Opinión

James C. Scott: un izquierdista omnívoro


mayo 2025

Aunque le gustaba autodefinirse como un «marxista burdo» y como «anarquista», James C. Scott era, sencillamente, un pensador romántico que combinaba ideas radicales y conservadoras. El multifacético pensador estadounidense se animó a pensar las formas de resistencia de los dominados y a desmontar los prejuicios de una parte de la tradición de izquierda sobre el campesinado y el mundo rural.

<p>James C. Scott: un izquierdista omnívoro</p>

Cuando en julio de 2024 murió James C. Scott, a la edad de 87 años, los homenajes al académicos provinieron de una desconcertante diversidad de orígenes. Como integrantes de un clan conflictivo que se apresuran a acudir a la finca familiar tras la muerte del pater familias, los dolientes formaban una multitud inusual de personas rara vez vistas en una misma sala. Los anarquistas de Freedom News afirmaron que Scott era uno de los suyos; los libertarios de Reason sugirieron –con mayor modestia– que era un compañero de viaje; el primer ministro de Malasia le agradeció, a través de Instagram, sus «contribuciones excepcionales a la ciencia política y la antropología». Otros se sintieron libres de hablar mal del muerto. En internet fue acusado de tener vínculos con la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA).

No es de extrañar que el trabajo de Scott despertara semejantes pasiones. Fue un académico de talento y alcance extraordinarios, y siempre fue difícil precisar cuál era su orientación política. Si bien era politólogo por formación y con diploma oficial, nunca estuvo satisfecho con esa etiqueta. En una época en la que sus colegas adoptaban cada vez en mayor medida métodos cuantitativos, Scott siguió su propio camino y desarrolló una metodología idiosincrásica y ecléctica. Después de haber recibido la titularidad, se dedicó a la etnografía –pese a que le advirtieron que sería un suicidio para su carrera– y le encantaba que con frecuencia lo confundieran con un antropólogo. Muchos de sus libros fueron esencialmente de carácter histórico. También fue un apasionado defensor del valor de la literatura para las ciencias sociales. Uno de sus libros comenzaba con una lectura atenta de un pasaje de Adam Bede, de George Eliot. Su propia prosa, con un buen ojo para la metáfora y hábiles giros de la elocuencia a la irreverencia, tenía un estilo literario poco común en los escritos académicos.

Si su abanico metodológico era amplio, el abanico de temas que estudió era incluso mayor. Sus primeras obras importantes de la década de 1970, sobre la política y la cultura campesinas en el Sudeste asiático, ofrecían una explicación profundamente empática de por qué los campesinos a menudo toleraban una opresión terrible y por qué a veces se rebelaban provocando revueltas, como había sucedido recientemente en Vietnam. Más tarde, su tema principal fue el Estado moderno y sus intentos equivocados de hacer que la sociedad pueda ser descifrable y manejable. En estas obras, Scott recorrió con soltura un vasto territorio, recolectando evidencia de las rebeliones campesinas en la Rusia del siglo XVIII, la silvicultura prusiana del siglo XIX, la agricultura soviética, los planes de desarrollo de Tanzania, la arquitectura modernista francesa y la planificación urbana brasileña. Su último libro publicado fue aún más lejos: la antigua Mesopotamia. Aunque alguna vez afirmó que quería «dejar el hábito de escribir libros», afortunadamente para nosotros nunca lo pudo hacerlo. Terminó un último trabajo en los meses previos a su muerte. El libro, que se publicará el año próximo, ofrecerá una ambiciosa historia ambiental del río Irawadi en Myanmar.

En todas sus obras, la curiosidad de Scott era omnívora y con frecuencia mostraba una maravillosa habilidad para hacer comparaciones esclarecedoras y conectar fenómenos aparentemente lejanos. «[Rosa] Luxemburgo (…) veía el movimiento obrero de la misma manera que [Jane] Jacobs veía la ciudad»: esta era una clásica frase de Scott. Y, sin embargo, puede resultar difícil ver cuál es el hilo conductor de sus trabajos. Su obra ha dejado en muchos lectores la impresión de ser un conjunto ecléctico, difícil de unificar bajo alguna categoría. (Entre esos lectores se encontraba el propio Scott. «Creo que simplemente fui pasando de un tema a otro», me dijo una vez en una entrevista. La postura política y las implicaciones de su obra también han sido difíciles de definir. A veces se autodenominaba «marxista burdo»; otras veces coqueteaba con la etiqueta de anarquista. Pero algunas de sus obras posteriores –con su escepticismo generalizado con respecto al Estado, su valoración del orden espontáneo del mercado y sus amables palabras para el economista austríaco Friedrich Hayek– pueden tener un tono casi neoliberal. El economista Brad DeLong llegó al extremo de afirmar que el libro más famoso de Scott, Lo que ve el Estado, «marcó la etapa final de la lucha intelectual que la tradición austríaca ha librado durante mucho tiempo contra los apóstoles de la planificación central». Las complicaciones se profundizan por el hecho de que Scott efectivamente tuvo en su juventud conexiones con la CIA.

Así como los académicos solían preocuparse por das Adam Smith Problem [el problema de Adam Smith] (la cuestión de cómo conciliar los argumentos aparentemente contradictorios del gran economista en La riqueza de las naciones y La teoría de los sentimientos morales), uno podría plantear el problema de James Scott. ¿Existe un hilo conductor en su obra? ¿Tenía una visión política coherente? ¿Cuál de sus posibles herederos, si lo hubiera, tienes mejores fundamentos para reclamar su herencia?

Pocas cosas en los primeros años de la carrera de Scott sugerían que se convertiría en un académico de renombre mundial. Se topó con su principal área de especialización como estudiante en el Williams College cuando su tutor, descontento con su escaso progreso en una tesis sobre la política económica nazi, le dijo que buscara a otra persona con quien trabajar. Scott conoció a otro profesor que estaba dispuesto a aceptarlo como tutor con la condición de que trabajara en proyectos de desarrollo birmanos. No parecía ser el comienzo de una carrera estelar como especialista en el Sudeste asiático.

Tras su graduación en 1958, Scott recibió una beca del Rotary para estudiar en Birmania, después de lo cual trabajó durante un periodo para la Asociación Nacional de Estudiantes (NSA, por sus siglas en inglés).

Fue durante esos años cuando desarrolló vínculos con la CIA (con la que la NSA estaba estrechamente ligada), e incluso llegó a escribir informes sobre la política estudiantil birmana para la Agencia. Es lamentable que Scott nunca haya abordado la cuestión de cómo pasó de ver por el Estado a escribir Lo que ve el Estado. Su reconocimiento más franco de sus vínculos con la CIA apareció en una larga entrevista de 2018, donde habló del episodio con cierta frivolidad.

Aun así, es difícil ver qué nos dice este coqueteo de juventud sobre sus opiniones maduras. En primer lugar, su relación con la CIA parece haber terminado cuando comenzó un doctorado en Ciencias Políticas en Yale en 1961. Es más, el Scott de principios de la década de 1960 era un hombre muy diferente –académica y políticamente– del autor de los libros que forjaron su reputación. Su primer libro – Political Ideology in Malaysia [Ideología política en Malasia) (1968), la versión publicada de su tesis doctoral– hace que uno se pregunte cómo ese mismo hombre pudo llegar a escribir sus clásicos posteriores. Scott básicamente renegó del libro y no es difícil entender por qué. La metodología fue más que dudosa: intentó desarrollar una teoría general de la cultura política de todas las nuevas naciones poscoloniales basándose en entrevistas con 17 funcionarios malayos. También se mostró alegremente optimista respecto a los tipos de proyectos de desarrollo liderados por el Estado que más tarde execraría. Los países recientemente independizados –sostenía– no eran aptos para un gobierno plenamente democrático, sino que necesitaban «el gobierno de una elite benévola»; con el tiempo, el crecimiento económico conduciría a la modernización y a la democratización plena. Está claro que algo le ocurrió a Scott entre la publicación de este libro (por no mencionar su época con la CIA) y la escritura de sus obras principales.

Ese «algo» fue su paso por la Universidad de Wisconsin-Madison, a donde llegó como profesor en 1967. Allí encontró una cultura universitaria que, incluso en una época de agitación estudiantil generalizada, se destacaba por su apasionada oposición a la Guerra de Vietnam. Apenas unas semanas después de su primer semestre en la casa de estudios, miles de estudiantes se reunieron para protestar contra la presencia, en el campus, de reclutadores de personal de Dow Chemical, un importante fabricante de napalm. Las multitudes fueron dispersadas con gases lacrimógenos y cachiporras; fue la primera protesta estudiantil violenta contra la guerra de la era de Vietnam. Los acontecimientos radicalizaron aún más al estudiantado y su radicalización se filtró, como era de esperar, en las aulas. En aquellos años, Scott y su íntimo amigo y colega Edward Friedman dictaban juntos una materia sobre revoluciones campesinas. La materia atrajo a cientos de estudiantes, y aunque tanto Scott como Friedman eran activos en el movimiento antibélico, a muchos de los estudiantes les pareció insuficiente su nivel de radicalización. Después de cada clase, un grupo de ellos escribía una crítica sustancial de la clase dada, la mimeografiaba y la distribuía en la clase siguiente. «Era como aprender con una pistola en la sien», recuerda Scott.

Fue esta la atmósfera combustible en la que Scott dio un giro que definiría la trayectoria de su carrera. En sus memorias lo describió casi como una experiencia de conversión: «En realidad decidí (…) que los campesinos eran la clase más numerosa de la historia mundial, y si el desarrollo no significaba algo para ellos, al diablo con el desarrollo». Se abocó entonces «al estudio del campesinado».

En el libro que le dio reputación, La economía moral del campesinado (1976), Scott rechazó la visión común de que los campesinos eran una clase irremediablemente conservadora, incluso atrasada. Muchos rasgos superficialmente irracionales del comportamiento campesino (por ejemplo, su rechazo a las últimas innovaciones en agricultura o su tendencia a tolerar dócilmente la explotación) podrían considerarse bastante racionales una vez que se aceptaba una premisa simple: los campesinos tendían a «priorizar la seguridad». Si no plantaban las variedades de cultivos de mayor rendimiento, por ejemplo, era porque juzgaban los cultivos no por su rendimiento promedio a lo largo de muchos años sino por su resistencia, su fiabilidad para proporcionar una subsistencia mínima. Las sociedades campesinas tendían a estar gobernadas por complejas normas de reciprocidad que aceptaban rentas e impuestos elevados siempre que no se infringiera el derecho a la subsistencia. Pero esto no significaba que los campesinos fueran conservadores congénitos. Estaban más cerca de ser anarquistas instintivos, que soñaban constantemente con «un mundo aldeano reconstituido sin Estado, es decir, sin impuestos». Y cuando su derecho a la subsistencia se veía amenazado, eran capaces de una resistencia extraordinaria. De hecho, la orientación retrógrada de las rebeliones campesinas les daba «una tenacidad moral que los movimientos que imaginan la creación de nuevos derechos y libertades probablemente no puedan inspirar».

El quid argumental de Scott era reivindicar la racionalidad básica de los campesinos del mundo y, de esa manera, socavar los argumentos de todo el espectro político que sugerían que estaban confundidos acerca de sus propios intereses y necesitaban ser guiados e instruidos por personas de afuera. Los campesinos no necesitaban ser modernizados por un Estado centralizador. Tampoco necesitaban ser salvados de la falsa conciencia por un partido de vanguardia leninista que les enseñara sus verdaderos intereses revolucionarios.

En años posteriores, Scott afirmó que comenzó a estudiar al campesinado mundial por su desilusión con las «guerras de liberación nacional» por las que sentía gran entusiasmo en la década de 1960. Y está claro que sus obras sobre los campesinos en la década de 1970 tenían un sesgo profundamente antileninista. Pero él no se oponía a la revolución en sentido estricto. De hecho, dos de las mayores influencias de Scott en aquel momento, el sociólogo holandés W.F. Wertheim y su colega de Madison, Edward Friedman, eran estudiosos de la Revolución China y veían en ella –y en el maoísmo que la guiaba– una alternativa al leninismo que respetaba las necesidades del campesinado y cifraba su fe en la acción popular espontánea. Se trataba, por supuesto, de una visión idealizada de China, que prácticamente asimilaba el maoísmo al lema más amplio «lo pequeño es hermoso» que estaba en boga en aquel momento.

Poco después de la publicación de La economía moral…, Scott parece haber sufrido un cambio de actitud política. A mediados de la década de 1980, Mao Zedong había muerto, se disponía de información más confiable sobre los horrores del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, y la gran marea de la revolución campesina se había retirado. Las esperanzas revolucionarias de Scott también se desvanecieron. Pero un viejo leitmotiv continuó presente en su obra. Sus siguientes libros retomaron el tema que había dejado pendiente La economía moral…, con un ataque a las teorías de la falsa conciencia y la hegemonía, es decir, a cualquier cosa que sugiriera que las clases subordinadas habían llegado a aceptar los valores de sus superiores sociales y, por lo tanto, estaban confundidas acerca de sus propios intereses. En Weapons of the Weak [Las armas de los débiles] (1985), Scott se basó en sus experiencias de vida en una aldea de Malasia para argumentar que, aun cuando los campesinos eran respetuosos de la autoridad, no habían llegado a aceptar su sociedad como justa. En privado, criticaban a las autoridades a las que respetaban en público y emprendían todo tipo de resistencia encubierta: «demora, disimulo, deserción, falsa conformidad, hurto, ignorancia fingida, calumnia, incendios, sabotajes, etc.». Estas acciones no eran espectaculares por sí solas, pero en conjunto eran eficaces para proteger de incursiones externas el modo de vida de los campesinos. Los dominados y el arte de la resistencia (1990) generalizó el argumento, basándose en ejemplos desde la Francia del Renacimiento hasta la Polonia contemporánea.

El siguiente libro de Scott, Lo que ve el Estado, se convirtió en su libro más famoso y más controvertido. Por primera vez, Scott se ocupaba no de los subalternos que resistían las demandas del Estado, sino del Estado mismo. Desarrolló una crítica radical del «alto modernismo», la convicción de que la sociedad podía mejorarse mediante una planificación cuidadosa realizada por expertos tecnócratas. Esta ideología tuvo un atractivo generalizado en todo el espectro político durante el siglo XX (entre los altos modernistas paradigmáticos se encontraban desde Le Corbusier y Lenin hasta Henry Ford y Julius Nyerere), pero los proyectos que inspiró a menudo fracasaron estruendosamente. Fue así porque los planificadores centrales ven la sociedad a través de modelos simplificados que necesariamente excluyen el tipo de información detallada sobre las condiciones locales y el know-how práctico que son cruciales para la salud de cualquier orden social. Las consecuencias fueron visibles en todas partes, desde los campos desolados de la Ucrania de Stalin hasta las siniestras calles sin vida de Brasilia.

El argumento de Scott sobre los límites epistemológicos de la planificación central se parecía mucho a los panegíricos de Hayek al orden espontáneo creado por el libre mercado. De hecho, Scott creía que el economista había acertado en muchas cosas e incluso elogió la capacidad de los mercados para frenar las ambiciones desmedidas de los altos modernistas. Para algunos, parecía que Scott había dado un giro brusco hacia la derecha, que había aprendido a dejar de preocuparse y a amar el neoliberalismo.

Tras la publicación del libro, figuras del Instituto Catón, la Fundación para la Educación Económica y otras instituciones libertarias se congregaron en torno de Scott como misioneros que se apresuraban a presenciar y ayudar en los tramos finales de una conversión. Scott siempre se sintió incómodo con esta atención, y a veces afirmaba que el argumento de Lo que ve el Estado se aplicaba igualmente al capitalismo moderno: al igual que el Estado, las enormes corporaciones veían el mundo a través de modelos simplificados que reducían inexorablemente la calidad a la cantidad. Aun así, el título de Lo que ve el Estado era totalmente apropiado: en más de 400 páginas repletas de estudios de casos históricos, Scott nunca ofreció un solo ejemplo de lo que ve una empresa de la lista Fortune 500.

Y, sin embargo, pasó de manera sorprendentemente directa de celebrar la espontaneidad revolucionaria a hacerse eco de las ideas de Hayek sobre el «orden espontáneo». Si antes había defendido la racionalidad de los campesinos supuestamente atrasados, ahora atacaba la irracionalidad de las instituciones que pretendían modernizarlos. Si en obras anteriores había criticado las teorías de la falsa conciencia que sustentaban el vanguardismo leninista, ahora condenaba al propio Lenin como un alto modernista y sostenía que la Revolución de Octubre había sido un levantamiento popular antes que una acción cuidadosamente planificada por un partido disciplinado. Todas estas obras estaban unidas por una fe en las acciones espontáneas de la gente común, junto con una visión optimista de precisamente aquello que se dice que Napoleón ridiculizó: una nación de comerciantes y pequeños propietarios.

La obra de Scott fue, al final, profundamente romántica. Y, como gran parte del pensamiento político romántico, contenía una mezcla promiscua y lábil de temas radicales y conservadores. Hasta sus últimos días, Scott simpatizó con las luchas armadas por la libertad. (Sus hijos pidieron que quienes lamentaban su fallecimiento, en lugar de flores, hicieran donaciones a los movimientos que resisten a la junta militar en Myanmar). Pero también podía elogiar con entusiasmo las virtudes de la pequeña burguesía de un modo que, según reconocía, sonaba casi reaccionario. «La pequeña propiedad (…) representa una preciosa zona de autonomía y libertad», se entusiasmó en un ensayo tardío. (La observación de Scott unos párrafos más adelante de que «las prácticas de explotación [de la pequeña burguesía] se limitan en gran medida a la familia patriarcal» –como si esto fuera obviamente preferible a la explotación por parte de un jefe– sugería que era un tanto ciego a la opresión de las esposas y los hijos). En otro lugar, elogió la vitalidad y la resiliencia de «la familia, la pequeña comunidad, la pequeña granja, la empresa familiar en ciertos negocios (…)». Agréguense algunas imágenes de archivo de espigas meciéndose y un sucedáneo de la Fanfarria para el hombre común y se obtendrá un anuncio publicitario de campaña presidencial. No es de extrañar que Scott encontrara lectores de todo el espectro político que lo apreciaban.

 ¿Era plausible su ideal de una utopía pequeñoburguesa? Scott admitió que su trabajo estaba determinado por una visión bastante idealizada del pasado. Como una vez me dijo: «Sería una crítica justa [a mi trabajo] decir que, en cierto sentido, habiendo comenzado a enamorarme de la revolución y habiéndome desilusionado, lo que olvido es lo terrible que era el Antiguo Régimen en todos estos lugares». Y su elogio de la espontaneidad podría ser extrañamente equívoco. Vio en los pequeños y descoordinados actos de resistencia que presenció en Malasia «un espíritu y una práctica que evitan lo peor y prometen algo mejor». Y, sin embargo, en un momento de admirable honestidad académica, admitió que los campesinos cuyos actos de desafío y autoprotección elogió con tanta elocuencia eran «un puñado de perdedores de la historia», un grupo que no tenía ninguna posibilidad contra las fuerzas políticas, económicas y naturales a las que oponía resistencia. Contentarse con las armas de los débiles, en ese caso, era resignarse al olvido. El corolario, al parecer, fue que una resistencia efectiva requeriría mayores niveles de disciplina y organización. Quizás Lenin tenía razón.

Si la resistencia espontánea no era suficiente para detener la mecanización de la agricultura en los arrozales del norte de Malasia, seguramente no será suficiente para abordar los problemas más urgentes de nuestro tiempo. La perspectiva política de Scott estuvo determinada por una época de confianza a menudo arrogante en la capacidad de los grandes planes para transformar el mundo y, en relación con ello, una época en la que a muchos les parecía, en palabras del antropólogo Eric Wolf, que «los rebeldes campesinos eran heraldos de las esperanzas de un orden social más equitativo y justo». En el mundo actual, la celebración que hace Scott de la resistencia espontánea y del orden espontáneo proporciona una orientación dudosa. Después de décadas de ataques neoliberales a la capacidad estatal en todo el mundo, es tan inverosímil ver en los excesos de la planificación central la principal amenaza al florecimiento humano como imaginar que la redención vendrá de los campesinos revolucionarios. La mayor crisis de nuestro tiempo, el cambio climático, no es producto de ningún proyecto estatal que haya salido mal, y cualquier respuesta requerirá el tipo de acción concertada y organizada del cual Scott era escéptico. Como señaló una vez en una entrevista sobre Lo que ve el Estado, «el momento que describe el libro ya pasó».


Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en LSE Review of Books, el 10/9/2025 y está disponible aquí. Traducción: Carlos Díaz Rocca.



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