Por una democracia feminista (siempre por hacer)
Nueva Sociedad 298 / Marzo - Abril 2022
¿Qué herramientas nos proporciona el feminismo para profundizar la democracia? El feminismo de base del movimiento autónomo entiende la democracia como algo que se está haciendo continuamente, es decir que necesita de una sociedad organizada fuerte que empuje en forma constante por la redistribución del poder y los recursos. Su sujeto político es configurado por una suma de luchas en marcha.
La pregunta por el contenido de la democracia estuvo en primer plano en el ciclo anterior de protestas que se desencadenó como respuesta a la crisis de 2008 y a determinados contextos locales. De Tahrir a la Puerta del Sol, de Syntagma a Plaça Catalunya o Zuccotti Park en Nueva York, los manifestantes invocábamos una y otra vez el significante «democracia». Pero ¿qué democracia? No era la de los partidos, la de las cámaras de diputados clausuradas para las necesidades y voluntad de las mayorías; era una «verdadera», que construiría poder ciudadano contra la dictadura financiera, los intereses particulares y los políticos profesionales. Allí se impugnaba un sistema de representación que no alcanzaba; una reivindicación que hoy parece aparcada ante necesidades más urgentes: frenar el cambio climático –problema que está ahí y cuyas soluciones parecen muy lejanas, pero que lo modifica todo– o el ascenso de las extremas derechas y los posfascismos, que en algunos lugares identificamos como la mayor amenaza a estas democracias imperfectas que ayer desafiábamos.
Entonces estábamos frente a un punto de bifurcación: si no se lograba frenar la salida antisocial a la crisis, y si en lugar de la profundización democrática arraigaba el miedo, llegarían los «hombres blancos cabreados» (angry white man) y una parte de la población los seguiría. Pero en ese entonces no lo sabíamos. No sabíamos que elementos como Donald Trump o Jair Bolsonaro acabarían gobernando sus países. En esos días, el problema era entender que, más que un conjunto de instituciones –elecciones, partidos, Parlamento–, la democracia por la que luchábamos estaba definida como la distribución-disolución social de toda forma de poder, la igualdad radical en la participación política y en la distribución de la riqueza y el reconocimiento del poder constituyente como la fuente raíz de esta democracia, como explica Emmanuel Rodríguez1. Hoy en Europa ya no hablamos de esto, sino de «cordones sanitarios» o «democráticos», es decir, grandes coaliciones que dejen fuera a la ultraderecha, «frentes populares» y «votos útiles para frenar al fascismo». Nada de ello profundiza la democracia, nada de ello sirve para redistribuir más poder o recursos, más bien todo lo contrario: es funcional a la hipótesis conformista del mal menor. De pronto, abrimos una puerta y al otro lado solo había un muro.
Encontramos así dos líneas de fuerza. Una primera que dice que la democracia es siempre imperfecta y que necesita estar continuamente haciéndose –de ahí la necesidad de proteger con extremo cuidado el derecho a la protesta y la contestación, a pesar de las tensiones que pueda generar en el propio sistema–. Esta es una política que se construye como creación, como acto de autoinstitución social, y que determina que la única Constitución democrática es la que experimenta «una innovación continua», en palabras de Antonio Negri2. Otra línea, en un sentido opuesto, asegura que la democracia debe ser protegida como un niño frágil de la amenaza de la ultraderecha, incluso a veces socavando sus propios principios –con determinadas restricciones al habla pública, con nuevos delitos de odio, con nuevas limitaciones a la protesta–, cuyo objetivo declarado es reducir la capacidad de influencia social de estos nuevos ultras y dirigir toda la energía política a frenar su ascenso. Se nos presentan como dos líneas divergentes: «si queréis democracia, conformaros con lo existente y no pidáis más». En este sentido, la emergencia de los posfascismos está siendo instrumentalizada por algunos partidos para intentar revertir la crisis de legitimidad de la política institucional, del propio proyecto neoliberal y de sus comparsas, incluidas la fuerzas socialdemócratas en sus vertientes social-liberales. Sin embargo, el verdadero «frente antifascista», el único que quizás sí tenga posibilidad de recuperar la democracia, es el que se propone ampliarla, el que trata de dar respuestas a la crisis de representación imaginando y dando lugar a formas políticas que mantengan vivo el vínculo entre el poder distribuido en el cuerpo social y las instituciones que lo sostienen, apostando por las luchas que pueden dar lugar a una redistribución del poder y los recursos.
Un temblor morado
En los últimos años se activó otro ciclo de movilizaciones con carácter global y potencial democratizador, que tuvo su epicentro en América Latina y los países del sur europeo, con sus propias declinaciones o temblores en el resto del mundo: el grito feminista. Si la propuesta de los posfascismos está articulada a partir de los ejes de género, raza y nación, las luchas de las mujeres son un lugar privilegiado para confrontarlos. La agenda antigénero tiene un papel relevante en el ascenso o la presencia pública de estas opciones ultras y forma parte de una clara estrategia para conseguir poder –institucional, mediático o social– que en Europa central y oriental y América Latina es utilizado claramente para socavar la democracia liberal. Para explicar su éxito, sin embargo, tendremos que retroceder algo más, hasta el surgimiento del neoliberalismo y lo que han supuesto estos 40 años de dominio, lo que han dejado sus formas de gobierno sobre el planeta y nuestras subjetividades. Como explica Wendy Brown, estas derechas se han alimentado de los modos de subjetivación y de la destrucción de los mundos comunes que ha impuesto la regulación neoliberal desde finales de los años 703. Este aspecto micropolítico es clave en la estrategia de generar una cultura antidemocrática desde abajo. Si sus discursos que se basan en la libertad y la moral para justificar sus exclusiones y ataques a la democracia, a la igualdad racial, de género y sexual, a la educación pública y a la esfera pública, son las privatizaciones masivas, el ataque a los derechos sociales, pero también el asalto a la misma idea de lo social y la sociedad los que han preparado el terreno para su emergencia. Por tanto, defender la democracia contra los posfascismos implica en realidad acudir a su raíz, recuperar su sustancia cuando esta se despoja de su corsé liberal. Una sociedad es democrática únicamente cuando reconoce que la libertad solo puede remitir a la igualdad. En palabras de Emmanuel Rodríguez, y dicho en términos clásicos: «Solo los iguales pueden ser libres, y solo los libres pueden ser iguales. La república de los iguales es aquella que reconoce y hace efectiva para todos la libertad política fundamental: la participación en toda forma de poder explícito. Y tal condición exige la supresión de todo privilegio». Los feminismos tienen mucho que aportar a esta propuesta.
Pero ¿qué feminismo?
Si nos hemos preguntado por el contenido de la democracia, no podemos continuar sin hacerlo por el de los feminismos. Es indudable que hoy existe un movimiento diverso con diferentes propuestas y visiones que están relacionadas también con distintos intereses de clase. La cuestión de cómo se concibe la igualdad dibuja la principal demarcación. Simplificando mucho, una de las líneas de fractura más evidente es la que divide entre quienes concebimos el feminismo como una herramienta de transformación del sistema, que necesariamente tiene que estar vinculada con otros procesos de contestación en marcha –no es solo un posicionamiento teórico, es una práctica política–, y aquellas cuyo horizonte es la igualdad entre hombres y mujeres dentro de los marcos de lo existente: su 50% del infierno. Este feminismo liberal concibe la igualdad con los hombres dentro de cada estrato social pero manteniendo la jerarquización social intacta. Y esto es así porque la entiende como igualdad formal, de oportunidades, no como igualdad real, material, de condiciones y posibilidades de vida. Por ello, las medidas que propone son políticas muy centradas en superar el «techo de cristal», pensadas para que algunas mujeres lleguen a los lugares de poder social.
De hecho, esta posición liberal coincide con lo que hasta hace poco han sido las líneas fundamentales del feminismo institucional mainstream. Como explica Susan Watkins, el enorme empuje del ciclo feminista de luchas de las décadas de 1960 y 1970 quedó institucionalizado internacionalmente en un proyecto político que consistía en incorporar a las mujeres a los estratos empresariales y profesionales del orden existente4. El discurso del «empoderamiento» de las mujeres desde esta perspectiva liberal es, desde hace mucho tiempo, un mantra del establishment global y una línea fundamental del feminismo de las organizaciones internacionales –Organización de las Naciones Unidas (onu), Banco Mundial, etc.–. Un proyecto vinculado a las políticas oficiales de desarrollo que fomentaban el sector privado y promovían la incorporación masiva de las mujeres a la fuerza de trabajo –como mano de obra barata–; o su inclusión en la economía formal mediante el emprendimiento a través de la economía de la deuda y el sistema financiero –como lo hizo el programa de promoción de microcréditos a mujeres pobres–. Así, dice Watkins, la agenda feminista global sirvió para impulsar las nuevas doctrinas y prácticas neoliberales. Sus principales consecuencias han sido que los avances en la igualdad de género, que indudablemente se han producido a escala global, hayan ido acompañados de un aumento de la desigualdad económica y del empeoramiento de las condiciones de vida en todo el planeta, también en muchos de aquellos países incorporados al «desarrollo». «Igualdad en el colapso» podría ser su lema.
Feminismo del desborde
El nuevo ciclo de movilizaciones feministas de los últimos años ha desbordado completamente la agenda de paridad liberal –o neoliberal– que había devaluado la potencia de los feminismos como movimiento social después de la ola de los años 60 y 70, según explica Raquel Gutiérrez Aguilar sobre la experiencia latinoamericana5. Algo que también podemos aplicar a los feminismos de base europeos con un fuerte acento anticapitalista –y más presencia en el sur–. Sorprende la fuerza del feminismo latinoamericano que ha estado presente en las revueltas chilenas que han dado lugar a una Convención Constitucional; la «marea verde» que ha inundado las calles hasta conseguir el derecho al aborto en Argentina; las feministas bolivianas que se organizaron en la Asamblea de las Mujeres para frenar el golpe mientras declaraban su independencia de todo gobierno. Mientras tanto, en México, la brutalidad de los feminicidios ha desatado multitudinarias manifestaciones y disturbios protagonizados por mujeres. Estas nuevas rebeliones que han desbaratado la lógica del feminismo liberal se han levantado sobre la urgencia de las vidas perdidas, los feminicidios –#NiUnaMenos–, las violencias sexuales, pero también sobre las muertes por abortos precarios y la imposibilidad, incluso después de décadas de lucha, de decidir sobre la propia maternidad –la agenda de derechos sexuales y reproductivos–. El desborde se ha producido, según Gutiérrez, por una renovación de las claves feministas –la ampliación de sus sujetos de lucha, sus demandas y sus debates–, donde las movilizaciones de carácter radicalmente autónomo han tenido un fuerte componente de feminismos comunitarios, decoloniales y populares. Estos feminismos renovados han sabido «superar» la cuestión sexual –o no quedar atrapados en el pánico moral y la victimización, y la posición de demandante de protección estatal que esta implica–. Es decir, han conseguido conectar la lucha contra las violencias machistas con el resto de las violencias estructurales e institucionales –de los Estados, entre ellas las policiales– y las que se derivan de ser pobres o de estar en prisión, además de aquellas producidas por la explotación de la naturaleza, el extractivismo y la explotación neocolonial de los territorios. Las luchas feministas latinoamericanas han puesto el cuerpo en todas estas luchas que nos recuerdan cuál es la relación entre el proceso de globalización capitalista, el nuevo proceso de acumulación por desposesión y la escalada de violencia contra las mujeres, líneas feministas que vienen de autoras como Silvia Federici6 o Maria Mies.
Para Mies, «el capitalismo no puede funcionar sin el patriarcado, ya que el objetivo de este sistema, es decir, el proceso de acumulación continua de capital, no puede lograrse a menos que se mantengan o se recreen las relaciones hombre-mujer» y lo justifica precisamente en la necesidad que este proceso tiene del trabajo de cuidados no remunerado7, es decir, de la reproducción gratuita o semigratuita de la mano de obra. De esta reflexión que hace la economía feminista sobre el trabajo proviene la aportación política más potente y con mayor capacidad de devolver su sentido a la palabra democracia: la de reorganizar la sociedad a partir de la preservación y la defensa de la vida –vidas vividas en condiciones, vidas que se abren a la potencia del ser y no de la acumulación de beneficios–. Muchas de las luchas más importantes de la época tienen una vertiente reproductiva: por el derecho a la salud o la educación, a la vivienda y otros servicios públicos, por la seguridad alimentaria, contra la contaminación provocada por el agronegocio, contra el cambio climático, por un cuidado digno en la vejez y buenas condiciones para el trabajo doméstico o por la renta básica universal… El feminismo de los últimos años las encarna, las atraviesa o se compone con ellas.
Armar alianzas de iguales
La tarea de organizar la fuerza colectiva que encarne ese proyecto solo puede partir de feminismos que no funcionen como identidad, sino que sumen a los hombres y a las personas que no encajen en este esquema binario en la lucha contra el sexismo y en la reivindicación de una democracia de iguales: un proyecto de cambio que se construya colectivamente y de forma antiautoritaria. Para hacer esto, se han tejido alianzas prácticas en conflictos concretos. Precisamente, una de las virtudes del feminismo latinoamericano, dice Gutiérrez Aguilar, es que está teniendo capacidad para conectar las luchas, por ejemplo, entre el movimiento indígena y el movimiento feminista. Según Verónica Gago, «hoy una revuelta, un paro, una ocupación popular, indígena, comunitaria, al mismo tiempo tiene en su interior perspectiva feminista»8. Lo mismo sucede en Europa, donde las alianzas más prometedoras son aquellas en las que el feminismo se compone con la movilización de las personas migrantes o racializadas en su lucha contra las leyes de extranjería, contra el racismo o por los derechos laborales de los sectores donde abunda esta mano de obra y se dan condiciones de hiperexplotación: trabajadoras domésticas, sector agrícola, trabajo sexual, etc… Un nuevo sindicalismo feminista está naciendo.
En Estados Unidos, el feminismo también ha tenido un papel destacado en las movilizaciones más importantes que se han producido en este país desde la década de 1970: las de Black Lives Matter [Las vidas negras importan], que han puesto el foco en las violencias institucionales racistas y sexistas desde una perspectiva antipunitiva. No en vano en este movimiento ha estado muy presente la demanda de abolir las prisiones y «desfinanciar» a la policía para, en su lugar, llevar educación y servicios a los barrios pobres de mayoría afroestadounidense. Desde allí nos llegan ejemplos de movilizaciones que trascienden los debates abstractos o mediáticos sobre el «sujeto del feminismo» y generan alianzas prácticas como las que se produjeron en Nueva York o Hollywood, donde miles de personas marcharon bajo el lema «Las vidas trans negras importan». La capacidad del feminismo para «hacer democracia» radica pues en la posibilidad de tejer frentes amplios, en la posibilidad de manifestarse y atravesar los conflictos concretos que muchas veces no se identifican como luchas «de mujeres», sino «de todos». Por ejemplo, en algunos lugares donde las opciones de extrema derecha han llegado al poder –Brasil, Polonia, etc.–, las manifestaciones feministas y el propio movimiento han sido percibidos como un lugar fundamental, a veces el principal, de oposición a los gobiernos ultras. En Polonia, por ejemplo, en las manifestaciones por la defensa del derecho al aborto llegaron a movilizarse sectores sociales de todo tipo: transportistas, taxistas, en defensa de la libertad de prensa, etc… Además, la plataforma feminista polaca All-Poland Women’s Strike [Huelga de mujeres de toda Polonia] amplió sus demandas más allá de las reivindicaciones lgtbi+ y de las mujeres y acabó incluyendo otros reclamos: derechos laborales, separación entre Iglesia y Estado e independencia total del Poder Legislativo, como explica Magda Grabowska9. En todas partes, las luchas feministas con capacidad de ampliar la democracia están junto a todos aquellos y aquellas que defienden las libertades conquistadas que nos permiten dar batalla con más capacidad.
¿Una nueva fase de institucionalización?
El feminismo se está articulando con otras luchas alrededor del mundo y forma parte de un impulso democratizador que pone en el centro la cuestión de la igualdad. Sin embargo, en muchos países, sobre todo aquellos que han atravesado con más intensidad las revueltas de valores del 68, se ha convertido también en un amplio consenso que forma parte del sistema que se quiere cuestionar. Hoy probablemente nos estemos enfrentando a un nuevo proceso de institucionalización de la actual ola feminista que avanza con intensidades diferentes según las regiones. Las grandes movilizaciones de los últimos años han aumentado en gran medida el capital político de mostrarse públicamente como feminista –y no solo para la izquierda, aunque sí en especial–. Presidentas del Fondo Monetario Internacional (fmi) o de grandes bancos se han declarado feministas e incluso algunas líderes de partidos de extrema derecha europeos10. Evidentemente, esto no sucede en todas partes, en muchos países hay guerras muy virulentas en marcha y mostrarse como feminista tiene costos políticos y vitales importantes. Sin embargo, en otros, el feminismo –liberal– distingue y «tiene premio» dentro del juego de los discursos políticos de la democracia representativa. En países europeos como España, este feminismo se ha convertido en ideología «oficial» –parte del mainstream– y por ello las extremas derechas pueden presentarse como «antisistema» cuando lo confrontan. Con estas dificultades se encuentra el feminismo de base: los ataques de los fundamentalismos cristianos y las extremas derechas y el hecho de que sea fuente de legitimidad y distinción para la izquierda –y buena parte de la derecha–.
El feminismo institucional –más allá de las políticas públicas más tradicionales– se identifica de manera abrumadora con la cuestión de la paridad. Este es el discurso de la presencia de mujeres en posiciones de poder, o en posiciones de prestigio social –nadie demanda paridad en los campos italianos o españoles donde se hiperexplota a inmigrantes, ni en el sector de la construcción sino, como mucho, igualdad de salario y de derechos–. Se sobreentiende falsamente que más mujeres implica más políticas feministas. La pregunta es: ¿qué cambia esta presencia de mujeres en lugares de poder, más allá de las cuestiones simbólicas? ¿A quiénes representan estas mujeres que llegan, si no a las de su propia clase? Desde los feminismos de base respondemos que el poder que necesitamos no es el poder de «representar» a las mujeres en los escalones más altos de la estructura social, sino el que emana de los proyectos colectivos, la única posibilidad real de mejorar la vida de todas las mujeres, sobre todo de las que están más abajo. Como decíamos, el feminismo puede ser un discurso que distingue, que permite la integración de determinadas mujeres en los circuitos del poder con mayúsculas –ya sean socialdemócratas o neoliberales–. El problema al que nos enfrentamos aquí es el de la representación: determinadas mujeres se convierten en supuestas mediadoras entre el movimiento y las instituciones, y por tanto, en «traductoras» en políticas públicas de la enorme potencia desplegada por los movimientos de base. De ahí también la obsesión por el «sujeto» del feminismo –quién puede formar parte y quién no, sobre todo en referencia a la discusión sobre la inclusión de las personas trans–. Muchas de las que se erigen en vigilantes de las fronteras del feminismo son aquellas que pretenden representar a «las mujeres» en estas instancias estatales. Así ha sucedido por ejemplo en España. Para este feminismo oficial, desestabilizar la categoría «mujer» pone en peligro las políticas de afirmación positiva o de protección de las mujeres –entendidas en gran medida como víctimas–. Este feminismo transexcluyente asegura luchar contra el género pero en realidad lo reafirma, porque lo ha convertido en eje de sus demandas de inserción en las políticas estatales. Profundizando un poco, descubrimos los hilos que permiten entender este debate como destinado en gran medida a confrontar a ese feminismo de base de carácter más transformador, que ha sido mayoritario en el impulso de las movilizaciones de esta última ola y mucho más cercano al «transfeminismo». Es decir, a un feminismo que identifica las luchas lgtbi+ como propias, que es inclusivo con las personas trans –y las trabajadoras sexuales– y para el que son centrales las alianzas con otros movimientos por la transformación social.
Aquí nos enfrentamos otra vez con el significado profundo de la democracia. Según Gutiérrez Aguilar, el problema con la concepción liberal de la política no es la representación en sí, sino cómo esta se organiza a partir de mecanismos delegativos que separan a los gobernantes de los gobernados11. Esta delegación ha reforzado el gobierno neoliberal del mundo a través de una democracia que, como hemos dicho, cada vez más se identifica con su forma procedimental, que está estructurada a través de partidos y ultrarreglamentada, «en la cual la representación va a ser siempre una representación en ausencia, donde los representados están ausentes y están callados»12. Para esta pensadora mexicana, precisamente una «política en femenino» es una política no estadocéntrica, en tanto lo que busca es la «producción de lo común», identificada con la reproducción en conjunto de la propia vida. El marco es esta impugnación de la política liberal que sitúa a los individuos solos y aislados frente al Estado, mientras que la política de lo común se establece a partir de la construcción de un «nosotras» colectivo que se gesta en los lugares de encuentro, en el hacer juntas13. Profundizar la democracia desde el feminismo supone pues la existencia de movimientos y movilizaciones autónomas. Formas de componernos que no ignoren la importancia del Estado, sino que establezcan y afirmen la posibilidad de que haya política más allá de él. No implica desconocer los derechos alcanzados, ni dejar de pensar en cómo usar nuestra fuerza para conseguir otros, sino afirmar que los derechos inscritos en el Estado son totalmente insuficientes para nosotras –e incluso que pueden debilitar los componentes emancipatorios de las luchas–. Esto sucede por ejemplo en un tema esencial para el feminismo: el de recuperar la autonomía corporal frente a las agresiones. No queremos ser reducidas a víctimas necesitadas de protección estatal, y de hecho, no todos los cuerpos feminizados pueden recibir esta protección –para muchos de ellos el Estado no solo no protege, sino que es una de las principales fuentes de la violencia y opresión que sufren, ya sean migrantes sin papeles, prostitutas o trans–. A veces parece que olvidamos que el Estado sigue siendo una máquina de dominación y que los derechos convergen siempre con poderes de estratificación social y líneas de demarcación social en modos que a veces amplían y otras veces atenúan esas mismas dominaciones y fronteras sociales. Volviendo a Wendy Brown, no hay que olvidar que los derechos surgieron como un medio de protección frente a los abusos arbitrarios del soberano y del poder social; pero también como un modo de asegurar y naturalizar los poderes dominantes de clase, género, etc.14. Aunque los discursos se han transformado profundamente desde el feminismo de la década de 1970 –que todavía hablaba el lenguaje de la liberación y que acompañaba la oleada revolucionaria del 68– y hoy se codifican cada vez más las demandas de los movimientos en términos de derechos, el horizonte sigue siendo la emancipación de todo poder, no la protección estatal. La verdadera democracia se realiza en la exigencia de compartir ese poder, no en regularlo para protegerse, recuerda Brown. Es en las luchas por la vida, en los espacios de autonomía de lo social, donde podemos reconocer otras formas de política no liberales –de democracia directa–, ya sean indígenas, feministas, del sindicalismo social, por los bienes comunes, espacios de apoyo mutuo, cooperativas u organizaciones políticas de base. Es decir, que no están organizadas a través de mecanismos de delegación. Un movimiento de base fuerte tiene además la capacidad de reconstruir la ruptura del lazo social impulsada por el neoliberalismo que, como decíamos, ha posibilitado el arraigo de las ideas posfascistas. La organización por abajo, la que hace continuamente la democracia, es la mejor barrera para frenar su avance.
Por tanto, no necesitamos que hablen por nosotras y no todas las revueltas son traducibles en términos legislativos, sino que sus experiencias producen experiencias «no representables»: espacios de autosostenimiento de la vida que generan alternativas sin esperar la sanción estatal; espacios y prácticas que abren caminos posibles para imaginar y llevar a cabo salidas a la crisis ecológica o social; lugares donde elaborar sentidos y lenguajes comunes necesarios para transformar la sociedad y la cultura. En las luchas feministas de los últimos tiempos, vislumbramos esta exigencia de ir más allá de la democracia representativa, de hacerla «real».
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1.
E. Rodríguez: Hipótesis democracia. Quince tesis para una revolución anunciada, Traficantes de Sueños, Madrid, 2013.
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2.
A. Negri: El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, Traficantes de Sueños, Madrid, 2015.
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3.
W. Brown: En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente, Traficantes de Sueños, Madrid, 2021.
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4.
S. Watkins: «Qué feminismos» en New Left Review, segunda época, 3-4/2018.
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5.
R. Gutiérrez Aguilar: «Rebelión feminista, horizontes de transformación y amenazas fascistas en América Latina» en Vimeo, s./f., https://vimeo.com/366604329.
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6.
S. Federici: Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004.
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7.
M. Mies: Patriarcado y acumulación a escala global, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019, p. 95.
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8.
V. Gago: «Los feminismos cambiaron las luchas en el continente» en Tinta Limón, 18/9/2020, https://tintalimon.com.ar/post/los-feminismos-cambiaron-las-luchas-en-el-continente/.
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9.
M. Grabowska: «El derecho al aborto desencadena la revuelta de la juventud polaca» en CTXT, 16/11/2020.
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10.
N. Alabao: «La extrema derecha que dice defender a las mujeres» en Nueva Sociedad edición digital, 1/2020, disponible en www.nuso.org.
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11.
«Producir lo común. Más allá de las políticas estadocéntricas. Con Raquel Gutiérrez» en Nociones comunes, Universidad Experimental de Madrid, 18/3 a 22/4/2020, https://soundcloud.com/traficantesdesue-os/4-producir-lo-comun-mas-alla-de-las-politicas-estado-centricas-con-raquel-gutierrez.
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12.
Ibíd.
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13.
R. Gutiérrez Aguilar: Horizontes comunitario-populares. Producción de común más allá de políticas Estado-céntricas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2017.
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14.
W. Brown: Estados del agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía, Traficantes de Sueños, Madrid, 2019.