A
partir de 2006, con la llamada «guerra contra el narcotráfico» que
declaró el presidente Felipe Calderón, México ha vivido envuelto
en una espiral de violencia e inseguridad que ha tocado a la mayoría
de las regiones del país. Durante el sexenio de Calderón
(2006-2012) hubo más de 102.000 personas asesinadas según números
de la ONU, mientras que en los primeros tres años del gobierno de
Enrique Peña Nieto las cifras llegan ya a más de 94.000. A estos
muertos debemos agregarle 25-30 mil personas que están en calidad de
desaparecidas. ¿Cómo es qué México ha llegado a tener números
semejantes solamente a países que viven en estado de guerra
permanente?
Por
invitación del gobierno mexicano, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) realizó una visita in
loco
en la que se entrevistó con decenas de funcionarios locales y
federales, con organizaciones de la sociedad civil que se ocupan de
los derechos humanos en el país, visitó varias cárceles y recibió
el testimonio de cientos de personas que han sido víctimas de
abusos. El 2 de marzo pasado entregó su informe sobre la Situación
de Derechos Humanos en México y fue muy precisa en su
diagnóstico: la corrupción e impunidad son un abrevadero para la
violencia endémica que vive el país. Es el sistema de justicia en
general el que debe ser puesto bajo la lupa si es que queremos
encontrar soluciones a mediano y largo plazo.
En
México se ha vuelto moneda corriente las desapariciones forzadas,
las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, el acoso tanto a
periodistas como a defensores de derechos humanos o a líderes
indígenas y comunitarios. La violencia y los muertos no son
solamente en enfrentamientos entre narcotraficantes como las
narrativas oficialistas se esmeran en reproducir. Tampoco se reduce
la violencia a la que típicamente ejercieron los gobiernos
autoritarios en los años de la Guerra Sucia. Hoy en día es mucho
más amplia y amenaza a cualquier individuo ya que la corrupción y
la impunidad han permitido que organizaciones criminales desarrollen
estructuras de poder paralelas a las del Estado mexicano o que se
encuentren imbricadas con sus instituciones o poderes, como lo
muestra el caso de Ayotzinapa y la desaparición de 43 estudiantes en
la que estuvieron coludidos el presidente y policía municipales de
Iguala y -por participación directa u omisión al actuar- el
tristemente célebre Batallón 27 del ejército mexicano.
Es claro que el
Estado mexicano no es un responsable directo en la mayoría de los
asesinatos, pero ha sido un responsable indirecto por al menos dos
cuestiones: a) por ser incapaz de proporcionar seguridad a los
individuos que habitan o transitan por el territorio nacional y b)
porque es incapaz de proveer justicia a los que han sido abusados en
sus derechos. La impunidad es una de las principales razones por las
que la violencia se reproduce. En México hay la sensación que nadie
castigará al culpable, sea por incompetencia de las autoridades o
por la tremenda corrupción que caracteriza al Estado, incluyendo al
aparato judicial y a los cuerpos que ejercen funciones policiales y
de vigilancia.
La
CIDH ha manifestado en repetidas ocasiones que una manera de proteger
a los defensores de los derechos humanos, a los periodistas, a los
ambientalistas, a líderes campesinos e indígenas, a las mujeres y
niños, es investigar los actos de violencia en su contra y castigar
a los responsables. Los actos de violencia, cometidos por
particulares o por agentes del Estado –policía y ejército-
cuando quedan impunes perpetúan la violencia ya que se genera la
percepción que dichos actos son tolerados por el Estado y sus
instituciones, como lo afirma la CIDH. El actual clima de violencia
que hay en México y la consecuente crisis de derechos humanos se
deben en una enorme proporción a que no hay castigo para los
transgresores, es decir, nadie sufre las consecuencias de sus actos.
Se repite aquí el esquema de la corrupción política por la que
México es ampliamente reconocido. En un estudio
realizado por la Universidad de las Américas (UDLA), México ocupa
el penúltimo lugar (58 de 59) de una lista de países en materia de
impunidad.
La desconfianza
hacia las instituciones e individuos que imparten justicia es tal que
solamente 7% de los delitos son denunciados y efectivamente
investigados, según datos del Instituto
Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). En caso que
alguien tenga el valor de denunciar un delito, en el 98% de los casos
este quedará impune. La correlación entre delitos perpetrados,
delitos denunciados y delitos resueltos arroja que de cada 1000
delitos solamente 1.4 recibe algún castigo mientras que los otros
998 quedan impunes. ¿Por qué la gente no denuncia más los delitos
para empezar? Todas las policías (federales, locales, judiciales),
el Ministerio Público, las procuradurías de justicia, los jueces,
todos son percibidos como corruptos por la mayoría de la población
según el INEGI. Así es la justicia, la impunidad y la corrupción
en México.
Si denunciar un
delito es una cuestión extraordinaria y que se castigue a los
culpables algo más remoto que sacarse la lotería, ¿qué sucede
cuando el que comete el abuso es la autoridad misma? Las conclusiones
se desprenden solas: un índice de denuncia muchísimo menor por el
temor a la autoridad y a las represalias y un índice mucho mayor de
impunidad. Así, a lo largo de las 241 páginas del informe de la
CIDH se desgranan los casos de violaciones contra los derechos
humanos de los cuales el Estado es responsable directo o indirecto
como en los casos de ejecuciones extrajudiciales (Ayotzinapa,
Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán); el hostigamiento, tortura,
encarcelamiento y en última instancia, asesinatos de líderes
campesinos e indígenas, ambientalistas y defensores de derechos
humanos (471 personas, 119 organizaciones y 69 comunidades); de
atentados contra periodistas (Moisés Sánchez, Rubén Espinosa,
radios comunitarias) que colocan a México en el octavo lugar de los
diez países con mayor impunidad en cuanto al asesinato de
periodistas de acuerdo al Comité
de Protección de Periodistas (CPJ por las siglas en inglés);
los casos de abuso de migrantes,
de la violencia en contra de las mujeres,
de niños, etc. Algo que también nos muestra el informe es que a
mayor grado de pobreza, muchas menores posibilidades de acceso a la
justicia tienen las personas. La desigualdad económica es fuente de
donde emanan desigualdades legales.
El informe no ha
sido bien recibido por el gobierno. La Secretaría de Gobernación,
la Procuraduría General de la República y la Secretaría de
Relaciones Exteriores, a través de un comunicado
han externado diferencias con la metodología y señalan que el
informe no se corresponde con la realidad. Quien ignora la realidad
es el gobierno o pretende que nosotros la ignoremos. El informe de la
CIDH está en consonancia con otros que han realizado el Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos,
Human
Rights Watch o distintos centros académicos como el de la UDLA
que ya mencionamos o del Centro de Investigación y Docencia
Económicas (CIDE),
incluso con los estudios de sus propias instituciones como es el caso
del INEGI. El desdén con el que ha respondido el gobierno (e incluso
el expresidente Felipe Calderón a través de su cuenta de twitter)
hacen ver que se esperaba un texto a modo del solicitante. La falta
de autocrítica del gobierno mexicano es preocupante ya que si no hay
una aceptación del diagnóstico poco se podrá hacer para remediar
la violencia endémica y la crisis de derechos humanos que vive el
país.