Tema central
NUSO Nº 208 / Marzo - Abril 2007

Violencia y castigo desde una perspectiva integral

Una política integral contra el delito y la delincuencia debe partir de un diagnóstico adecuado, que contemple los matices y las particularidades de cada situación, y debe dejar de lado la falsa dicotomía entre coerción (estrategia defendida por la derecha) y prevención (postulada por los sectores progresistas). Desde el punto de vista penal y penitenciario, es necesario evitar la judicialización de cualquier conflicto o acto de violencia, que solo conduce a desbordar al Poder Judicial y agravar el problema de la superpoblación en las cárceles. La creación de ciudadanía es el mejor antídoto para enfrentar la violencia social, cuyo efecto más pernicioso es, precisamente, la destrucción de la confianza ciudadana.

Violencia y castigo desde una perspectiva integral

El debate sobre las respuestas al nuevo escenario de violencia social que sufre América Latina presenta serias dificultades que impiden avanzar de una manera constructiva. Este avance lento, a veces incluso empantanamiento, constituye un grave problema, pues una de las características del nuevo contexto es el enorme retraso de los poderes públicos para comprender y enfrentar el aumento rampante de la violencia y la criminalidad. Una de las principales razones que explican esta situación es la polarización entre dos tipos de respuestas: por un lado, aquellas que ponen el acento en la acción coercitiva, principalmente gubernamental, planteada en general por los sectores conservadores o de derecha, y, por el otro, las que enfatizan los aspectos preventivos, independientemente de las condiciones existentes, que con frecuencia provienen de sectores políticamente progresistas o de izquierda.

La evidencia demuestra que ninguna de las estrategias está consiguiendo resultados importantes y que, cuando los obtienen, constituyen apenas una contención parcial o un mero paliativo. Con la intención de abandonar esta polarización entre la mano dura y las políticas centradas en la prevención, algunas fuerzas progresistas latinoamericanas han propuesto una estrategia que descansa en la integralidad (Cálix; Escobar; Hillebrand). De acuerdo con estas concepciones, la característica central de una alternativa progresista estaría relacionada con una política integral de seguridad ciudadana.

Sin embargo, con frecuencia observamos que detrás del frontispicio de la integralidad siguen desarrollándose perspectivas parciales o segmentadas. O, en sentido inverso, que para lograr la integralidad es necesario un esfuerzo que algunas veces choca con lo «políticamente correcto». Esto, que puede apreciarse en los distintos elementos que conforman una política de seguridad ciudadana, se hace particularmente evidente en el sistema penal.

La importancia de un diagnóstico riguroso y compartido

Es muy difícil desarrollar una política integral sin partir de un buen diagnóstico. A pesar de esta evidencia, existe una tendencia extendida, principalmente entre la clase política, a relativizar la importancia de los esfuerzos en ese sentido. Es frecuente escuchar que «lo que sobran son diagnósticos», o simplemente pensar que alcanza con saber que el tema constituye hoy una preocupación prioritaria de la ciudadanía. Precisamente porque la gravedad que reviste la problemática exige algún tipo de solución colectiva, resulta imprescindible generar un mínimo consenso alrededor de un diagnóstico básico suficientemente riguroso, tanto en relación con las causas como con el escenario temporal o la taxonomía del problema.

Respecto de las causas, los sectores progresistas parecen satisfechos con referirse a las condiciones de pobreza que sufre la población latinoamericana, en tanto los sectores conservadores aluden a la pérdida de valores y la crisis de la familia. Estas explicaciones simplificadoras solo contribuyen a equivocar la elaboración de una política integral, pues será muy difícil encontrar una solución colectiva a este grave problema si no se logra incorporar la convicción de que se necesita un riguroso enfoque multicausal.

Para ello hay que aceptar que la pobreza es un factor más entre muchos otros. De hecho, Colombia es uno de los países más ricos de la región y sufre altos niveles de violencia. Nicaragua, uno de los más pobres, se ve mucho menos afectada por el problema de las maras que sus vecinos menos pobres, como El Salvador y Honduras. La violencia social actual es un fenómeno complejo que guarda relación con los distintos aspectos de la crisis epocal, tanto en el plano instrumental como en el simbólico; lo que hace más necesario afinar el diagnóstico en cada país.

En todo caso, conviene reconocer los rasgos generales de este nuevo escenario violento. Es cierto, por supuesto, que América Latina es hoy una de las regiones con menos conflictos bélicos internacionales y, al mismo tiempo, una de las que más sufren la violencia social, con la tasa promedio de homicidios por esta causa más alta del mundo. Pero esta imagen cierta es insuficiente. Para captar adecuadamente los rasgos centrales del actual escenario conviene reconocer las diferencias con el anterior, el de los años 60 y 70.

En aquella época América Latina ya mostraba apreciables niveles de violencia social y criminalidad, aunque con notables diferencias en cada país. Algunos países arrastraban graves condiciones históricas de inseguridad –como Brasil, algunos países andinos y la mayoría de los centroamericanos–, mientras que otros –como Uruguay, Chile, Costa Rica o Panamá– presentaban un bajo nivel de criminalidad. Pero este factor se articulaba y muchas veces se subordinaba a una fuerte presencia de la violencia política, que afectó tanto a los países que sufrían una apreciable violencia social (Brasil) como a aquellos que no la padecían (Uruguay). Fue este segundo factor el que determinó la respuesta desde el Estado. En general, los regímenes de seguridad nacional de aquellos años plantearon que el enemigo interno estaba formado por las fuerzas subversivas y el crimen. Es importante consignar que en ese entonces la sociedad ya mostraba una apreciable permisividad hacia las actitudes violentas, ya fueran revolucionarias o antisubversivas.El nuevo escenario que se conforma a mediados de los 80 se caracteriza por la disminución de la violencia política y la transición a la democracia. Sin embargo, como se ha dicho, ese tránsito hacia el Estado de derecho se produce en el contexto de una crisis epocal y de un severo ajuste económico. Así, por diversas causas, comienza a manifestarse la tendencia general al aumento de la violencia social y la criminalidad. Esto ha hecho que los países que tradicionalmente sufrieron este problema –como Brasil o los integrantes del triángulo norte de Centroamérica: Guatemala, Honduras y El Salvador– sufran un incremento rampante y difícilmente controlable de la criminalidad. La tendencia es general y, por lo tanto, afecta también a los países con bajos niveles de violencia social, donde se registra un ligero incremento de los delitos contra la vida y un considerable aumento de la delincuencia común y de la sensación de inseguridad.

Un problema importante es que las reacciones a este nuevo escenario han sido puntuales y, sobre todo, lentas. En Centroamérica, por ejemplo, las primeras respuestas articuladas llegaron recién diez años después de que los datos mostraran claramente la tendencia. Y, cuando finalmente llega, la respuesta en general se basa en estrategias de mano dura y se articula como una política estrictamente gubernamental. Esto ha sido así sobre todo en los países donde la violencia social es más grave. En aquellos con menor violencia social también comprobamos una apreciable lentitud en la respuesta, que sigue siendo principalmente gubernamental, aunque se haya producido alguna convocatoria a la participación social, como sucedió en Costa Rica o Panamá. En estos países se ha mantenido el tradicional reparto de tareas entre los poderes públicos: prevención y respuesta (Poder Ejecutivo), reforma normativa (Poder Legislativo) y actuación contra el delito (sistema penal en su conjunto).

Estos datos nos permiten dividir a los países latinoamericanos en tres grupos. El primero está conformado por aquellas naciones en las que la violencia social y el crimen provocan una situación nacional de emergencia, como Brasil, Colombia y los integrantes del triángulo norte de Centroamérica. El segundo grupo incluye a los países con bajos niveles de delitos contra la vida, en los que el aumento de la delincuencia común ha creado cierto clima de inseguridad: Chile, Costa Rica y Uruguay. Finalmente, un tercer grupo de países sufre niveles intermedios de violencia social y criminalidad y mezcla componentes diferentes según el caso: países con un alto nivel de crimen organizado pero bajas tasas de violencia interpersonal, como México, y otros, como Nicaragua, que viven la situación inversa.

Es evidente, pues, que un análisis riguroso de la composición de los factores y tipos de violencia debe constituir la base de un diagnóstico que sustente las políticas públicas. En ese sentido, uno de los mayores enemigos a la hora de realizar un diagnóstico adecuado es el uso y abuso de las imágenes mediáticas, donde intervienen tanto los medios como los actores sociales que luchan contra determinado tipo de violencia.

Un ejemplo interesante de esta cuestión es el tema de la violencia de género en los países con altas tasas de criminalidad. El año 2005 estuvo marcado en Guatemala por el tema del femicidio, apoyado en el hecho de que se mantenía la tendencia, en números absolutos, al aumento de los asesinatos de mujeres. Aunque correcto, el argumento ignoraba que, si se examinaba el conjunto de los homicidios nacionales, la proporción de asesinatos de mujeres no había crecido, sino que se mantenía en torno de 11%. Un estudio realizado por la Fundación Género y Sociedad demostró que, al cruzar las variables de género y edad, la verdadera masacre se está produciendo entre los jóvenes varones de 15 a 29 años. En efecto, como puede apreciarse en el gráfico, la tasa de homicidios en mujeres de cualquier rango etario no supera los 18 por cada 100.000 habitantes, mientras que en los jóvenes varones de entre 18 y 29 años se eleva a 150. Si recordamos que el estándar internacional para declarar la existencia de una guerra civil se sitúa en torno de los 80 homicidios por cada 100.000 habitantes, puede concluirse que los jóvenes varones en los países con alta violencia social están viviendo una guerra especialmente cruenta. Su desventaja es doble y deriva tanto de su debilidad como actores sociopolíticos como de la relativa falta de atención que generan en los medios de comunicación. Todo ello hace que ni la población ni la clase política logren percibir adecuadamente este verdadero genocidio, que ya tiene efectos perceptibles en la composición demográfica de esos países.

Un diagnóstico riguroso debe priorizar los datos duros por encima de las imágenes mediáticas, entre otras razones porque debe ser la base para la construcción de una perspectiva integral en materia de seguridad. Por eso, es necesario reconocer que hay diferentes tipos de violencia, sin negar su especificidad y sin colocarlas al margen del cuadro general. Por ejemplo, la violencia de género se caracteriza por poseer una baja mortalidad comparada, pero una alta morbilidad. Constituye, además, un factor activador importante para otros tipos de violencia. Debe por lo tanto encararse, con sus características específicas, en el contexto general de una política integral de seguridad ciudadana.

Una estrategia equilibrada de respuesta

Otro de los elementos de una perspectiva integral implica usar de manera equilibrada los componentes fundamentales de la respuesta. Esto significa abandonar definitivamente la vieja división del trabajo entre derecha (dedicada a la coerción) e izquierda (concentrada en la prevención). La combinación entre ambos elementos debe estar determinada por un diagnóstico riguroso.

De esta forma, en los países con niveles relativamente bajos de violencia social y criminalidad es posible, afortunadamente, privilegiar los aspectos preventivos (aunque ello no significa proyectar una imagen de impunidad respecto de la delincuencia común). Sin embargo, en aquellos países con altas tasas de violencia social los elementos coercitivos y de reinserción deben tener mucha mayor relevancia, sin que ello signifique descuidar los aspectos preventivos. En los países del triángulo norte centroamericano, por ejemplo, hubiera sido fundamental centrarse en la prevención hace quince años, cuando el nuevo escenario recién estaba constituyéndose. Hoy, con tasas de homicidios anuales de 50 por cada 100.000 habitantes, las estrategias coercitivas y de reinserción son cruciales para avanzar en un proceso de remisión de la violencia. Entre otras razones, porque mantener las actuales tasas de homicidios torna inviable la gobernabilidad democrática en el mediano plazo.

Hablar de una estrategia equilibrada implica tener en cuenta los niveles concretos de violencia y criminalidad que sufre un determinado país. Ese equilibrio debe evitar, en todo caso, los polos opuestos. Por un lado, la urgencia de la situación no debe confundirnos a la hora de distinguir entre conflicto, violencia y delito. Adoptar una perspectiva de etiquetamiento delictivo para cualquier conflicto social, e incluso para cualquier episodio de violencia, no solo viola los derechos humanos, sino que además resulta contraproducente. El objetivo no debe ser satanizar cualquier conflicto o acto de violencia ante el pavor que nos causa la posibilidad de que escale hacia niveles mayores, sino elaborar un tratamiento preventivo y de contención. Es necesario subrayar el papel central que pueden jugar en esto las municipalidades y otras instancias de gobierno local.

Pero tampoco hay que caer en el extremo opuesto: suprimir del menú de opciones las medidas de emergencia frente a una crisis determinada. Este asunto genera controversias entre los partidarios de una perspectiva integral. En los países con una alta violencia social se han producido situaciones de emergencia, que pueden perfectamente repetirse en el futuro y que plantean la cuestión de si, en esos casos, se pueden adoptar medidas de excepción respetando el Estado de derecho. El debate es especialmente relevante cuando estas situaciones se generan en un territorio delimitado, como ocurrió en el levantamiento insurreccional de las maras en San Pedro de Sula o la ocupación de ciertas regiones de la costa caribeña de Centroamérica por el narcotráfico. Las fuerzas progresistas deben defender claramente los recursos que es posible utilizar en el marco del Estado de derecho ante las situaciones de emergencia, entre otras razones porque tienen el deber de proteger los derechos humanos del resto de la población. Esta posición de defensa del Estado de derecho es la única que permite realizar una crítica justificada del empleo de los instrumentos de emergencia al margen de lo establecido por la legalidad democrática.

Un ejemplo de lo anterior es la utilización, en el triángulo norte de Centroamérica, de fuerzas militares para apoyar a la policía, una medida que, lejos de ser la excepción, se está convirtiendo en una regla. Es evidente que mantener la opción militar como una tendencia a largo plazo atenta contra el Estado de derecho. Si bien es cierto que cuando se alcanzan determinados niveles de violencia y criminalidad se hace necesario fortalecer la capacidad policial, y que para ello se requieren nuevos recursos, la solución no consiste en otorgarles nuevas funciones y dotar de más recursos a las fuerzas militares, sino en aumentar el presupuesto y capacitar a las fuerzas policiales. Habría que pensar, por ejemplo, en destinar a esos fines el ahorro que debiera producirse por la puesta en práctica del acuerdo de reducir las fuerzas militares consignado en el Tratado Marco de Seguridad Democrática de Centroamérica, que es el marco normativo regional en esta materia. En otras palabras, una perspectiva progresista integral debe defender las capacidades del Estado de derecho para enfrentar situaciones de emergencia y rechazar justificadamente los caminos que se aparten de éste, caminos que muchos gobiernos están siguiendo para combatir el crecimiento de la violencia y el delito.

Una política de Estado contra el crimen

Quizás la clave de una estrategia integral sea la posibilidad de convertirla en una verdadera política de Estado. Es interesante observar la facilidad con que se habla de una política de Estado para referirse, en realidad, a lo que apenas es una política gubernamental. Esto es muy claro en las estrategias de mano dura implementadas en Centroamérica.

En El Salvador, por ejemplo, las políticas de mano dura (o «súper mano dura», como las denomina el actual gobierno) no han sido otra cosa que una política unilateral del Poder Ejecutivo. El gobierno confió erróneamente en su capacidad de acción unilateral, entre otras razones porque tenía la esperanza de obtener así el apoyo político de la población. A comienzos de 2006, sin embargo, el presidente Antonio Saca se vio obligado a admitir que esa estrategia no estaba dando resultados. Los datos duros así lo confirmaban. Por ejemplo, la policía realizó 10.000 detenciones bajo el modelo del apresamiento colectivo de mareros, pero solo en 3% de los casos se encontraron méritos suficientes para iniciar procesos judiciales. Frente a esa situación, el gobierno comenzó a presionar a los otros poderes, con resultados bastante mediocres: el Poder Legislativo no sancionó las leyes exigidas e importantes sectores del Poder Judicial se resistieron a violar las normas del debido proceso. Ahora bien, el rechazo a las políticas de los gobiernos de mano dura de subordinar a los otros poderes constitucionales no debe ocultar el hecho, patente en toda la región, de que no existe una estrategia contra la violencia y el crimen que constituya una política de Estado e implique al conjunto de los poderes públicos. Desde la perspectiva penal no hay, como ya señalamos, una verdadera política criminológica integrada capaz de orientar los recursos y las instituciones estatales. Como ya consignamos, en los países con menores niveles de violencia y criminalidad la respuesta, generalmente lenta, mantuvo la distribución de tareas entre los tres poderes: acción preventiva y de contención a cargo del Poder Ejecutivo, normativa penal y de seguridad para el Legislativo y persecución del delito y enjuiciamiento para el Ministerio Público y el Poder Judicial. Esta división del trabajo se basaba en la independencia de los poderes y, particularmente, en la del Poder Judicial. Pero es necesario saber si, para enfrentar el crecimiento de la violencia y la criminalidad, es o no posible articular una política de Estado que convoque a los tres poderes. Dicho de otra forma, el mantenimiento de la independencia del Poder Judicial no significa que dicho poder no pueda decidir voluntariamente colaborar en el desarrollo de una política de Estado.

Dilemas de los sistemas penal y penitenciario

Una política criminológica de Estado debería partir de un diagnóstico riguroso y compartido que permita mejorar el reparto de tareas entre los distintos poderes y, de este modo, lograr un mayor equilibrio en el funcionamiento del sistema penal: Ministerio Público, Judicatura, Defensoría Pública y Sistema Penitenciario. Ciertamente, esta armonización exige un acuerdo nacional del cual participen todos los sectores políticos y sociales, especialmente en aquellos países en que la violencia ya parece inmanejable.

Esto, una vez más, requiere un esfuerzo por mantener un equilibrio que evite la tendencia a la judicialización, la penalización y el encarcelamiento, sin aumentar las cuotas de impunidad que inclinan peligrosamente a la población hacia las soluciones autoritarias. Algo que, por supuesto, se dice con facilidad, pero que es bastante difícil de conseguir.

Tanto en los países en que el gobierno desarrolla una acción unilateral en materia de seguridad como en aquellos en que se mantiene el reparto tradicional de tareas existe la tentación de acudir a la judicialización y a la penalización como un recurso de prevención o de contención adecuado. La judicialización aparece con frecuencia en los países en que el Poder Judicial ha actuado con eficacia en condiciones normales. Quizás sea ejemplo de esto Costa Rica, donde puede observarse claramente un crecimiento exponencial del número de casos que llegan a la justicia. Esto, por supuesto, genera un altísimo nivel de mora, pese a los esfuerzos realizados para reducir los tiempos. En ese contexto, los ciudadanos costarricenses deberían entender que tratar de dirimir todo tipo de conflicto en el ámbito judicial bloqueará a este poder a corto o mediano plazo y limitará su capacidad de enfrentar el crecimiento de la violencia y la criminalidad. Desjudicializar los conflictos, e incluso ciertos episodios de violencia, es lo que permite que el Poder Judicial constituya un instrumento eficaz de una política de Estado en materia de convivencia pacífica.

Otro tanto puede decirse en materia penal. La tendencia a etiquetar como delito los conflictos y los actos menos graves de violencia con la esperanza de evitar que esos hechos escalen a un nivel superior significa convertir a la penalización en un instrumento sin peso. Como afirma el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Ilanud), la penalización debe usarse discretamente si se quiere que sea eficaz.

Este razonamiento se hace más complejo al examinar los sistemas penitenciarios. Existe ya evidencia suficiente de que la superpoblación en las cárceles ha sido el efecto más inmediato del aumento de la violencia. Esta superpoblación ha agudizado dramáticamente las condiciones infrahumanas en que se encuentran los prisioneros latinoamericanos. En esas circunstancias, los países no tienen más remedio que aumentar la capacidad del sistema penitenciario, como ha hecho recientemente Costa Rica, para evitar el riesgo de estallidos sangrientos. Y todo esto sin que nadie se haga ilusiones, al menos en el mediano plazo, de la capacidad regenerativa real de las cárceles, que seguirán siendo, en general, verdaderas universidades del delito.

Esto no implica postular el abandono de los sistemas penitenciarios. Pero es necesario reconocer que, en la actualidad, no se puede esperar mucho más de éstos que el cumplimiento de su función primaria de impedir que las personas más violentas o los criminales más graves sigan dañando el tejido social.

El problema también puede mirarse desde el ángulo opuesto: el daño colectivo que se produce cuando se extiende la percepción de impunidad respecto de la violencia y el crimen. Esto puede llevarnos a la confusión cuando manejamos información estadística. Por ejemplo, Guatemala presentaba en 2004 índices más bajos de judicialización y de superpoblación penitenciaria que Costa Rica. Pero el motivo no radicaba en una mejora en la lucha contra la inseguridad sino en la falta de eficacia del sistema penal y en los impresionantes niveles de impunidad que se manifestaban en Guatemala. No es casual que en ese contexto haya comenzado a aparecer el fenómeno de los linchamientos y, en general, la tendencia de la población a hacer justicia por mano propia.

La impunidad genera efectos perniciosos en diferentes sentidos. Significa, en primer lugar, un verdadero cheque en blanco para los delincuentes. Y, desde el punto de vista de las víctimas, deteriora profundamente la confianza, tanto respecto de las instituciones públicas como de la sociedad en su conjunto. Resulta impactante comprobar en los países del triángulo norte de Centroamérica la correspondencia entre el incremento de la violencia social y el descenso de la confianza de las personas respecto de sus semejantes. Un sondeo realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en El Salvador en 2002 mostró que solo 15% de la población encuestada manifestaba algún nivel de confianza en el resto de la población.

Un acuerdo nacional (y regional) contra la violencia y la criminalidad

Para evitar un incremento de la impunidad sin elevar excesivamente la judicialización y la penalización, es necesario realizar un gran acopio de prácticas y experiencias exitosas y encarar un esfuerzo para crear mecanismos eficaces en el marco de una perspectiva balanceada de acción. Y, sobre todo, es necesario dejar ya de confiar en soluciones groseras o mágicas. En ese sentido, pueden mencionarse algunos instrumentos concretos que parecen adecuados, así como las condiciones generales para una estrategia verdaderamente integral.

Las acciones que se ubican en un espacio intermedio entre los niveles básicos de prevención y la actuación coercitiva parecen dar buenos resultados; es decir, las políticas que se denominan de contención (o de prevención secundaria, por seguir las definiciones de la Organización Mundial de la Salud). Se trata de propiciar acciones de control o disuasorias en las etapas iniciales de los procesos violentos o delincuenciales. El papel que pueden jugar –y están jugando– los municipios y otros organismos públicos locales es fundamental. Algunas experiencias registradas en el istmo centroamericano revisten un particular interés (Gomáriz 2006a).

El otro instrumento, relacionado con el anterior, es optimizar el control de los casos y mejorar los procesos de investigación policial especializados en el combate contra el crimen organizado, la actuación contra las maras y la violencia de género, entre otras cuestiones. Para ello se necesita un salto técnico en temas como el registro y el seguimiento, además de una normativa especial adecuada, por ejemplo en el control de la reincidencia.

Estos instrumentos técnicos y normativos son centrales. Sin embargo, no deben distraernos de la necesidad de brindar una respuesta colectiva al nuevo escenario violento que enfrenta la región. Una política de Estado que implique a los distintos poderes públicos maximizará su eficacia si además se apoya en una estrategia verdaderamente nacional, en la que las distintas fuerzas políticas y sociales constituyen un acuerdo para enfrentar la violencia y el crimen. Algunas experiencias exitosas realizadas en algunas ciudades y localidades de Colombia y El Salvador confirman la importancia de generar un amplio acuerdo colectivo para enfrentar la violencia. La conclusión estratégica es que la creación de ciudadanía es el mejor antídoto para enfrentar una violencia rampante cuyo efecto más pernicioso es, precisamente, la destrucción de la confianza ciudadana.

Estas experiencias, por supuesto, son locales, pero no puede descartarse a priori la posibilidad de que adquieran una dimensión nacional. Por otro lado, las condiciones políticas de los países con altas tasas de violencia y criminalidad muchas veces dificultan la posibilidad de concretar un gran acuerdo nacional, mientras que en aquellos países que no sufren tanto este problema no se percibe la necesidad de avanzar en un pacto que comprometa a todos los actores sociales. Aunque todo esto es cierto, no parece sensato abandonar la propuesta si el objetivo es generar una estrategia integral contra la violencia.

En algunos países ya están apareciendo iniciativas en ese sentido. En El Salvador, por ejemplo, esta perspectiva colectiva se está planteando desde algunos medios de comunicación, sectores eclesiásticos y organizaciones cívicas. Es cierto que la polarización política existente en ese país no facilita las cosas, pero cabe preguntarse si no será posible apartar de la liza política los temas que constituyen una crisis de relevancia nacional. De hecho, esto es lo que ha sucedido con los últimos desastres naturales, donde todos los partidos han firmado un acuerdo nacional para la reconstrucción. ¿Cuál es, entonces, la razón para que un desastre social que produce muchas más víctimas por semana no pueda ser objeto del mismo tipo de acuerdo? Es sumamente dudoso que, sin algún tipo de entendimiento mínimo entre todas las fuerzas políticas y sociales, pueda lograrse una remisión de la violencia y la criminalidad en el corto e incluso en el mediano plazo. Es, finalmente, una cuestión de tiempo: saber si ese acuerdo llega antes de que la violencia social haga definitivamente inviable la gobernabilidad democrática.

Para aquellos países que no sufren niveles tan altos de violencia probablemente no sea tan urgente establecer un acuerdo nacional al respecto. Sin embargo, resulta conveniente impulsar ya un debate orientado a construir una verdadera política de Estado, justamente para prevenir el crecimiento de la violencia y comenzar a reducir la percepción de inseguridad. En estos países, el reto consiste en combatir la impunidad sin incrementar la judicialización y la penalización, algo que todavía es posible encarar mediante estrategias preventivas y de contención. Pero también allí es una cuestión de tiempo: comprobar si ese debate llega antes de que la violencia comience a ser incontrolable, como sucede ya en otros países de América Latina.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 208, Marzo - Abril 2007, ISSN: 0251-3552


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