Opinión
diciembre 2017

¿Qué se ha quebrado en el Perú?

Diversos analistas y políticos han afirmado que el partido fujimorista Fuerza Popular pretende dar un «golpe institucional» en Perú. El intento de destitución del presidente Pedro Pablo Kuczynski por el caso Odebrecht ha complicado el escenario político.

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Cuando hace diecisiete años cayó la dictadura de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, los peruanos sentimos esperanza. Pensábamos que se abría un nuevo tiempo. Creíamos que por fin se cumpliría la promesa de las transiciones democráticas: la del respeto a los derechos humanos y la liberad política para los ciudadanos. Nos ilusionábamos con que, a partir de ello, se provocasen las condiciones para que el pueblo recuperase los derechos sociales conculcados. Evidentemente nos equivocamos.

El esquema del neoliberalismo mantuvo su andadura en tiempos democráticos y fue capaz de convencer a los peruanos de que el crecimiento económico que había favorecido a unos pocos podría convertirse en riqueza para todos. Nada de eso ocurrió. Las ideas, como decía Braudel, probaron ser otra vez las cárceles de más larga duración. El modelo imperante de neoliberalismo tampoco perdió el ingrediente que ya había tenido en tiempos de dictadura: la corrupción. Cuando esta sale a la luz se quiebra el encanto neoliberal y aparece el detritus de la realidad.

Frente a la ruptura del encanto, las fuerzas que perpetraron el autogolpe del 5 de abril de 1992 quieren ahora aprovechar la oportunidad para reintroducir su relato y forzar una nueva puesta en escena. Fujimori, el líder del saqueo y las masacres de la década de 1990, pretende presentar un nuevo cuento de hadas. Los protagonistas de la guerra sucia que terminó con el terrorismo senderista, reaparecen escribiendo la historia oficial de lo sucedido en los años de plomo y el mismo Fujimori se muestra como el nuevo héroe civil al que hay que liberar. La guerra sucia, como final perverso de la violencia terrorista, ya no es una amenaza para la democracia: ahora se ha convertido en su partera.

La ruptura del encanto tiene actos, además, que nos recuerdan vívidamente a la década de 1990. Lo que diversos analistas han denominado como un intento de «golpe institucional» por parte del partido fujimorista Fuerza Popular, es un remedo a los desmanes de esa época. La acusación constitucional al Fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, con el propósito de destituirlo –porque un fiscal de primera instancia se ha atrevido a investigar a Keiko Fujimori y a su protegido Joaquín Ramírez- así como el intento de procesar en el Congreso a cuatro miembros del Tribunal Constitucional por una sentencia que no es de su gusto, resulta un calco de lo que Fujimori hacía durante los tiempos de su gobierno autoritario. En la percepción de Fuerza Popular no existe el respeto a la ley y, mucho menos, a la división de poderes.

Frente a esta situación, el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski continúa mostrándose débil, falto de recursos y sin aliados a la vista. El involucramiento del presidente en el escándalo de corrupción de la empresa constructora Odebrecht le pone las cosas más difíciles. Es un agravante que funciona como su propia espada de Damocles.

La ruptura del encanto y el nuevo cuento de hadas desarrollado por el fujimorismo podría estar avizorando el final del régimen democrático que nació con la huida del dictador a fines del 2000 y que ahora peligra, con toda su precariedad, por las actitudes del mismo personaje y sus representantes políticos. Ya conocemos el guion de la guerra sucia luego de la guerra misma: primero se apunta a los movimientos sociales y los partidos democráticos, después llega el ataque al Ministerio Público y al Tribunal Constitucional, y finalmente la disolución de lo que haya que disolver, ayer —con el golpe de 1992— del Congreso y hoy, quizás, de la Presidencia de la República. Todo este proceso se desarrolla, por supuesto, con la instalación de la idea de que «todos somos terroristas». Sin embargo, para una conclusión semejante, el fujimorismo precisa un nuevo 5 de abril. Si será al contado o en cómodas cuotas y tendrá el número suficiente de incautos para permitírselo, está todavía por verse. No puede descartarse ese horizonte.

¿Qué mató la esperanza del año 2000? El trabajo incompleto. El fujimorismo dejó numerosas trabas en materia política y económica que no fueron eliminadas por los sucesivos gobiernos democráticos. La constitución autoritaria impuesta en 1993 y bajo la cual vivimos hasta el día de hoy, resulta la traba más evidente. Pero a ella se suma otra de carácter económico. Se trata del modelo de reprimarización, la concentración y la extranjerización de la economía del país. Este modelo ha sido presentado como lo contrario de lo que es. La persistencia de este orden es lo que aniquiló la esperanza de la última transición democrática. Una persistencia tal que fue capaz de evitar que surgieran fuerzas alternativas en estos años.

Pero cuando la casa está a punto de colapsar producto de la podredumbre y cuando la basura de ayer nos dice que va a barrer a la de hoy, suenan las trompetas del juicio final. Todo parece resumirse en un «ahora o nunca». La necedad de repetir la historia como farsa autoritaria exige respuestas concretas para frenarla en seco. Por ello, no cabe sino pensar en la unidad. Lo que hoy parece indispensable es la unidad de las fuerzas progresistas y democráticas. Todo resquemor por el otro en el campo democrático aparece casi como una traición. Si no se consigue esa unidad, la ciudadanía peruana podría sentirse defraudada. La historia puede cobrarse ese fracaso. Y será más caro que nunca.


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