Siete piezas para un rompecabezas por armar en tiempos de izquierda
Nueva Sociedad 210 / Julio - Agosto 2007
Incluso reconociendo los matices, es difícil no ver a América Latina teñida de rojo o, al menos, de rosado. Hoy, cada vez más Estados y movimientos sociales hacen suyas las propuestas de un orden no solo más justo, sino también más plural. Para entender el estado de América Latina y sus Estados en estos agitados tiempos, es necesario reflexionar acerca del orden capitalista neoliberal dentro del cual estos Estados han surgido y contra el cual han insurgido.
Para entender el estado de América Latina y sus Estados en estos agitados tiempos, es necesario reflexionar sobre el orden capitalista neoliberal dentro del cual estos Estados han surgido y contra el cual han insurgido, al menos en palabra. Efectivamente, en los últimos años ha aparecido en América Latina, para sorpresa de quienes celebraban el fin de la izquierda, un racimo de gobiernos y movimientos que enarbolan sus ideales y le dan nueva vida. En este ensayo me propongo examinar el contexto dentro del cual estos Estados se desenvuelven y reflexionar sobre el Estado en sí. Con estas notas deseo también celebrar este nuevo aliento por un mundo más justo y, a la vez, advertir contra toda tentación de ver a actor alguno como el agente exclusivo de la historia y la encarnación de su verdad. Mi deseo es evitar no solo la repetición de los errores de un pasado harto conocido, sino también el cierre de nuevos caminos al imaginario utópico democrático. Es ya un lugar común decir que se ha producido un giro hacia la izquierda en América Latina. Aun quienes por hábito profesional cuestionamos los lugares comunes, desconfiamos del uso de etiquetas genéricas y reconocemos las marcadas diferencias entre los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela y Michelle Bachelet en Chile, o la heterogeneidad de movimientos como los piqueteros en Argentina y los zapatistas en México, recurrimos al término «izquierda» como el signo político común de esta emergente realidad latinoamericana. Pero, incluso reconociendo los matices, es difícil no ver a nuestra América teñida de rojo o, al menos, de rosado. Después de estar de capa caída, la izquierda ondea en nuestro continente como una flamante bandera. Viejo signo en tiempos nuevos: ¿qué significa esto?
Significa, al menos en parte, que estamos, si no en guerra, al menos en pelea de parejas. Incluso en los centros metropolitanos se terminó la luna de miel con un neoliberalismo que era proclamado, después de la caída del socialismo realmente inexistente, como el fin de la Historia –su fin en el doble sentido de meta y de plena realización. Al cabo de unos breves años de difícil matrimonio planetario, el neoliberalismo ha dejado maltrecho al planeta y no ofrece recetas creíbles para mejorar las cosas. Aunque su implementación siempre fue muy selectiva –neoliberalismo para los «otros», no realmente para los centros metropolitanos–, todavía no aparece claramente un mejor partido. Hoy el neoliberalismo solo puede proclamarse como el único patrón mundial si oculta que puede ser el fin deseado por unos pocos a costa del desdichado fin de muchos más. Dado su descrédito como solución para organizar el mundo capitalista, no debería sorprendernos si la desenfrenada acumulación de capital se efectuase ahora por otros medios, incluso a través de Estados que proclaman enfrentarla.
Es evidente que quienes dominan el orden mundial desde las cimas imperiales buscan reformas que mantengan las relaciones de poder existentes. En buena medida porque la pobreza ha surgido como fuente de inestabilidad global, la lucha contra ella se ha convertido en un lema de agencias y organismos internacionales que antes no mostraban mayor interés en este problema. Hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI) ahora lo proclama como suyo.
¿Y qué pasa en América Latina? En medio de tensiones agudas que hacen que las prácticas no vayan siempre de la mano del discurso, la retórica política, al menos, es cada vez más progresista. Estados y movimientos sociales hacen suyas las propuestas de un orden no solo más justo, sino también más plural. Doy dos ejemplos extremos: desde lo que aparece como cierta derecha, el nuevo presidente de México, Felipe Calderón, proclama luchar por una sociedad sin pobreza y multiétnica, por medio de un «elitesco» proyecto de mestizaje y capitalismo neoliberal. Desde lo que es visto como una izquierda radical, Hugo Chávez proclama el socialismo del siglo XXI apoyándose en un conservador modelo de producción petrolera basado en empresas mixtas de capital estatal y transnacional, dirigido principalmente al mercado metropolitano mundial. Mientras tanto, al margen del Estado, esquivando debates sobre izquierdas y derechas, el subcomandante Marcos pide que vayamos desde arriba hacia abajo: que veamos lo que quiere el pueblo y actuemos en base a sus demandas. En nuestra América, diversos movimientos populares –indigenistas, de vecinos, de mujeres, de campesinos sin tierra, de obreros sin trabajo– también se enfrentan al orden capitalista. Algunos quieren reformarlo, otros revolucionarlo, y otros crear un orden alterno en base a cosmologías no occidentales.
Entonces, ¿se puede hablar de un movimiento de izquierda, de un proyecto común? ¿Sería más acertado reconocer una multiplicidad de izquierdas y movimientos contra el orden imperante, o al menos dirigidos a reformarlo? ¿Se trata de realizar la promesa de igualdad del orden occidental, o de reconocer otros ideales basados en otras tradiciones culturales? Si ya no es el proletariado, ¿quién o quiénes serán los agentes del cambio? ¿Se lucha ahora por el poder o, como proponen algunos, contra el poder? Si no tenemos claros los fines, reconocemos al menos que estamos en lucha y tal vez en guerra. Pero ¿acaso compartimos el mismo adversario o enemigo? Muchos le han puesto nombre: capitalismo neoliberal, imperialismo, patriarcado, Europa, Occidente, la civilización blanca, la episteme moderna. Pero, más allá de las etiquetas, ¿cómo comprendemos a nuestro contrincante y, aún más importante, cómo lo diferenciamos de nosotros mismos? ¿En qué mundo nos hemos formado, en qué idiomas hablamos, qué contenidos y qué experiencias informan los sueños que soñamos?
Estas preguntas sirven de guía para explorar algunos aspectos del orden imperial dentro del cual se mueven los Estados de América Latina. Las presentaré siguiendo un modelo del subcomandante Marcos que ya he hecho mío: como piezas de un rompecabezas para armar en común. Las piezas son incompletas –usted, lector, puede agregar las que quiera y tal vez quitar las que no cuadren. Quizás no todas encajen bien, pero, como en los rompecabezas que uno armaba de niño, a veces entran si uno las empuja, y de este modo permiten vislumbrar algo no imaginado antes; lo que no cuadra a veces ofrece una inesperada iluminación.
1. La izquierda depende de la derecha
Desde sus orígenes en la Asamblea Legislativa durante la Revolución Francesa, la izquierda se ha definido en oposición a la derecha. Su contenido es variable, cambiante y relacional. Si tiene un denominador común, está dado por su oposición cambiante a las también cambiantes jerarquías del poder. En Francia, la Montaña era la izquierda contra los feuillants, pero posteriormente la izquierda estuvo representada por los girondinos, que fueron desplazados por los jacobinos después de la caída de Robespierre. Con la consolidación de Napoleón, la izquierda tuvo que acomodarse al nuevo juego de poder dominante. Igual acomodo parece ocurrir ahora, cuando el poder imperial de EEUU se ha impuesto en un mundo donde el capitalismo aparece como el horizonte histórico más visible.
Durante la Revolución Francesa, la izquierda tendía a favorecer al liberalismo, a la república o a un monarquismo «lite» contra el monarquismo absoluto, al mercado contra el Estado, a la guerra expansionista imperial contra el provincialismo nacional. Hoy la izquierda se define contra el mercado, a favor de la intervención estatal en beneficio de las mayorías, contra las guerras expansionistas y a favor de la sociedad civil contra el Estado y el mercado; en ciertas comunidades, se rechazan estas categorías como parte de un orden occidental, en nombre del orden ancestral que se aspira a mantener o recrear.
La distinción entre jerarquía e igualdad ha sido, como plantea Norberto Bobbio, un eje diferenciador entre derechas e izquierdas: mientras la derecha favorece la verticalidad de toda jerarquía, la izquierda defiende la horizontalidad de la igualdad. Si bien en el siglo XIX y XX la igualdad dentro de los patrones occidentales era el objetivo central de la izquierda, hoy la igualdad se plantea también fuera de sus patrones y, aun más, fuera de Occidente mismo: la igualdad de las diferencias, es decir, entre todo tipo de culturas y subculturas. El dominio de la derecha significa que tiene poder para definir el juego político. Como siempre, las izquierdas han estado condenadas a una doble relación: entrar en juego con la derecha y, a la vez, tratar de cambiar no solo las reglas del juego, sino sus participantes y el juego mismo. Si el signo del dominio de la derecha es su capacidad de definir el juego, el signo del poder de la izquierda es su capacidad para jugarlo y transformarlo, pero sin ser absorbida por él.
La relacionalidad de la izquierda hace que su posición dependa del cambiante juego de poder. Después de la caída del Muro de Berlín, en el Norte, el centro se ha movido a la derecha, mientras que en el Sur, la izquierda se ha movido al centro. En tanto no tiene suficiente fuerza para cambiar el juego, la izquierda proclama en voz alta sus ideales, pero ajusta calladamente su conducta. Esto ha llevado a una inflación del discurso izquierdista. Chávez es la máxima expresión de esta tensión entre palabras y acciones en el ámbito del Estado, a tal punto que este tema se ha convertido en objeto de debates. Para algunos, su práctica siempre termina coincidiendo con su retórica; para otros, su retórica oculta una práctica acomodaticia. En todo caso –en éste y en todos los casos–, no se trata simplemente de un doble discurso, de un divorcio entre palabra y realidad, pues el discurso tiene efectos reales. Y uno de esos efectos es que hoy es difícil hacer política en América Latina, aun para la derecha, sin poner al «pueblo» en el centro del discurso.
La derecha defiende el orden existente; su ideal de futuro es conocido. Las izquierdas luchan por un orden nuevo y, por ello, inédito. En la medida en que la utopía implica la creación de un orden nuevo en libertad e igualdad, éste no puede ser definido de antemano. Al contrario, solo puede ser imaginado por medio de lo que Marx llamó «la poesía del futuro». Pero, aun si logramos que nuevas imágenes orienten la acción política, observaremos que, como una lengua nueva que aprendemos, esta poesía no será pura pues estará saturada por los acentos de la vieja lengua; la historia nunca es inmaculada.
2. El siempre contradictorio capitalismo: de izquierda y de derecha
En esta era de acentuado capitalismo global, la derecha es el capitalismo imperial contemporáneo. A la par que ha transformado el mundo y creado condiciones para una mayor igualdad (por ejemplo, la Revolución Francesa), el capitalismo es hoy la fuente de las jerarquías más profundas que dividen a la humanidad. El capitalismo es global no solo porque cubre el globo, sino porque ha sido global en sus orígenes, desarrollo y evolución. En la historiografía eurocéntrica, el capitalismo aparece como un fenómeno europeo que se expande desde imperios europeos hacia las periferias y las asimila paulatinamente. En esta perspectiva, los debates sobre los orígenes del capitalismo se enfocan en las relaciones dentro de Europa. Paradójicamente, para esta historiografía tanto el capitalismo como el imperialismo aparecen como si sus agentes fueran exclusivamente europeos y la periferia, como el pasivo objeto del abrazo imperial.
Otras perspectivas –dependentistas, sistema mundo, teoría poscolonial– han descentrado esta visión del capitalismo y redefinido la discusión sobre sus orígenes y su naturaleza. De acuerdo con estas perspectivas, se trata ya no de determinar el origen del capitalismo en el campo europeo o en su comercio interurbano (como en conocidos debates), sino de ubicar a Europa misma en el contexto global. La colonización ibérica de las Américas le proporcionó a Europa no solo inmensas riquezas en la forma de recursos sacados del suelo y de la plusvalía extraída por medio de muchas formas de trabajo forzado. También convirtió a América en un laboratorio imperial donde se forjaron modelos de gobierno y de producción. La jurisprudencia española, en gran parte formada como resultado de los debates sobre el encuentro colonial, sirvió de fundamento para el derecho internacional (como argumenta Carl Schmitt). Los rebeldes de Haití forzaron a los rebeldes franceses a abolir la esclavitud y hacer menos provincial la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (faltarían otras luchas para que se incluyera a las mujeres). Las plantaciones en el Caribe y Brasil, que integraban agricultura e industria de gran escala, fueron formas originarias de agroindustria que sirvieron de modelo para la producción capitalista industrial europea. Como ha mostrado Fernando Ortiz a través de su contrapunto entre el azúcar europeo y el tabaco americano, la modernidad no se produjo en una región, sino como resultado de intercambios transculturales entre los centros metropolitanos y las sociedades coloniales.
Según esta perspectiva, el capitalismo no se originó en los centros urbanos o en el espacio rural británico para luego expandirse hacia los trópicos. Más bien se desarrolló entre las colonias y los centros metropolitanos a partir de la expansiva economía mundial del siglo XVI. Sus orígenes no se encuentran en una región, sino entre regiones. El desarrollo capitalista no solo es desigual, sino asimétrico: sus múltiples formas regionales reflejan su dinámica polarizante y las cambiantes formas de poder global dentro del cual tiene lugar. El proceso global iniciado en la Colonia perdura en forma cambiante en el presente imperial. Cada vez más definido por redes de capital y trabajo que trascienden las fronteras nacionales, el capitalismo continúa separando a la humanidad, fracturándola entre, por un lado, países metropolitanos y enclaves en el sur, que concentran la producción de mercancías sofisticadas o basadas en innovaciones científicas y tecnológicas, y, por otro lado, áreas que producen mercancías intensivas en trabajo y recursos naturales.
Si bien es cierto que Europa transformó a América, también lo es que América transformó a Europa. Dada su mutua constitución, no es posible hablar en términos de unidades geohistóricas discretas y autoconformadas y decir que tal o cual región es el producto de la otra. Si bien en desiguales condiciones, Europa y América se constituyeron mutuamente. Pero, como la corriente eurocéntrica corre en una sola dirección y se dice a menudo que Europa ha creado a América, es necesario aseverar a contracorriente, con Frantz Fanon, que «Europa es la invención de América».
3. Los imperios como parteros de naciones
Naciones, imperios y pueblos se han formado en íntima relación, internalizando y creando exterioridades transculturales, todas impuras. La formación de los Estados-nación ha estado íntimamente ligada al desarrollo global del capitalismo. Como centros políticos, los imperios coloniales promovieron la expansión del comercio y la industria aun antes que las naciones se constituyeran como Estados independientes. España se formó como nación durante el largo periodo que abarcó desde la constitución hasta la disolución de su imperio. Como enfatiza Benedict Anderson, la independencia política de América Latina fue pionera del nacionalismo moderno. La disolución del imperio español dio lugar no solo a la formación de naciones independientes en América Latina, sino a la conformación de España misma como un Estado-nación. La entidad llamada «Francia», que se refiere tanto a un Estado-imperio como a un Estado-nación, se convirtió en una entidad estrictamente «nacional» solo después de la disolución de su imperio a partir de la Segunda Guerra Mundial. Las naciones se formaron simultáneamente con la creación y disolución de imperios. Durante este proceso, desarrollaron cambiantes maneras de definir, incorporar, transformar y diferenciar a sus distintas poblaciones y sujetos.
El imperio no se define por criterios formales o informales, sino por la integración y reconfiguración de ambas dimensiones. En la historiografía de las Américas, la noción de imperio informal se refiere casi exclusivamente a la experiencia británica, tal cual la formularon John Gallagher y Ronald Robinson en 1953. El hecho de que la noción de «imperialismo informal» no se haya usado en relación con EEUU lejos de cuestionarla, demuestra su validez. La distinción formal/informal era necesaria para afirmar, como hicieron Gallagher y Robinson, la «unidad» y la «totalidad» del imperio británico, en su modalidad de imperio formal (en Asia y África) y de imperio informal (en las Américas). Esta distinción se hizo innecesaria en el caso del imperialismo estadounidense, pues éste ha hecho de la informalidad su forma normal de ejercer su dominio. En su caso, lo informal se ha convertido en lo formal, en lo normal. La resistencia al sistema se produce tanto en sus íntimos engranajes internos como en sus márgenes externos, no menos márgenes sistémicos por ser extensos, como es el caso de la vasta América andina indígena. No existen, en ningún lugar del globo, sociedades desligadas de las relaciones de dominación externas e internas, ni culturas puras, sino un contrapunto de sociedades, culturas y subculturas entretejidas por distintas relaciones de poder.
4. Imperialismo: la otra cara del capitalismo
El imperialismo no es la fase superior del capitalismo, sino su coetánea condición de existencia. Esta proposición cuestiona la visión clásica del imperialismo. Tres premisas han fundamentado esta visión eurocéntrica: a) el capitalismo es un fenómeno europeo; b) las naciones capitalistas europeas son los agentes fundamentales del imperialismo; c) el imperialismo es una fase superior del capitalismo europeo. Si aceptamos que el capitalismo es un fenómeno global y que las naciones europeas no son solo sus agentes sino su producto, entonces veremos todo con otros ojos.
Desde el Sur, podemos ver más fácilmente que el imperialismo no resulta de la dinámica expansiva de las naciones capitalistas europeas ya en etapa de madurez. Antes bien, el imperialismo es una condición contemporánea del capitalismo. El capitalismo y el imperialismo se constituyeron mutuamente en la forja del mundo colonial y el mercado mundial a partir del siglo XVI. Ambos son a la vez causa y producto de la interacción entre los imperios metropolitanos y las periferias coloniales. Los factores indicados por los teóricos del imperialismo para distinguirlo como una fase del capitalismo nacional europeo –exportación de capitales, búsqueda de mercados, unión entre el capital financiero y el productivo, rivalidades y alianzas entre Estados– han estado presentes, aunque en forma diferente, desde la colonización de América hasta hoy. Su configuración particular en un momento específico (como en el periodo que dio pie a la clásica definición de Lenin) define una modalidad de imperialismo, pero no su naturaleza.
Capitalismo e imperialismo son dos caras de un mismo proceso. Así como el imperialismo hace evidente la dimensión política del capitalismo, el capitalismo hace visible la dimensión económica del imperialismo. Esta perspectiva permite observar que «Estados» y «mercados» son dimensiones complementarias de un proceso unitario. Su tajante división, tan central en las discusiones políticas actuales sobre el papel del Estado y del mercado, oculta sus profundos nexos y su mutua constitución. Así como el mercado capitalista siempre se ha formado con el apoyo del Estado, el neoliberalismo depende del respaldo estatal, desde leyes laborales que restringen el libre movimiento del trabajo hasta la protección estatal que facilita el flujo del capital financiero. En pocas palabras: sin el capitalismo no existiría el imperialismo moderno. Y, del mismo modo, sin el imperialismo moderno no habría capitalismo. Este planteamiento recoge ideas ya sembradas en América Latina hace muchos años. En 1936, el líder peruano Víctor Raúl Haya de la Torre argumentó que en América Latina, el imperialismo no era la fase superior del capitalismo, sino su primera etapa. La idea es correcta, pero no solo en relación con América Latina, sino con el capitalismo mundial. Si bien el imperialismo siempre ha acompañado al capitalismo, también el capitalismo siempre ha ido de la mano del imperialismo moderno.
Con esta afirmación no quiero invertir el argumento de Lenin y decir que el capitalismo es una etapa del imperialismo, ni en América Latina ni en otras partes. Mi argumento es que el capitalismo y el imperialismo modernos son procesos coetáneos que se condicionan mutuamente, en forma diferente según el contexto. Naturalmente, así como ha habido capital antes de que hubiera capitalismo, ha habido imperios antes de que existiera el capitalismo. Igualmente, ha habido, y tal vez habrá, imperialismos sin capitalismo. Pero el imperialismo moderno ha estado siempre íntimamente asociado al capitalismo.
Los imperios modernos –primero coloniales y luego nacionales– están ahora dando paso a un imperialismo global, formado por redes de Estados metropolitanos y capitales transnacionales, cada vez menos dependientes de las formas directas de control político.
5. La Cuarta Guerra Mundial
La guerra imperial de hoy es un infierno con muchos círculos. Es una guerra con múltiples frentes, agentes y objetivos. Como dice el subcomandante Marcos, no es la caliente Guerra Fría, que terminó en 1989, marcada por conflictos bélicos en el Tercer Mundo de un planeta dividido en dos bloques de poder. Ésta es una guerra a la vez nacional y transnacional, formal e informal. Es una guerra que consolida, y al mismo tiempo trasciende, la división entre Estados y regiones. Involucra a Estados-nación, como EEUU, y a «redes» de capital. Va dirigida contra otros Estados-nación, como Iraq, pero también contra fuerzas o grupos transnacionales, como «los terroristas». Una de las perversidades de este sistema es que sus mayores víctimas tal vez sean los desposeídos y excluidos, sin espacio digno en sus comunidades ancestrales ni en el nuevo desorden mundial.
Hasta ahora, la guerra caliente se ha centrado en el Oriente Medio. Pero en otros círculos infernales, la guerra llega por vía de la explotación, la pobreza y la exclusión. Hoy hay tantos esclavos como los que cruzaron el Atlántico durante los tres siglos del periodo colonial. La miseria, las epidemias y las hambrunas generan más muertes que las guerras calientes, todas evitables con los recursos de los que dispone la humanidad. Pero la preservación de un orden mundial basado en la desigual producción y distribución de estos recursos no solo no impide, sino que mantiene, la polarización mundial. EEUU, con solo 5% de la población del planeta, consume la mitad de la gasolina y la cuarta parte de la energía mundial. Aunque se erige como un modelo universal de civilización, es un modelo que no se puede generalizar, pues se basa en la explotación y la exclusión de los otros y en un uso insostenible y no generalizable de los recursos naturales. Las respuestas, entonces, tienen que ser alternativas a este orden.
6. El fetichismo del Estado
El Estado es un fetiche. Como encarnación de la Nación, el Estado se objetiva a través de múltiples discursos y prácticas que proclaman representarlo. El «efecto Estado» se logra a través del poder de objetivaciones tales como: palacio presidencial, ministerios, cuarteles, burocracias, discursos, leyes, códigos, ceremonias, actos, manifestaciones populares. En una escala amplia, el pueblo es el Estado; en una escala reducida, el presidente representa al Estado. Pero, en otras escalas, el Estado es representado por la Asamblea Legislativa, el Poder Judicial o un simple policía. El Estado es, así, el conjunto de relaciones y objetivaciones particulares que lo constituyen como el agente general de la Nación. Su compleja identidad se adquiere desde posiciones que reflejan y constituyen toda una cartografía del poder.
El Estado-nación es el fetiche de la Nación y de sí mismo; su mistificadora forma de representarla y de representarse es parte esencial de su constitución como representante. La «forma Estado», de modo similar a la «forma mercancía» pero por medio de un abanico más amplio de corporizaciones, se logra a través de relaciones sociales objetivadas en múltiples particularidades. Estas objetivaciones no son entidades meramente independientes con atributos propios, ni son solo símbolos, sino los medios a través de los cuales el Estado se constituye y adquiere significado como una forma general. Al igual que la forma mercancía, la forma Estado no solo se encarna por medio de objetivaciones particulares, sino que se constituye mediante ellas. Como tal, el Estado se forma a través de objetivaciones que establecen una relación de equivalencia entre lo concreto y lo abstracto, lo particular y lo general –una equivalencia simbólica que permite que objetivaciones individuales aparezcan como «el Estado» sin que éste pueda ser reducido a ninguna de ellas.
El Estado-nación es también un mercado-nación. Eso hace más comprensible por qué los Estados nacionales extreman cada vez más sus esfuerzos por controlar un mercado cada vez más internacional por medio de alianzas no solo políticas, sino también económicas, en especial mercados comunes, o alternativas como la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA). La política internacional de Chávez, tan criticada por algunos, responde a la necesidad de crear un orden internacional acorde con su proyecto nacional. Las tensiones que enfrenta el Estado en América Latina surgen del carácter nacional de la legitimidad estatal y del carácter internacional de la acumulación de capital. En esta fase de la historia latinoamericana, para aquellos Estados identificados con la izquierda, esta tensión se expresa en la dificultad de integrar política y economía.
7. Utopía y poesía del futuro
El presente prefigura impuramente al futuro. Todo proyecto utópico, si aspira a ser realizable y evitar, como dice Terry Eagleton, que nos enfermemos con deseos imposibles, tiene que basarse en las tensiones y posibilidades reales del presente. Estas tensiones anuncian un futuro distinto, pero no definen su contenido (lo prefiguran, no lo figuran). Su figura, su contenido, será el producto de luchas cuyos resultados no podemos predecir. En algunos casos, el futuro se imagina como transformación, como la disolución de las diferencias. En otros, se adivina como la permanencia de las diferencias. Si bien el presente está preñado del futuro, su desarrollo en libertad implica la imposibilidad de definirlo de antemano. Lo que soñamos ver nos dirige hacia lo que aún no podemos ver.
Aunque es obvio, es necesario enfatizar que la creación de un mundo alternativo depende de la labor de una gran diversidad de agentes. Sin pretender dar una respuesta al problema de las alianzas y convergencias, éstas serán más posibles si ocurren en democracia. En palabras de Boaventura de Sousa Santos, no se trata de una alternativa a la democracia, sino de una democracia alternativa. Ésta tiene que incluir la práctica permanente de la democracia como un legado de luchas mundiales, un legado indispensable pero insuficiente. La modernidad es global y heterogénea; incluye márgenes formados en un contrapunto permanente. La democracia, como legado mundial de ese contrapunto, excluye privilegios epistémicos o políticos.
Es cierto que los representantes del Estado en las Américas expresan el sentir de muchos. Pero ni viejos jefes de Estado como Fidel Castro ni nuevos como Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Rafael Correa, Hugo Chávez, Michelle Bachelet, Evo Morales y Daniel Ortega, o líderes de movimientos como Marcos, pueden hablar o soñar por todos: cada proyecto, por más incluyente que sea, excluye y limita, y da así pie a luchas continuas por una mayor igualdad y diversidad universal. Cada proyecto plantea preguntas difíciles. ¿Hay que mantener las diferencias o hay que transformarlas? ¿Quiénes deciden y cómo lo hacen? ¿Cómo deben usarse los recursos? ¿Quién decide qué hacer con el gas, el petróleo o el agua? ¿Quiénes definen los medios democráticos para construir la democracia?
Podemos pensar un mundo donde quepan todos los mundos, en cualquier idioma, con cualquier epistemología. Pero este mundo será mejor si está hecho por muchos mundos, mundos hechos de sueños soñados en catres en los Andes y en chinchorros en el Caribe, en aymara y en español, sin que nadie imponga qué sueños soñar, hacia mundos en los que nadie tenga miedo a despertar.
Bibliografía
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