Opinión
mayo 2018

Perú: el futuro incierto de un «provinciano»

Martin Vizcarra, presidente de Perú desde hace solo un mes, tiene un futuro incierto. Por ahora le saca lustre a su condición de provinciano y desarrolla un estilo de gobierno cercano a la población. Viaja a las regiones alejadas de Lima y promete soluciones puntuales a los problemas que encuentra. Sin embargo, depende del fujimorismo para gobernar. Mientras tanto, la población reclama el fin de la corrupción y de las políticas económicas de corte ortodoxo que han dominado el país durante treinta años. Hasta ahora, Vizcarra muestra algunos cambios. Pero también expresa muchas continuidades.

<p>Perú: el futuro incierto de un «provinciano»</p>

A un mes de haber asumido la presidencia de Perú, Martín Vizcarra tiene todavía un futuro incierto. Las encuestas le dan el beneficio de la duda: muestran que la mitad de la población, en este inicio de su gobierno, lo apoya. Pero estos resultados de las encuestas parecen mostrar más el hartazgo por casi un año de aguda inestabilidad política producida por las acusaciones de corrupción contra Pedro Pablo Kuczynski que un apoyo directo y sostenido a Vizcarra.

La correlación de fuerzas señala nubes en el horizonte. Vizcarra no tiene bancada segura en el Congreso de la República. Tampoco cuenta con un aparato partidario ni con algún referente social importante que lo apoye. En estas condiciones, sus posibilidades en el corto y el mediano plazo parecen precarias. En lo inmediato, debe superar el voto de confianza del Congreso al nuevo gabinete ministerial encabezado por César Villanueva, lo que se producirá en los primeros días de mayo. Pero esto parece asegurado, no tanto por las virtudes de aquellos que lo componen ni por los propósitos que planteen como por el temor de los congresistas, especialmente los de la bancada fujimorista que temen sufrir un mayor descrédito en la opinión pública.

Los medios de comunicación se han esmerado por mostrar las virtudes del nuevo gobierno con el afán de superar el descontento popular con la corrupción. Se trata de un provinciano en la presidencia de la República y de otro en el presidencia del Consejo de Ministros. Los dos, además, han sido gobernadores regionales en sus respectivos departamentos. Vizcarra en Moquegua, con especial éxito en la gestión, y Villanueva en San Martín, también con buen reconocimiento. Esta es una situación extraña en la política peruana, férreamente controlada por la elite limeña con fuertes lazos con los grandes empresarios. Ambos, pero especialmente el presidente Vizcarra, tratan de sacarle lustre a su condición de provincianos en estas primeras semanas, desarrollando un estilo de gobierno que pretenden cercano a la población. Así, desarrollan viajes a las regiones alejadas de Lima y prometen soluciones puntuales a los problemas que encuentran. Pero a ninguno de los dos –y ambos cuentan con experiencia en la «gran política» nacional – se los señala como conductores de un proyecto mayor.

Algo similar, aunque con matices propios, se puede decir de la composición del nuevo gabinete. Si los equipos ministeriales de Kuczynski estaban formados por tecnócratas con grandes títulos y en muchos casos con experiencia internacional en los círculos empresariales –aunque se extrañaba roce político en los mismos–, los recién llegados al gabinete son funcionarios de segunda fila, varios de ellos ex viceministros en alguno de los últimos gobiernos. En lo inmediato, esto no ha sido visto como un defecto, quizás por el hartazgo de la población con las elites que han gobernado Perú y que parecen ahogarse en el mar de la corrupción. Pero el problema, que ya se notó en el gobierno anterior, podría volverse dramático en la primera crisis seria que este gobierno deba enfrentar.

Por otra parte, las líneas rectoras del gobierno en términos de política general, especialmente política económica y política exterior, parecen ser las mismas que inaugurara Fujimori en la década de 1990. Se siguen achacando los problemas económicos, de agudo desempleo y ahora de nuevo aumento de la pobreza, a la falta de un mayor ajuste económico y de una reforma laboral para quitar los pocos derechos que tienen los trabajadores formales. Esto se produce en línea con el mantenimiento, en el poderoso Ministerio de Economía y Finanzas, del mismo grupo de tecnócratas neoliberales que lo ha venido controlando desde hace 30 años, con tentáculos que abarcan al resto de los ministerios tanto sociales como de la producción. Poco o nada está referido a la crisis internacional del modelo de exportación de materias primas, especialmente gasíferas y mineras, que incide decisivamente en la reducción de la presión tributaria y la falta de empleo.

Algo similar sucede con la política exterior. La última Cumbre de las Américas que se realizó en Lima a principios de abril reafirmó el claro alineamiento de Perú con la Alianza del Pacífico y el grupo de países en sintonía con los intereses de Estados Unidos. Lo mismo ha sucedido cuando hace unos días se produjo el congelamiento de la pertenencia a la Unión de naciones Suramericanas (Unasur) de varios de los países que todavía permanecían en ese bloque alternativo a los propiciados desde el Norte. Esto indica que el gobierno peruano seguirá intentando liderar los esfuerzos para terminar con los gobiernos progresistas que aún quedan en la región.

Un proyecto importante que podría significar una diferencia con administraciones anteriores es el de la reforma electoral. Desde hace varios años, distintos sectores del centro y la izquierda política, así como organizaciones de la sociedad civil reclaman una reforma del sistema electoral que haga las elecciones no solo libres sino también justas. El sistema electoral peruano ha ido cerrándose progresivamente, casi impidiendo la participación de nuevos partidos. La legislación actual, a diferencia de la de mayor parte de la región, exige la presentación de un número de firmas equivalentes a un 4% del padrón electoral para poder inscribir un nuevo partido político. Ello ha creado un «mercado negro» de registros partidarios donde los mismos se compran, venden y alquilan, propiciando más corrupción y restringiendo drásticamente la entrada en competencia de otras opciones políticas. Es un clamor que proceda una reforma, pero, sin embargo, esta viene boicoteándose desde un Congreso con abrumadora mayoría de derecha a la que no le convienen tales cambios. Desde el Poder Ejecutivo se han levantado voces que reiteran la necesidad de nuevas reglas. Pero el porvenir de un proyecto en este sentido es incierto porque no cuenta con la mayoría parlamentaria necesaria que ha sido elegida y maneja las reglas antiguas, pero su sola puesta en debate podría agitar las aguas en un sentido positivo para abrir las puertas a una mayor participación política.

En este aspecto queda por ver cuál será la actitud frente a la lucha contra la corrupción. Retóricamente, tanto Vizcarra como Villanueva se han esforzado por señalar que serán implacables y respetarán las decisiones de jueces y fiscales al respecto. El nombramiento del nuevo Ministro de Justicia y Derechos Humanos, Salvador Heresi, no ha despertado, sin embargo, entusiasmo entre los conocedores del sector.

Todo esto nos lleva a las relaciones políticas del nuevo gobierno que resultan cruciales para su futuro. Como decíamos, el gobierno de Vizcarra no cuenta con bancada congresal ni partido propios. La bancada que llevó Kuczynski se empezó a diezmar con el indulto a Fujimori y luego, varios de sus integrantes, se han mostrado escépticos frente al nuevo gobierno. El partido PPK era una marca personal que, según parece, correrá la misma suerte que su líder. De esta forma, el futuro del apoyo parlamentario a Vizcarra queda en manos del fujimorismo y, en especial, de la hija del ex dictador, Keiko Fujimori, que controla a la mayoría de esta. Como señalamos, en estos momentos es difícil que el fujimorismo vuelva a las andadas del bloqueo parlamentario que practicó con Kuczynski, pero nada está garantizado más adelante si Vizcarra no satisface sus apetitos políticos. Al respecto, resulta clave la actitud que este tomará si la Corte Interamericana de Derechos Humanos declara ilegal el indulto a Alberto Fujimori y sentencia que el gobierno peruano debe revocarlo.

Desde la izquierda, varios de sus voceros han señalado que la crisis desatada por la vacancia presidencial y luego por la renuncia de Kuczynski ha sido una radiografía de la crisis de la hegemonía neoliberal que ya lleva un cuarto de siglo en el Perú. A este diagnóstico se seguía que el gobierno de Vizcarra era una buena oportunidad para ensayar cambios importantes en un modelo que muestra síntomas de agotamiento. La certeza del diagnóstico le ha dado, quizás, un exceso de optimismo a estas voces, porque la continuidad parece imponerse sobre el cambio. Aunque las grietas en la hegemonía neoliberal mostradas en este último año sean difícilmente reparables por políticas u personajes que insistan –más allá de las formas– en el mismo menú de los seis últimos gobiernos.



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