Siete preguntas y siete respuestas sobre la Bolivia de Evo Morales
Nueva Sociedad 209 / Mayo - Junio 2007
¿Es indigenista Evo Morales? ¿Impulsa un proyecto posneoliberal? ¿Qué lugar ocupan los movimientos sociales? ¿Cuál es la influencia real de Hugo Chávez? ¿Cómo debe interpretarse la nacionalización de los hidrocarburos? ¿Qué pasará con la Asamblea Constituyente? ¿Y con la autonomía de Santa Cruz? El artículo formula preguntas –y ensaya respuestas– acerca de algunos de los principales temas de la realidad boliviana actual, con la intuición de que, más allá de los resultados finales y de la evaluación sobre la marcha del gobierno, el país atraviesa una serie de profundos cambios que marcarán un antes y un después en su historia.
1. ¿Es indigenista Evo Morales?
No podemos responder a esta pregunta sin dar cuenta del clivaje étnico que recorre toda la historia boliviana. La novedad es que, desde la llegada al poder de Evo Morales en enero de 2006, se presenta de manera invertida: los criollos serían víctimas del racismo de los indígenas y el antídoto contra un supuesto nuevo fundamentalismo en ciernes consistiría en reconocer «que los bolivianos somos todos mestizos». Pero ¿qué hay detrás de esta estrategia de reafirmación del mestizaje?
Si los positivistas del siglo XIX y principios del XX –como Alcides Arguedas o Gabriel René Moreno– consideraban la hibridación racial una suerte de maldición sobre la sociedad boliviana, el mestizaje –sin referencias a la descolonización– pasó a ser, para el nacionalismo boliviano, la condición sine qua non para la construcción de una verdadera Nación, especialmente luego de la traumática derrota en la Guerra del Chaco (1932-1935). Ya en los 90, las elites bolivianas se apropiaron del discurso multiculturalista promovido por los organismos multilaterales de crédito y lo articularon con los postulados neoliberales en boga. En ese contexto, el dirigente aymara Víctor Hugo Cárdenas fue elegido como el primer vicepresidente indígena, y en su gestión se incluyó en la Constitución el reconocimiento de Bolivia como un país pluricultural y multiétnico.
Pero, uno a uno, todos estos intentos de construir una Nación «de verdad» fracasaron, sea por la extinción biológica de los indios al calor de una homogeneización étnico-cultural impulsada desde el Estado, o vía el reconocimiento parcial de la diversidad sin acabar con las estructuras materiales o imaginadas del colonialismo interno.
Hoy asistimos a una novedosa recuperación del término «indio» como elemento cohesionador de una identidad nacional-popular amplia, que articula varias memorias: una memoria larga anticolonial, una memoria intermedia nacionalista revolucionaria y una memoria corta antineoliberal. De esta construcción de un nacionalismo indianizado emergen el Movimiento al Socialismo (MAS) y el liderazgo de Evo Morales. Es entonces, frente a este surgimiento, que las elites vuelven a levantar la bandera del mestizaje como razón de ser de la bolivianidad. Pero si el mestizaje de los años 50 era concebido dentro de un discurso antioligárquico y transformador, hoy presenta un carácter defensivo y conservador –ante el desplazamiento, a veces más ilusorio que real, de las clases medias de los cargos públicos, principal espacio de su reproducción– y ajeno al sentido igualitario que implicaba la idea de construir un proyecto compartido de país. Los sectores medios urbanos y escolarizados que proclaman «somos todos mestizos» parecen olvidar –como ya dijera H. Plaza en 1939– que existen «mestizos blancos» y «mestizos indios» o, expresado con una terminología más moderna, «criollos-mestizos» y «cholos».
Entonces, si es posible hablar de un Evo Morales indigenista es en relación con este mestizaje indígena que emerge en el marco de una cultura plebeya atravesada por identidades de clase (como los mineros) y por procesos de modernización, urbanización, diferenciación social, acumulación de capital e hibridación cultural (uno de cuyos ejemplos es la expansión de la cumbia o el rap). Así, muchos indígenas se desvincularon de los núcleos comunitarios rurales (más de 60% de los bolivianos vive en la ciudad) pero ello no implica, sin embargo, que hayan dejado de lado completamente su origen rural y su cultura aymara o quechua. Bolivia es, sin duda, mestiza, pero algunos son más mestizos que otros. La región cocalera del Chapare, adonde Evo Morales migró con su familia y comenzó su carrera sindical y política, es una de las expresiones de este mestizaje cultural indígena, que se superpone a un mestizaje político entre el sindicato campesino –forma organizativa consolidada con el nacionalismo revolucionario de los 50– y las tradiciones comunitarias. Éstas, si bien debilitadas en estas regiones de migrantes, donde las familias son propietarias de sus tierras, sobrevivieron, resignificadas, en prácticas políticas que hicieron de los sindicatos microgobiernos locales, excediendo ampliamente su carácter económico-corporativo. Evo Morales se formó políticamente en los sindicatos cocaleros, donde comenzó como secretario de Deportes y llegó a presidente de las seis federaciones del trópico de Cochabamba, cargo que conserva hasta la actualidad. Su reivindicación indigenista, no exenta de instrumentalismo a la hora de legitimar internacionalmente el cultivo de coca, se parece más a la denuncia del apartheid sudafricano formulada por Nelson Mandela –que incluye una demanda de inclusión, reconocimiento y posibilidades de acceso al poder de una mayoría nacional segregada por motivaciones étnicas– que a la reivindicación de un retorno al ayllu (comunidad aymara). El componente indigenista está atravesado, a la vez, por el pragmatismo (la «cintura», diría Evo Morales) propio de la cultura sindical, y por enérgicas posiciones antiimperialistas, más exactamente antiestadounidenses, cuya base material fueron las luchas entre campesinos y fuerzas policiales y militares erradicadoras –con apoyo de Estados Unidos– de la hoja de coca.
Esta flexibilidad no implica, empero, ausencia de fines ideológicos igualitaristas en los que Evo Morales cree genuinamente, sobre todo en la mejora de las condiciones de vida de las mayorías populares inmersas en una pobreza que él conoció de niño, cuando vivía con su familia en Orinoca, una comunidad aymara de Oruro cercana al lago Poopo. Si fue Evo Morales (y no Felipe Quispe) quien accedió al lugar de «primer presidente indígena» de Bolivia, fue precisamente porque logró articular un proyecto nacional frente a la perspectiva aymaracéntrica. En su primer año de gobierno, Morales relegó a lugares marginales al indianismo radical defensor de la autonomía indígena y la reconstrucción del Qollasuyu, parte aymara del imperio inca. En la actualidad, algunos intelectuales denuncian la existencia de un «entorno blancoide» que separaría al presidente de las bases campesinas y contribuiría a reproducir el colonialismo «bajo la máscara indigenista». De hecho, en el primer gabinete solo se identificaban como indianistas el ministro de Educación Félix Patzi –desplazado en enero de 2007, luego de sucesivos conflictos con la Iglesia católica y con los maestros urbanos de tendencia izquierdista– y el canciller David Choquehuanca, portador de una visión plagada de misticismo. Choquehuanca es la «cara indígena» de Bolivia y constituye un nexo entre el gobierno y las organizaciones del altiplano aymara, pero la política exterior es manejada directamente desde el Palacio Quemado. Ministerios estratégicos, como los de Hidrocarburos, Minería, Planificación Económica o Presidencia (cuyo titular es en los hechos el jefe de ministros), recayeron, respectivamente, en un economista de izquierda, un ex-dirigente maoísta, un economista «técnico» y un ex-militar nacionalista. Nada que se parezca a una indianización tout court del gobierno y del Estado, sino más bien una «indianización a geometría variable», mucho más flexible de lo que sugieren algunos discursos impresionados, a favor o en contra, por la retórica de reafirmación indígena.
Por ello definimos al MAS como un nuevo nacionalismo plebeyo, impulsor de procesos de modernización en una línea neodesarrollista, en el seno del cual los tradicionales clivajes pueblo/oligarquía y nación/antinación son atravesados por una etnificación, no excluyente, de la política. «El discurso indígena tiene una retórica arcaizante pero una práctica modernizante», sostuvo el vicepresidente Álvaro García Linera, y el propio Felipe Quispe afirmó en una oportunidad: «Somos indios de la posmodernidad, queremos tractores e internet». De allí que las principales políticas públicas de Evo Morales se orienten a llevar «modernidad» al campo: hospitales, bonos contra la deserción escolar, planes de alfabetización (como el «Yo sí puedo» cubano), carreteras, tractores, reducción de tarifas de luz y teléfono, documentos de identidad y hasta la transmisión gratuita del Mundial de fútbol. Todo ello, según el gobierno, concretado con el dinero proveniente de la nacionalización de los hidrocarburos. En efecto, el presidente boliviano parece lejos del etnofundamentalismo que le atribuyen desde el escritor peruano Mario Vargas Llosa hasta las elites empresariales de Santa Cruz de la Sierra, pasando por intelectuales bolivianos que fuerzan la teoría hasta el límite del absurdo para hacer encajar al gobierno del MAS en el molde del «nazifascismo». Bastan unas pocas lecturas históricas para percibir en estos discursos el viejo temor y rechazo de los grupos acomodados a la irrupción «populista» y al desborde de las masas.
2. ¿Está en marcha un proyecto posneoliberal?
El posneoliberalismo es concebido por el gobierno de Evo Morales en un sentido débil: el control estatal de 30% del Producto Interno Bruto (PIB); es decir, restaurar el rol del Estado en la economía después de dos décadas de neoliberalismo. Sin embargo, esto no es poco comparado con otras experiencias progresistas de la región, como las de Argentina, Brasil, Chile o Uruguay, países en los que ni siquiera existe una agenda en ese sentido.
Fue García Linera quien definió el proyecto económico en marcha. Utilizó para ello un concepto controvertido, «capitalismo andino», y propuso un capitalismo con reglas claras, de producción y de inversión. Descartó, además, formulaciones más caras a la izquierda que simpatiza con la corriente bolivariana de Hugo Chávez y defiende el «socialismo del siglo XXI». Para García Linera,
el Estado es lo único que puede unir a la sociedad, es el que asume la síntesis de la voluntad general y el que planifica el marco estratégico y el primer vagón de la locomotora económica. El segundo es la inversión privada boliviana; el tercero es la inversión extranjera; el cuarto es la microempresa; el quinto, la economía campesina; y el sexto, la economía indígena. Éste es el orden estratégico en el que tiene que estructurarse la economía del país. La llave del nuevo modelo es la nacionalización de los hidrocarburos –hoy la principal riqueza natural de Bolivia–, que fue leída como el principio de la reposición de la autoridad estatal frente al capital extranjero y fue seguida por la recuperación de la propiedad estatal de la empresa fundidora Vinto, en manos de la compañía suiza Glencore, y el anuncio de la venta obligada al Estado boliviano de las acciones de la compañía de telecomunicaciones Entel, controlada por Telecom Italia. En el plano de los derechos laborales y sociales, el gobierno trabaja en la reestatización del sistema de pensiones y ha derogado la libre contratación de trabajadores legalizada en los 90. No obstante, en el plano de las políticas sociales hay poca innovación: el bono Juancito Pinto (25 dólares anuales contra la deserción escolar para todos los alumnos de escuelas públicas) presenta muchas líneas de continuidad con iniciativas de los 90, como el Bonosol, destinado a los bolivianos mayores de 65 años.En el plano de las ideas, se ha reactivado un imaginario desarrollista que promueve la utilización de las reservas de hidrocarburos y minerales para «industrializar el país» y emanciparlo de la condena histórica del capitalismo mundial a ser un mero exportador de materias primas. Al mismo tiempo, se deja entrever cierta nostalgia hacia un Estado de bienestar que, en el caso boliviano, fue extremadamente limitado. Se trata, con todo, de un «desarrollismo con disciplina fiscal», tal como lo reafirma en los hechos el gobierno, que ha conseguido un superávit inédito en la historia reciente y un récord de reservas internacionales, que ascienden a unos 4.000 millones de dólares, y que se enorgullece afirmando que «ahora los bolivianos pagan sus impuestos», incluidos ciertos sectores anteriormente eximidos, como el transporte de larga distancia. Al mismo tiempo, los aumentos salariales a los funcionarios públicos –como médicos y maestros– fueron muy moderados en 2006: entre 5% y 7%.
Hay dos explicaciones básicas para esta estrategia: por un lado, el trauma generado por el descontrol financiero de la Unidad Democrática Popular (UDP) en los 80, que, al igual que en otros países latinoamericanos, terminó con hiperinflación, quince años de silenciamiento político de la izquierda y una feroz ofensiva ideológica neoliberal. Por otro lado, la propia «idiosincrasia» campesina de Evo Morales, quien se resiste a «gastar sin tener la plata». Es en el área financiera donde existe mayor continuidad con los años del reinado neoliberal. Asimismo, frente a las críticas por el retorno de las viejas visiones productivistas y desarrollistas, el vicepresidente argumenta que se está pensando en una modernidad pluralista, no homogeneizadora como la de los 40 y 50, en la que las diferentes plataformas –moderna-industrial, microempresarial urbana y campesina-comunitaria– accederán a formas propias de modernización, con el Estado como artífice de la transferencia de renta desde el primero hacia los otros dos sectores de la economía. En este sentido, García Linera ha afirmado que Bolivia será capitalista por los próximos 50 o 100 años. En ese marco, el gobierno promueve una nueva reforma agraria que prevé la dotación a los campesinos sin tierra de terrenos fiscales y latifundios que no cumplan con la «función económica y social». Sin embargo, no resulta clara aún la viabilidad de la entrega colectiva de tierras alentada por funcionarios gubernamentales provenientes de ONG de izquierda que buscan, con estas medidas, reactivar la vida comunitaria. Estos objetivos parecen chocar con una constatación: desde hace años, avanza un proceso de erosión de la propiedad comunitaria de la tierra y afianzamiento de las economías campesinas sostenidas en la propiedad familiar (incluso en aquellos lugares donde la comunidad sigue existiendo jurídicamente y mantiene su productividad política y organizativa). Asimismo, la nueva reforma agraria dice poco sobre qué hacer en el Occidente del país, donde predomina el minifundio y hasta el surcofundio.
De todo esto surgen varios interrogantes aún sin respuesta: ¿es posible un desarrollismo no homogeneizador? ¿Es compatible la economía familiar, que incluye formas de explotación y autoexplotación muchas veces superiores a las del capitalismo formal, con un proyecto emancipatorio? ¿Hasta dónde la formulación de un «capitalismo andino-amazónico» encubre retóricamente un retorno al viejo capitalismo de Estado que conoció Bolivia después de la Revolución de 1952?
El debate sobre un proyecto de desarrollo y la discusión de problemáticas como el cuidado del ambiente, la defensa de la vida rural o el impulso a un productivismo a secas carecen hasta ahora de densidad y se resuelven a menudo con frases hechas como «los indígenas defienden a la Pachamama» o «Bolivia es un país rico porque tiene recursos naturales». El dirigente campesino y jefe de la bancada de asambleístas constituyentes del MAS, Román Loayza, lo sintetizó de manera clara pero no menos ingenua: «Con el gas podemos seguir el camino de los países desarrollados».
3. ¿Es el de Evo Morales un gobierno de los movimientos sociales?
En los últimos años, con la crisis de los partidos tradicionales y el fin de la centralidad obrera (expresado en el fuerte debilitamiento de la Central Obrera Boliviana) se volvió corriente hablar de los «movimientos sociales». Este imaginario es reforzado por el doble rol de Evo Morales, a la vez presidente de la República y presidente de los sindicatos cocaleros del trópico de Cochabamba. Sin embargo, esta formulación, utilizada sin mayores precisiones, puede opacar más que iluminar la tensión entre rupturas y continuidades que conlleva la actual experiencia boliviana. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de movimientos sociales en Bolivia? La referencia inevitable es el ciclo de protestas que generó la caída de los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa. En esas ocasiones, un conjunto de organizaciones sindicales, indígenas y vecinales se articularon en torno de ciertos objetivos que tenían en común el rechazo a los efectos del modelo neoliberal: aumento de las tarifas de los servicios públicos (principalmente el agua) y desnacionalización de la economía (control transnacional de los hidrocarburos). Podemos visualizar en esas acciones –cuyos momentos de mayor intensidad fueron la «guerra del agua» en Cochabamba en 2000, los bloqueos aymaras a La Paz en 2000 y 2001 y las «guerras del gas» de 2003 y 2005– una expansión hegemónica mediante la construcción de marcos de acción colectiva que permitieron consolidar instancias de articulación más allá de los intereses particulares.
No obstante, esos momentos, en los que las organizaciones corporativas actúan como movimientos sociales y contribuyen a expandir los límites del sistema institucional, son excepcionales. Pasado el momento de las movilizaciones, es habitual observar fuertes repliegues corporativos que constituyen una suerte de normalidad en los sindicatos campesinos, las comunidades indígenas o las juntas de vecinos. Así, nos topamos con una de las principales dificultades para hablar de un «gobierno de los movimientos sociales»: la tensión entre organizaciones de la sociedad civil y movimientos sociales que es concomitante a la propia dinámica interna de estos últimos. ¿Qué pasa en el momento de repliegue? ¿Se trata de un gobierno de los movimientos sociales o de un pacto corporativo en el que cada sector espera la satisfacción de sus demandas por parte del Estado? ¿Hasta dónde es posible imaginar un proyecto emancipatorio más allá de las «diferencias»? ¿Cuál es el espacio para la construcción de una voluntad colectiva por encima de los particularismos?
Luego de algo más de un año de gobierno del MAS, las dudas abundan más que las certezas. Y los vacíos son llenados –hasta donde es posible– por el liderazgo carismático y decisionista de Evo Morales, mientras las relaciones entre el Estado y las organizaciones sociales se desenvuelven en un terreno pantanoso y no exento de tensiones y ambivalencias, lo cual se puede comprobar con algunos ejemplos. En primer lugar, el momento particularista primó en la negociación de las candidaturas del MAS, un movimiento que es, en sí mismo, una federación de sindicatos y, por momentos, un partido sui géneris, percibido más como un problema que como una solución por parte de Evo Morales. Por otro lado, los ministros «representantes de las organizaciones sociales» resultaron bastante conflictivos, sea porque fueron convocados a título individual y su representatividad fue puesta en cuestión –como sucedió con Abel Mamani, ex-presidente de la Federación de Juntas Vecinales de El Alto, en Aguas–, porque perdieron la perspectiva de conjunto y defendieron posturas ultrasectoriales –como ocurrió con Wálter Villarroel, dirigente de las cooperativas mineras, en Minería–, o porque mostraron serias dificultades de gestión –como le pasó a Casimira Rodríguez, ex-dirigente del sindicato de empleadas domésticas, en Justicia–. Otro ejemplo de estas contradicciones es el hecho de que gran parte de las huelgas sindicales (como las de médicos y maestros) fueron declaradas ilegales, a punto tal que el presidente dijo en una oportunidad que no permitiría «un carnaval de protestas». Del mismo modo, luego de defender los «usos y costumbres» indígenas y campesinos, Evo Morales promovió la centralización de la representación política en el MAS en las elecciones para la Asamblea Constituyente, manteniendo el monopolio de los partidos políticos junto con un sistema de circunscripciones uninominales en base a un sistema de mayoría y minoría no proporcional.
El «cogobierno» con las organizaciones está relegado a algunos viceministerios, como los de Coca, Microempresa o Defensa Social (control del narcotráfico). El área económica fue «blindada» y su acceso fue vedado a las organizaciones sociales, al tiempo que cerca de 80% de la burocracia estatal fue mantenida en sus cargos. En ese contexto, el escándalo por el tráfico y venta de «avales» (recomendaciones de parlamentarios y dirigentes sindicales y sociales para ocupar cargos en la administración pública) dejó en evidencia la supervivencia de viejas prácticas clientelares, ahora «democratizadas» en virtud del recambio de elites que vive Bolivia. La solución del gobierno frente a la crisis fue suspender la vigencia de los avales sin proponer otra forma de seleccionar a los funcionarios. En ese sentido, la laxitud organizativa y política del MAS impide la configuración de espacios de confianza mutua y de formación técnico-política. El principal argumento para la escasa presencia indígena en el gobierno es: «no hay compañeros preparados para esos cargos». Recientemente, el Pacto de Unidad firmado por las organizaciones campesinas oficialistas comenzó a promover la creación de un «cuarto poder social», lo que podría constituir una instancia novedosa para su participación no solo en la fiscalización, sino también en la gestión estatal. No obstante, estas propuestas de radicalización democrática carecen aún de formulaciones concretas para plasmarlas en una nueva institucionalidad estatal, que debería combinar la democracia representativa con formas de democracia participativa y directa enraizadas en las tradiciones del mundo popular boliviano y recreadas a partir del ciclo de movilizaciones abierto en 2000.
4. ¿Evo Morales está subordinado a Hugo Chávez?
Antes de ganar las elecciones presidenciales, Evo Morales se refirió a Fidel Castro y a Hugo Chávez como «comandantes de las fuerzas libertarias del continente». Los vínculos construidos con Cuba y Venezuela desde su llegada al Palacio Quemado son fuertes y su simpatía por el «antiimperialismo» de Chávez es innegable. Además, la cooperación económica venezolana creció en el marco de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), incluido el financiamiento del estudio de abogados que asesoró a Bolivia en la firma de los nuevos contratos petroleros. Igualmente, Evo Morales se desplaza cotidianamente en dos helicópteros Súper Puma prestados por Chávez y tripulados por pilotos venezolanos, y en varias de sus giras transatlánticas viajó en aviones facilitados por Caracas debido a la poca autonomía de vuelo del avión presidencial boliviano. Finalmente, los campesinos vieron por televisión abierta el último Mundial de fútbol gracias a la petrolera estatal venezolana, que le compró los derechos a la cadena privada Unitel y se los cedió al canal estatal boliviano.
La derecha –liderada por el ex-presidente Jorge «Tuto» Quiroga– no se cansa de denunciar la supuesta subordinación de Bolivia frente a Venezuela. En el mismo sentido, las elites de Santa Cruz ven en Chávez al militar populista en el que Morales se miraría cada día para construir un régimen dictatorial y perpetuarse en el poder. Recientemente, en un acto en la localidad oriental de Trinidad donde entregó ayuda a los inundados, el presidente venezolano respondió acusando a la derecha de pertenecer a «la misma oligarquía que conspiró contra Sucre y Bolívar». No es casual que cada metida de pata de Chávez sea amplificada por los medios de comunicación opositores, como el día en que buscaba a Evo Morales frente a las cámaras de televisión y preguntó: «¿Dónde está el indio?». Ante los rostros de sorpresa, Chávez agregó: «El jefazo indio, Evo es mi jefe». Por su parte, el embajador venezolano en La Paz, Julio Montes, ofreció «sangre y vidas venezolanas» para defender «la revolución boliviana». Lo central, en todo caso, es que Evo Morales considera esta alianza como una suerte de blindaje –político pero sobre todo económico– frente a posibles intentos de desestabilización al estilo de los golpes financieros de los 80.
Con todo, no existe un alineamiento incondicional con Caracas. El socialismo del siglo XXI –principal producto de exportación de la Revolución Bolivariana– no seduce a Morales, quien no lo incorporó, al menos hasta ahora, a su léxico político. Una muestra de estas diferencias fue la defensa boliviana de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) ante el portazo venezolano en abril de 2006, cuando Perú y Colombia firmaron un Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU. Bolivia coloca en el bloque andino alrededor de 40% de sus exportaciones no tradicionales y no podía darse el lujo de abandonarlo. Más recientemente, el mandatario boliviano matizó la posibilidad de conformar una OPEP del gas (Bolivia tiene las segundas reservas de Sudamérica) promovida por Venezuela: «Respeto muchísimo la propuesta del presidente Chávez de organizar a los países productores de gas natural como la OPEP. Todos tenemos derecho a unirnos en temas específicos pero estas organizaciones no deben existir para imponer políticas a los países no productores de gas o de cualquier otro producto», argumentó Evo Morales desde Tokio, donde se encontraba de visita oficial. Allí, el presidente boliviano también apoyó la política de «desnuclearización» –para hacer méritos en su camino al Premio Nobel de la Paz promovido por organizaciones indígenas latinoamericanas– mientras que Chávez mantiene una alianza con Irán, defensor de esas armas como parte de su soberanía. En el vecindario latinoamericano, mientras Chávez rechazaba la misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Haití, Bolivia enviaba 288 militares.
Dentro del gobierno, la figura de García Linera es la que más choca con el estilo chavista, a partir de la idea de que Argentina debe ser un contrapeso a la alianza con Venezuela. No es casual que, mientras George W. Bush visitaba Brasil y Chávez protestaba en Buenos Aires, donde calificó al presidente estadounidense de «cadáver político», García Linera haya declarado sin ironías: «Me parece una buena señal que el presidente Bush se preocupe más del sur y esté más cerca del continente».
5. ¿En qué consiste la nacionalización de los hidrocarburos?
El 1o de mayo de 2006, Evo Morales sorprendió a los bolivianos con la ocupación militar de todos los campos gasíferos y petroleros del país. Fue una operación planificada hasta el milímetro, especialmente la estrategia comunicacional que la acompañó. El objetivo: convencer a la opinión pública de que, efectivamente, el gobierno estaba nacionalizando –pese a no expulsar a las empresas extranjeras– y cumpliendo así con su principal promesa electoral. La lectura, megáfono en mano, del decreto «Héroes del Chaco» (por la guerra que enfrentó a Bolivia con Paraguay entre 1932 y 1935) tuvo su efecto, y la popularidad de Evo Morales se elevó, en el mes de mayo, hasta 81%. Al mismo tiempo, la escenificación militar de la medida en el campo San Alberto, operado por Petrobrás, enfrió las relaciones con el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, y abrió paso a una furibunda campaña de la derecha brasileña sobre la «debilidad» del Planalto ante la «invasión boliviana».
En lo esencial, el decreto 28.701 restituyó al Estado «la propiedad, la posesión y el control total y absoluto» del gas y el petróleo, tanto dentro como fuera de la tierra, y estableció un nuevo régimen tributario que permite al Estado captar una mayor tajada de la renta gasífera, que en los campos grandes llega hasta 82% del valor de la producción. Para hacer efectivo el nuevo régimen, las diez transnacionales afincadas en Bolivia firmaron nuevos contratos el 28 de octubre de 2006. Sin embargo, recuperar la soberanía efectiva del Estado en el negocio gasífero –controlado por Petrobrás, Repsol-YPF y Total– no es tarea fácil.
La medida fue parcialmente opacada por una suma de desprolijidades que pusieron en duda lo que efectivamente el Estado boliviano había firmado con las transnacionales, en un acto con fuerte contenido patriótico. A ello se suma la inestabilidad de los funcionarios encargados del área hidrocarburífera: un ministro, tres presidentes de la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) y tres superintendentes de Hidrocarburos (con funciones de control) renunciaron o fueron destituidos de sus cargos. Al tiempo que la salida del Ministerio de Hidrocarburos de Andrés Soliz Rada en septiembre de 2006 dejaba en evidencia las diferentes estrategias en juego y abría el camino a una vía nacionalista moderada. Soliz Rada, ex-parlamentario e ideólogo del partido Conciencia de Patria, abandonó el cargo declarando pugnas en el gobierno en torno de la aplicación del decreto de nacionalización. Tanto las empresas petroleras como los movimientos sociales leyeron la renuncia forzada de Soliz Rada y su reemplazo por el economista académico Carlos Villegas, hasta ese momento ministro de Planificación, como un «ablandamiento» de la política petrolera, aunque desde una perspectiva diferente: unos vieron en ello un paso hacia una mayor flexibilidad, mientras que otros evaluaron la situación como un debilitamiento de las convicciones nacionalizadoras del Poder Ejecutivo.
El giro «pragmático» se materializó en la firma de los nuevos contratos, que establecieron una fórmula intermedia entre el sistema de contratos de servicios y el de producción compartida y redujeron la tributación. Asimismo, todavía está pendiente la recuperación para el Estado del control accionario de las petroleras capitalizadas (Chaco, Andina, Transredes) en las cuales las empresas extranjeras controlan la mitad de las acciones: al rechazar la opción de expropiar –con indemnización– las acciones necesarias para controlar la mitad más uno de éstas, el Estado solo logró recuperar las acciones «de los bolivianos», es decir aquellas que se encontraban en manos de las administradoras de fondos de pensiones (AFP), pero enfrenta una fuerte resistencia de las empresas para vender parte de sus paquetes accionarios, lo cual es condición para asegurar la mayoría estatal en sus directorios. Lo que está en juego, entonces, es el tipo de refundación de YPFB: una compañía puramente testimonial en el mercado o una empresa que, poco a poco, avance en el control efectivo de toda la cadena, desde la exploración hasta la comercialización.
6. ¿Cuál es el balance (provisional) de la Asamblea Constituyente?
La Asamblea Constituyente fue propuesta, por primera vez, por los indígenas de tierras bajas (Oriente boliviano) en 1990, pero tomó fuerza y se convirtió en una demanda nacional con la «guerra del agua» de 2000 y la «guerra del gas» de octubre de 2003, junto a la nacionalización de los hidrocarburos. Hoy esta instancia, pensada para «refundar el país» y presidida por la dirigente campesina cocalera Silvia Lazarte, enfrenta el riesgo de un desgaste que desacredite prematuramente la nueva Constitución.
En ocho meses de sesiones, los convencionales apenas avanzaron en la elaboración de sus reglas de funcionamiento, en el marco de una pelea a brazo partido entre el oficialismo –que controla alrededor de 60% de las bancas– y la oposición. Las diferencias giraban en torno del carácter de la Asamblea («originaria» o «derivada», es decir por debajo o por encima de los actuales poderes constituidos) y en la forma de votación de la nueva Carta Magna (mayoría absoluta de 50% más uno o mayoría especial de dos tercios). El predominio de los aspectos legales sobre los contenidos provocó elevados niveles de apatía en la población. Raúl Prada, constituyente independiente electo por el MAS, ha alertado sobre las consecuencias políticas de un fracaso del proceso, al tiempo que la constante injerencia de los asesores del Palacio Quemado provocaba la pérdida de autoridad política de los constituyentes oficialistas y generaba sucesivos enredos en las negociaciones con la derecha.
Finalmente, el gobierno y la oposición llegaron a un acuerdo sobre la forma de votación y sobre el carácter del cónclave. Ello abrió la discusión sobre la «visión de país», pero creó un riesgo adicional: la posibilidad de que se elabore una nueva Constitución «a toda velocidad» y «desde arriba» para cumplir con los plazos, que, si no se postergan, concluyen el 6 de agosto de 2007. Hasta ahora, la «escenificación de un nuevo pacto social» –retomando una frase de García Linera– no tiene como correlato un debate público y corre el riesgo de ser absorbida por el maximalismo discursivo en lugar de propiciar la creatividad social y el empoderamiento ciudadano. En muchas organizaciones sociales se escucha una idea: «¿Para qué necesitamos la Asamblea Constituyente si ya estamos en el gobierno?». Evo Morales respondió que se siente prisionero de las leyes neoliberales.
La idea más difundida es la de «constitucionalizar» los cambios ya iniciados, como la nacionalización de los hidrocarburos y del resto de los recursos naturales. En lo político, el MAS promueve un «Estado plurinacional», que contempla no solo autonomías departamentales sino también autonomías indígenas que respeten formas políticas y jurídicas propias, como la justicia comunitaria que, según sus defensores, no incluye los linchamientos corrientes en Bolivia sino que promueve la conciliación entre las partes y la reparación de los daños por parte del infractor. Pero la implementación del pluralismo jurídico no resulta fácil. La justicia comunitaria es cuestionada por sus detractores porque no incluye algo equivalente a un abogado defensor y castiga como «delitos» ciertas conductas privadas, como el adulterio. La multiculturalidad abarca, incluso, la religión: si el oficialismo logra aprobar su iniciativa, la Iglesia católica ya no gozará de ningún privilegio. Un borrador de la propuesta del Poder Ejecutivo a los constituyentes plantea que «el Estado plurinacional no tiene, profesa ni promueve religión alguna, y no reconoce carácter oficial a ninguna iglesia o institución religiosa nacional o extranjera». Ante ello, el constituyente del partido conservador Podemos, José Antonio Aruquipa, denunció que «el MAS quiere un Estado fundamentalista quechua-aymara, ateo y totalitario». El reciente anuncio de Evo Morales de que se convocará a elecciones anticipadas en 2008 en el marco de la nueva Carta Magna contribuyó a una temprana electoralización del debate constitucional, a lo que se suma la discusión por la reelección presidencial, hoy prohibida, que podría ampliar el mandato de Morales hasta el 2018 (si gana las siguientes dos elecciones), en un modelo de «presidencialismo fuerte con control social». En los próximos meses la Constituyente tiene el desafío de canalizar la potencia de las organizaciones sociales en propuestas concretas para que comiencen a dibujar los trazos gruesos de un nuevo modelo de democracia, una tarea hasta ahora pendiente.
7. ¿La autonomía de Santa Cruz es separatista?
El regionalismo cruceño tiene causas históricas evidentes. Hasta mediados del siglo XX, esta región se encontraba aislada del resto de Bolivia: un camión necesitaba seis días para recorrer los 500 kilómetros que separan Santa Cruz de Cochabamba. Fue recién en los 40, cuando se puso en marcha el denominado Plan Bohan, que se produjo el despegue del desarrollo cruceño. En los 50, las violentas luchas en reclamo de 11% de las regalías petroleras para el departamento enardecieron los ánimos regionalistas, que se mezclaron con las actividades conspirativas de la Falange Socialista Boliviana (FSB) contra el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que levantaba las banderas de la Revolución Nacional de 1952 y que, sin embargo, continuó con los proyectos de desarrollo del Plan Bohan. Políticamente, el Comité Cívico Pro Santa Cruz –considerado el «gobierno moral» de la patria chica y artífice de la actual ofensiva autonomista– fue, desde el inicio, un bastión falangista. En los 60 constituyó un refugio para los partidarios del general Hugo Banzer, quien en 1971 derrocó mediante un golpe de Estado al gobierno nacionalista popular del general Juan José Torres y gobernó de facto hasta 1978. No son pocos quienes piensan, en La Paz, que los cruceños quieren repetir la historia con Evo Morales.
En cualquier caso, hoy Santa Cruz es el departamento más rico de Bolivia: según la Cámara de Industria y Comercio (Cainco), origina 30% del PIB, genera 62% de las divisas, produce 50% de las exportaciones y recibe 47,6% de la inversión extranjera que llega a Bolivia. Más allá de los antecedentes históricos, el actual ciclo de demandas autonomistas de Santa Cruz –que lidera los reclamos en el mismo sentido de los departamentos que conforman la denominada «media luna»: Tarija, Beni y Pando– comenzó poco antes de la llegada del MAS al poder. La crisis de 2003 no solo acabó con el gobierno neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada, sino que pulverizó a los partidos que garantizaban la presencia cruceña en el gobierno nacional (incluyendo espacios estratégicos como el Instituto Nacional de Reforma Agraria). Arrastrado hasta el Palacio Quemado por la crisis política y social, y sin partido propio, Carlos Mesa no solo excluyó a las elites cruceñas de sus tradicionales cupos en el gabinete nacional, sino que atribuyó a estos sectores una «mentalidad provinciana». En un clima crispado, la dirigencia cívica aprovechó hábilmente un aumento de la gasolina, en enero de 2005, para alimentar la llama regionalista y antipaceña y, mediante una activa campaña proselitista –que contó con el apoyo de los grandes medios de comunicación locales–, logró construir una agenda autonomista, denominada «agenda de enero», frente a la «agenda de octubre», indígena y nacionalista, de los movimientos sociales occidentales. Posteriormente, las demandas autonomistas fueron legitimadas por más de 70% de los votos afirmativos en los cuatro departamentos de la «media luna» en el referéndum autonómico –por iniciativa ciudadana– del 2 de julio de 2006 (pese a que, en el ámbito nacional, triunfó el No). Los reclamos autonómicos también fueron respaldados en varios cabildos que juntaron hasta medio millón de personas en diciembre de 2006.
En un clima de mutuas desconfianzas y recelos, desde el Occidente se teme que el objetivo de las demandas autonómicas se limite a controlar las tierras y los recursos naturales, fundamentalmente el gas y el petróleo. Mientras tanto, desde el Oriente se recela del «populismo indígena», cuyo objetivo consistiría en quitarles las tierras a los cruceños e imponer una «dictadura chavista». En este marco se produjeron enfrentamientos violentos y cargados de racismo, al tiempo que se construyó una identidad cruceña oficial sostenida en una dicotomía: collas atrasados y violentos/cambas productivos y emprendedores. García Linera escribió que, en las últimas décadas, «el poder económico ascendente, pese a sus problemas, se trasladó del Occidente al Oriente, pero el poder sociopolítico de movilización se ha reforzado en Occidente, dando lugar a una nueva incertidumbre geográfica en el país». Y concluyó que, «mientras en el Occidente emergieron construcciones discursivas que asociaron la crisis económica al neoliberalismo, en el Oriente –donde perdura una hegemonía política y cultural empresarial– se asociaron los padecimientos al centralismo paceño y no al modelo económico».
En términos menos académicos, fue la Miss Bolivia Gabriela Oviedo quien, en 2004, marcó de forma brutal las diferencias: «No todos somos indios en Bolivia, en Santa Cruz somos altos, blancos y sabemos [hablar] inglés».Empero, la porosidad de esta identidad cruceña quedó en evidencia en las elecciones presidenciales, cuando el MAS interpeló a quienes, en Santa Cruz, no habían sido seducidos ni asimilados por un discurso identitario estigmatizante, principalmente pobladores del área rural, muchos de ellos migrantes «collas» o indígenas locales. Así, el partido de Evo Morales logró obtener más de un tercio de los votos en esa región. Todo ello, sin embargo, no debe ocultar la existencia de relaciones de fuerzas políticas, étnicas y sociales diferentes en el Occidente y el Oriente bolivianos, lo cual le plantea al gobierno el desafío de construir una verdadera hegemonía nacional. Para ello, el presidente moderó últimamente su discurso y aceptó las autonomías regionales, luego de haber convocado a votar por el No en el referéndum autonómico.
Por lo tanto, a pesar del alarmismo que suele acompañar las noticias sobre la coyuntura nacional, es evidente que lo que buscan las elites cruceñas no es separarse de Bolivia –que, por otra parte, sigue siendo su principal mercado– sino blindarse contra los efectos de un modelo político y económico que perciben adverso a sus intereses. Las aclaraciones de que no se trata de un movimiento independentista abundan en el Comité Cívico. «En 1904, cuando pedimos un ferrocarril, un diputado paceño preguntó en el Parlamento: ¿para qué quiere Santa Cruz un ferrocarril, para separarse como Panamá de Colombia? Fíjese la perversidad», dice el historiador Alcides Parejas. Por su parte, Juan Carlos Urenda, autor de la propuesta de autonomía de la entidad cívica, arguye que el debate se basa en «prejuicios callejeros». En ese contexto, el único sector que postula de manera abierta la independencia bajo la forma de un «Estado libre asociado» y que defiende la tesis de que los cambas son «una nación sin Estado» es el minúsculo grupo Nación Camba de Liberación.
En el Comité Cívico argumentan que ninguno de los países autonomistas, como España o Colombia, se ha desmembrado, y reclaman un reparto de impuestos bajo el esquema de dos tercios para el departamento y los municipios, y un tercio para el gobierno central. Urenda argumenta que «los recursos naturales están fuera de las competencias regionales». Sin embargo, en el acápite sobre la espinosa cuestión de la tierra –que hace a la reproducción de las elites cruceñas–, el proyecto de estatuto autonómico establece que los títulos de propiedad emitidos por un futuro servicio departamental de reforma agraria son «definitivos» y no podrían ser revisados por el Estado nacional. Una suerte de «blindaje» frente a la reforma agraria.
Conclusiones provisorias
Bolivia vive un momento de importantes cambios políticos, sociales y económicos, que conllevan una profunda democratización de la sociedad y la construcción de imaginarios poscoloniales y posneoliberales. Con independencia de los resultados coyunturales, el país ya no volverá a ser el mismo: la presencia de Evo Morales en el sillón presidencial constituye una revolución simbólica que trastoca el rol de sumisión al que se había relegado a las mayorías indígenas. El avance en la revolución económico-social, indispensable para cambiar las condiciones de vida de millones de bolivianos empobrecidos, es más complejo. En cualquier caso, el de Evo Morales no es el primer ensayo nacional-popular con apoyo de masas: la propia historia nacional puede ser leída, desde los 40, como una sucesión de ciclos «liberales» y «nacionalistas» que, más allá de innegables avances, fracasaron en refundar el Estado y construir una nación incluyente. Estas experiencias transformadoras fueron socavadas por las luchas sectoriales por el control de la renta de los recursos naturales, tradicionalmente provenientes de la minería y hoy del nuevo El Dorado del gas. También fracasaron por la concepción patrimonialista del Estado y la imposibilidad de generar instituciones capaces de traducir los objetivos emancipadores en políticas públicas en beneficio de las grandes mayorías nacionales. Hoy, peligros similares se erigen sobre el nacionalismo indígena en el poder, peligros que advierten que el tránsito hacia el cambio social estará plagado de obstáculos, provenientes tanto de las fuerzas interesadas en la preservación del orden actual como de los límites técnico-políticos y las tendencias conservadoras de quienes fueron educados para obedecer y hoy enfrentan la novedosa realidad de tener que dirigir las riendas de un Estado que siempre les fue ajeno. Es, en todo caso, una historia con final abierto.