácticamente por hecho un gobierno de coalición de derecha-extrema derecha (PP-Vox). Sin embargo, los resultados dejan otro escenario: la derecha sube, pero menos de lo esperado (alrededor de 771.000 votos), y la izquierda, lejos de bajar, también sube (616.000 votos), lo que deja a ambos bloques prácticamente igualados (11.125.340 votos el bloque de derecha; 10.774.608 votos el bloque de izquierda). En parte, esto pudo ocurrir por la caída del independentismo catalán en favor del PSOE.

¿Qué ha provocado este cambio de tendencia? Una campaña desigual, con altos y bajos, pero que, sobre todo, se ha convertido en un ejemplo de batalla cultural entre derecha e izquierda. Otro aspecto singular han sido los ajustes en cada bloque, ya que si en la derecha el PP se ha visto arrastrado por Vox, adoptando muchos de los presupuestos de la extrema derecha, en la izquierda, por el contrario, el PSOE ha logrado que Sumar se mueva a posiciones próximas a un espectro socialdemócrata, alejado de la radicalidad que proyectaba Podemos. Esta radicalización por un lado y moderación por el otro han sido claves para asustar o convencer a los indecisos, desmovilizar o movilizar, dejando un escenario más parejo del esperado. Pero vamos al detalle.

La campaña arrancó con una ofensiva muy fuerte por parte de la derecha, combinando un discurso emocional que busca la polarización con la difusión de datos incorrectos, cuando no de fake news, en línea con los postulados manejados por la denominada derecha alternativa a escala global. Lo más llamativo de esta campaña es que no fue Vox el principal -o, al menos, único- difusor de estas estrategias, sino que el PP y su candidato Núñez Feijóo también las hicieron suyas. Para ello, se utilizaron significantes vacíos, como el de «sanchismo», con el objetivo de agrupar a votantes conservadores y construir un escenario dicotómico. Bajo esta etiqueta se buscaba evocar un fuerte sentimiento de repulsa hacia Sánchez, que movilizara culturalmente a la derecha. El sanchismo, en esta lógica, era la expresión de una izquierda radical y autoritaria, lo que resulta a todas luces absurdo: aun contra la opinión histórica de Podemos, Madrid fue sede de la última cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Sánchez apoyó incluso militarmente a Ucrania y mantiene vínculos estrechos con la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen. Pero todo eso parecía no hacer mella en el discurso del PP, que insistía en el objetivo de «derogar el sanchismo».

El argumento clave de este cajón de sastre fue el apoyo de Euskal Herria Bildu (EH Bildu) a Sánchez (un apoyo relativo, ya que la formación se abstuvo en su investidura en 2020 y votó en contra de leyes claves, como la reforma laboral), lo que convertía al gobierno en «ilegítimo» y «antiespañol». De esta forma, la apelación a ETA (Euskadi Ta Askatasuna), el grupo terrorista disuelto en 2018, aparecía en campaña como un elemento movilizador. El lema «Que te vote Txapote», popularizado por la presidenta madrileña, Isabel Díez Ayuso, del ala derecha del PP, y convertido en las últimas semanas en cántico frecuente de la derecha hasta en bodas y conciertos (el artista argentino Andrés Calamaro lo coreó un día antes de las elecciones), adquiría un significado redimensionado: Sánchez pactaba con terroristas. (Txapote, condenado a prisión, es un nombre emblemático asociado a los crímenes de ETA). En la misma tónica, se acusó a Sánchez de pactar con los independentistas catalanes, por los apoyos de Esquerra Republicana de Catalunya y el indulto a los líderes del proceso independentista en 2017.

Otros dos factores fueron claves en esta ofensiva conservadora. El primero fue la movilización de algunos medios y comunicadores muy populares en España, que funcionaron como caja de resonancia de estas proclamas, al más puro estilo de la cadena Fox en la época de Donald Trump. Especialmente interesante son los casos de Ana Rosa Quintana (Telecinco) o Pablo Motos (Antena 3) en televisión, cuyos programas están más orientados al entretenimiento, y que en ambos casos mantuvieron durante la campaña sendas entrevistas tensas con Sánchez. El segundo factor fue el único debate al que Núñez Feijóo aceptó acudir: un cara a cara con Sánchez, organizado por televisiones privadas, en el que el candidato popular adoptó una postura agresiva acompañada de una sucesión de afirmaciones basadas en datos a menudo incorrectos pero efectivos, y ante los que Sánchez no supo o no pudo defenderse.

A priori, esta ofensiva vaticinaba una victoria contundente de la derecha en la batalla cultural y permitía explicar además por qué un gobierno como el de Sánchez, cuya gestión económica fue razonablemente buena en un contexto difícil (creación de empleo, subida del salario mínimo profesional, control de la inflación o negociación en el marco de la Unión Europea de la denominada «excepción ibérica», para bajar el precio de la electricidad) tenía una valoración tan negativa. Sin embargo, y casi como un caso de estudio para el futuro, la izquierda española supo resistir el envite hasta darle la vuelta a una sensación generalizada que daba por hecha la derrota progresista. 

¿Cómo logró la izquierda revertir este estado de ánimo? Básicamente, tomando la iniciativa. Y ahí fueron fundamentales varios movimientos. Primero, Sánchez comenzó a acudir a diversos medios hostiles, lo que le permitió no solo ser escuchado directamente sino neutralizar parte de los discursos negativos (además de los ya mencionados casos de Quintana y Motos, también fue, por ejemplo, entrevistado por Carlos Alsina, periodista radiofónico referente del ámbito centrista-conservador). En paralelo, Yolanda Díaz recorrió platós y emisoras manteniendo un discurso pedagógico, que le permitió desarmar parte importante del marco discursivo instaurado por la derecha. Especialmente reseñable fue el papel jugado por el ex-presidente José Luis Rodríguez Zapatero, cuya actividad en campaña fue fundamental para movilizar a un sector del electorado progresista del PSOE. El temor de la izquierda era que parte de sus electores desistieran de votar.

Esta campaña se complementó con dos estrategias adicionales: de una parte, la izquierda pasó al ataque, sobre todo al señalar las relaciones entre Núñez Feijóo con el narcotraficante gallego Marcial Dorado, que el candidato popular no terminó de explicar. Y, de otra, creció el troleo en redes sociales contra algunas de las proclamas de la derecha, destinado sobre todo a aproximarse a un público más joven, lo que incluyó desde la participación de Sánchez en el podcast La Pija y la Quinqui a, sobre todo, el juego con el apelativo de «Perro Sanxe», un insulto en contra del presidente que terminó por convertirse en un meme a su favor.

La construcción de esta imagen simpática de Sánchez, junto con el miedo a un gobierno de coalición entre la derecha y la extrema derecha, explica una parte del cambio de tendencia. La otra parte, probablemente, esté relacionada con la última fase de la campaña de Núñez Feijóo, quien llegó incluso a suspender actividades durante los últimos días de campaña por un presunto «tirón de espalda». El rechazo del candidato conservador a participar en el debate a cuatro (PP, Vox, PSOE, Sumar) celebrado en en el canal estatal TVE dejó una imagen inusual: Sánchez y Yolanda Díaz debatiendo con el líder de la extrema derecha, Santiago Abascal, a quien otorgaron la categoría de representante del bloque de derecha. Una sucesión de errores que explicaría cierta desmovilización en la derecha.

¿Cuál es el escenario más probable ahora? Los caminos más viables son dos: la reedición de un gobierno progresista, en el que Sánchez cuente con el apoyo (activo o pasivo) del independentismo catalán, o una repetición electoral (en caso de que el independentismo catalán vote en contra). Otro escenario parece difícilmente imaginable, por más que Núñez Feijóo se reivindique como el más votado, ya que no tiene dónde obtener más diputados para llegar a la mayoría. Esto pone inevitablemente el foco, una vez más, en Cataluña, en una situación bastante particular. Por un lado, el independentismo catalán ha sacado en conjunto el peor resultado en cuatro décadas -perdió la mitad de los votos con respecto a las elecciones de 2019 y con un Partido Socialista de Cataluña (PSC) liderando la votación-. Pero, por otro, se encuentra paradójicamente hoy en una inmejorable situación de fuerza. 

De momento, los independentistas parece que harán valer esa fuerza, y cuestiones como la retirada de cargos al líder de Junts, el ex-presidente de Cataluña y principal promotor del proceso unilateral de independencia en 2017, Carles Puigdemont, exiliado en Bélgica, o la convocatoria a un referéndum de autodeterminación están sobre la mesa. Sin embargo, no es probable que Sánchez acepte ninguna de las dos condiciones, especialmente la segunda, ni tampoco que la repetición electoral augure un mejor escenario para los independentistas, lo que deja abiertas todas las posibilidades. 

De nuevo, Sánchez, forjado ya en batallas imposibles, aparece ante el reto de lograr una nueva hazaña: la de volver a liderar una salida innovadora. En este caso, modificar el marco de las relaciones entre el Estado español y Cataluña (no hay que olvidar que durante su gobierno se ha establecido una mesa de negociación con el gobierno catalán) y avanzar hacia la institucionalización de una España plurinacional. Un desafío difícil, muy difícil, pero que para alguien que ya en 2020 logró establecer la primera coalición progresista parece asumible. No casualmente el libro que escribió lleva por título Manual de resistencia.



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