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Occupy Wall Street: ¿la contracara del Tea Party?


Nueva Sociedad 236 / Noviembre - Diciembre 2011

El movimiento Occupy Wall Street (OWS) suele ser comparado, en medios periodísticos, con otro mucho más poderoso surgido desde fuera del sistema político estadounidense –y contra él–: el Tea Party. No obstante, mientras este último toma mucho del llamado «anarquismo de derecha», elogioso del egoísmo individual y de la ausencia de Estado, los activistas de OWS pusieron en la agenda una crítica, aún difusa pero efectiva, a esos valores conservadores fundantes de la identidad estadounidense, tratando de iluminar ideas y caminos progresistas que ese mismo mito originario ha cobijado desde el comienzo.

Occupy Wall Street: ¿la contracara del Tea Party?

En unos años, cuando alguien pregunte en el bar de turno en qué momento «se jodió» el sistema político de Estados Unidos, muchos responderán con una fecha precisa: el 11 de septiembre de 2001. Y se habrán equivocado. Los atentados terroristas confirmaron cambios en la política exterior post-Guerra Fría y aceleraron transformaciones en la vida interna que hicieron del comienzo del siglo XXI estadounidense una verdadera «década infame». Pero para encontrar algo genuino y nuevo en ese relato, habrá que mover el calendario un poco más adelante y detenerse en dos días sin brillo, el 19 de febrero de 2009 y el 2 de febrero de 2011. En sigilo, y sin que nadie imaginara lo que vendría, en esas dos fechas comenzaron a funcionar el Tea Party y Occupy Wall Street (OWS), los dos movimientos que pusieron en cuestión un sistema político estable y centrista, que hacía aparecer el bipartidismo como la competencia entre dos propuestas similares y opacaba la profunda polarización ideológica sobre la que esa misma sociedad está fundada. No es la primera vez que esa polarización se hace pública, pero lo ocurrido en estos dos años refleja y produce una de las mayores crisis de un sistema político que durante las últimas tres décadas se recostó en los principios fundantes del conservadurismo como núcleo duro de consenso y estabilidad. Si la discusión hoy pasa por ver si ese consenso se reconstruye sobre nuevas bases o es reemplazado por otro, se debe a la fuerza con que estos dos movimientos erosionaron –hasta ponerle fin– un statu quo que hizo de la competencia por el centro político la única estrategia democrática de poder en EEUU.

Ahí empiezan y terminan las similitudes entre el Tea Party y OWS, que protagonizan un mismo proceso pero desde veredas opuestas y en direcciones divergentes. El obstinado acostumbramiento de analistas y periodistas, convencidos de antemano de la irrelevancia de la política, dio base a gran cantidad de artículos que sugieren que se trata de fenómenos parecidos. El cansancio por la falta de respuestas ante una economía que no se recupera, la exasperación, la crítica a los partidos y a sus representantes, y la denuncia a las elites por traicionar a sus representados se citan como aquello que los pondría en un mismo plano. La ubicuidad del término «populismo» vino en ayuda de estos análisis, entendiendo el populismo (uno de los términos más maltratados por la prensa estadounidense) en su formulación más vaga, como un espíritu antielites que se presenta bajo la dicotomía pueblo/antipueblo.

Pero bajo una mirada más atenta, el énfasis en las similitudes esconde mucho más de lo que muestra. Si algo debería quedar claro después de leer estas líneas, es que lo que da fuerza a ambos movimientos son ideas de sociedad irreconciliables. En su lenguaje genérico, OWS expresa la demanda de una política descentrada de los ejes de libertad individual y derechos de propiedad como bases del sistema democrático, con estrategias que son en parte novedosas y en parte una recuperación del movimiento contracultural de los años 60. Y al igual que con este, lo menos importante para entender su influencia es detenerse en su éxito o su fracaso. Con la expansión global que logró en sus primeros dos meses de existencia y la influencia que unos cientos de jóvenes acampando en el centro de Nueva York han logrado en la agenda política nacional, la irrupción de OWS ya cambió la historia reciente de EEUU.

I. El Tea Party se puso en marcha sin que nadie lo advirtiera, en la mañana del 19 de febrero de 2009, cuando el periodista económico de la cadena CNBC, Rick Santelli, lanzó una retahíla de acusaciones contra el gobierno y su plan de salvataje para los propietarios de bajos ingresos que no podían pagar sus hipotecas. El periodista, ex-miembro de un fondo de inversión, estaba dándole forma a una de las interpretaciones más difundidas de la crisis financiera estadounidense, según la cual millones de personas pobres habían actuado con irresponsabilidad al tomar créditos que no iban a poder pagar. «Losers» (perdedores), los llamó Santelli horas antes de que abrieran los mercados, y dejó latente la posibilidad de que en breve se reuniera un «Tea Party» en Chicago para evitar que el gobierno usara fondos públicos para ayudar, supuestamente, a quienes estaban perdiendo sus hogares. Evocaba así el motín del té de finales del siglo XVIII que pasó a la historia como Boston Tea Party, contra los gravámenes introducidos por Gran Bretaña, y que se considera a menudo un antecedente de la Guerra de la Independencia.

Desde ese día, el movimiento creció de forma espontánea y exponencial, ganando consenso entre millones que veían los primeros meses de la presidencia de Barack Obama como una amenaza. Identificando sus ideas con los fundamentos de la nación, el Tea Party recibió entonces el empuje, apoyo y agenda de algunas de las principales cadenas televisivas y radiales y de los conductores y periodistas más populares del espectro conservador. El movimiento se hizo fuerte entre personas de mediana edad y adultos, en su mayoría hombres, abrumadoramente blancos, radicados en su mayor parte en los suburbios y sobre todo en aquellos distritos históricamente alineados con el Partido Republicano. Socialmente anclado en las clases medias, el Tea Party obtuvo de inmediato el apoyo directo e indirecto de grupos económicos y elites políticas conservadoras de larga tradición ligados a industrias diversas, desde las aseguradoras de salud hasta los contratistas de defensa, al mismo tiempo que extendía su base de consenso de forma masiva y hacia sectores sociales más bajos. Surgido de forma espontánea, el Tea Party integró a la política activa a muchos que nunca antes habían participado, al mismo tiempo que se nutría de un discurso arraigado en el núcleo duro de la ideología de las elites norteamericanas.El crecimiento del Tea Party fue tan rápido que en apenas unos meses estuvo en condiciones de incidir dentro del Partido Republicano. Así, logró imponer a hombres y mujeres identificados con su agenda como candidatos a diputados y senadores en las elecciones de 2010, con una oposición marcada a fuego contra el gobierno de Obama. Si el Tea Party no es explícitamente racista en su discurso, el racismo extendido que despertó la llegada de Obama a la Casa Blanca es la arcilla básica que da forma a la «excepcionalidad norteamericana» sobre la que se monta su propuesta política. Arraigada en los orígenes del pensamiento religioso y del liberalismo estadounidense, la idea de EEUU como un experimento único en el mundo tiene como centro un orden social en el que la homogeneidad desplaza a la igualdad, que se asienta sobre los principios del derecho a la propiedad y la libertad individual y que concibe la moral religiosa como fundamento del orden político. La superposición del Tea Party con otros movimientos novedosos y explícitamente racistas (sobre todo, el de aquellos que ponen en duda la nacionalidad estadounidense de Obama) o tradicionales y de derecha (la National Riffle Association, los think tanks económicos conservadores, los movimientos contra la legalización del aborto, etc.) reafirmó el racismo intrínseco que encuentra en cualquier propuesta política que cuestione esa excepcionalidad norteamericana una contaminación foránea a los elementos (y la raza) constitutivos de la nación.

De la combinación entre ese bagaje ideológico y la coyuntura política surgió una agenda definida, que en poco tiempo capturó la atención del Partido Republicano: a) la reducción o finalización, en nombre de recuperar la libertad, de todo aquello que implique una socialización de esfuerzos y decisiones (universalización del sistema de salud, educación pública, impuestos, welfare state, ayuda económica a los perjudicados por la crisis); b) la jerarquización de aquello que pusiera a un individuo idealizado como motor de la vida en sociedad (derecho a portar armas, renuncia a ideas científicas como principios universales de enseñanza); c) el combate contra aquello que pusiera en cuestión la homogeneidad defendida (reducción de la inmigración, endurecimiento de la política frente a los inmigrantes ilegales, oposición al matrimonio igualitario, relevancia a la amenaza terrorista externa).Para la elección parlamentaria de 2010, cerca de 20% del electorado decía identificarse con el Tea Party. El efecto de su irrupción fue paradójico. Por un lado, llevó a la elección parlamentaria a candidatos de extrema derecha que le costaron al Partido Republicano algunas bancas claves como para recuperar el control del senado. Pero por otro lado, y en un nivel más profundo, creció tan rápidamente, capturó el centro del debate político con tanta fuerza y con tanto apoyo de algunos de los medios y comunicadores más poderosos, que se convirtió en un obstáculo formidable para la debilitada gestión del presidente Obama. Un efecto inesperado de esa enorme transformación de la política norteamericana fue, justamente, la emergencia de OWS.

II. A diferencia del Tea Party, OWS fue cualquier cosa menos espontáneo. Comenzó a tomar forma el 2 de febrero de este año, cuando la revista canadiense Adbusters publicó un editorial firmado por Kono Matsu sobre las protestas en Egipto, diciendo: «Si queremos que el levantamiento se expanda en Occidente –en algo así como una marcha de un millón de personas sobre Wall Street–, empecemos a organizarnos». Hubo que esperar hasta el 13 de julio para que Adbusters llamara a una concentración masiva en Nueva York para el 17 de septiembre y creara un nuevo hashtag en Twitter: #OccupyWallStreet. Ese mismo día, la revista envió también un brevísimo correo electrónico a su lista de 90.000 direcciones: «El 17 de septiembre, avancemos sobre el bajo Manhattan, montemos carpas, cocinas, barricadas pacíficas, y ocupemos Wall Street».

Todo esto se generó desde una casa del siglo XIX en Fairview Slopes, un barrio de Vancouver, Canadá, donde tiene su sede Adbusters, una organización que lleva décadas desarrollando campañas anticonsumo, desde el «Día de No Comprar Nada», hasta los avisos antipropaganda que no venden productos sino ideas. No deja de ser sugerente que el publicista estonio Kalle Lasn creara Adbusters en 1989 luego de que la televisión se negara a pasar un aviso suyo en el que denunciaba la deforestación de selvas vírgenes. Inspirado en la iconografía y las estrategias de los grupos situacionistas que participaron del Mayo Francés de 1968, Lasn se propuso que Adbusters se dedicara desde entonces a denunciar el control que las grandes corporaciones tienen sobre la opinión pública.

Entre febrero y julio, Adbusters entró en contacto con otras dos organizaciones, Anonymous y US Day of Rage. Juntos crearon el póster icónico del comienzo del movimiento, en el que se ve una bailarina danzando sobre el toro de Wall Street y en el fondo, una fuerza policial en avance. Como Adbusters, las otras dos organizaciones estaban motivadas por la experiencia de las protestas populares en la plaza Tahrir de El Cairo y por el movimiento de «indignados» en España (los primeros intercambios llamaban a que Occidente tuviera su «momento Tahrir»), pero también por las movilizaciones alterglobalización de 1998-2000, donde muchos de estos activistas tuvieron sus primeras intervenciones directas. Si la respuesta estadounidense a los atentados del 11 de septiembre de 2001 limitó seriamente el alcance del movimiento alterglobalización, sus miembros más activos siguieron trabajando, mayormente, contra los efectos de la «guerra contra el terror» en EEUU y Europa.

En Nueva York, estos grupos se contactaron con quienes terminarían por tener en sus manos la difusión de la organización de la ocupación en la ciudad y los primeros actos: la coalición Neoyorquinos contra los Recortes Presupuestarios (New Yorkers Against Budget Cuts, NYABC). Integrada por estudiantes, empleados públicos, artistas y algunos sindicatos, NYABC fue creada a principios de año para protestar contra el programa de recorte de gastos y despidos implementado por el gobierno de la ciudad, y para julio habían finalizado una ocupación de tres semanas de un rincón cercano a las oficinas de la municipalidad. Entusiasmados por la iniciativa, los miembros de NYABC (en su inmensa mayoría jóvenes) crearon la Asamblea General de Nueva York, el ámbito horizontal que se convertiría desde entonces en el verdadero centro de toma de decisiones del movimiento. Un centenar de jóvenes recorrieron la ciudad promoviendo OWS para el 17 de septiembre, distribuyendo volantes y haciendo anuncios en el formato más artesanal imaginable en los subtes, recitales y cines de Nueva York. Para el día de la toma, cerca de 1.000 personas llegaron al lugar de la convocatoria en el Zucotti Park; bastante menos que lo que los organizadores esperaban, pero aun así suficientes como para continuar con la idea y montar una decena de carpas frente a la Corte de la ciudad.

Lo que ocurrió entre febrero y septiembre fue el agregado deliberado de grupos dispersos con un enorme capital acumulado: activistas informáticos, organizaciones no gubernamentales (ONG) con décadas de militancia contra la sociedad de consumo, «veteranos» de las movilizaciones contra la globalización neoliberal, nuevas organizaciones inspiradas en las movilizaciones de Oriente Medio primero y en el movimiento de los «indignados» de España después, grupos creados durante el último año en Nueva York para protestar contra el ajuste fiscal. Dispersos y sin una agenda previa, estos grupos sí compartían un universo común de referencias ideológicas, sensibilidades políticas y estrategias básicas, ligadas a la protesta contra la desigualdad social, por la que responsabilizan tanto a la especulación financiera como a los procesos de integración económica acelerada y las medidas de ajuste fiscal asociadas a estos dos factores.

Entre septiembre y noviembre se produjo el encuentro acelerado y explosivo de este grupo informe con una gran cantidad de organizaciones más tradicionales de EEUU, como sindicatos y asociaciones por los derechos civiles, con intelectuales, referentes políticos y sociales, y luego con amplios sectores de la opinión pública nacional primero, y del resto del mundo un poco más tarde.

Un punto de inflexión determinante para este crecimiento no fue fruto de la planificación de los organizadores sino de la reacción estatal, y se produjo el 1 de octubre, cuando la policía de Nueva York reprimió a los manifestantes. La estrategia policial fue particularmente torpe: los manifestantes fueron inducidos por los uniformados a cortar el tránsito en el Puente de Brooklyn, y una vez sobre este, fueron rodeados con una red y arrestados bajo la acusación de haber cortado el tránsito sin autorización policial. La detención masiva e injustificada de 700 personas que marchaban pacíficamente, en uno de los lugares más vistos de una de las ciudades más observadas del mundo, tuvo un impacto unívoco: al día siguiente, OWS tenía toda la cobertura periodística que sus organizadores no habían logrado en las semanas anteriores, además de la simpatía de una parte importante de la opinión pública, más una plataforma más sólida que lo que jamás hubieran podido imaginar para hacer escuchar sus propuestas y reclamos. Desde el presidente Obama hasta el ex-líder polaco Lech Walesa, pasando por los premios Nobel de Economía Joseph Stiglitz y Paul Krugman y el sindicato de transporte de EEUU, la variada gama de apoyos o simpatías que recogió OWS en sus primeros dos meses de vida prácticamente sin recursos ni estrategias de largo plazo habla, más que de las cualidades políticas de los organizadores, del campo fértil y disponible para un discurso como el que llevaron adelante.

Bajo el paraguas simbólico de OWS, crecieron centenares de protestas similares en EEUU. Concentradas en las principales ciudades, lideradas por una mayoría de jóvenes, en diálogo conflictivo con la agenda de los demócratas y en oposición categórica a la política republicana, las ocupaciones se expandieron rápidamente a Europa y a algunas capitales de América Latina. En Nueva York y en otras ciudades norteamericanas, el carácter genérico de la protesta y de la referencia en OWS no oculta un centro de ideas y propuestas claramente identificables en los discursos, los carteles y los centenares de miles de puntos de encuentro que el movimiento produce en internet. Quizás el rasgo más interesante de OWS es la forma en que su discurso evolucionó hasta combinar armoniosamente la demanda por la igualdad económica con la protesta por la falta de una auténtica libertad política. La consigna que ganó la calle con más rapidez fue «Somos el 99%», un lema con dos reverberancias bien definidas: una hacia la concentración económica groseramente identificada con Wall Street, y otra mucho más significativa, que atribuye a ese poder económico una capacidad de cooptación del poder político que limita o anula la libertad política en el proceso de toma de decisiones. Para un país en el que la idea de «nación» está ligada a la noción de «democracia», el consenso que ganó el descubrimiento tardío de las falencias que tiene la libertad política es revelador de la actual coyuntura. El efecto explosivo de una crisis financiera cuyo costo se expandió al conjunto de la sociedad, combinado con un poder político que se muestra impotente a la hora de revertir esa tendencia, ha sido quizás el mayor elemento aglutinador de OWS.

Si la crisis financiera dio a luz un Tea Party que condenaba a quienes habían contratado las deudas con los bancos y se movilizaba para que el Estado no se hiciera cargo de los supuestos errores individuales que habían llevado a millones de pobres a la bancarrota, también alumbró OWS con una narración completamente distinta. En Adbusters y en las movilizaciones de Nueva York y de otras ciudades, los miembros de OWS protestan por la forma en que el sistema financiero absorbió como ganancia el plan de salvataje del Estado. Con distintas propuestas, llaman a una intervención más agresiva del gobierno para controlar las ganancias de los bancos y para asistir con fondos públicos a aquellos que perdieron sus hogares o ahorros.

Pero la crisis financiera es el ancla de una mirada mucho más abarcativa sobre el funcionamiento de la sociedad estadounidense. A diferencia del Tea Party, las propuestas incluidas bajo el paraguas de OWS enfatizan ideas de bien común y esfuerzo colectivo (intervención del Estado a través de una reforma progresiva de impuestos, expansión y mejora del sistema de bienestar, control sobre el uso individual de armas, etc.) y reafirman una preocupación mayor por la igualdad social que por la libertad económica (proponiendo, por ejemplo, límites a las ganancias de las corporaciones a través de mayores controles e impuestos, y una mejora en la calidad de vida de las clases medias y los trabajadores mediante una mayor protección a la economía nacional, planes de empleo e inversiones públicas en infraestructura). Apoyados sobre todo en una mirada y un juicio sobre la sociedad más que en un origen divino o preexistente a la política, las convocatorias de OWS se nutren de todo aquello que hace más diversa la base social de su movimiento, incluyendo alianzas y asociaciones que apoyan una regularización de los inmigrantes ilegales, el matrimonio igualitario y la diversidad lingüística.

Frutos de una misma debacle económica y política, el Tea Party y OWS son no solo radicalmente distintos, sino fácilmente identificables. La pereza intelectual de quienes enfatizan la presunta «vaguedad» de las propuestas específicas de cada grupo (sobre todo de OWS), o peor aún, la supuesta similitud entre ambos, prescinde de la herramienta básica con que cualquier analista debería afrontar la realidad: interesarse por quiénes se suman a cada movimiento y escuchar cuáles son las razones que explicitan para hacerlo. Este repaso sobre la breve historia de ambos movimientos debería dejar en claro que lo que los distingue no es la exasperación con que critican el statu quo por no atender sus demandas, sino las respuestas claras y específicas que ofrecen a esa insatisfacción. Lo que los diferencia no es el efecto devastador de la crisis financiera sino las propuestas enfrentadas que cada uno de ellos levanta para superarla. Lo que los marca a fuego, finalmente, no es la perplejidad frente a la acelerada globalización de la economía y las comunicaciones, sino las reacciones opuestas frente a ese fenómeno. El Tea Party es un movimiento integrado mayoritariamente por ciudadanos de mediana edad, blancos, de los suburbios, en diálogo con el Partido Republicano, enemigos acérrimos de los sindicatos y con un discurso que se identifica con el origen mismo de la nación, que promueve una sociedad homogénea y aspira a que la libertad individual sea el vértice organizador de la sociedad. Por el contrario, OWS está compuesto en su mayoría por jóvenes, con una gran diversidad racial, asentados en especial en las ciudades y relacionados con el Partido Demócrata. El movimiento cuenta con el apoyo creciente de los sindicatos, basa su estrategia en internacionalizar su protesta y se nutre de medidas que tienden a poner la igualdad en el acceso al poder político y económico en el centro de la vida pública.

III. Hacia fines de los años 90, dos jóvenes armaron una red de e-mails para compartir su hartazgo por la cacería que, liderada por la derecha cultural y el Partido Republicano, se había lanzado sobre el entonces presidente Bill Clinton por su affaire con una pasante de la Casa Blanca. Los jóvenes dieron en el clavo cuando expresaron su malestar por una cruzada a la que se habían sumado los medios de comunicación y que tenía arrinconado al conjunto de la sociedad. Bajo el discurso moral, la derecha resucitaba sus bases ideológicas religiosas para reponer la amplia agenda de la «excepcionalidad norteamericana», aun si la mayoría de la opinión pública oscilaba entre la indiferencia a las acusaciones y el apoyo claro al presidente. Los jóvenes llamaban a dejar atrás el episodio de la pasante para recuperar la agenda de cambios políticos y económicos pendientes en EEUU. Para dejar el mensaje en claro, hicieron del nombre del grupo un verdadero llamado a seguir adelante, y lo denominaron MoveOn.

El camino por el que MoveOn pasó de ser una expresión de hastío de dos jóvenes a convertirse en una de las grassroots más influyentes de la política de EEUU era imposible de ver en aquel entonces. Los desencantados crecieron exponencialmente tras la elección de George W. Bush en 2000, y MoveOn decidió intervenir de forma activa y explícita dentro del Partido Demócrata. Fue la fuerza detrás de la malograda candidatura presidencial de Howard Dean en 2004, recaudó fondos para la elección de más de 30 diputados con los que compartía una agenda común y fue decisiva en la recuperación por parte de los demócratas de temas y debates olvidados en la década anterior, incluyendo una apreciación más positiva del welfare state y un seguro de salud universal. Finalmente, en 2008, MoveOn jugó un rol de primer orden en el camino de Obama a la Casa Blanca. Pero en última instancia, el precio que pagó MoveOn por su exitosa intervención dentro del Partido Demócrata fue la pérdida de peso propio y su creciente dificultad para incidir de forma autónoma sobre el actual gobierno.

Y así como era imposible predecir la historia de MoveOn, es difícil imaginar hoy la evolución de OWS. Con todo, es improbable que su éxito se mida por una injerencia directa en el Partido Demócrata. A diferencia de MoveOn, y de la relación que el Tea Party construyó con los republicanos, OWS muestra un costado político mucho más paradójico: la distancia entre el núcleo duro que desarrolla la ocupación y la ola de consenso global que despertó es más que notable. Los viejos y nuevos activistas de OWS (sumados a los pequeños grupos anarquistas y socialistas que participan de las decisiones del movimiento) tienen posiciones radicales y claras respecto de la desigualdad económica y política que produce la globalización del poder de EEUU hacia dentro del país. Pero el consenso que obtienen se levanta sobre bases mucho más amplias y simples: aquellas que sugieren recuperar medidas paliativas para atenuar esa desigualdad, limitando las ganancias económicas y la influencia política allí donde el poder está más concentrado, y potenciando la capacidad de decisión y la participación en la distribución de los recursos de aquellos sectores más postergados. Un moderado impuesto progresivo sobre las actividades financieras, la ayuda directa a los afectados por la crisis inmobiliaria y un plan de recuperación del empleo a través de la inversión pública pueden ser la base más amplia sobre la que se monta una demanda para recuperar la política como un espacio verdaderamente democrático. En un país que en las últimas tres décadas vio esos espacios cada vez más limitados y lejanos, esta simple ecuación estaba llamada a sacudir la modorra política. Ciertamente, la llegada de OWS a la política global no dice nada nuevo sobre ese núcleo conservador de las ideas fundantes de EEUU, pero sí ilumina aquellos conceptos y caminos emancipatorios que ese mismo mito originario ha cobijado desde el comienzo.

Esta no es la primera vez que la política estadounidense exhibe sus extremos desde los bordes de los dos grandes partidos, o por fuera de ellos. En los años 30, el New Deal tensó con fuerza los fundamentos de la idea de excepcionalidad norteamericana con un programa de gobierno que introdujo regulaciones sobre los derechos de propiedad y los derechos laborales, regulaciones que fueron claves para salir de la Gran Depresión. Pero fue la derrota de la candidatura presidencial de Henry Wallace en 1948 por fuera del Partido Demócrata en el comienzo de la Guerra Fría, con una plataforma que llamaba a preservar el legado social del New Deal, lo que mostró, retroactivamente, el espacio limitado que tenía el país para ese tipo de reformas. Y, sobre todo, evidenció la manera en que el mismo New Deal –con la expansión global inédita de las corporaciones económicas y su consolidación tras la Segunda Guerra Mundial– motorizaba las fuerzas sociales y políticas que limitarían y desmantelarían su legado. Por el contrario, en 1964, el Partido Republicano llevó a Barry Goldwater como su candidato a presidente, con una plataforma radicalizada que llamaba a barrer de un plumazo el Estado de Bienestar, dentro de un endurecimiento de la lucha contra el comunismo. Goldwater protagonizó una de las peores elecciones republicanas de la historia, pero nunca una derrota sería tan productiva: su campaña sembró las semillas para el programa neoconservador que florecería con Ronald Reagan en 1980 y que, desde entonces, corrió hacia la derecha el centro político del país con una consistencia inédita.

Jean-Paul Sartre escribió alguna vez que una victoria, narrada en detalle, es indistinguible de una derrota. La observación también opera en sentido contrario e ilumina lo más significativo del surgimiento de OWS, un agregado informe con una agenda que se explica por sí misma, liderado por un grupo cuyas ideas pueden no representar a las mayorías, pero que sí las han inspirado. El movimiento podrá fracasar o triunfar como cualquiera de estos ejemplos, pero la clave para entender su importancia está en las transformaciones que deje a su paso.

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