¿Populismo o narcisismo?
Donald Trump versus el periodismo
Nueva Sociedad 270 / Julio - Agosto 2017
La confrontación de Donald Trump con el periodismo tiene origen en su historia personal y parece haber alcanzado un pico durante su ascenso a la Presidencia. Se distingue, en este sentido, de la confrontación y el reformismo mediático estatista desplegados, una vez en el gobierno, por los populismos de izquierda en América Latina. El enfrentamiento antagónico con los medios periodísticos en clave populista, desplegado como estrategia de gobierno, es una opción cargada de implicancias y riesgos que el presidente Trump tiene sobre la mesa, y no una consecuencia de su naturaleza.
La beligerancia de Donald Trump hacia los medios periodísticos y la intuición de que se vincula a los rasgos populistas del nuevo presidente han suscitado comparaciones con las recientes experiencias populistas de izquierda en América Latina. Algunos expertos han arriesgado que estas últimas ofrecen un espejo de lo que puede o debe esperarse en el inquietante futuro próximo.
Un artículo publicado poco después de la elección1 interpreta que el modo en que Trump colocó a los medios periodísticos como su principal adversario –demonizándolos y a la vez sirviéndose de ellos– permite reconocer en él la naturaleza populista. Entendiendo el populismo como adaptación del fascismo a contextos de democracia electoral, los autores le atribuyen «una actitud definida contra los medios independientes, que no obstante utiliza a los medios». En esta visión, el populismo constituye una identidad política predefinida, portadora de un libreto que permite –a priori– predecir actitudes y comportamientos ante actores e instituciones. De modo similar, una posterior columna aparecida en The Washington Post2 sostiene que la actual guerra de Trump contra los medios sigue el libreto de los populistas latinoamericanos, con quienes aquel compartiría una «mentalidad» de consecuencias potencialmente ominosas para la libertad de expresión.
La comparación es siempre fructífera para hacer conjeturas e inferencias sobre procesos y conflictos políticos. Sin embargo, la atribución a actores de esencias o naturalezas como el populismo, para derivar de ellas cursos inexorables y destinos necesarios, es más afín a la evaluación normativa que a la reflexión sobre escenarios plausibles. Las opciones en el terreno de la política de medios y en la relación con la prensa, como en cualquier otro ámbito, no pueden derivarse de identidades preexistentes y dadas. Sin ignorarlas, deben incluirse en el análisis las restricciones y oportunidades que estructuran las arenas en las cuales los actores toman sus decisiones. Por debajo de semejanzas formales en el conflicto con los medios periodísticos entre los casos de Trump y los populismos latinoamericanos, aparecen significativas divergencias en términos de antecedentes, marcos ideológicos, orientaciones de política y timing. Estas y otras diferencias en cuanto a los sistemas de medios y los marcos político-institucionales permiten conjeturar escenarios alternativos en los que una radicalización de la relación de Trump con los medios en clave populista es solo una posibilidad más; pero, por cierto, no un devenir necesario.
Trump y los populistas latinoamericanos exhiben dos obvias semejanzas. La primera reside en el sistemático cuestionamiento público a los medios y al periodismo en su pretensión de legitimidad como proveedores imparciales de información. La estrategia consiste en evidenciar y develar sesgos, partidismo o intereses en la construcción de noticias, con el propósito de minar la credibilidad de las instituciones periodísticas. La segunda semejanza consiste en recurrir a prácticas de comunicación directa y cuestionar el rol del periodismo como institución mediadora ante la opinión pública. Si los populistas latinoamericanos se apoyaron centralmente en el control de espacios en los medios tradicionales para la interlocución directa, y solo más tardíamente comenzaron a utilizar las redes sociales, Trump sacó ventaja de su talento como tuitero para propalar sin filtro sus mensajes.
Más allá de inflexiones particulares, los discursos críticos de los populistas latinoamericanos comparten algunos presupuestos ideológicos sobre los medios que los emparentan, además, con los demás exponentes del «giro a la izquierda» en la región. El central es que, detrás de la pretensión de neutralidad, estas instituciones conforman actores poderosos ligados a las clases altas, las elites sociales o las grandes corporaciones. A veces se las presenta como voceros deliberados e instrumentalmente controlados, otras como reproductores de sentido común neoliberal a través de lógicas impersonales. El núcleo común de estas visiones postula que, en la esfera mediática, el poder se encuentra concentrado en minorías que resisten su redistribución. En consecuencia, la hostilidad por parte de los medios ha sido interpretada como la resistencia por parte de estas elites y estos intereses poderosos frente a las agendas reformistas y democratizadoras encabezadas por los propios gobiernos. Como ha mostrado Silvio Waisbord, estos encuadres comparten combinaciones variables de la tradición de la economía política marxista y las corrientes nacional-populares y antiimperialistas3.
Si estos populismos construyen la contraposición pueblo-elite desde categorías predominantemente clasistas (combinadas con elementos de nacionalismo y antiimperialismo), los populismos de derecha –como el que se presume para Trump– anclan la interpelación populista en nociones particularistas de nación o raza e identifican al actor antipopular en categorías como el cosmopolitismo, los extranjeros o los intereses foráneos. Pero ¿interpela Trump a los medios en clave populista? En lo que va de su mandato, pueden encontrarse algunas intervenciones indudablemente populistas. En un tuit del 17 de febrero de este año, afirma que los medios no son sus enemigos, sino «enemigos del pueblo estadounidense». El día anterior, el presidente había declarado que «buena parte de los medios en Washington, dc, al igual que en Nueva York, y Los Ángeles en particular, no hablan por el pueblo, sino por intereses especiales»4. A fines de abril, en referencia a la tradicional cena de corresponsales de la Casa Blanca a la que decidió faltar, y ante cadetes de la Guardia Costera, celebró estar ante una «muchedumbre» de «gente mucho mejor» y a 100 millas del «pantano de Washington». Estas afirmaciones constituyen, sin embargo, casos aislados –en los que, se verá, resuena un sector de su entorno político–, si se considera la totalidad de las alusiones críticas del presidente a la prensa. En estas, la presencia de cierto antielitismo asume una clave diferente. Poco después de haber calificado a los medios de enemigos del pueblo estadounidense, Trump aclaró que el mote se aplica solo a los reporteros y editores «deshonestos»5. Ese adjetivo, el de mayor presencia cuantitativa en sus alusiones a la prensa, denota que su lectura del periodismo es prepolítica y debe rastrearse en su trayectoria como empresario y celebridad mediática.
El carácter personal y apolítico de su percepción del periodismo como «la profesión más deshonesta del mundo» es consistente con más de tres décadas de conflictos y resentimientos narcisistas reflejados en el historial de demandas judiciales por difamación a periodistas y medios. La profusa lista contiene demandas a un crítico de arquitectura del Chicago Tribune, por descalificar el proyecto de la Torre Trump para Manhattan como «estéticamente horrible» y «kitsch»; a un biógrafo no autorizado, por no valuar su fortuna como «multimillonaria»; a un comediante de televisión, por haberse burlado de su tinte capilar y por atribuirle parecidos a un orangután; y a un medio y sus directivos, por publicar una foto suya junto a un supremacista blanco 6. A lo largo de la campaña electoral, amenazó con demandar, entre otros, a The New York Times por publicar acusaciones de abuso sexual; y a poco de asumir la Presidencia, su esposa demandó a un periódico por publicar que en los años 90 había ejercido la prostitución7.
Estos antecedentes permiten vislumbrar la percepción de Trump. Según su perspectiva, los periodistas son parte de una casta de difamadores erigidos en jueces éticos y estéticos, más que expresión o instrumento de minorías poderosas antipopulares. En los profesionales de la prensa no sensacionalista percibe un elitismo que lo margina del panteón de la gente respetable, del establishment. El personaje creció sintiéndose atacado como vulgar, escandaloso y –desde que pasó a ser evaluado como presidenciable– como infantil y no sofisticado al expresarse. Con sus dotes retóricas, su presencia fotogénica y chic y su foja meritocrática y libre de escándalos, Barack Obama constituye, para Trump, una odiosa contrafigura.
Ese narcisismo herido está presente cada vez que se queja de su cobertura. Ya presidente, puede vérselo cuestionando a un semanario por «haber usado la peor foto [suya] para la portada» o sugerirles a los «deshonestos» periodistas, en una turbulenta conferencia de prensa, que «en realidad no [es] una mala persona»8.
De manera análoga, cuando en su propensión a monitorear personalmente las cadenas de noticias se topa con coberturas que percibe como negativas, reacciona en Twitter calificando a la cadena en cuestión (sea cnn, abc o msnbc) como fake news media, una terminología que se reapropia de la expresión que designa a los sitios que propalan falsas noticias, para asociarlo a los medios periodísticos y sugerir que difunden «invenciones»9. Para adjetivar a su mayor rival en la prensa escrita, The New York Times, pasa de la clave ética a la empresarial (pero aún prepolítica) al caracterizarlo como un actor en vías de fracaso (failing @nytimes).
Claro que la presencia de un entorno ideológico que le sugiere otras claves interpretativas puede modificar esta decodificación apolítica de los medios o sobreimponerle significaciones políticamente más densas. De hecho, las dos declaraciones arriba citadas parecen llevar el sello de Steve Bannon, quien describe la relación de Trump con los medios como «una guerra». Este representante de la «derecha alternativa» (Alt-Right) en la Casa Blanca es el principal promotor de la escalada contra los medios, a los que define como «partido de la oposición» fuera de sintonía con el pueblo norteamericano: «Ellos no entienden este país. Aún no han comprendido por qué Donald Trump es el presidente de eeuu»10.
Con independencia de estas expresiones de nacionalismo populista en el entorno presidencial, Trump podría abrevar de la histórica hostilidad hacia el periodismo en el campo republicano y conservador. La percepción del periodismo como «liberal», izquierdista o sesgado en favor de agendas demócratas se remonta, al menos, a los años 60.
Entre los círculos que disputan en el campo conservador y buscan influenciar el rumbo gubernamental, se advierten claves político-ideológicas que mezclan la vieja percepción conservadora del periodismo con contraposiciones antagónicas que podrían ser catalogadas de populistas. American Greatness, por caso, un espacio que se presenta a sí mismo como llamado a renovar el «exhausto movimiento conservador» y cuyo nombre remite al eslogan trumpista («Make America Great Again»), expresa algunos ejemplos de esta mixtura11. Quienes se expresan en este medio tienden a compartir la idea de que detrás del (auto)engaño de la objetividad periodística, los medios liberales (en el sentido estadounidense) promueven su propia visión (izquierdista) del mundo, contraria al interés del pueblo estadounidense12. Sus tácticas, otrora difíciles de discernir, quedaron expuestas cuando, en la última elección, la prensa intentó asegurar la Presidencia para Hillary Clinton.
En sintonía con este clima, en think tanks más tradicionales, como la Hoover Institution, pueden encontrarse interpretaciones que atribuyen la propensión de la prensa tradicional a las «noticias falsas» al posmodernismo («francés») y al nihilismo de los campus universitarios propagados a las redacciones13. El periodismo, en esta clave, forma parte de las elites cosmopolitas y relativistas contrapuestas al interés del pueblo-nación. De momento, Trump no ha avanzado discursivamente, más allá de las comentadas alusiones, en esta dirección. Si se decanta por radicalizar la confrontación con los medios periodísticos (y otras instituciones establecidas), sería esperable que abreve en este repertorio.
Al ritmo que prosperan los escándalos sobre conexiones con Rusia durante la campaña y en la Presidencia, crece el potencial de radicalización. Con cada filtración se reproducen, en medios conservadores y entre sectores del entorno presidencial, tramas conspirativas en las que la prensa tradicional es copartícipe de un plan de sabotaje junto con las agencias de inteligencia, sectores del gobierno de Obama y la burocracia (el deep state)14. Trump y los populistas latinoamericanos también difieren en cuanto a quién identifican como antagonista principal. La obsesión de Trump son los periodistas. El antagonismo originario de los populistas en América Latina es, por el contrario, con los «medios hegemónicos», percibidos como altavoces o instrumentos de las elites o de los grandes conglomerados. Aquí, la confrontación con el periodismo es derivada, en la medida en que los periodistas son percibidos como heterónomos. En la fase inicial de su gobierno, el presidente ecuatoriano Rafael Correa tildaba a los periodistas de «empleados bancarios», en referencia a que buena parte de los grandes medios ecuatorianos estaban ligados al sector financiero. En una recordada conferencia de prensa durante el pico de confrontación con los medios, el presidente argentino Néstor Kirchner recordaba en voz alta, ante cada pregunta, el grupo propietario del cual dependía el periodista que la formulaba. Cuestionar públicamente su autonomía profesional solo contribuyó a que buena parte del periodismo se alienara irreversiblemente (incluso más allá de simpatías iniciales) y formara un bloque defensivo con sus organizaciones mediáticas, y que se reforzara, como resultado, la polarización gobierno-medios.
Estas percepciones de los populistas latinoamericanos tienen su anclaje en rasgos histórico-estructurales de los sistemas de medios regionales que contrastan fuertemente con el estadounidense. La concentración de propiedad y audiencias es un fenómeno global, pero América Latina exhibe los mayores niveles del mundo. Por ejemplo, en el mercado de la televisión abierta –aún la principal fuente informativa de la ciudadanía en la región–, las cadenas líderes concentran entre un tercio y la mitad de las audiencias, lejos, en general, de sus seguidores. En eeuu, por contraste, el líder del mercado televisivo no supera el 25%15. Además de concentrada, la propiedad es predominantemente familiar o de individuos controlantes, a diferencia de eeuu, donde predomina la propiedad corporativa en forma de sociedades de acciones sin insider controlante por encima de los directorios16. Estos patrones divergentes son afines, a su vez, a culturas mediáticas diferentes. En América Latina persiste una cultura instrumental en la que los controlantes tienden a fijar la línea editorial en detrimento de la autonomía profesional del periodismo. Esta lógica se asemeja más a la época de los grandes barones norteamericanos de principios del siglo xx, que ponían sus redacciones al servicio de sus agendas corporativas, políticas o personales. Sin embargo, los cuestionamientos públicos a este instrumentalismo condujeron a un paulatino avance de las reglas de la ideología profesional del periodismo en el funcionamiento real de las redacciones.
Así, en contraste con los populistas latinoamericanos de izquierda, Trump no cuestiona la estructura de propiedad, el comercialismo, ni la concentración mediática. Su problema son los periodistas a los que, en su autonomía, cuestiona por cómo lo cubren y representan. Su única propuesta de reforma regulatoria en campaña en el ámbito mediático-periodístico se centró en «revisar [las] leyes de difamación (libel laws)» para relajar exigencias probatorias –como la doctrina de la «real malicia»– y facilitar la persecución legal contra quien «escriba artículos deliberadamente negativos, horribles y falsos».17
Esta obsesión con la difamación solo es compartida con Correa, cuya reforma legal regula contenidos difamatorios mediante figuras polémicas como el «linchamiento mediático». Más allá de posibles intenciones subyacentes y de posteriores implementaciones selectivas en función retaliatoria, los populistas de izquierda enfatizaron reformas vinculadas a la estructura de propiedad y a alterar el balance Estado-mercado en el sector. Por caso, el año que en Argentina se sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, se modificó la ley que tipificaba las calumnias e injurias como delito para ajustarla al estándar constitucional que la Corte Suprema argentina y la Corte Interamericana de Derechos Humanos habían tomado del fallo «New York Times vs. Sullivan».
En términos regulatorios, los primeros pasos del gobierno de Trump muestran una orientación opuesta. El antagonismo central identificado por los populistas latinoamericanos y por Trump, respectivamente, es consistente con sus orientaciones contrapuestas en política de comunicación. A contracorriente de la orientación de política dominante a escala global durante las últimas décadas, los populismos de izquierda promovieron el rol del Estado y de lógicas alternativas al mercado en el ámbito de los medios. Motivados por sus confrontaciones con los grandes actores privados-comerciales, pero recogiendo demandas sociales preexistentes en torno de la democratización mediática, estas experiencias gubernamentales reforzaron y crearon medios estatales, legalizaron y subsidiaron medios comunitarios y promovieron regulaciones como cuotas de pantalla, límites a la concentración, reservas de espectro y otras disposiciones contrarias a la lógica mercantil dominante.
La política sectorial bajo Trump marcha en sentido contrario. El presidente colocó al frente de la agencia regulatoria federal, la Comisión Federal de Comunicaciones (fcc, por sus siglas en inglés), a un miembro republicano del directorio ligado a las telecomunicaciones (Verizon) y declarado defensor del libre mercado para el sector: Ajit Pai. Este, alegando que la regulación impide la inversión y la innovación, ha iniciado el desmantelamiento de políticas de la administración Obama, como la clasificación del acceso por banda ancha como servicio público y las reglas de neutralidad en la red que obligan a los proveedores a tratar el tráfico en forma igualitaria. La agencia ha dado el visto bueno, a su vez, a la fusión de los gigantes at&t y Time Warner y, argumentando que la vieja industria del broadcasting debe competir con los nuevos actores online, ha relajado las normas sobre cuotas de audiencia, lo que ha disparado una nueva ronda de fusiones en el mercado de la televisión18.
Frente a los medios públicos, la orientación es igualmente opuesta. El borrador de presupuesto utilizado por el Ejecutivo, elaborado por la conservadora Heritage Foundation, contempla eliminar el financiamiento a la Corporación para la Radiodifusión Pública (cpb, por sus siglas en inglés) y la eliminación del Fondo Nacional para las Artes y las Humanidades. Ambas entidades son las que sustentan desde el Estado federal la televisión y la radio públicas de cobertura nacional (Public Broadcasting Service y National Public Radio), además de una miríada de emisoras públicas locales19. Más allá de las eventuales desilusiones posteriores, importantes movimientos reformistas y sectores de la sociedad civil latinoamericana, movilizados por agendas de democratización, acceso y promoción del interés público en el sector comunicativo, se sintieron interpelados por gobiernos que abrieron espacio político a esas agendas. Por el contrario, las organizaciones de la sociedad civil de eeuu, vinculadas a agendas análogas, están en alerta por el giro regresivo de la nueva administración.
Las diferencias relevadas hasta aquí refieren al discurso y la política hacia medios y periodismo. Las divergencias aparecen también al observar las trayectorias de esas relaciones y el timing de la confrontación. Al igual que la mayoría de los populistas latinoamericanos, Trump llegó a la Presidencia sin una carrera político-partidaria significativa. Sin embargo, este outsider de la política se diferencia por su origen empresarial y su pasado de celebridad multimediática.
Los populistas de izquierda latinoamericanos, de origen más plebeyo, carecieron de tal cercanía anterior con el mundo mediático-periodístico y de semejante capacidad previa de acceso y visibilidad pública. Correa, cuyo ascenso tuvo vinculación con su buen desempeño televisivo y la relativa modernidad de su campaña en los nuevos medios, podría asemejarse. Pero, justamente, no usó ese acceso para confrontar durante la campaña. Pese a opiniones críticas que pudieran guardar sobre ellos, los populistas latinoamericanos no confrontaron con medios y periodismo durante sus trayectorias de ascenso. Evo Morales, quien como dirigente indígena-campesino cuestionaba el racismo en el periodismo boliviano, constituye una excepción parcial, ya que en varias oportunidades reconoció su deuda con los trabajadores de la prensa. En todos los casos, las «guerras» con los medios estallaron con posterioridad a la llegada al gobierno. Más allá de tensiones previas, la confrontación estalló en Venezuela con la crisis y el malogrado putsch de 2002, en el que estuvieron involucrados los grandes medios y sus propietarios. En Ecuador, el disparador fue la decisión de Correa de reformar la Constitución luego de asumir la Presidencia. En Argentina, el desencadenante fue el conflicto con los sectores agroexportadores durante la segunda presidencia kirchnerista. En todos los casos, la motivación parece estar ligada a discrepancias políticas entre los gobernantes y los propietarios de las grandes empresas de medios.
En otras palabras, la confrontación de Trump a lo largo de su camino al gobierno y (al menos) durante sus inicios en la Casa Blanca no tiene paralelismo en América Latina. La trayectoria de los populistas de izquierda en su relación con los medios fue, por contraste, la de una radicalización creciente. Inicialmente, primaron en ella el pragmatismo y la acomodación recíproca. Estos equilibrios, interrumpidos por crisis políticas, dieron lugar a segundas fases de confrontación. Con Trump, la radicalización es previa a la llegada al gobierno. Es imaginable una dinámica de confrontación creciente y sin retorno. Si, como sugiere el argumento de que Trump comparte una naturaleza populista que lo hace portador, como el escorpión, de un libreto inmodificable, este sería el escenario esperable.
Pero las decisiones políticas, en cualquier ámbito, no pueden derivarse sin más de esencias o identidades dadas20. Pesan, además de las preferencias, los cálculos pragmáticos, las relaciones de fuerza percibidas y las oportunidades y restricciones enmarcadas por instituciones y coyunturas. El acumulado de decisiones irreversibles es el que configura derroteros que moldean, en todo caso, las identidades, y no al revés. Para hacer conjeturas sobre el futuro de las relaciones de Trump con el campo mediático-periodístico, conviene contraponer las fuerzas que lo empujan a la confrontación y los incentivos que operan en favor de la acomodación.
Sus propias percepciones –cimentadas por una longeva relación conflictiva–, parte de su entorno y las reacciones desafiantes de una prensa que se siente amenazada son fuerzas que empujan en el sentido de la radicalización como estrategia presidencial. La dinámica de la polarización puede, pasado cierto punto, independizarse del factor que la originó, tornarse irreversible y autónoma en virtud de mecanismos autorreproductivos. Sin embargo, pueden identificarse también importantes incentivos en sentido contrario. Algunos operan en el nivel del sistema político y otros en el nivel del sistema de medios.
Si bien comparte con los populistas latinoamericanos el rasgo de outsider, a diferencia de la mayoría de ellos, Trump debe convivir y cooperar con el Partido Republicano, el cual, más allá de su crisis, es un partido establecido. En la medida en que el presidente deba negociar su agenda o, in extremis, su propia supervivencia con los grupos que componen el partido en el Congreso, percibirá un costo en confrontar con la prensa, especialmente frente a los sectores moderados del establishment partidario. Los momentos de mayor radicalización gobierno-medios en Latinoamérica estuvieron asociados, por el contrario, a la capacidad de disciplinar mayorías legislativas por parte de los Ejecutivos. El propio Correa, quien emergió en un contexto de derrumbe de los partidos tradicionales, tuvo que esperar a su segundo mandato para contar con una mayoría que le permitiera sancionar su polémica Ley Orgánica de Comunicación. Hasta 2013 encontró repetidas resistencias motivadas en la reticencia de legisladores, aliados en otros órdenes, a afectar los intereses mediáticos.
En relación con el sistema mediático, y como contracara del dilema político arriba expuesto, la utilidad de confrontar en campaña podría convertirse en una amenaza a la gobernabilidad en la Presidencia. En virtud de la propaganda gratuita que implicó como tema ineludible de cobertura y como construcción de una imagen de irreverencia y desafío en un contexto de malestar con el establishment, la confrontación puede haber sido eficaz. Los requerimientos de la Presidencia son distintos. No está claro que la estrategia de confrontación ayude a gestionar la relación con la opinión pública. La popularidad es un recurso clave en la capacidad del gobierno de alinear y coordinar a los demás actores, entre ellos, al Poder Legislativo.
El sistema de medios estadounidense presenta además rasgos que estructuran incentivos contrarios a los de América Latina. La menor concentración relativa y la presencia de lógicas instrumentales hacen más descentralizada la gestión de la opinión pública. En los escenarios más cartelizados de América Latina, cualquier experiencia que, como los populismos emergentes de la crisis del neoliberalismo, decida gobernar con agendas contrarias a las preferencias de las elites mediáticas tradicionales no tiene mucha alternativa a la confrontación. Las lógicas periodísticas y comerciales que gobiernan la esfera mediática norteamericana son más impersonales y descentralizadas. Las grandes cadenas dependen de sociedades de acciones en las que la lógica comercial tiende a dominar sobre decisiones individuales. De hecho, ante el ascenso de Trump, las grandes cadenas de noticias, incluso las consideradas opositoras, buscaron adaptarse mediante la contratación de columnistas afines al candidato para no perder segmentos de audiencia. Por debajo de las estridencias públicas, el presidente mantiene una relación pragmática con cadenas como cnn –a diferencia de otras (como msnbc) consideradas izquierdistas e irremediablemente opositoras–, ya que comprende su lugar estratégico en el ecosistema mediático. El carácter clave de cnn en el acceso a segmentos de potenciales votantes indefinidos, central para la elección intermedia de 2018 y el futuro de la Presidencia, explica unas relaciones basadas en intercambio de acceso a fuentes gubernamentales por espacio de pantalla no hostil a voces ligadas al gobierno21.
A la vez, y nuevamente en contraste con Latinoamérica, donde pese a los desafíos de los gobernantes populistas, los medios controlados por los conglomerados opositores conservaron al grueso de la audiencia, eeuu cuenta con medios periodísticos masivos expresivos de las grandes diferencias políticas. La cadena Fox News, como ejemplo paradigmático, ha sido la de mayor audiencia en los últimos 15 años y, más allá de las desavenencias durante la primaria republicana, hoy está alineada con Trump y su agenda política. En otras palabras, el presidente dispone de una constelación de voces constituidas en todos los soportes mediáticos que le permite la interlocución con todo el campo conservador y republicano. No parece compelido, en consecuencia, a promover su voz a través de medios públicos o a cooptar actores privados como sus pares de América Latina.
Claro que el punto de fricción está constituido por el hecho de que los medios que, vistos desde la constelación conservadora, son «liberales», «demócratas», «izquierdistas» o «mentirosos», retienen el mote de mainstream media. Son ellos los que reivindican la tradición de un periodismo que se presenta por encima de identidades y clivajes políticos. Es esa presentación de sí la que hoy está cuestionada y en disputa. Desde la década de 1990 y especialmente con posterioridad al 11 de septiembre, creció el proceso de segmentación de audiencias que refleja y reproduce la polarización política estadounidense22. Trump emergió con este escenario ya constituido, no lo creó. Podría, sin duda, profundizarlo, en caso de prosperar políticamente, en especial si lo hiciera radicalizando su relación con el periodismo. Pero, más allá de que logre o no estabilizar su presidencia, la pregunta es si es hoy factible un escenario en el que el campo de los medios periodísticos vuelva a colocarse exitosamente por encima de las divisiones políticas. El futuro de las relaciones y los equilibrios entre sistema de medios y sistema político en eeuu y la forma en que en esas relaciones articulen consensos suprapartidarios y divisiones políticas dependerán de las interacciones de los protagonistas políticos y periodísticos del drama en desarrollo, no de un libreto ya escrito.
En conclusión, la confrontación de Trump con el periodismo tiene origen en su historia personal prepolítica y parece haber alcanzado su pico de radicalidad y funcionalidad estratégica durante su ascenso e instalación en la Presidencia. Se distingue, en este sentido, de la confrontación con los medios y el reformismo mediático estatista desplegados a lo largo de los gobiernos de los populistas de izquierda en América Latina. La confrontación antagónica con los medios periodísticos, en clave populista, desplegada como estrategia deliberada de gobierno en el caso norteamericano, es una opción que el presidente tiene sobre la mesa, no una consecuencia de su naturaleza. Si Trump sopesa pragmáticamente la opción a la luz del contexto, no parece que vaya a encontrarla tan irresistible.
-
1.
Pablo Piccato, Fabián Bosoer y Federico Finchelstein: «In Trump’s America, The Independent Press Would Become the Enemy» en Open Democracy, 1/11/2016.
-
2.
Marisa Kellam y Elizabeth Stein: «Trump’s War on the News Media Is Serious. Just Look at Latin America» en The Washington Post, 16/2/2017
-
3.
S. Waisbord: Vox populista. Medios, periodistas, democracia, Gedisa, Buenos Aires, 2014.
-
4.
Michael M. Grynbaum: «Trump Calls the News Media the ‘Enemy of the American People’» en The New York Times, 17/2/2017.
-
5.
Ben Jacobs: «Trump Attacks ‘Dishonest Media’ While Making False Claims at Florida Rally» en The Guardian, 19/2/2017.
-
7.
Laura Jarrett: «Trump Lawsuits to Watch in 2017» en CNN, 29/12/2016.
-
8.
Peter Baker: «‘I Inherited a Mess’, Trump Says, Defending His Performance» en The New York Times, 16/2/2017.
-
9.
Tom Kludt y Tal Yellin: «Trump Tweets and the tv News Stories behind Them» en CNN Money, 13/6/2017.
-
10.
Glenn Thrush y M.M. Grynbaum: «Trump Ruled the Tabloid Media. Washington Is a Different Story» en The New York Times, 25/2/2017.
-
11.
Sin embargo, Michael Anton, uno de sus fundadores y nueva figura de la intelectualidad conservadora, nombrado recientemente director de Comunicación Estratégica del Consejo Nacional de Seguridad, rechaza la identificación con el populismo y se reivindica discípulo de Leo Strauss, defensor de la república y el gobierno limitado. Kalefa Sanneh: «Intellectuals for Trump» en The New Yorker, 9/1/2017; «Decius Out of the Darkness: A q&a with Michael Anton» en American Greatness, 12/2/2017.
-
12.
En una versión, este comportamiento puede remontarse al menos al conflicto de Vietnam, en cuyo curso el periodismo habría tenido un rol instrumental al quintacolumnismo y a la infiltración comunista que habría resultado desastroso para los intereses estadounidenses. En otra, la naturaleza partisana y/o comercial definiría el periodismo como opuesto al interés nacional desde la presidencia de George Washington. Paul Crovo: «Insidious Fake News: A Case Study» en American Greatness, 3/2/2017.
-
13.
Victor Davis Hanson: «Fake News: Postmodernism by Another Name» en Defining Ideas, 26/1/2017.
-
14.
Philip Giraldi: «A Soft Coup, or Preserving Our Democracy?» en The American Conservative, 14/3/2017.
-
15.
Taylor Boas: «Mass Media and Politics in Latin America» en Jorge Domínguez y Michael Shifter (eds.): Constructing Democratic Governance in Latin America, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2013.
-
16.
Ibíd.
-
18.
Michael J. de la Merced y Cecilia Kang: «TV Station Owners Rush to Seize on Relaxed FCC Rules» en The New York Times, 1/5/2017
-
19.
Brian Naylor: «Trump’s Budget Plan Cuts Funding for Arts, Humanities And Public Media» en NPR, 16/5/2017; Callum Borchers: «Trump’s Budget Will Probably Slash Public Media, But the Biggest Losers Won’t be PBS and NPR» en The Washington Post, 15/3/2017.
-
20.
El historiador James Cane rechaza las lecturas de la política hacia la prensa del primer peronismo como producto de una presunta esencia totalitaria o de un proyecto ideológico preexistente. Su reconstrucción muestra que el acumulado de decisiones y reacciones que culminaron en el cierre y la burocratización de la esfera mediática argentina entre 1946 y 1955 debe rastrearse en las relaciones Estado-medios desde 1930, en el conflicto industrial en el interior del sector y en las experiencias de Juan D. Perón en vísperas de octubre de 1945. J. Cane: The Fourth Enemy: Journalism and Power in the Making of Peronist Argentina, 1930-1955, Penn State University Press, Pensilvania, 2012.
-
21.
Steven Perlberg y Adrian Carrasquillo: «Trump Says cnn Is Fake News - But That’s Where He Wants Surrogates» en Buzz Feed,31/3/2017.
-
22.
Existe un debate acerca del rol de las tecnologías infocomunicativas (cable y satélite primero, internet y redes sociales después) en la fragmentación, la polarización y el fin de los medios generalistas como lugar de encuentro político-social.