Opinión

El anticapitalismo de Erik Olin Wright


octubre 2021

El libro póstumo del sociólogo posmarxista Erik Olin Wright propone una política de erosión del capitalismo que combina elementos de distintas corrientes de la izquierda. Pero, a la vez, deja en evidencia los obstáculos del anticapitalismo en el siglo XXI.

<p>El anticapitalismo de Erik Olin Wright</p>

El fantasma del comunismo ya no recorre Europa, pero está en boca de la mayoría de los representantes de las nuevas —y no tan nuevas— derechas del mundo. Cualquier medida, gesto, asunto, dirigente o actitud puede ser reputada sin más de comunista, socialista o un epíteto semejante. Incluso el otrora sobreutilizado rótulo de «populista» parece estar perdiendo centralidad ante este avance. El mentado fin de las ideologías, que azuzaron autores tan disímiles como Herbert Marcuse o Daniel Bell, parece no haber sido tal.

Las izquierdas, como se ha repetido hasta el hartazgo, están en crisis. En parte, esa es una situación parcialmente inmanente a ellas. No hay período histórico en el que no se registre debate sobre la «crisis de la izquierda» ni en el que el debate no gire en torno a las formas en las que podría producirse una recuperación de su hegemonía. En momentos en los que su potencia entra en declive, la crisis también se ve impulsada por lo que Norberto Bobbio definió como la contradicción entre el programa igualitario y la realidad de desigualdad. La conciencia de las desigualdades –ya no solo circunscriptas a la economía o a la clase— y la incapacidad de las izquierdas para ofrecer respuestas, se refleja en repliegues electorales de los partidos socialistas o comunistas tradicionales, en fragmentación y dispersión política, así como en estrategias defensivas que derivan en conservadurismos y pragmatismos adaptativos que diluyen las aristas más radicales de los programas. Los resultados electorales son solo la punta del iceberg de un problema más profundo y las respuestas ante esa situación tampoco resultan homogéneas: si es falta de radicalidad o exceso de ella; si el problema es que las izquierdas han prestado demasiada atención a la política de la identidad o, quizá, demasiado poca; si el problema es que se ha dado la espalda a la clase obrera o que, en su defecto, no tiene ningún sentido seguir hablando a algo que ya no existe más (si es que alguna vez existió); si el problema ha sido el exceso de ortodoxia o, en contraste, una defección ideológica absoluta. Se trata de buscar alternativas, pero: ¿dónde? ¿con quiénes? ¿en base a qué ideas?

Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI (Akal, 2020), el libro póstumo de Erik Olin Wright, es, en este contexto, casi un oasis en el desierto. Con formato semejante al de un panfleto político —sin referencias eruditas ni bibliografía—, el sociólogo estadounidense fallecido en 2019, víctima de una leucemia, busca identificar las piezas dispersas que podrían forjar una nueva izquierda para nuestro tiempo. Wright parte de una premisa sencilla y cara a la tradición marxista con la que, hasta sus últimos días, aunque de forma heterodoxa, se seguía identificando: las fuentes para la superación del actual sistema social, económico y político ya anidan en forma de germen dentro de él. Si bien el capitalismo ha demostrado ser capaz de generar mecanismos eficaces para regenerarse y neutralizar a quienes intentan derribarlo, esto no implica que esa situación vaya a mantenerse de ese modo en el tiempo. Para Wright, la acción política de las izquierdas tiene, por eso mismo, un sentido específico.

La noción de «anticapitalismo» utilizada por Olin Wright es extensa e incluye las más diversas estrategias que, en un sentido u otro, atenten contra la lógica imperante y asuman al capitalismo como el antagonista principal de un proyecto democrático e igualitario. Esas estrategias, mensuradas por el propio autor, no solo no han sido históricamente complementarias, sino que han entrado en colisión entre sí. Se ha intentado «aplastar» al capitalismo (como soñó el socialismo revolucionario), «desmantelar» el capitalismo (por lo que bregaron los socialistas democráticos), «domesticar» al capitalismo (como ensayaron los socialdemócratas y progresistas del siglo XX), «resistir» al capitalismo (como hicieron los sindicatos o movimientos sociales) o «huir» del capitalismo (como las cooperativas o las iniciativas de la economía social). El fracaso histórico de cada una de estas alternativas —o los límites que estas estrategias encontraron en la acción política concreta— no obedeció, según Olin Wright, a sus falencias particulares, sino a su falta de articulación. El problema no residía en las estrategias en sí, sino en haber sido pensadas como opciones antagónicas y excluyentes entre sí. Para «erosionar» al capitalismo, sostiene el autor, es necesario pensarlas en conjunto, en un marco que permita desplegar la potencia de cada una de ellas, golpeando desde arriba y desde abajo, sin prisa y sin pausa.

Este punto de partida le ofrece a Wright un amplio repertorio de opciones políticas, pero, también es cierto, le resta originalidad. A pesar de ser un libro que se ubica en el siglo XXI, su prédica exuda siglo XX. Sus actores y sus problemas no parecen empalmar bien con el vértigo que vivimos. La de Wright es una apuesta, quizá por sus propias marcas generacionales, a un futuro de no muy largo plazo. Como en su anterior libro Construyendo utopías reales, que en cierto modo sirve de sustento teórico y empírico a este, el realismo pregonado va en desmedro de la imaginación. En favor del autor, nuestro presente es lo suficientemente angustiante como para darle la importancia que merece.

Las propuestas desplegadas por Olin Wright no son particularmente novedosas, aunque sí puede serlo la forma en la que el autor las despliega. La apuesta por la conjugación de estrategias abona a un proyecto de transformación mucho más radical que lo que podría derivar de la acción excluyente de cada una de ellas. Si cada una de las estrategias puede, por sí misma, atenuar alguna de las aristas más dañinas del capitalismo en base a lógicas o valores que lo contravienen, es la acción y la acumulación mancomunada de esas estrategias la que podría posibilitar un cambio de mayor envergadura y, tal vez, sin que lo percibamos de modo directo. Como el propio Wright nos advierte: «Una reforma que socavase directamente el capitalismo, promoviendo alternativas anticapitalistas sin proporcionarle ninguna ventaja positiva, sería perpetuamente vulnerable a ser desmantelada cada vez que menguara el poder de las fuerzas progresistas».


Erik Olin Wright confiaba en que la combinación entre una renta básica universal —destinada a neutralizar los aspectos más extorsivos de la explotación capitalista— pueda combinarse con la expansión de prácticas cooperativistas y de la economía social y popular, y derivar en una progresiva democratización de las propias empresas capitalistas. Esta mirada societalista, afín a una de las muchas versiones en que se pensó un socialismo de mercado, debía guardar un lugar especial en la ecuación para el Estado y, por tanto, para la política en su sentido más tradicional. El Estado no solo debería ser el proveedor y garante principal de algunos bienes y servicios básicos, sino también el estimulador y el promotor de otro tipo de prácticas económicas y sociales (además de ser el administrador lógico de la renta básica). Como buen intelectual poscomunista, Wright no pone la confianza en el Estado sin antes habilitar un subterfugio democrático.

La radicalidad democrática es la piedra angular de gran parte del pensamiento de la izquierda contemporánea y Erik Olin Wright no es la excepción. El imperativo igualitario de la democracia, reforzado con un llamamiento a la participación y a la deliberación, es el modo de compensar y atenuar los rasgos más autoritarios de las estructuras de poder realmente existentes. Democratizar es la tarea. Democratizar las empresas, democratizar el Estado, democratizar la propia democracia. Una confianza un tanto voluntarista en los procedimientos y, en última instancia, en la participación ciudadana: una antropología positiva llevada a sus últimas consecuencias. Allí anida el optimismo de Wright y su apuesta, pero subestima el componente de indeterminación de la dinámica democrática llevada al extremo. La experimentación democrática puede ser una buena fórmula para la innovación, pero resulta difícil clausurar en exceso la apuesta programática. Más democracia puede no redundar en más izquierda. La democracia parte de la premisa de la igualdad, pero no siempre la ha profundizado en la práctica. Siempre se puede objetar su deriva en base a criterios normativos, pero la política suele ser cruel con esas pretensiones.

El último problema que ataca Erik Olin Wright es, como bien advierte Michael Burawoy en el epilogo del libro, ciertamente paradójico. Tras una vida de dedicarse a analizar, teorizar y desmenuzar la categoría de clase, tan central para el marxismo, Wright encuentra un atolladero al momento de pensar quién podría a llevar adelante esta transformación por la que él apostaba. Una sociedad fragmentada y tabicada por miles de particularidades, sumado al vector de individuación que nos legó el liberalismo, no resulta un escenario propicio para encontrar actores políticos con la suficiente homogeneidad y fuerza como para propiciar por sí mismos un cambio radical. El cruce de identidades, intereses y valores puede ser fuente de confluencia, pero lo cierto es que resulta ser un caldo de cultivo de discordia. Como advertía el propio Wright: «Cualquier esfuerzo por construir un robusto actor colectivo anticapitalista debe superar la complejidad de estas identidades múltiples y entrecruzadas que comparten valores emancipadores subyacentes, pero no obstante tienen intereses identitarios específicos». Conformar la base común es una tarea política e, incluso más, ideológica. De lo que se trata es de impulsar valores con alguna capacidad de articular y universalizar ese sentimiento compartido de desazón frente a las desigualdades y la injusticia.

Los valores presentados por Olin Wright no son, de hecho, muy originales. Apela a los clásicos binomios genéricos de igualdad/equidad, libertad/democracia y comunidad/solidaridad. Sí, es un llamado a volver a las bases y a las fuentes. Pero, una vez más, lo que parecía genérico logra transformarse en complejo. La apelación a los valores de Olin Wright no constituye un ademán nostálgico, sino una vocación por el realismo. En definitiva, apuesta a estrategias «que eviten tanto el falso optimismo de las ilusiones como el incapacitante pesimismo». De eso se tratan, según el autor, las utopías reales. De eso se trata el anticapitalismo posible.

Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI es un libro de ideas. Olin Wright, sin embargo, no desconoce los límites de la tarea intelectual. Lejos de buscar construir un socialismo de puras ideas, afirma que solo la política emancipatoria —y no las ideas emancipatorias— puede dar resultados. Pero la imaginación es necesaria. En cierta medida, el avance del capitalismo y del mercado ha llegado a puntos inéditos no solo por carencias políticas de las izquierdas, sino también por la falta de ideas y de horizontes. El último llamamiento de Erik Olin Wright se trató justamente de eso. De plantearnos que «hay que pensar más para hacer mejor». Quizá sea tiempo de asumir el desafío. 

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