Opinión
enero 2018

Steve Bannon, el malo de la película

El libro Fire and Fury: Inside the Trump White House no dice cosas realmente nuevas, pero las dice de una forma que ha generado un revuelo en Washington. Por estos días, mientras muchos siguen la nueva telenovela, Donald Trump y sus colaboradores avanzan en un proyecto de dudosa fe en la democracia.

<p>Steve Bannon, el malo de la película</p>

El libro que se acaba de publicar sobre Donald Trump y su presidencia disfuncional (Fire and Fury: Inside the Trump White House [El fuego y la furia. Dentro de la Casa Blanca de Trump]) ha dejado perpleja a gran parte de Washington. A pesar de la amenaza, constitucionalmente dudosa, de la Casa Blanca de frenar la salida del libro, la fecha de publicación se adelantó cuatro días. Pero el grueso de las revelaciones de Fire and Fury, aunque profundamente inquietantes, no son para nada sorprendentes.

Todavía no se sabe a ciencia cierta cómo hizo Michael Wolff, el polémico autor del libro, para obtener parte de su información, pero es de suponer que grabó muchas de sus entrevistas, en particular aquellas utilizadas como sustento de las largas conversaciones presentes a lo largo del libro. Lo que Wolff consiguió es obtener citas atribuidas a altos funcionarios sobre cómo funciona, o no funciona, la Presidencia.

Sin embargo, el libro nos cuenta sobre todo lo que la mayor parte del Washington político-periodístico ya sabía: que Trump no está calificado para ser presidente y que su Casa Blanca es una zona de alto riesgo poblada de colaboradores sin experiencia. La única sorpresa es que no hayan ocurrido más calamidades –al menos por el momento–.

Una buena porción de lo que se difundió antes de la publicación del libro tiene que ver con una batalla entre dos de los fanfarrones más charlatanes, discutidores y con más amor propio que haya visto la política estadounidense: Trump y su otrora estratega jefe, Stephen Bannon. En el verano de 2016, cuando su campaña carecía de un líder, Trump nombró a Bannon –un ex-empresario desaliñado y rudimentario que en ese momento era el presidente ejecutivo de Breitbart News, un sitio web que pregona el nacionalismo blanco– para el cargo de director ejecutivo de la campaña. Bannon desbordaba de grandes ideas sobre cómo debería ser una campaña «populista» de derecha.

En muchos sentidos, sin embargo, la campaña ideal de Bannon se asemejaba mucho a lo que Trump ya estaba diciendo y haciendo: seducir a los obreros atacando a la inmigración –diciendo, por ejemplo, que construiría «un muro grande y hermoso» a lo largo de la frontera con México, que sería pagado por los mexicanos– y a los acuerdos comerciales que, según Trump, son injustos con Estados Unidos. Estos votantes llegaron a conformar la base de Trump, y su capacidad para atraerlos, combinada con la imposibilidad de hacerlo por parte de Hillary Clinton, sirve para explicar por qué él es presidente y ella no.

El problema para Trump es que los ciudadanos a los que estaba seduciendo nunca llegaron a representar una mayoría de los votantes. Su famosa «base» está muy por debajo de 40% de la población. Pero Trump y Bannon aparentemente prefirieron no pensar en eso.

Trump es proclive a depositar sus frustraciones en los demás –nunca es responsable de sus fracasos– e inevitablemente estas frustraciones fueron descargadas sobre Bannon, quien se jactó más de lo conveniente de su poder en la Casa Blanca y habló más de lo que debía. Bannon fue desplazado del gobierno y se fue en agosto. Aunque él y Trump se mantuvieron en contacto, retrospectivamente la ruptura parece haber sido inevitable.

Trump y Bannon eran como dos hombres excedidos de peso que intentaban compartir una única bolsa de dormir. Su mundo político no era suficientemente grande para ambos. Discutieron duramente sobre a quién respaldar en la carrera para ocupar una banca en el Senado por Alabama; pero, a instancias de Bannon, Trump terminó respaldando al errático ex-juez de la Corte Suprema estatal Roy Moore, quien había sido separado de sus funciones en dos ocasiones y terminó perdiendo la elección. Bannon pretendía sacudir al establishment republicano respaldando a candidatos «externos» similares en las elecciones de mitad de mandato de 2018, que si resultaran exitosos, podrían complicarle aún más a Trump las chances de obtener victorias en el Congreso.

A pesar de sus desmentidas, fue Trump quien más o menos aceptó permitirle a Wolff, cuya reputación por atacar a sus entrevistados era supuestamente conocida por el presidente de sus años en Nueva York, conversar con personal de la Casa Blanca para un libro. Algunos colaboradores dicen que creyeron que estaban hablando con Wolff off the record, por lo cual no serían públicamente asociados con sus comentarios. Pero, aun así, no sirvió de mucho para tranquilizar a un presidente furioso: dijeron lo que dijeron.

A los ojos de Trump, el gran pecado de Bannon con respecto al libro de Wolff fue decir cosas sumamente negativas sobre la familia presidencial. El presidente estaba particularmente enfurecido con la descripción que hizo Bannon de una reunión hoy famosa que su hijo, Donald Jr., y altos asesores de la campaña tuvieron en la Torre Trump en junio de 2016 con algunos rusos que dijeron que tenían «mugre» sobre Hillary Clinton. Bannon le dijo a Wolff que la reunión fue un acto de «traición». Pero, más allá de lo que realmente sucedió en esa ocasión, es probable que Bannon no estuviera tan errado. (El propio Trump participó en una reunión a bordo del Air Force One, cuando regresaba de su segundo viaje presidencial al exterior, para redactar un comunicado destinado a encubrir lo que sucedió en la Torre Trump).

También se dice que a Trump lo enfureció que Bannon hubiera descripto a la hija preferida del presidente, Ivanka, como «tonta como un ladrillo». Wolff también dice que Ivanka y su marido, el asesor sénior de la Casa Blanca Jared Kushner, habían acordado que después de su esperado éxito arrollador en la Casa Blanca, sería Ivanka quien se postularía a la Presidencia.

Exagerando las cosas, como es su costumbre, Trump dijo que, en verdad, Bannon no había tenido nada que ver con su victoria electoral y que casi nunca se habían dirigido la palabra a solas. Y, otra vez como de costumbre, Trump amenazó con demandar a Bannon. El presidente tiene un largo historial de demandas legales intimidatorias que nunca llegó a presentar, pero la amenaza en sí puede resultarle costosa al supuesto blanco.

Sin embargo, la obsesión momentánea con las peleas dentro del campo de Trump no debería ocultar otras realidades. Más allá de la telenovela, Trump tiene en claro ciertos objetivos y está rodeado de cabezas del gabinete y de agencias estatales que los comparten –y que no se distraen con la publicación de un relato jugoso sobre el comportamiento del presidente–.

Mientras gran parte de Washington y de sus corresponsales de prensa discutían las últimas revelaciones del libro, se estaba transformando el Departamento de Justicia, que supuestamente es independiente de la Casa Blanca, en un instrumento partidario para llevar adelante los enconos del presidente. En verdad, la semana pasada, se reveló que ese Departamento estaba reabriendo una investigación de la ya meticulosamente investigada cuestión de los correos electrónicos de Hillary Clinton. El FBI, también se supo, tendría en la mira a la Fundación Clinton.

El uso de una agencia gubernamental para castigar a antiguos rivales de un presidente recuerda el comportamiento por el que Richard Nixon fue sometido a juicio político y sugiere una forma de gobierno que dista mucho de ser democrática.


Fuente: Project Syndicate




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