Opinión
enero 2020

Soleimani, el iraní que siempre estuvo

Qasem Soleimani, asesinado por Estados Unidos al poner un pie en Iraq, era un «soldado» de la República Islámica. Al mismo tiempo, era uno de los estrategas de la política iraní en la región. Más allá de los discursos, nadie sabe cómo responderá Teherán. Lo cierto es que Irán es un país serio, piramidal, ordenado, con propósitos y límites, que puede llegar a responder a la acción estadounidense con un abanico de respuestas disímiles e imprevistas.

<p>Soleimani, el iraní que siempre estuvo</p>

Las primeras reacciones repitieron el alarmismo propio de las redes sociales: el asesinato de uno de los principales líderes de la Guardia Revolucionaria iraní iba a desencadenar una Tercera Guerra Mundial. «Es como el magnicidio del archiduque austríaco Franz Ferdinand en 1914», parecían sugerir algunos. Pero todo eso es grandilocuencia. Lo cierto es que este asesinato tiene otros motivos y, probablemente, otro tipo de consecuencias.

La muerte del mítico Qasem Soleimani, ordenada por Estados Unidos minutos después de que este pusiera un pie en Iraq, representa un golpe al corazón del sistema de toma de decisiones de la República Islámica de Irán. Soleimani no solo fue una de las más importantes figuras en las cuatro décadas de vida de la teocracia persa –después de los líderes supremos, los ayatolás Ruhollah Khomeini y Alí Jamenei, y el gran titiritero de la política del país, Hashemi Rafsanjani–, también era su «soldado» más famoso. Era su mensajero para la esfera internacional. Mientras que los otros tres líderes eran religiosos y articulaban políticas hacia dentro y hacia fuera de Irán, el caído general era la mano ejecutora de sus designios, quien llevaba a cabo sus decisiones puertas afuera. Era quien acarreaba el mensaje, pero también quien trataba de esparcir los tentáculos de un Irán chiíta y persa en una región predominantemente árabe y sunita.

Soleimani fue asimismo quien convenció a Vladímir Putin de unirse al esfuerzo guerrero en Siria para rescatar a la familia Asad, quien hizo fuerte como nunca a Hezbollah en el Líbano coordinando su ofensiva contra Israel en la guerra de 2006, quien diagramó la resistencia iraquí contra el Estado Islámico. Precisamente este último hecho sirve como una muestra cabal de lo volátil y cambiante que es el Oriente Medio moderno: en la guerra contra el Estado Islámico, Soleimani colaboró codo a codo con la Fuerza Aérea de Estados Unidos para detener el avance del yihadismo sunita sobre Bagdad y alrededores. Ahora fue fulminado por un avión no tripulado cuando salía del aeropuerto de Bagdad.

Soleimani era un ángel o un demonio según quien cuente la historia. Si uno repasa el estudio de 217 páginas publicado por el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Reino Unido, queda en evidencia la extensa red de socios que el general iraní construyó durante décadas en la zona, lo que le permitió articular el poder de Irán. Probablemente Soleimani tenga más sangre en sus manos (principalmente de sirios e iraquíes) que cualquier otro líder del Oriente Medio. Supervisó la represión en Iraq y Siria y la ingeniería demográfica en ambos países. Además, el exhaustivo y documentado trabajo permite apreciar que el mismo Soleimani no tuvo reparos en coordinar la muerte de cientos de estadounidenses en Iraq (a pesar de que estos últimos habían borrado del mapa a Saddam Hussein, el enemigo jurado de los iraníes, y liberado a los chiítas iraquíes).

Soleimani amenazó también al liderazgo kurdo de la Unión Patriótica del Kurdistán con quemar «Kirkuk hasta el suelo» si los peshmerga iraquíes –la fuerza militar kurda– no se retiraban de las zonas que habían ocupado durante la guerra contra el Estado Islámico. Fue también él quien supervisó los crímenes de guerra cometidos por el gobierno sirio, como el bombardeo y asedio de pueblos enteros (Aleppo, Madaya, Qusayr y Zabadani), el uso de armas químicas o el programa industrial de desaparición de personas (según Amnesty Internacional, unas 120.000), con el solo fin de que un aliado de Irán, Bashar al-Asad, se mantuviese en el poder. Y fue él mismo quien les ordenó a las milicias chiítas en Iraq (que responden más a un «imperialista» Irán que a su propio Estado natal) que reprimieran con poder de fuego las crecientes manifestaciones ciudadanas de la Mesopotamia. Soleimani fue también una imagen de referencia y orgullo para todos los chiítas de la región, que veían, en cada una de sus apariciones públicas, un cambio de paradigma: un orgulloso e inteligente general chiíta que no se escondía y se sacaba fotos con todo el mundo, en una región de mayoría sunita.

El Irán de los ayatolás siempre fue expansionista. Solo estuvo en reposo por la acción externa. Su expansionismo es esencial por la naturaleza misma de su sistema. Para dejar de serlo, también deberían dejar de ser revolucionarios y, por consiguiente, perder su legitimidad. La «revolución islámica (chiíta) en un solo país» nunca fue una opción, y quienes creen que la política exterior de Irán es solo producto de una acción defensiva confunden reacción con decisión. Todo esto, sin destacar el carácter históricamente expansionista de los persas, que ciertamente no difiere en mucho del de los árabes. En el presente, gracias a las acciones de Soleimani, en el norte de Oriente Medio existe una búsqueda chiíta no solo de igualdad sino también de supremacía, dos cosas que la mayoría de los chiítas sienten que se les han negado durante siglos. Para algunos, la lucha es para vengarse de los sunitas. Para otros, para obtener la igualdad de derechos. Hay un lado más amable y otro más militante, pero son las dos caras de una misma moneda: la República Islámica. Y Soleimani ha sido el principal arquitecto de la instrumentalización de esta doble actitud: después de siglos, desde Líbano hasta Iraq, hoy hay más árabes chiítas que árabes sunitas.

El temor de que el asesinato de Soleimani podría provocar una guerra mundial es, por lo menos, precipitado. Irán es un poder militar con aviones viejos y barcos casi obsoletos. Además, no tiene de aliado real a ninguna potencia de primer orden. Solo posee socios circunstanciales para propósitos específicos. Entre ellos está China, que no quiere involucrarse militarmente en la zona. Y está, claro, Rusia, lo que no impidió que Putin permitiera a Israel bombardear constantemente a los oficiales de la Guardia Revolucionaria iraní en Siria.

Por otro lado, la idea de que Irán es un actor sin ningún tipo de estrategia y cálculo, y que iniciará una guerra a gran escala contra Estados Unidos, no ha prestado la suficiente atención a la naturaleza de sus estrategias de supervivencia. Irán, nos guste o no su sistema político-religioso, es un país serio, piramidal, ordenado, con propósitos y límites (los mismos que garantizan su poder), que puede llegar a responder a la acción estadounidense con un abanico de respuestas disímiles e imprevistas (incluso con respecto al moribundo Acuerdo Nuclear) en tiempo y espacio. Una masiva respuesta militar podría unir a unos divididos iraníes detrás de una guerra, pero también podría desencadenar un conflicto en el que Irán tiene mucho más para perder que para ganar. Mas aún considerando que Donald Trump ha pegado un golpe de timón a su estrategia para lograr que Irán vuelva sentarse a renegociar el Acuerdo Nuclear. Lejos de ser un timorato abogado de Harvard como Barack Obama, Trump ha decidido pasar a la acción como un decidido cowboy estadounidense. Se trata del paso de una estrategia de «máxima presión» a una de «máxima acción».

Esta última ronda de disputa entre Estados Unidos e Irán se inició cuando Trump abandonó las obligaciones firmadas por su antecesor con respecto a un acuerdo nuclear (que al controlar el desarrollo nuclear de Irán levantaba las sanciones sobre su economía). Según Trump, esto le había permitido a la teocracia iraní avanzar en su proyecto hegemónico. Los iraníes, enojados con la «traición» estadounidense, respondieron con ataques a cargueros petroleros, derribo de aviones no tripulados y bombardeos a refinerías aliadas. Y como no hubo reacción de Estados Unidos, Teherán creyó que había establecido una política de equivalencias y disuasión en la región. Sin embargo, el ataque del 1° de enero pasado contra la embajada de Estados Unidos en Bagdad fue demasiado y Trump decidió alterar la dinámica. El cerco impuesto por milicias chiítas a la misión diplomática golpeó al presidente norteamericano donde más le duele: en su infinito orgullo. Mientras que las pérdidas sufridas a manos de Irán podían ser toleradas por el ego de Trump, transformarse en un nuevo Jimmy Carter (el presidente que sufrió la toma de la embajada de Teherán hasta el final de su mandato) parecía inaceptable.

Todos temen la reacción de Irán, pero los iraníes vienen respondiendo desde hace años en Oriente Medio. La prensa occidental no siempre lo cubre pues los muertos son iraquíes, libaneses, sirios, yemenitas o iraníes. Es cierto que Irán no tiene más remedio que responder, pero es poco probable que lo haga con una acción que lo lleve a una guerra a gran escala que no pueda controlar, durante un periodo de aplastantes sanciones y grandes protestas ciudadanas. A la vez, es importante recordar que el país ha sobrevivido a conflictos armados, movilizaciones e insurgencias por su infinita capacidad de adaptarse a todos los escenarios y a transformar cualquier desafío en una oportunidad. La actual prueba, a pesar de su rimbombancia, no parece diferente.



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