Opinión
marzo 2019

Venezuela: la guerra no solo es de minitecas

En la ausencia de «pueblo» como actor protagónico coinciden actualmente en Venezuela tanto la dirigencia opositora como la cúpula gobernante: ambos polos están invisibilizando a los sectores populares. Ahí reside parte de la debilidad opositora, que espera que los militares, venezolanos o extranjeros, vengan al rescate. Pero incluso en momentos como estos es necesario mantener la cordura.

Venezuela: la guerra no solo es de minitecas

La miniteca es un venezolanismo con el que se denomina, según el Diccionario de la Real Academia, al «grupo de personas cuyo trabajo consiste en amenizar una fiesta con música grabada» o el «conjunto de aparatos de sonido, casetes, discos y luces que utilizan los integrantes de la miniteca». Sería algo como una discoteca itinerante, una especie de versión venezolana de los sound system jamaiquinos. En la Venezuela de los años 80 y 90, las guerras de minitecas fueron muy populares y en las fiestas callejeras los DJ se desafiaban y competían entre sí por las preferencias musicales del público. Ganaba el que tenía los equipos de sonido más potentes y hacía bailar más a la gente con los éxitos del momento.

Si algo caracteriza la política venezolana del siglo XXI, es la propaganda y el espectáculo. Hugo Chávez era un gran comunicador; uno de sus legados para toda la clase política venezolana es que política sin espectáculo no es política. Esta lógica ha llegado a unos niveles en los que el qué se dice y el cómo se dice son mucho más importantes que las acciones políticas en sí mismas. El discurso y las puestas en escena lo son todo, el espectáculo se convierte así en la política misma; la sustituye. Pero la vida real continúa, la precariedad cotidiana, el ejercicio ilimitado de la fuerza y el control institucional se mantienen intactos.

Así se van construyendo grandes sucesos, días en los que se llevarán a cabo las madres de todas las batallas: 10 de enero, 23 de enero, 23 de febrero, etc. La última fecha mágica, el 23F, se desarrolló en el marco de un gran despliegue publicitario, un apoteósico concierto en la frontera entre Colombia y Venezuela con reconocidos artistas. El gobierno respondió al show con otro show y propaganda oficial, aunque no logró las mismas magnitudes, alcance y calidad. Algunos llegaron a calificar esta competencia por el rating como «guerra de minitecas». Todo esto sirve para poner un velo a una gran cantidad de cosas que no se ven en las pantallas de la televisión ni en las redes sociales.

Mientras tanto la guerra que las fuerzas de seguridad del Estado llevan contra los barrios pobres de Venezuela sigue su curso. La oposición, por su parte, no encuentra cómo quebrar el apoyo militar que aún posee el gobierno y celebra la deserción de cada soldado y policía humilde que se pasa de bando. Y así terminó el «Venezuela Aid Live»: se incendiaron camiones con comida y medicinas, hubo entre cuatro y 14 muertos en el sur del país, donde las cámaras no llegaron, decenas de heridos de bala y todo pareció una puesta en escena requerida para solicitar la intervención militar del país, como lo confirmaría el propio Juan Guaidó poco después. El pedido de intervención se hizo tendencia en Twitter, la propaganda bélica alimentada por ambos bandos extremos ha triunfado. Así, como para el amor, para la guerra hacen falta dos.

Para refrescar la memoria

Las discusiones jurídicas en este tiempo también forman parte de la propaganda. Durante los últimos tres años, la precaria institucionalidad venezolana parece haberse esfumado. El país está inmerso en una superposición de crisis: económica, política, social e institucional, que son anteriores a las sanciones del gobierno de Estados Unidos.

Es evidente la poca claridad y cohesión en los liderazgos políticos, en especial a partir de la muerte del presidente Chávez en 2013, que trajo como consecuencia una disminución de la hegemonía del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), cuya expresión más evidente fue su derrota electoral del 6 de diciembre de 2015, cuando, después de 18 años, la oposición retomó el dominio del Poder Legislativo. Antes del triunfo electoral de la oposición, la Asamblea Nacional (AN) saliente –controlada por el Poder Ejecutivo–, designó a nuevos magistrados en el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) a través de un procedimiento que ha sido cuestionado tanto en su forma como en su fondo. Estos últimos dos hechos han traído una serie de desconocimientos recíprocos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo que han profundizado la crisis política e institucional del país. Entre los sucesos más relevantes se encuentran: la desincorporación de diputados de la AN, la declaración del desacato de la AN por parte del TSJ y la declaratoria de «abandono del cargo» del presidente de la república por parte de la AN.

El gobierno aprovechó este escenario convulso para llevar a cabo acuerdos comerciales que comprometen la biodiversidad de casi 12% del territorio nacional y colocó la explotación minera en manos de industrias militares y extranjeras. Por su parte, el Poder Electoral hizo prácticamente inviable el referendo revocatorio presidencial habilitado por la Constitución y postergó, sin fechas, las elecciones de gobernadores que correspondían en diciembre de 2016.

Así se llegó a marzo de 2017, cuando el TSJ dictó las sentencias 155 y 156, en las que se desconoce a la AN y se otorga al Ejecutivo parte de sus competencias, lo cual fue cuestionado por diversos sectores del país. La entonces fiscal general Luisa Ortega rechazó públicamente la constitucionalidad de esas sentencias y señaló que constituían una «ruptura del orden constitucional», posiciones críticas que más adelante la obligarán a salir del país para no ser detenida.

Toda esta situación generó una serie de protestas y manifestaciones entre abril y julio de 2017, en las que murieron 124 personas; en al menos 21% de estos casos hubo responsabilidad de las fuerzas de seguridad del Estado. Posteriormente se impuso una ilegítima e inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Fue este ente –autoproclamado por encima de todos los poderes constituidos– el que convocó y organizó las cuestionadas elecciones presidenciales del 20 de mayo de 2018, fuera de los lapsos y en las que no hubo participación real de la oposición por carecer de garantías institucionales para ello (ilegalización de partidos políticos, opositores inhabilitados o presos, detenciones arbitrarias). Incluso el contrincante de Maduro en ese simulacro electoral, Henri Falcón, denunció como fraudulento el proceso. ¿Y para qué hacer todo este recuento?

Para comprender que el periodo presidencial que se inició en 2014 legalmente se venció el 10 de enero de 2019, que con la ANC se dio una especie de autogolpe con el que el gobierno se apropió sin límite alguno de todas las instituciones del Estado, excepto de la AN. No obstante, esta última se mantiene sitiada nacionalmente desde todo punto de vista. El autogolpe se extiendió con el simulacro de las elecciones presidenciales del 20 de mayo. A este ejercicio de facto por parte del gobierno, que cerró las vías institucionales y electorales para dirimir los conflictos, respondió un sector de la oposición con la autoproclamación del presidente de la AN, el hasta entonces poco conocido Guaidó, como presidente encargado de la República el 23 de enero de 2019. Desde el punto de vista legal, esta investidura es tan irregular como la otra. En cuanto a la legitimidad como órganos del Poder Público, la del Poder Ejecutivo es la que se encuentra bajo mayor cuestionamiento.

Un gobierno autoritario e ilegítimo

El gobierno ha dilapidado el capital político que había heredado de Chávez, ha llevado al país a una de sus más severas crisis y a la escasez general de alimentos y medicinas, lo que tiene como correlato la aparición de enfermedades que se consideraban erradicadas como malaria, difteria, sarampión, dengue, mal de Chagas, meningitis, tétanos y tuberculosis. Una inflación estimada en más de 1.000.000%, semejante a la de Alemania en 1923 o la de Zimbabue de la década de 2000; durante los últimos 12 años la moneda ha perdido 100.000.000 veces su valor. Entre 2014 y 2017 se pasó de un porcentaje de pobreza por ingreso de 48,4% a 87%, la pobreza extrema creció de 23,6% a 61,2% y los no pobres pasaron de 51,6% a 13%.

En el último informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre el índice de desarrollo humano (IDH), solo Siria, Libia y Yemen, tres países con guerras prolongadas, han perdido más puestos en el IDH que Venezuela, que ha retrocedido 16 puestos en el ranking mundial durante el periodo 2012-2017. El deterioro de los servicios públicos básicos como agua, electricidad, salud, transporte e internet es cada vez más grande. Aproximadamente 9% de la población ha decidido migrar. Venezuela padece una tasa de homicidios de 62 por cada 100.00 habitantes; 26% de estas muertes son consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. Se estima que al menos 350.000 millones de dólares han sido sacados del país por actos de corrupción.

Estos son algunos de los saldos que caracterizan al actual gobierno, pero que lejos de debilitarlo lo fortalecen, porque este opera con una lógica necropolítica: en la medida en que se deterioran las condiciones materiales de vida, la vida misma parece también perder su valor y se ejercen mayores y más efectivos controles sobre la población. Cuanto más se lo acusa de autoritario y dictatorial, como generador de terror, más se envilece, pero ese es su principal capital político: su legitimidad no se encuentra en los votos ni en la voluntad popular, sino en el ejercicio ilimitado del poder y de la fuerza. El miedo es una de sus principales herramientas.

Una oposición que solo mira hacia afuera

Del otro lado tenemos una oposición elitista, clasista, que durante las últimas décadas ha sido, en los hechos, funcional al gobierno y ha contribuido torpemente a su empoderamiento progresivo. En 2002 participó en el golpe de Estado contra Chávez, en 2003 en el paro petrolero, y con estas acciones le puso en bandeja de plata al gobierno el control total sobre las Fuerzas Armadas y sobre la principal empresa estatal del país: Petróleos de Venezuela (PDVSA). Posteriormente, en 2005, la oposición decidió no participar en las elecciones legislativas y de esta manera le regaló el Poder Legislativo a Chávez. Entre 1998 y 2005 podría hablarse de un gobierno asediado, con una lógica de estado de excepción, que luego se extendería gradualmente hasta la actualidad. En este proceso, la oposición tiene su cuota de responsabilidad. Luego de esa fecha, el gobierno ha tenido plenos poderes y la oposición ha sido prácticamente desmantelada, perseguida y mermada hasta su casi inexistencia. Pero a partir de 2015 la táctica de la oposición cambió: aprovechó el descontento contra el gobierno y obtuvo la victoria electoral más importante en las dos décadas de chavismo.

A comienzos de 2019, tras varios golpes, la oposición tomó la iniciativa y logró movilizar y generar esperanza en sus filas y en parte también en la mayoría del país que rechaza de manera cada vez más generalizada al gobierno. Algo que no han hecho los sectores más progresistas, que se han ido quedando inmóviles, chantajeados por la lógica de la Guerra Fría e incapacitados para oponerse efectivamente al gobierno para que no los acusen de ser funcionales a la derecha, lo que los ha dejado fuera del juego político.

El discurso opositor en 2019 tiene dos núcleos principales: Estados Unidos y los militares. Para la oposición, estos dos actores son el sujeto político para promover los cambios en el país, en detrimento de los sectores populares, la sociedad civil, los gremios, los sindicatos o las ONG. En todo caso, estos sectores son tomados en cuenta para una foto eventual o para el relleno en actividades o concentraciones, pero nada más. La oposición no promueve una rebelión de carácter popular, que en estos momentos sería más que legítima; y hay de hecho muchas expresiones de descontento y protesta en los barrios populares. Tampoco parecen estar interesados en un trabajo político de más largo aliento, que trascienda la coyuntura actual. Esta parece ser, hasta ahora, una de las grandes fallas de la oposición para acumular poder internamente y explica su dependencia del exterior.

Llama la atención que, en esta ausencia de «pueblo» como actor protagónico, coinciden actualmente tanto la dirigencia opositora como la cúpula gobernante; ambos polos están invisibilizando a los sectores populares. Podría afirmarse que los partidos políticos no están realmente en el juego y que la sociedad civil organizada ni siquiera existe.

¿Qué hacer?

El primer ejercicio que debe hacerse es comprender que el mundo no es binario y que lo que ocurre en Venezuela forma parte de intereses geoestratégicos de Estados Unidos, Rusia y China. Que no hay imperialismos buenos e imperialismos malos y que el ejercicio de gobierno de las últimas dos décadas en Venezuela ha expuesto cada vez más al país a estos intereses, en detrimento de la capacidad política e institucional de los venezolanos para forjar su propio destino.

En Venezuela existen condiciones objetivas para una rebelión popular, pero lamentablemente la dirigencia opositora no maneja esos códigos ni tiene interés en ella. Más bien, parece girar exclusivamente en torno de la agenda internacional, en desmedro de la organización y cohesión de fuerzas internas que claman por un cambio en el país. El tablero internacional es sin duda importante, pero hay que jugar ambas partidas.

Es fundamental presionar y exigir un acuerdo político para la elección de un órgano electoral (CNE) de consenso, confiable para todas las partes, para unas posteriores elecciones presidenciales competitivas, en condiciones de igualdad y transparencia. Todo lo demás son intereses grupales, crematísticos, potes de humo, propaganda y estrategias bélicas.

Los halcones quieren guerra y, paradójicamente, el gobierno también. Para este último, sería su gran cierre con broche de oro, los líderes bolivarianos se convertirían en una especie de mártires, podrían compararse errónea y forzadamente con Salvador Allende, dejarían una estela de balas y sangre mientras huyen a alguna isla o país remoto para disfrutar de sus riquezas mal habidas, mientras el pueblo traga humo con fondo musical de metralla. Sería su gran victoria política desde el punto de vista simbólico.

La mayoría de los venezolanos están angustiados con este escenario. De hecho, hablar de la posibilidad de un acuerdo político no significa ennoblecer al gobierno, ni adjudicarle una racionalidad política formal convencional, acorde con lo que debe ser un Estado signado por la lógica de las promesas de la modernidad. Evidentemente, para que haya negociación hay que tener con qué, y hasta ahora el gobierno, desde su racionalidad «malandra», no ha tenido, ni tiene, motivos para acaptarla.

Las oposiciones tendrán que hacer lo suyo para crear esas condiciones, constituirse en fuerza para ello, hacer presión, no mirar solo hacia afuera, tener al pueblo como objeto y sujeto de su política y no sólo esperar a que los militares vengan al rescate (sean extranjeros o nacionales). En algún momento hay que pactar; esto puede hacerse con muchos más muertos de los que hay hasta ahora o con los que ya tiene el país encima. Hay que hacer esfuerzos para reducir daños y evitar más muertes, pedir una intervención militar extranjera con la ligereza con la que se hizo al finalizar la jornada del 23F no parece ser es el mejor camino; parece más bien un acto desesperado, y en este contexto la desesperación y las emociones no son buenas consejeras. Esos remedios suelen ser peores que las enfermedades que pretenden curar.

Por otro lado, existe una oposición progresista que promueve un referéndum, pero a esta altura, como señalan varios analistas, el tiempo opera a favor del gobierno, y por lo tanto la propuesta no sería más que un tubo de oxígeno para el madurismo.

En momentos de locura y arrebatos pasionales, no está de más tratar de mantener la cordura. Hay dos escenarios posibles: muchos más muertos o los que ya se tienen hasta ahora, que son también muchos. Aun con una intervención militar o una guerra, en ese nefasto escenario, la petición debería ser exactamente la misma: nueva institucionalidad electoral y elecciones limpias. Se puede mantener la presión y la crítica al gobierno sin legitimar una intervención militar extranjera; estar en contra de la guerra no significa estar a favor del gobierno. La realidad no se presenta en formas tan sencillas y binarias. Lo que está en juego en Venezuela es mucho más serio que una guerra de minitecas.



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