Opinión
julio 2017

América Latina y su fiebre por el club de los ricos

El acercamiento de los países latinoamericanos a la OCDE marca una nueva etapa para la región. La necesidad de generar confianza externa y atraer inversiones parece ser la principal motivación de los gobiernos liberales. ¿Qué consecuencias trae involucrarse de lleno en el organismo multilateral?

<p>América Latina y su fiebre por el club de los ricos</p>

Hasta hace menos de 10 años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) –aquel organismo de gobernanza global inaugurado en 1961 por los países más desarrollados de Occidente- tenía un solo miembro latinoamericano: México. Hoy en día, sin embargo, el panorama es bien distinto: Chile se unió como Estado parte en el año 2010; Colombia y Costa Rica están en proceso de adhesión y los dos pesos pesados de Sudamérica –Argentina y Brasil- han manifestado recientemente su intención de sumarse al organismo multilateral. A ello hay que agregar a Panamá, Perú, República Dominicana y Uruguay, quienes –entre 2009 y 2017– se fueron incorporando como miembros del Centro de Desarrollo de la OCDE, un foro en el que se elaboran diagnósticos y recomendaciones de políticas públicas. ¿Cómo debe entenderse esta aparente «OCDE-fiebre» que atraviesa a América Latina? ¿Existe alguna estrategia conjunta en tanto países del sur global o es más bien una sumatoria de acciones individuales para fortalecer los lazos con los países desarrollados de Occidente?

Se suele calificar a la OCDE como un «club de países ricos». Razones para ello, no faltan: en su conjunto, los países que integran la organización acaparan casi el 50% del PBI mundial y el 70% del comercio global. No obstante, a diferencia de otras organizaciones internacionales, la OCDE no es un organismo que otorgue financiamiento, créditos o recursos para financiar inversiones. Tampoco se presenta como una instancia en la que se diseñan y negocian las principales reglas del comercio internacional o como un esquema de integración en el que se acuerdan normativas comunitarias. Aun así, se presume que estar o no estar en este organismo multilateral tiene implicancias en materia de financiamiento externo, estándares económicos y comerciales e internalización de legislaciones a nivel doméstico.

Quienes reivindican las potencialidades de la OCDE, destacan que pertenecer a dicho organismo empuja a los Estados a adoptar políticas de transparencia en la gestión pública y de fortalecimiento institucional que terminan siendo positivas para el desarrollo de los países. Las posturas más críticas, por su parte, señalan que incorporarse a la OCDE conlleva incorporar un conjunto de códigos, estándares y disposiciones en temas como la libertad de movimiento de capitales, comportamiento de empresas transnacionales o regulación de inversiones extranjeras que, en la práctica, terminan reproduciendo las asimetrías entre países desarrollados y países en desarrollo; además de condicionar la capacidad de decisión de los gobiernos nacionales.

En el caso de los países latinoamericanos, las acciones destinadas a estrechar los vínculos con la OCDE deben entenderse como una consecuencia de la adopción de modelos de desarrollo que se articulan de afuera hacia adentro. Modelos cuyo nervio central se basa en generar confianza externa y a través de los dividendos que otorga esa confianza, captar inversiones, atraer capitales internacionales y mejorar la inserción competitiva en los mercados globales. En este sentido, si bien la OCDE puede representar una vía para lograr una mayor transparencia las políticas públicas o como una forma de mejorar los canales de cooperación multilateral, lo cierto es que en el imaginario de los actuales gobiernos latinoamericanos dicha organización se configura, principalmente, como una plataforma de inserción internacional orientada a dar señales de «país confiable» a los mercados y los actores económicos globales. Cuando Chile se sumó al organismo, la presidenta del país trasandino expresó: «El ingreso a la OCDE será una señal muy potente de que Chile es un país estable y confiable, lo que también creemos puede traducirse en más inversión extranjera».

Siguiendo esta lógica, no es casualidad que la mayoría de los Estados de la región que tienen membresía plena en la OCDE o están en vías de obtenerla, sean integrantes de la Alianza del Pacífico. Un esquema de regionalismo meramente comercialista, destinado más a incrementar la participación en los mercados globales mediante la producción de commodities y la radicación de capitales externos que a fortalecer las cadenas de valor intrarregionales.

Las recientes expresiones de Argentina y Brasil respecto de incorporarse a la OCDE tienen que ver con esta tendencia general, pero también con algunos aspectos particulares. Durante los gobiernos kirchneristas, la relación del país austral con la OCDE estuvo marcada por la distancia y la desconfianza. Buenos Aires se mostraba renuente participar en determinadas instancias internacionales que pudieran suponer un condicionamiento por parte de las potencias del Norte. Con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia en 2015, sin embargo, el escenario cambió significativamente: bajo un prisma aperturista, Argentina proclamó la «vuelta al mundo» y estableció una relación más próxima con el organismo multilateral, hasta candidatearse para sumarse como Estado parte. Según afirmaba la entonces canciller, Susana Malcorra: «En esta organización se pautan los estándares del mundo y formar parte de ella es parte de la estrategia del presidente Macri para la integración internacional. Mientras tanto, estamos trabajando para volvernos más confiables».

En el caso de Brasil, el acercamiento con la OCDE no es algo novedoso: ya desde mediados de los noventa que el país verde amarelo participa en algunas de sus instancias. En 2007, cuando se vaticinaba un reacomodamiento del poder mundial a favor de los países emergentes, las potencias occidentales nombraron a Brasil, China, India, Indonesia y Sudáfrica como «socios claves». Para un Brasil en ascenso, estrechar el vínculo con la OCDE se amoldaba con la estrategia globalista que combinaba una «activa y altiva» participación en los regímenes internacionales, sin abandonar la matriz autonomista de la política exterior. El declive brasileño iniciado en la última etapa del gobierno de Dilma Rousseff, sin embargo, hizo que las pulsiones autonomistas fueran cediendo terreno y el vínculo adquirió nuevos tintes: así como ganaron lugar las presiones para flexibilizar el Mercosur y acercarse a la Alianza del Pacífico, en 2015 se lanzaba el Programa de Trabajo OCDE-Brasil, destinado a asesorar y apoyar la agenda de reformas en el país sudamericano. Con Michel Temer al frente del Planalto, el viraje se profundizó y Brasil, al igual que Argentina, proclamaría su intención de incorporarse al organismo en forma plena. En la carta de solicitud, el ministro de Relaciones Exteriores, Aloysio Nunes, destacó que el acercamiento «forma parte de una estrategia más amplia del gobierno brasileño con vistas a consolidar un camino para el desarrollo inclusivo y sostenido». Según explica el politólogo brasileño Diego Azzi, este posicionamiento simboliza la mudanza en la política exterior brasileña hacia una estrategia de una subordinación mediante la integración. En este caso, a la OCDE.

Otro elemento para entender el reciente acercamiento de Argentina y Brasil hacia el organismo multilateral tiene que ver con que ambos países están llevando a cabo un ambicioso programa de apertura económica y desregulación de los mercados. En este sentido, obtener la membresía de la OCDE aparece como una forma asegurar la implementación de estas medidas a través de la adopción de compromisos internacionales. Al caso brasileño hay que sumarle, además, otro ingrediente: incorporarse a la OCDE es para el cada vez más débil Michel Temer una forma de legitimar externamente su gobierno.

Pero no todo lo que brilla es oro para los países latinoamericanos. Si la OCDE es visualizada como un «sello» de calidad para irradiar confiabilidad y credibilidad frente a los actores internacionales, un buen ejercicio es analizar hasta cuáles son los resultados que arroja contar con este «sello». Si se toma como indicador a la Inversión Extranjera Directa (IED), los resultados no son muy prometedores. Por caso, según datos del Banco Mundial, desde que Chile ingresó al organismo en 2010, la IED tuvo un ascenso inicial y en solo un año pasó a representar el 7,3% del PIB al 11,4%. No obstante, a partir de 2011 experimentó un descenso sostenido hasta llegar al 4,9% en 2016. En Colombia y Costa Rica los números tampoco parecen ser alentadores: la IED en el país cafetero pasó del 4,2% en 2013 al 4,8% en 2016. Es decir, prácticamente se mantuvo igual. Y en el país centroamericano, en el mismo período, las inversiones foráneas bajaron del 6,4 a 5,5%.

En materia de flujos de comercio, a excepción de México, en ninguno de estos países se produjo un aumento del comercio internacional como porcentaje del PBI desde que se incorporaron al organismo. Sea en calidad de miembros pleno, o en como Estados en proceso de adhesión.

Entonces, si pertenecer a la OCDE no parece mejorar los índices de inversiones extranjeras ni el volumen del comercio internacional, ¿cuál podría ser la motivación parar formar parte de ella? Hay un indicador que ofrece una buena respuesta: para Chile, Colombia, Perú, Costa Rica y México, la inclusión en el organismo multilateral ha significado una mejora en las calificaciones de riesgo de agencias como Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch. Es decir, el sello de la OCDE se traduce en un aumento de la credibilidad para obtener financiamiento internacional. Este «estándar de credibilidad» se reflejada bien en el nivel de endeudamiento externo: desde que Chile ingresó a la OCDE, la deuda pública pasó del 8,5% del PBI al 17,3%. O sea, se duplicó. En Colombia, las obligaciones externas a 2013 –año en que inició su proceso de adhesión- representaban el 37,7% del PBI. Para 2016, no obstante, se habían disparado al 50,6%. México tampoco escapa a esta tendencia: la deuda pública externa que a mediados de los noventa era del 40%, en 2016 ascendería al 58% del Producto Bruto Interno.

Como último aspecto, vale destacar que, más allá de las intenciones por incorporarse a la OCDE, los países latinoamericanos deben enfrentar un escenario que los excede: la ampliación del organismo es un asunto de discrepancias entre las potencias occidentales. Los países europeos, por un lado, mantienen una postura más proclive a incorporar nuevos miembros. Especialmente, a aquellos países del «sur global», entre los cuales entrarían Argentina y Brasil. Estados Unidos, en la otra vereda, sostiene una posición renuente a ampliar el staff de países con membresía plena. Por un lado, estas posturas reflejan el estado de situación que atraviesa a Occidente en la actualidad: una Europa que sigue reivindicando las banderas del orden liberal de la posguerra fría y un Estados Unidos que con Trump se ha vuelto más reacio al multilateralismo y las agendas de liberalización del comercio internacional. En la última reunión del G-20, celebrada en Hamburgo el pasado 7 y 8 de julio, el secretario general del organismo multilateral, el mexicano Ángel Gurría, tomó una clara posición frente al tema de agenda que sobrevoló el cónclave y se plegó a los países que reafirman al multilateralismo y la cooperación internacional como la mejor vía para afrontar los desafíos globales. El mensaje, claro, estaba dirigido a aquellos países –con Estados Unidos a la cabeza– que cuestionan las bondades del libre comercio y la globalización.

Pero, al mismo tiempo, la negativa norteamericana debe ser leída con una óptica de más largo aliento, que excede a la llegada del magante inmobiliario a la Casa Blanca: la burocracia del Departamento de Estado no está convencida de incorporar a países en desarrollo que, eventualmente, puedan usar a la organización como un foro desde donde blandir posturas críticas del sistema económico internacional. A fin de cuentas, la diplomacia norteamericana conoce mucho mejor a los países latinoamericanos y sabe que el «fantasma del populismo» no se ha disipado completamente en la región. Especialmente, en Argentina y Brasil, en donde Cristina Fernández de Kirchner y Lula da Silva siguen siendo figuras centrales de la política nacional.



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