Opinión
marzo 2016

México en la encrucijada de la violencia Un análisis del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos

México vive envuelto en un espiral de violencia e inseguridad pero el gobierno no asume la situación y niega las afirmaciones de los expertos.

México en la encrucijada de la violencia  Un análisis del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos

A partir de 2006, con la llamada «guerra contra el narcotráfico» que declaró el presidente Felipe Calderón, México ha vivido envuelto en una espiral de violencia e inseguridad que ha tocado a la mayoría de las regiones del país. Durante el sexenio de Calderón (2006-2012) hubo más de 102.000 personas asesinadas según números de la ONU, mientras que en los primeros tres años del gobierno de Enrique Peña Nieto las cifras llegan ya a más de 94.000. A estos muertos debemos agregarle 25-30 mil personas que están en calidad de desaparecidas. ¿Cómo es qué México ha llegado a tener números semejantes solamente a países que viven en estado de guerra permanente?

Por invitación del gobierno mexicano, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizó una visita in loco en la que se entrevistó con decenas de funcionarios locales y federales, con organizaciones de la sociedad civil que se ocupan de los derechos humanos en el país, visitó varias cárceles y recibió el testimonio de cientos de personas que han sido víctimas de abusos. El 2 de marzo pasado entregó su informe sobre la Situación de Derechos Humanos en México y fue muy precisa en su diagnóstico: la corrupción e impunidad son un abrevadero para la violencia endémica que vive el país. Es el sistema de justicia en general el que debe ser puesto bajo la lupa si es que queremos encontrar soluciones a mediano y largo plazo.

En México se ha vuelto moneda corriente las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, el acoso tanto a periodistas como a defensores de derechos humanos o a líderes indígenas y comunitarios. La violencia y los muertos no son solamente en enfrentamientos entre narcotraficantes como las narrativas oficialistas se esmeran en reproducir. Tampoco se reduce la violencia a la que típicamente ejercieron los gobiernos autoritarios en los años de la Guerra Sucia. Hoy en día es mucho más amplia y amenaza a cualquier individuo ya que la corrupción y la impunidad han permitido que organizaciones criminales desarrollen estructuras de poder paralelas a las del Estado mexicano o que se encuentren imbricadas con sus instituciones o poderes, como lo muestra el caso de Ayotzinapa y la desaparición de 43 estudiantes en la que estuvieron coludidos el presidente y policía municipales de Iguala y -por participación directa u omisión al actuar- el tristemente célebre Batallón 27 del ejército mexicano.

Es claro que el Estado mexicano no es un responsable directo en la mayoría de los asesinatos, pero ha sido un responsable indirecto por al menos dos cuestiones: a) por ser incapaz de proporcionar seguridad a los individuos que habitan o transitan por el territorio nacional y b) porque es incapaz de proveer justicia a los que han sido abusados en sus derechos. La impunidad es una de las principales razones por las que la violencia se reproduce. En México hay la sensación que nadie castigará al culpable, sea por incompetencia de las autoridades o por la tremenda corrupción que caracteriza al Estado, incluyendo al aparato judicial y a los cuerpos que ejercen funciones policiales y de vigilancia.

La CIDH ha manifestado en repetidas ocasiones que una manera de proteger a los defensores de los derechos humanos, a los periodistas, a los ambientalistas, a líderes campesinos e indígenas, a las mujeres y niños, es investigar los actos de violencia en su contra y castigar a los responsables. Los actos de violencia, cometidos por particulares o por agentes del Estado –policía y ejército- cuando quedan impunes perpetúan la violencia ya que se genera la percepción que dichos actos son tolerados por el Estado y sus instituciones, como lo afirma la CIDH. El actual clima de violencia que hay en México y la consecuente crisis de derechos humanos se deben en una enorme proporción a que no hay castigo para los transgresores, es decir, nadie sufre las consecuencias de sus actos. Se repite aquí el esquema de la corrupción política por la que México es ampliamente reconocido. En un estudio realizado por la Universidad de las Américas (UDLA), México ocupa el penúltimo lugar (58 de 59) de una lista de países en materia de impunidad.

La desconfianza hacia las instituciones e individuos que imparten justicia es tal que solamente 7% de los delitos son denunciados y efectivamente investigados, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). En caso que alguien tenga el valor de denunciar un delito, en el 98% de los casos este quedará impune. La correlación entre delitos perpetrados, delitos denunciados y delitos resueltos arroja que de cada 1000 delitos solamente 1.4 recibe algún castigo mientras que los otros 998 quedan impunes. ¿Por qué la gente no denuncia más los delitos para empezar? Todas las policías (federales, locales, judiciales), el Ministerio Público, las procuradurías de justicia, los jueces, todos son percibidos como corruptos por la mayoría de la población según el INEGI. Así es la justicia, la impunidad y la corrupción en México.

Si denunciar un delito es una cuestión extraordinaria y que se castigue a los culpables algo más remoto que sacarse la lotería, ¿qué sucede cuando el que comete el abuso es la autoridad misma? Las conclusiones se desprenden solas: un índice de denuncia muchísimo menor por el temor a la autoridad y a las represalias y un índice mucho mayor de impunidad. Así, a lo largo de las 241 páginas del informe de la CIDH se desgranan los casos de violaciones contra los derechos humanos de los cuales el Estado es responsable directo o indirecto como en los casos de ejecuciones extrajudiciales (Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán); el hostigamiento, tortura, encarcelamiento y en última instancia, asesinatos de líderes campesinos e indígenas, ambientalistas y defensores de derechos humanos (471 personas, 119 organizaciones y 69 comunidades); de atentados contra periodistas (Moisés Sánchez, Rubén Espinosa, radios comunitarias) que colocan a México en el octavo lugar de los diez países con mayor impunidad en cuanto al asesinato de periodistas de acuerdo al Comité de Protección de Periodistas (CPJ por las siglas en inglés); los casos de abuso de migrantes, de la violencia en contra de las mujeres, de niños, etc. Algo que también nos muestra el informe es que a mayor grado de pobreza, muchas menores posibilidades de acceso a la justicia tienen las personas. La desigualdad económica es fuente de donde emanan desigualdades legales.

El informe no ha sido bien recibido por el gobierno. La Secretaría de Gobernación, la Procuraduría General de la República y la Secretaría de Relaciones Exteriores, a través de un comunicado han externado diferencias con la metodología y señalan que el informe no se corresponde con la realidad. Quien ignora la realidad es el gobierno o pretende que nosotros la ignoremos. El informe de la CIDH está en consonancia con otros que han realizado el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Human Rights Watch o distintos centros académicos como el de la UDLA que ya mencionamos o del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), incluso con los estudios de sus propias instituciones como es el caso del INEGI. El desdén con el que ha respondido el gobierno (e incluso el expresidente Felipe Calderón a través de su cuenta de twitter) hacen ver que se esperaba un texto a modo del solicitante. La falta de autocrítica del gobierno mexicano es preocupante ya que si no hay una aceptación del diagnóstico poco se podrá hacer para remediar la violencia endémica y la crisis de derechos humanos que vive el país.


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