Opinión
septiembre 2021

¿Qué entiende por «pueblo» el Papa Francisco?

El Papa Francisco ha articulado un discurso en el que, lejos del nacionalismo católico de antaño, la apelación al «pueblo» no trae aparejada esencialismos excluyentes y autoritarios. Su crítica del formato neoliberal de la globalización recupera la «Teología del pueblo» y hoy es reivindicada por parte del progresismo global.

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Desde su llegada al papado en 2013, Francisco no deja de estar en el centro del candelero, suscitando fuertes controversias tanto dentro como fuera del mundo católico. Las disputas han llegado a adquirir cierto dramatismo cuando el propio Francisco reconoció que muchos deseaban que no superara su reciente operación y se preparaban para un futuro cónclave. Sin llegar a estos casos extremos, parte de sus detractores consideran que el papa hace una lectura sesgada del pensamiento social católico y que, por tanto, lo distorsiona. Además, cuestionan lo que consideran una excesiva «reducción» del catolicismo a sus ideas sociales y políticas en detrimento de la dimensión religiosa y espiritual. Para sus defensores, Francisco está haciendo precisamente lo opuesto: desandar el sesgo procapitalista heredado del papado de Juan Pablo II y las disputas de la Guerra Fría, reconduciendo al catolicismo a su propio territorio: el de la fraternidad y la igualdad pregonada por Jesús. En este marco, las numerosas disputas existentes reflejan la heterogeneidad política y teológica que nutre a los diferentes actores que componen la grey católica y que difieren en infinidad de aspectos.

Puertas afuera de la Iglesia, las controversias no son menos intensas. Mientras buena parte de los movimientos populares de América Latina y los dirigentes de centroizquierda en Europa y Estados Unidos suelen hacerse eco de las declaraciones del pontífice, desde las centroderechas llueven las críticas. Para estos sectores, el problema no es la distorsión del pensamiento social de la Iglesia, sino todo los contrario: la fidelidad del papa al fondo supuestamente autoritario del catolicismo y muy especialmente su apelación al «pueblo». Un concepto que consideran problemático, peligrosamente antiliberal y tendencialmente excluyente. En otras palabras: un posicionamiento que más allá de la buena voluntad del Papa propicia regímenes «populistas» autoritarios y «sociedades cerradas». Por el contrario, para los teólogos cercanos a Francisco, como ocurre con Emilce Cuda, recientemente nombrada al frente de la Comisión Pontificia para América Latina, las acusaciones son infundadas y deshonestas, orquestadas por sectores neoliberales que ven con malestar las críticas de Francisco a las desigualdades sociales.

¿Qué hay de cierto en esto? ¿Tienen sustento las críticas de los adversarios de Francisco? ¿Qué entiende el papa, a fin de cuentas, por pueblo?

Pueblo católico y nacionalismos: del siglo XIX al XX

Las nociones de «pueblo católico» y «pueblo de Dios» tienen una larguísima historia en el seno del catolicismo. Su reinvención moderna, sin embargo, puede situarse en la segunda mitad del siglo XIX. A lo largo de esas décadas, los denominados católicos sociales comenzaron a emplearla para discutir el tipo de sociedad que alentaba el liberalismo y denunciar las consecuencias sociales de la industrialización. Durante la primera mitad del siglo XX, la noción fue reformulada y se convirtió en uno de los puentes a través de los cuales la Iglesia católica se hibridó con diferentes identidades nacionales al tiempo que intentó dar respuesta a los desafíos planteados por la democracia de masas. De hecho, en muchos países, entre ellos Argentina y España, el «nacionalismo católico» devino una corriente ideológica poderosa e influyente. En estos casos, como señalan hoy en día algunos de los detractores del papa, la noción de «pueblo» alimentó nacionalismos «cerrados», obsesionados por la virtual amenaza de una larga lista de diferentes «otros». Los nacionalistas católicos argentinos, por ejemplo, cultivaron un antisemitismo en muchos casos virulento y defendieron por diferentes vías la confesionalización del Estado, buscando reducir todo lo posible la libertad de cultos establecida por la constitución nacional de 1853.

Durante la segunda mitad del siglo XX, las cosas comenzaron a cambiar. En Europa, el nacionalcatolicismo, en palabras del historiador italiano Alfonso Botti, entró en crisis y declinó, con algunas pocas excepciones. En América Latina, por su parte, si bien continuó siendo pujante en países como Argentina, al mismo tiempo ganaron fuerza otros catolicismos y otras vías de vinculación entre religión, pueblo y nación. El culto mariano fue, en muchos casos, el escenario de estas nuevas articulaciones. Por otro lado, en las décadas de 1960 y 1970, en el marco del impacto de la Revolución cubana, el Concilio Vaticano II y la Guerra Fría, emergieron «nuevos» catolicismos «liberacionistas» que reformularon una vez más la idea de pueblo. Entre ellos, se cuenta la llamada Teología del Pueblo argentina, influenciada entre otras cosas por la experiencia peronista. Por entonces, mientras quienes se sentían más cerca de la Teología de la Liberación solían hablar un lenguaje clasista, los teólogos del pueblo ponían el acento en la potencialidad antiimperialista de «lo popular». En la base de dicha teología, en la que abrevó Jorge Bergoglio, se defiende, además, el principio de que las clases populares son depositarias de sedimentos culturales y religiosos propiamente cristianos capaces de generar, llegado el caso, formas de resistencia contrahegemónica. En otros términos, una cultura «auténtica» capaz de resistir la «extranjerización» de las clases dominantes y las elites intelectuales, atravesadas por ideologías supuestamente anticatólicas y exportadas desde los países centrales e imperialistas. 

Pueblo y globalización en Francisco

En el pensamiento de Francisco, en sintonía con el catolicismo social y la Teología del Pueblo, la noción de pueblo no deja de nutrirse de un fondo esencialista ni de propiciar una cosmovisión antiliberal de lo social, una de las columnas vertebrales del pensamiento socialcristiano. Las continuidades, sin embargo, terminan allí. Una primera diferencia fundamental es la reivindicación de la idea de diversidad. En contraste con el concepto de pueblo alentado por el viejo catolicismo social y los nacionalistas católicos de antaño, Francisco insiste en que su idea de pueblo es «abierta» a la diversidad y a los «otros». Durante su viaje a Paraguay en 2015, se refirió ampliamente al tema y señaló que «la diversidad no es solo buena sino necesaria» y que «la riqueza de la vida está en la diversidad». Y agregó con énfasis: «la uniformidad nos anula». Su defensa de los inmigrantes, asimismo, ha ido mucho más allá de cuestiones de tipo humanitario y caritativo, dando pie a una suerte de síntesis entre las nociones de pueblo y diversidad. A diferencia de las versiones restringidas y excluyentes de los nacionalismos esencialistas del siglo XX, otrora hegemónicos entre muchos católicos, para Francisco los «otros» no amenazan ninguna identidad esencial sino que, lejos de ello, son una de las vías privilegiadas para «enriquecerla» y desarrollarla. En una reciente entrevista televisiva con el periodista Carlos Herrera señaló que el principal desafío actual es, precisamente, construir una «unidad que no rompa las diferencias sino que las viva en comunión por medio de la solidaridad y la comprensión». De igual manera, durante el III Encuentro Mundial de Movimientos Populares, realizado en Roma en 2016, pidió recordar que «Jesús, María y José experimentaron también la condición de refugiados».

¿Una globalización cristiana? 

Más allá de lo que afirman muchos de sus críticos, Francisco no rechaza la globalización en sí misma, sino que la cataloga como la «versión neoliberal» de la misma. La globalización de la «exclusión y la indiferencia», en sus propias palabras. En una entrevista con el periodista Henrique Cynerman explicó en el 2014 que la «globalización mal entendida es como una esfera donde todos los puntos son iguales» y dónde «se anulan las particularidades». En dirección contraria, una «globalización cristiana» debe ser como un poliedro en el que cada uno, «manteniendo su identidad», se enriquece al mismo tiempo en la interacción con lo diferente. Una globalización como «diálogo» entre  pueblos que, en tanto tales, no renuncian a sus «raíces». La única forma, agrega Francisco, para lograr un intercambio real que no «destruya» a los interlocutores débiles ni aniquile «sus culturas». En su discurso durante el Encuentro Mundial de Movimientos Populares celebrado 2014 en Roma, definió esta forma de globalización como «cultura del encuentro», opuesta a la cultura de la discriminación y la xenofobia, y la comparó una vez más con un poliedro capaz de reflejar la «confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad». En su última encíclica del 2020, Fratelli tutti,  dio un paso más y vinculó su definición de pueblo con una reivindicación de la noción de periferias, profundizando su crítica a la globalización actual. «Abrirse al mundo», escribe Francisco, «es una expresión que hoy ha sido cooptada por la economía y las finanzas» y apunta sobre todo «a la libertad de los poderes económicos para invertir sin trabas ni complicaciones», instrumentalizándose «la economía global para imponer un modelo cultural único [...] un globalismo que favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes. De este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el divide y reinarás».

 ¿Qué pueblo?

Para los detractores de Francisco puertas afuera, no parecen existir las diferencias señaladas. El «pueblo» de las encíclicas Fratelli tutti o Laudato si´ es visto como portador de los mismos condimentos autoritarios que lo definían en tiempos del nacionalismo católico de la primera mitad del siglo XX. Una lectura, en mi opinión, muy sesgada a la luz de las declaraciones y documentos papales. Las múltiples intervenciones de Francisco tanto en entrevistas públicas como en sus encíclicas apuntan claramente en otra dirección. La denuncia que el papa hace de la globalización neoliberal y el fondo antiliberal de su apelación al pueblo no parecen traer aparejados los esencialismos excluyentes y autoritarios de antaño. Por el contrario, en sus declaraciones ha defendido explícitamente una idea de identidad como construcción cultural, por definición histórica y abierta, en constante sedimentación, basada, además, en la «dignidad trascendente de la persona humana [...] sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado». Dicho con otras palabras: el pueblo del que habla Francisco está muy lejos de ser concebido como una unidad esencial determinada por el origen.

Por otro lado, explícitamente ha rechazado las pretensiones intransigentes de los sectores tradicionalistas y aclaró que sus intervenciones no deben entenderse como manifestaciones de una Iglesia que reclama el «monopolio de la verdad». En 2015 insistió en Bolivia en este punto: «Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones [...] no existe una receta». El que no exista una receta, no obstante, no debe impedirnos recordar que «el amor a los pobres está en el centro del Evangelio».

En conclusión, lejos de los esencialismos de otros tiempos, la noción de pueblo funciona en Francisco como la piedra angular de lo que pretende ser un nuevo contrato entre lo global y lo particular, con eje en la defensa de las periferias. Un contrato afirmado, además, como he señalado en otro artículo, en una apuesta por defender la existencia de un sustrato trascedente para las ideas de igualdad y fraternidad. El alfa y el omega de la utopía política cristiana que el papa batalla por consolidar puertas adentro de la Iglesia, por ahora resultados inciertos. No obstante, la prolongación de su papado, que el propio Bergoglio había vaticinado breve en 2013 le ha dado al proyecto que encabeza más fuerza de la esperable en un comienzo y ha aumentado sus posibilidades de subsistir. El próximo cónclave será, sin dudas, clave y, aunque Francisco lo niegue, hace tiempo que su mirada está puesta allí.



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