Qué pasó con Gramsci
Nueva Sociedad 115 / Septiembre - Octubre 1991
El ensayo se propone analizar algunos rasgos de la recepción política de Gramsci en Chile. Cómo esta recepción ha estado determinada más que por una cabal comprensión teórica, por un interés político-práctico, de modo que la incorporación de su pensamiento ha sido parcial y sometida a sucesivas reinterpretaciones.
En su ya clásico Los usos de Gramsci1, Juan Carlos Portantiero anotaba: «Educados en el hábito 'consumista' tan reiterado en las izquierdas latinoamericanas, las referencias a esta actualidad de Gramsci podrían ser sospechadas como parte de los cíclicos enamoramientos hacia modelos lejanos, a los que se acata sumisamente para luego cambiarlos por otros». Todo su trabajo ha estado encaminado a que eso no sea así. No obstante, ¿no asalta la duda de que lo que se proponía evitar ha acabado, sin embargo, por cumplirse? Quizás la respuesta sea simple; la catástrofe mundial del socialismo -en todas sus versiones- nos obliga a reconocer la inactualidad de Gramsci y de cualquier pensamiento socialista. Pero precisamente parte importante del pensamiento de Gramsci, los escritos de la cárcel, son los que Portantiero denomina «la reflexión desde la derrota», la cual es -como él mismo señala- una doble derrota: «La impuesta por el fascismo y por la degradación que progresivamente corroe a la Internacional Comunista». Cabría pensar entonces que es dable encontrar aún en su pensamiento filones interesantes para reflexionar sobre la actual situación.
Pero no es mi propósito en este artículo, que solo tiene el carácter de ensayo apresurado, iniciar el rescate y defensa del pensamiento gramsciano; la intención es retomar el tema de «los usos de Gramsci» y de una manera que, por cierto, es muy arbitraria, puesto que corresponde a impresiones puramente personales y por tanto cargadas de subjetividad. Para decirlo de un modo directo y un tanto brutal: tengo la sensación de que en el caso de Chile -por cierto que no en todos- Gramsci fue el puente para introducir una ruptura con el marxismo y a veces con algunos principios básicos del socialismo en general. No se trata, claro está, de una oscura conspiración, para la cual se usó a Gramsci con torcidos fines; el proceso es más complejo que eso y a él quiero referirme con la advertencia del injusto subjetivismo ya anotado.
Política e izquierda intelectual
Primero, una cierta particularidad chilena; la relación entre los intelectuales de «izquierda» y la política. Tengo la impresión de que nuestro intelectual promedio es menos sofisticado, teóricamente, que otros de sus pares latinoamericanos, por ejemplo, argentinos, brasileños, peruanos; por lo general se reconoce que Chile produce «muy buenos profesionales», pero que a la vez se caracterizan por una cierta desconfianza respecto a la «especulación teórica». Es bastante común que en Chile a la especulación teórica se la califique de onanismo intelectual y el apelativo dado a quien la practica dista bastante de ser un elogio. Como contrapartida -y también a diferencia de otros países-, la participación directa en política de los intelectuales es bastante alta, e históricamente los intelectuales ocupan un lugar de importancia en los partidos de izquierda, y tales partidos no son meros grupúsculos sino que tienen gravitación nacional; el Partido Socialista -que en el fondo es el objeto principal de esta reflexión- es un buen ejemplo de esto.
De forma entonces que podría postularse que en el caso de Chile, en la recepción de Gramsci, predominan los aspectos político-prácticos de su pensamiento. Esto por cierto no es en sí mismo un hecho negativo y hasta podría afirmarse que corresponde a la intención misma de Gramsci, quien estaba preocupado por la eficacia político-práctica de sus ideas, pero creo que condujo a un modo de tematizar su pensamiento, o más bien a un modo de seleccionar temas; y estos temas separados de su contexto son los que hicieron posibles -como postulábamos más arriba- las rupturas con el marxismo y algunos de los principios del socialismo.
Por cierto que no es la primera vez en la historia que un cuerpo de ideas es utilizado a manera de cantera de la que cada uno saca unas piedras para utilizarlas según sus propios fines constructivos. El que esto haya sido posible con el pensamiento de Gramsci puede obedecer a varios motivos; el propio Portantiero señala que la obra de Gramsci ha sido editada de modo tal -y a veces con arbitrarias supresiones- que hace difícil captar el hilo conductor de su reflexión. Esto sucedió especialmente con los llamados Cuadernos de la cárcel, donde una comisión del Partido Comunista Italiano (PCI), presidida por Palmiro Togliatti, para facilitar la lectura agrupó los escritos por argumento y no por orden cronológico, que es lo que permite una más plena intelección de los trabajos, puesto que su reflexión nunca se apartó de los problemas que la política le planteaba. El resultado es que son estos Cuadernos de cárcel, ordenados de forma ahistórica, lo que conoce de Gramsci el lector latinoamericano. Así presentados, ¿qué transmiten esos textos? Una visión fragmentada, sin hilo conductor, sin soldaduras entre trazos aislados de reflexión, sin tiempo; un discurso inteligente pero a menudo críptico. Una suma de partes, en fin, como si en realidad el material tan vasto de las notas fuera nada más que apuntes personales para esa obra für ewig, desinteresada, que Gramsci anunció en 1927 como su objetivo de trabajo en la prisión2.
Lo que quiero sugerir entonces es que los intelectuales políticos de izquierda chilenos, guiados por su espíritu político-práctico, utilizaron -por cierto, sin mala intención- de modo fragmentado el pensamiento de Gramsci, sacando de él solo partes que parecieron ser útiles al momento político que se vivía. El comportamiento era el de una especie de bricoleur que toma objetos o partes de ellos sin mucha consideración al contexto al que pertenecen y los incorporan, resignificándolos, a una nueva estructura, que para sus propios fines él construye.
La difusión de Gramsci en Chile, con anterioridad a 1973, puede decirse que no era muy notoria. Según recuerdo, circulaban algunas ediciones de partes de la obra hechas por la editorial Lautaro en Argentina, poco más tarde algunas ediciones españolas, por ejemplo, las de ediciones Península, de 1967; Siglo XXI de México publicó una antología en 19703. Es sugestivo que una de las pocas publicaciones chilenas sea la selección realizada por Osvaldo Fernández, que editada por la editorial Nascimiento en 1971 haya recibido como título: Maquiavelo y Lenin. Notas para una teoría política marxista, y que en su gran parte corresponda a lo que en la edición togliattiana escribió bajo el título de Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno. No es que en estas notas no exista referencia a Lenin, por el contrario, pero el título dado en Chile lo subraya y en la introducción el autor enfatiza constantemente la relación Lenin-Gramsci. ¿No es curioso entonces que más tarde, después de 1973, más bien a finales de los 70, se haya utilizado a Gramsci precisamente por establecer la ruptura con el leninismo?
Los temas
Entre 1970 y 1973, el periodo de la Unidad Popular, la lectura de Gramsci no era muy masiva, pero empezaban a circular más allá de los pequeños grupos de iniciados varios de sus temas, y como dice Aricó4: «hasta penetraron por lo general de manera abusiva el lenguaje usual de las agregaciones políticas de izquierda o democráticas». Entre esos temas -y a veces solo palabras-, recuerdo particularmente los que se referían a la famosa cuestión del «intelectual orgánico», al problema de la «hegemonía» y al «bloque histórico». El modo en que estos conceptos se asumieron es revelador acerca de lo dicho respecto al predominio de un interés práctico-político en la recepción teórica; el tema del «intelectual orgánico» fue asumido más bien en clave Kautsky-Lenin e intentaba resolver la relación entre intelectuales y militancia partidaria; podría decirse que se confundía «orgánico» con pertenencia a la «organización partidaria»: el intelectual, sin cambiar de condición, se transformaba en «orgánico» en la medida en que asumía una posición militante.
Como se ve, se estaba bastante lejos del concepto de «intelectual orgánico» del propio Gramsci. Quizás podrían rastrearse algunas interpretaciones un poco más apropiadas en el ámbito de lo que fueron algunas propuestas de política educacional, aunque opino que ahí pesaron más las propias tradiciones reformadoras que en esas materias se remontaban a los años 30 y que, como dato curioso, el propio Gramsci en algunas de sus referencias a América Latina las asimilaba al momento de Kulturkampf alemana. Tampoco en el debate político-educacional estuvieron ausentes las formulaciones del tipo «Che» Guevara referidas al «hombre nuevo». Todo lo cual hace pensar que el concepto del «intelectual orgánico» en muy poco correspondía a Gramsci mismo.
Algo similar sucedió con la noción de «hegemonía»; también opino que fue asumida principalmente en clave político-partidaria y en forma muy próxima a una especie de vulgata leninista. Por cierto, en algunos el término servía para limar las aristas más filosas y desagradables de expresiones como «dictadura del proletariado», pero por lo general se entendía como la capacidad político-partidaria -y subráyase partidaria- para imponer un dominio o control; el uso de los diversos mecanismos de poder de los cuales podía disponer un partido eran considerados como los instrumentos claves de una política de «hegemonía». No es por azar que aún hoy día, cuando se acusa a un partido de control excesivo sobre cargos o recursos políticos, se recurra a calificarlo como abuso de «hegemonía».
No mejor suerte corrió la noción de «bloque histórico». Problema fundamental durante los años 1970-1973, e incluso antes, era resolver la alianza obrero-campesina; la reforma agraria había sido iniciada con anterioridad al gobierno de la Unidad Popular, esto es, durante el gobierno de la Democracia Cristiana, con un objetivo de modernización agrícola y acceso a la tierra por parte de los campesinos; el problema era cómo soldar la demanda campesina, que se formula en sus propios términos, con lo que se afirmaba era la demanda «socialista» del movimiento obrero.
Una lectura cuidadosa sobre la «cuestión meridional» seguramente habría sido de gran utilidad, sobre todo para rescatar el papel de los intelectuales -en sentido gramsciano- en tan espinosa cuestión y, aplicado al caso chileno, habría servido para una revalorización de la función de los sectores medios, con los cuales siempre se anduvo a los tropezones. La noción de «bloque histórico alternativo» fue siempre una noción confusa, casi expresión de voluntarismo político para oponer al «bloque dominante» caracterizado como «oligárquico-burgués y proimperialista».
También opino que en el tema de la alianza obrero-campesina predominaban las concepciones «leninistas» y no eran ajenas ideas «debreístas» vinculadas a una cierta interpretación de la Revolución Cubana que ponía énfasis en el potencial revolucionario campesino que muchas veces se hacía extensivo a los marginales -en oposición a un postulado «reformismo» obrero-. Entre tales concepciones, versiones más estrictamente gramscianas no podían menos que naufragar.
Lectura democrática
Basten los ejemplos citados para ilustrar lo que en mi opinión fue la recepción de Gramsci en esos años: selección de temas en función de necesidades «político-prácticas» y además leídos en la clave «teórica» predominante en el momento, y que por cierto no necesariamente correspondían al propio autor. ¿Cómo se pasó entonces de esta lectura «leninista» de Gramsci a una lectura «democrática»? (No quiero negar en este caso lo peyorativo del entrecomillado).
Aprovecho la ocasión para insinuar un tema -solo insinuar- que no estoy en condiciones por ahora de desarrollar. Pocos años antes del gobierno de la Unidad Popular se difundió con bastante fuerza entre ciertos grupos intelectuales y de estudiantes la versión althusseriana del marxismo que aparecía como más sofisticada que la «vulgata» leninista; un grupo importante accedió al marxismo por la vía de Althusser y su divulgación; más tarde fueron en gran parte estos antiguos althusserianos los que durante el régimen autoritario retomaron temas gramscianos. ¿Cómo se explica este tránsito de una adhesión de Althusser, que explícitamente rechazaba el «historicismo» de Gramsci, a la aceptación de los temas de este último? O más bien, ¿hay alguna relación entre el modo de recibir el marxismo vía Althusser y el modo de «recibir» a Gramsci durante y después de la Unidad Popular? Queda por ahora sin respuesta la pregunta.
El «uso de Gramsci» en clave «democrática» está muy ligado a lo que se ha llamado en Chile «proceso de renovación socialista». Por cierto que no ha sido solo una nueva lectura de Gramsci lo que ha determinado las características de ese proceso; como siempre, los aspectos político-prácticos fueron más influyentes que cualquier aproximación teórica. Se trataba de dar respuesta a problemas políticos y el del momento era el enfrentar al autoritarismo, y no como antes el de la revolución o la construcción del socialismo. Los temas de la renovación fueron -y son- muchos y variados; en Chile existe una extensa literatura de libros y artículos a este respecto; no menos impresionante es la que se produjo en el exilio.
La mayor parte de los analistas coincide en que aquello que caracterizó al pensamiento político de gran parte de la izquierda fue un ajuste de cuentas con lo que había sido su experiencia anterior a la dictadura militar, tanto en el plano de lo que fueron sus apoyos ideológicos básicos -distintas lecturas del leninismo- como experiencias políticas de nivel mundial que se consideraban casi como modelo, por cierto principalmente la Revolución Cubana, pero también la experiencia «revolucionaria tercermundista» y ejemplos como Vietnam y otros. Hay que dejar constancia de que estas revalorizaciones no tuvieron el mismo signo para todos. Para algunos -por ejemplo, para el Partido Comunista chileno y para una parte importante de los socialistas-, el fracaso de la Unidad Popular había puesto de manifiesto las debilidades revolucionarias del proceso y la política a seguir, incluso de enfrentamiento a la dictadura, era superar estas debilidades a través de una política más consecuentemente revolucionaria. Puede decirse que estos sectores pensaban que se había pecado por escasez y no por exceso.
Es interesante anotar que estas «revalorizaciones» no suceden por primera vez en la trayectoria política de la izquierda chilena. Es así que la experiencia política del Frente Popular, que tuvo funciones de gobierno entre 1938 y 1948, dio lugar también a interesantes revalorizaciones, especialmente en el Partido Socialista. Este sufrió varias crisis -e incluso una de sus divisiones más importantes- durante ese periodo, como consecuencia de las tensiones que le significaron sus responsabilidades de gobierno. Lo curioso es que si por lo general el periodo del Frente Popular es evaluado positivamente en la memoria histórica de los sectores populares chilenos, no ocurrió lo mismo con gran parte de los intelectuales políticos del Partido Socialista, que consideraban que la crisis de la experiencia aludida mostraba la ineficacia de una alianza en la que los «sectores populares» quedaban «subordinados» a la «burguesía», por lo que correspondía acentuar el carácter autónomo y no reformista de sus opciones (al respecto, véanse por ejemplo los juicios de Julio César Jobert en su Historia del Partido Socialista o los de Alejandro Chelén en sentido similar). A partir de ese momento el Partido Socialista, por lo menos en sus declaraciones verbales, acentuó su «revolucionarismo».
Hemos dicho que no todos, en el caso de la Unidad Popular, reaccionaron de la misma manera, pero aquí nos interesan principalmente muchos de aquellos que se identificaron con la opción de renovación y acudieron -por lo menos en un principio- a una resignificación de Gramsci. Se ha dicho que la nueva lectura de Gramsci no solo ya no fue en clave leninista, sino que fue más bien antileninista. Pero este nuevo enfoque no puede separarse de la experiencia misma de la dictadura militar. La crítica a la dictadura de «derechas» no pedía dejar intocada la tesis de la «dictadura del proletariado», sobre todo en su versión leninista; muchas veces el enfrentarse a la dictadura se hizo desde una posición ética, en defensa de los derechos humanos, en defensa de los derechos de las personas, en defensa del respeto a una legalidad; era casi imposible recurrir a tales criterios en términos de una oposición entre una «mala dictadura» y una «buena dictadura». La idea de un valor mayor, o fin último -el socialismo- como legitimador de negativas circunstancias de coyuntura, no aparecía ni como ética ni como políticamente válida. El concepto de hegemonía fue replanteado y en dos sentidos: como crítica a una experiencia anterior y a la vez como sentido de futuro. La idea de hegemonía fue reinterpretada como construcción de mayoría y la democracia, como posibilidad de expresión de aquella, y por cierto, con la aceptación de sus procedimientos, tanto en la conformación de la mayoría misma como en la de su relación con la minoría. La noción de hegemonía pasó a estar muy cerca del tema de la formación de consensos.
Por cierto que la revalorización de la democracia no quedó solo en el ámbito de una institucionalidad política general. Se tomó conciencia de que se enfrentaba no solo a un régimen autoritario sino a una sociedad que adquiría cada vez más esos rasgos en el conjunto de su comportamiento, y por cierto tal autoritarismo de la sociedad no podía achacarse sólo al régimen militar; existían, en la experiencia social, factores más profundos, y muchos de ellos no obedecían solo a las nuevas circunstancias. Para la izquierda, uno de los temas con relación a lo anterior fue el del carácter de los partidos políticos. La crítica se orientó a señalar las carencias democráticas de las propias agrupaciones; el modelo leninista de «centralismo democrático», tantas veces pregonizado, mostraba una fuerte tendencia al centralismo y una escasa tendencia a la democracia. Por otra parte, la relación de los partidos con las distintas expresiones de la sociedad, movimientos y organizaciones sociales o culturales también fue objeto de crítica, insistiéndose ahora en la autonomía de estas. De hecho, la reinterpretación de la noción de hegemonía condujo a una percepción mayor de la complejidad de lo social y la imposibilidad de reducirla a un estrecho criterio partidario.
La experiencia de la Unidad Popular habría llevado a una polarización de la sociedad obligando a muchos sectores a definirse en términos antinómicos incluso -podría decirse- a pesar de ellos. La mantención de esos términos se mostraba profundamente negativa para superar las condiciones dictatoriales en que el país se encontraba; era necesario generar un momento de reencuentro de vastos sectores sociales -fundamentalmente con los denominados sectores medios- con base en términos como libertad, justicia, preocupación social y democracia representativa.
Por cierto que tales temas pertenecían a la experiencia histórica del movimiento popular chileno, pero la paradoja consistía en que una parte importante de su expresión política -los partidos de izquierda- no habían asumido en su discurso ideológico esas nociones; por el contrario, la mayor parte de las veces el juicio había sido crítico, enfatizando las dimensiones de la falsedad o los límites que conceptos como libertad, justicia o democracia tenían en la experiencia concreta de la denominada «sociedad burguesa». Si a menudo las críticas habían sido justas, poco se había avanzado más allá de eso, de modo que resultaba difícil postular una hegemonía alrededor de aquellos tópicos. En suma, el concepto de hegemonía como concepto distinto al de puro dominio mostró eficacia en la reconsideración de la práctica política anterior, pero a la vez exhibió que la izquierda estaba muy lejos de poder considerarse como hegemónica respecto de los temas que en ese momento podían concitar un apoyo nacional amplio.
Quiero insistir en algunos aspectos de lo anteriormente señalado y que tienen que ver con la noción de hegemonía, que pienso fue uno de los elementos más importantes en la lectura de Gramsci en esos momentos. Condujo -como ya decía- a una percepción de la mayor complejidad de lo social, a la imposibilidad, político-práctica, de reducir el conflicto social a componentes simples, por mucho que estos se consideren como «determinantes en última instancia». Tal percepción de complejidad llevó también a evaluar de modo más realista el verdadero papel que en el conjunto de la sociedad chilena jugaban la ideología y las agrupaciones políticas de izquierda. Puede decirse que empezó a imponerse una actitud de mayor modestia, si es que tal término es adecuado; por otra parte la dictadura misma y la crisis de los partidos de izquierda, especialmente del Partido Socialista, no hacían posible la mantención de un «chovinismo» partidario. Se inició la búsqueda de un diálogo y acercamiento con distintas agrupaciones. Diálogo que no tenía el rasgo de experiencias anteriores que enfatizaban solamente los aspectos orgánicos de una alianza -aunque por cierto esas preocupaciones no dejaron de estar presentes-, sino que también se preocuparon por ser más receptivos a las distintas orientaciones ideológicas de los otros grupos: el diálogo con las «socialistas de inspiración cristiana» es un buen ejemplo de lo señalado. De hecho la noción de hegemonía pasó a perder importancia respecto a la intención de búsqueda de consensos, aunque puede afirmarse que fue la reconsideración de esa primera noción -la comprobación de su complejidad- lo que permitió el tránsito a la temática consensual.
Crítica del pasado y novedad del presente
Un tema que aún produce una cierta confusión se refiere a la crítica del pasado, entendido este en sentido más amplio que los puros aspectos político partidarios. Como se sabe, el régimen autoritario chileno no solo tuvo ese rasgo -autoritario- sino que además llevó a cabo -por cierto, con momentos de crisis y con un alto costo social- una profunda transformación de la sociedad chilena, sobre todo visible en los aspectos económicos, pero que como es obvio tuvieron un fuerte impacto también en lo social. Podría decirse que la ruptura con el pasado la introdujo de hecho el régimen autoritario. Fue lo que muchos llamaron una «modernización conservadora». En alguna medida, la izquierda estaba obligada a recurrir a algunos elementos de la tradición para oponerse a la nueva modernización, y es así, por ejemplo, que se postulaba que el régimen significaba una ruptura con una tradición democrática, la que era necesario rescatar y continuar.
En el pensamiento socialista se intentó revalorizar aspectos casi olvidados de sus anteriores formulaciones políticas e ideológicas, y figuras como las de Eugenio González adquirían nueva significación; del propio Salvador Allende se reivindicó su pertenencia a la tradición democrática chilena. Pero era y es difícil defender el socialismo solo como un elemento de la cultura tradicional, más aún en un momento en que el propio pensamiento de derechas empezó a motejar al socialismo como una utopía perteneciente al pasado o como expresión de atraso y arcaísmo.
Para el socialismo la relación con la nueva modernidad se tornaba compleja; por largos años habían reivindicado para sí la condición de portadores del progreso, y ahora este «progreso» parecía dejarlos atrás. Se produjo en muchos una fascinación con la nueva modernidad; no se dejaba de estar consciente de sus costos o de sus fallas, pero y sobre todo con la crisis de los países del Este, que no podía asumirse como una «superación dentro del socialismo», no se encontraba la posibilidad de oponer a la modernización capitalista en curso un modelo y una alternativa viable. El socialismo podía ser crítico a la forma que adoptaba la modernización, pero no podía oponerse a la modernización misma. El resultado fue -y en cierto modo aún lo es- que muchos sectores del socialismo asumieron modelos de modernización sin cuestionar demasiado el carácter de estos; se quiso tener un partido moderno, una actitud moderna, una propuesta moderna, asumiendo esta modernidad la mayoría de las veces tal y como se presentaba.
Como decía, la modernización se expresaba en el campo de lo económico, pero a pesar de todo era evidente su carácter excluyente; la crítica se ejerció respecto a la exclusión, pero muy poco respecto a los contenidos de la modernización misma. Los problemas se manifestaron en el ámbito de la cultura; a este tema, los intelectuales de izquierda que habían recibido algunas influencias de Gramsci eran particularmente sensibles. Gramsci había mostrado en su análisis cómo la cultura -entendida en un sentido amplio- y sus representantes constituyen el verdadero cemento de la sociedad, de ahí entonces su preocupación por aspectos como el de la «reforma intelectual y moral», la «crítica del sentido común», la «hegemonía», la construcción de un bloque histórico alternativo basado en una «voluntad nacional-popular». Estos temas por cierto estuvieron presentes en la preocupación de los «gramscianos» chilenos y latinoamericanos, pero tengo la impresión de que los aspectos de la transformación social a la que se aludió y el grado de estructuración y de escasa visibilidad del movimiento popular -por efecto del régimen autoritario- significaron que no fuera fácil percibir a los portadores sociales de tales alternativas. De modo entonces que la preocupación por lo cultural pasó predominantemente a ser una preocupación por la inserción en la «nueva cultura», más que la preocupación por fundar una cultura alternativa.
Robert Barros, en un excelente ensayo5, ha analizado el modo como la izquierda, especialmente la del Cono Sur, ha enfrentado la relación entre democracia y socialismo, y señala que alrededor de ese problema se constituyeron tres posiciones: una que insiste en la oposición entre «democracia formal» y «democracia real» y considera la «democracia burguesa» solo como un objetivo táctico a ser superado en la «verdadera democracia socialista»; otra que soslaya la cuestión del socialismo y enfatiza la introducción y consolidación de las instituciones democráticas; y una tercera que sería más propia a los que aún se mantuvieron como gramscianos, que pretende conjugar ambos términos, en donde «la democracia, entendida como la praxis activa de las clases subalternas, surge como algo inseparable del proceso de autoconstitución de los sujetos populares históricos y del socialismo concebido como una ampliación y una profundización del control democrático sobre la existencia social»6.
Estas tres posiciones señaladas por Barros tuvieron y tienen lugar en Chile, pero nuevamente las condiciones de la política práctica ejercen su influencia; el Partido Socialista reunificado ha pasado a formar parte de la actual coalición del gobierno y las tareas de la consolidación democrática se han impuesto por encima de muchas otras consideraciones; el recurso de Gramsci, si es que aún se hace, puede no librarse del destino que hasta ahora en gran medida ha tenido; esto es, cantera de la que cada uno saca una piedra para construir su propio edificio.
No es que considere no válido el que un autor -o una tradición- sea permanentemente resignificado, ese parece ser el modo de apropiarse de una tradición. Pero opino -y es una opinión- que el pensamiento de Gramsci adquiere todo su significado cuando no se le despoja de su visión de futuro, y este para él era el socialismo, a pesar de lo problemático que tal futuro pueda parecernos ahora.
La paradoja que he querido insinuar a través de estas líneas es que Gramsci significó para muchos en la izquierda una apertura a los nuevos problemas, una ruptura con un marxismo y con una visión del socialismo que aparecía como fosilizado o por lo menos amenazado de parálisis, pero que la «novedad» se impuso sin que fuéramos capaces de encontrar en Gramsci mismo una respuesta, quedándonos atrapados en la pura novedad del presente.
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1.
J.C. Portantiero: Los usos de Gramsci, Pasado y Presente, México, 1977, p. 66.
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2.
J.C. Portantiero: op. cit., p. 54.
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3.
Sobre el tema de la difusión de la obra de Gramsci en América Latina, v. José Aricó: La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1988.
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4.
J. Aricó: op. cit., p. 20.
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5.
Robert Barros: «Izquierda y democracia. Debates recientes en América Latina» en Zona Abierta N° 39-40, 4-9/1986.
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6.
R. Barros: op. cit., p. 52.