Tema central

Menos desigualdad, más violencia: la paradoja de Caracas


Nueva Sociedad 243 / Enero - Febrero 2013

Venezuela constituye una paradoja para los estudios sobre violencia urbana: si por un lado se observa una mejoría en sus indicadores sociales (en niveles de desigualdad, las cifras colocan al país junto a Uruguay), en relación con sus niveles de violencia se ubica junto a los países con las tasas de homicidios más elevadas de la región (como El Salvador o Guatemala). En ese marco, frente a la multiplicación de muertes violentas, cuyas víctimas habitan sobre todo en barrios populares, Caracas parece estar pasando de una ciudadanía del miedo a una (anti )ciudadanía del duelo.

Menos desigualdad, más violencia: la paradoja de Caracas

La mirada teórica y las opciones metodológicas

Pensar en el modo en que convivimos en el espacio citadino nos remite a la noción de ciudadanía. Y en este sentido, la propuesta de Elizabeth Jelin nos parece sugerente para hilvanar nuestra reflexión. Esta autora –dedicada a temas de memoria y ciudadanía– señala que «desde una perspectiva analítica, el concepto de ciudadanía refiere a una práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrán decir qué en el proceso de definir cuáles son los problemas comunes y cómo serán abordados (…). En suma, tanto la ciudadanía como los derechos están siempre en proceso de construcción y cambio»1. En este quehacer de analizar los procesos sociales a través de los cuales se forja ciudadanía en las prácticas, en las instituciones y en las representaciones culturales, nos parece pertinente que una preocupación central la constituyan los procesos de construcción de subjetividades colectivas e individuales en relación con los otros en general, y con un «otro privilegiado» en particular: el Estado2. Entendemos, pues, la ciudadanía como un proceso situado en la ciudad, en tanto escena y espacio compartido donde nos relacionamos con los otros (cercanos y lejanos) y donde, en esta faena, construimos las fronteras espaciales y morales para definir las inclusiones que constituyen estos nosotros y las exclusiones que definen a los otros.

La constatación de una violencia que, más allá de su traslación en indicadores, se refleja en estados de ánimo que permean las interacciones entre desconocidos en la ciudad nos lleva a hablar de subjetividades preñadas de hostilidad hacia el otro diferente. Observando de cerca las transformaciones sucedidas en una década en Caracas, podemos sostener, siguiendo el agudo texto de Susana Rotker, la existencia de una «ciudadanía del miedo»3. Y en este marco se consolida una animadversión expresada en el establecimiento de fronteras que, además de marcar el espacio (fronteras espaciales), revelan la exacerbación de la hostilidad hacia el otro distinto y reflejan asimismo el endurecimiento de las fronteras morales.

Michèle Lamont propone que el establecimiento de fronteras simbólicas comprende un proceso social básico, generalizado, marcado tanto por los recursos culturales que la gente tiene a su disposición como por la situación estructural en la que se vive4. Las fronteras simbólicas constituyen el tipo de líneas que los individuos establecen cuando categorizan a las personas y marcan el «nosotros» como mejor que el «ellos»; en particular, las fronteras morales son aquellas que se enfocan en cualidades definidas socialmente como el bien, lo correcto, lo deseable5. Así, si bien el levantamiento de fronteras simbólicas entre el nosotros y el otro forma parte de los procesos cotidianos de construcción de identidades, lo que constatamos actualmente es que en periodos en que prevalece el miedo, motivado por una amenaza experimentada como inminente, esas fronteras se acentúan, se vinculan íntimamente a un espacio cada vez más pequeño y su carácter moral se exacerba.

El espacio urbano de Caracas, fragmentado, se tiñe de un intenso carácter moral y se traduce en una cartografía de zonas de peligro y seguridad6 que trunca nuestros itinerarios en la ciudad. La dimensión moral del territorio se realza y el mundo se restringe a los espacios conocidos de la ciudad: el de mi casa y mi familia, los míos; mi comunidad y mis vecinos, el nosotros geográfico inmediato; mis amigos y colegas, un nosotros ampliado que habita y transita en territorios similares. De esta manera, todo aquel que no forme parte del mundo de un nosotros más o menos homogéneo, el otro distinto, es percibido como el mal y, anticipando su intención de agresión, se prepara una defensa también agresiva, base del modelo urbano de confinamiento amenazante que expondremos seguidamente. Y, en su extremo, estando ese otro a tal punto negado, el uso de armas se expande; las soluciones de muerte se esparcen y las muertes ocasionadas no dejan huella, «se tornan necesarias» y nos atrapan en el círculo de deshumanización y violencia en que vivimos en la actualidad.

Finalmente, desde el punto de vista metodológico, en este ensayo deseamos presentar datos que dan cuenta tanto de tendencias generales como de vivencias subjetivas. Este texto se forja en un esfuerzo por reunir datos estadísticos de distintas fuentes y en el afán de registrar y comprender la experiencia de los habitantes caraqueños con respecto a la violencia, los otros y la ciudad, y la significación que estos tienen para ellos, en el marco de distintas investigaciones de aproximación fenomenológica que hemos realizado7. Nuestra avidez interpretativa en esta búsqueda de sentido y la necesidad de significar con palabras los eventos que nos sobrepasan nos llevaron a recurrir y a poner en relación el dato estadístico, el de la encuesta, la anotación producto de la observación etnográfica y la narrativa emergente en una entrevista. Todos estos «datos» nos parecen síntomas de la multiplicidad de sentidos que forjamos en nuestras realidades cotidianas en la Caracas de hoy; no pretendemos abarcarla en su totalidad, sino apostar por propuestas interpretativas que den cuenta de fenómenos que nos parecen salientes.

Menos desigualdad, más violencia

La Venezuela de la Revolución Bolivariana constituye una paradoja para los estudios sobre violencia urbana: si por un lado se observa una mejoría de las condiciones de vida básicas de la población más vulnerable por la inversión social estatal, por otro lado la violencia cobra miles de vidas en una tendencia creciente, precisamente entre estos mismos sectores vulnerables8. Las contradicciones se presentan de manera descarnada: hoy mueren menos venezolanos en sus primeros meses de vida9; fallecen menos niños y niñas por deficiencias nutricionales10; pero muchos niños que son salvaguardados pueden morir al llegar a la adolescencia y a la juventud en enfrentamientos con sus pares o con la policía. En Venezuela, el homicidio constituye la primera causa de muerte para los varones de 15 a 24 años (81% de las víctimas de homicidios son varones)11. Y obviamente existe una distribución desigual del riesgo de morir violentamente dentro de este grupo: la gran mayoría (83%) proviene de sectores urbanos en precariedad12.

Por otro lado, a pesar del esfuerzo invertido en la creación de programas sociales que atienden las necesidades sociales y económicas particulares de las mujeres, los niños y las niñas de sectores populares, los jóvenes varones de los barrios –el grupo mayormente victimizado por la violencia– siguen siendo los grandes olvidados del proceso bolivariano. Constituyen además, ante la ausencia de oportunidades, un importante sector implicado en las posiciones subordinadas de la economía de la droga, lo que prolonga los cotidianos enfrentamientos armados entre pares y con la policía. De modo que, en medio de los avances mencionados, las cifras ubican a Venezuela entre los países con mayor violencia en la región –junto a El Salvador o Guatemala13–, al mismo tiempo que la nación bolivariana se sitúa junto a Uruguay entre los países con menor desigualdad social en el continente14.

Brevemente: la violencia en Venezuela puede caracterizarse como urbana, armada y social, puesto que se conoce que la mayor parte de los homicidios se cometen con armas de fuego y suceden en las urbes donde se concentran mayor riqueza y movimiento económico y, al mismo tiempo, mayor desigualdad social15. También se puede decir que es una violencia de carácter difuso. Se trata de una conflictividad expandida en la que resaltan dos dimensiones: por un lado, una dimensión económica e instrumental expresada en la orientación de actores hacia el control de los recursos o actividades económicas clandestinas, como el tráfico de drogas o de armas y el crimen organizado; por otro lado, una dimensión que podría denominarse «infrapolítica», manifiesta en la ruptura del vínculo social y en el deterioro de instancias fundamentales de la vida social, como la policía y el sistema de administración de justicia16.

Podríamos decir muy rápidamente que una intrincada madeja de procesos se ha entretejido en nuestra historia contemporánea para configurar esta violencia, y no es nuestro objetivo central aquí dedicarnos a deshilvanarla. Solo vale la pena mencionar que, aun cuando se pueden rastrear los orígenes de esta violencia en la urbanización acelerada y las ciudadanías dilaceradas de la Venezuela de mediados de siglo XX, en el deterioro sostenido de las condiciones de vida y la ruptura de la esperanza de una mejor vida de los años 80, en el debilitamiento del Estado y la extensión de redes de tráficos ilegales en Latinoamérica en los años 90, con el inicio del nuevo siglo nuevas problemáticas se hicieron evidentes en el país y fraguaron esta inédita violencia.

El auge de la tensión política evidente en el desenvolvimiento del proceso bolivariano, que tuvo como hitos eventos de franca confrontación –el golpe de Estado en 2002; el paro petrolero en 2004; confrontaciones callejeras entre adeptos y opositores al gobierno–, contribuyó todavía más al deterioro de la policía y del sistema de justicia y a una marcada desinstitucionalización general. La conflictividad que coadyuvó a su vez a la multiplicación de armas entre la población, así como a la conformación de un clima de intensa animosidad; la incapacidad del Estado para controlar las armas y las municiones; la amenaza que constituyen los «agentes del orden» (los órganos policiales y las Fuerzas Armadas), tanto por su participación en crímenes –crimen organizado como el secuestro, el robo, el tráfico de drogas, armas y municiones– como por el uso excesivo de la fuerza letal, frente a la cual los jóvenes varones de sectores populares son los más vulnerables, constituyen procesos que definitivamente configuran la brutalidad de la violencia que actualmente experimenta Venezuela. También, como ya señalamos, la persistente exclusión de los varones jóvenes de sectores populares que ha promovido su migración hacia la economía clandestina de la droga –en la cual la capacidad de ejercer violencia constituye una «destreza profesional» y fuente de respeto– prolonga la existencia de una masa de varones que se saben desechables y, en ese sentido, están dispuestos a morir y también a matar. Por último, los discursos enarbolados por diferentes actores institucionales y voceros de los sectores medios y de barrios populares que definen como la «solución» más expedita frente a la violencia la «eliminación de los delincuentes» no han hecho sino expandir la incapacidad de reconocernos como humanos y multiplicar las muertes. En nuestra opinión, todos estos factores se vinculan de manera decisiva y marcan la particular letalidad de la violencia actual en Venezuela.

Ahora bien, aunque los datos que presentamos ayudan a caracterizar la violencia, dicen poco sobre las nuevas prácticas de miedo extremo que se han instaurado de manera preponderante entre los sectores populares, a los que pertenece la mayoría de las víctimas. Igualmente, estos datos dicen poco del dolor experimentado por las familias y los duelos que se encadenan. Si jóvenes varones están muriendo de esta manera, junto con ellos quedan madres, abuelas, hermanas, tías, tíos, hermanos, padres, con el inefable dolor del duelo.

¿De las ciudadanías del miedo a las (anti)ciudadanías del duelo?

En nuestra trayectoria investigativa iniciada a finales de la década de 1990, fuimos recogiendo los relatos de temor frente a amenazas de asaltos inminentes en los sectores medios, así como los testimonios de los recurrentes enfrentamientos armados y de convivencia forzada con el otro amenazante en los sectores populares17. Ha sido arrollador testimoniar las transformaciones de las experiencias con la violencia, porque los duelos comenzaron a acumularse. Los relatos recogidos durante estos años entre mujeres de sectores populares refieren vivencias típicas de contextos de conflictividad armada; el vocabulario utilizado es el de las víctimas de guerra, como la referencia a «los primeros en caer». Una de las mujeres entrevistadas decía que, al vivir en una de las casas más externas del barrio, recibía cotidianamente disparos, y que niños de su familia habían sido alcanzados18:

Aquí hay personas que son inocentes que no tienen problemas con esa gente. No vamos muy lejos, a mi sobrinita la matan y era una niña. En mi casa nunca ha habido problema y fíjate tú, los primeros en caer fue mi familia. A mi hermana le dieron un tiro también estando allá adentro. Como nosotros estábamos aquí, la primera casa que estaba adelante, todos los tiros venían para acá.19

Una y otra vez las narrativas revelan que los desplazamientos y las diligencias diarias se ven agitados por el miedo a morir en medio de enfrentamientos armados. Hay que correr, preguntar, refugiarse: «El que salía tenía que llamar, a ver si se podía entrar, si se podía entrar rápido. Era una zozobra, era un toque de queda para nosotras. Así fuese a cualquier hora»20. Las vivencias en contextos de enfrentamientos armados cotidianos y las muertes que se producen se padecen a través de emociones destructivas y paralizantes, como la rabia y la resignación anestesiada. Una mujer expresó:

Bueno, yo digo que uno de tanta cosa que ha visto, de tantas muertes que ha habido, ya uno dice: ¡bueno ya hay que resignarse! Por decir, cuando matan a alguien. Yo digo, de recuerdo, uno los recuerda a ellos como ellos eran, no como se murieron, sino como ellos eran en su vida, les gustaba echar broma, siempre andaban contentos, una música, así es como los recuerdo.21

La ausencia de justicia y los rencores históricos se entrelazan con el dolor de los duelos. El dolor, al quedar sin reparación, se transforma en rencor, y el rencor, en búsqueda de venganza22. El dolor es tal que no se puede olvidar, y esa muerte apela a otra muerte, como narró una mujer: «Tan fuerte fue esto que yo me pongo a recordar a todos los muchachos y a contarlos y son ¡ciento y pico! el primero fue el hermano de ella y desde ahí pa’ tras mira…»23.

Los enfrentamientos armados en la vida cotidiana, que se prolongan en las cadenas de muertes, nos obligan a pensar en una inédita condición de duelo cíclico. Nos exigen nombrar una nueva condición de anticiudadanía al vivir en duelo recurrente por la serie de lutos que se encadenan. Hablamos de anticiudadanía pues no hay instituciones a las que reclamar, no hay un Estado al cual acudir para que instaure justicia, atienda o repare la pérdida, y mucho menos para que garantice la propia preservación. Rotker habló de ciudadanía del miedo para referir esta

nueva condición ciudadana, la de ser víctima-en-potencia, que ha ido desarrollando una nueva forma de subjetividad (...) caracterizada por la sensación generalizada de inseguridad que tiñe las capitales de América Latina, que alude al sentimiento urbano de indefensión generalizada y al riesgo de parálisis (...) que abarca las prácticas de inseguridad que redefinen la relación con el poder, con los semejantes, con el espacio.24

Pero la condición del duelo cíclico por las muertes cercanas padecidas en serie que viven muchas zonas de Caracas traspasa el umbral del miedo, de la incertidumbre, y se asienta en el crujido del dolor por la pérdida, en el luto que se entrelaza por las vidas cercanas secuestradas; por la imposibilidad de contar con la garantía mínima para la propia vida y la de aquellos cercanos.

La condición de duelo recurrente emerge entonces como definitiva anticiudadanía. Seguimos aquí a Jelin25 y Rotker26, quienes evocando a Hannah Arendt, nos invitan a pensar la ciudadanía en términos de derecho a tener derechos, de pertenencia a una comunidad de derechos y responsabilidades; y nos explican que la ética del ciudadano descansa en la premisa de la no violencia: que nadie sufra o sea lastimado. Entonces la serie de muertes actualmente padecidas en las zonas populares se vive como el desamparo extremo: de protección, de posibilidad de establecer justicia. Constituye la orfandad de ciudadanía, y más allá, su negación, por la banalidad de esas muertes que finalmente expresan la condición de desechables de aquellos que mueren.

La expansión del confinamiento amenazante en la ciudad27

Durante la década de 1990, en medio del auge de crímenes violentos, en Caracas así como en otras ciudades del continente, se ve conformada una nueva geografía urbana forjada al calor de la trama de conflictividad que comienza a envolver la ciudad28. Los operativos policiales, sumados al aumento del número de efectivos, constituyeron las estrategias fundamentales desplegadas por el Estado y las instancias de gestión local para enfrentar la creciente «inseguridad» de la población29. Caracas se convierte en sede de numerosas alcabalas con policías fuertemente armados, que además de no tener impacto en el descenso de los delitos en el tiempo30, actualizan el sentimiento de un estado de amenaza permanente. En los barrios populares, estos operativos han implicado irrupciones armadas que generaron continuos y graves abusos contra la población, así como luchas armadas con civiles simétricamente armados. En tiempos de revolución y luego de una voluntad inicial de suprimirlos, estos operativos llegaron en los últimos años al exceso de lo que se denominó «madrugonazo al hampa», que comprendió la incursión policial masiva en los barrios en horas de la madrugada, lo que afianza y responde a los estigmas más generalizados sobre los barrios. «Cada barrio es un estado independiente y entre ellos mismos tienen una guerra de poder, por eso mismo te digo que lo que tienen ellos es una guerra (…) como situación de guerra la tienes que tratar», afirmó un habitante de una urbanización31.

Con el aumento de los delitos más violentos, las respuestas se exacerbaron. Los relatos del miedo se repiten y nuevas tramas más atemorizantes ampliaron su repertorio. Si durante los años 90 recogimos testimonios de asaltos típicos entre los sectores medios –uno de los relatos más salientes era el robo sorpresivo de vehículos por parte de un delincuente armado32–, en los años recientes los repertorios se han diversificado y la amenaza se ha intensificado. Los relatos de asaltos hoy tipifican la secuencia de acciones de grupos armados que irrumpen en cines y, dividiéndose las tareas, roban a toda la audiencia; o igualmente, grupos en operaciones tipo comando que asaltan edificios y someten a los residentes de varios apartamentos. Asimismo, los relatos de secuestros fueron derivando en un miedo más intenso caracterizado por su ubicuidad, puesto que penetró en los itinerarios cotidianos de los caraqueños: el trayecto al trabajo, a la escuela, las salidas nocturnas33.

Esta intensificación del miedo, sustentada además en los relatos de otros cercanos que confirman la veracidad de los hechos34, se traduce en nuevas transformaciones de la geografía urbana y en la expansión de dispositivos tecnológicos más refinados. Durante la década de 1990, las casas se llenaron de rejas y muros, las urbanizaciones se cerraron con casetas de servicios de vigilancia privada, y se establecieron claramente regímenes de proximidad entre el nosotros homogéneo, y de distancia frente al otro diferente35. Podemos afirmar con Teresa Caldeira36 que Caracas –como San Pablo o Ciudad de México– participa del modelo de segregación urbana de las rejas y los muros, que expresa la operación simbólica y material del distanciamiento y la erección de fronteras que truncan la posibilidad de intercambios típica de la ciudad.

Con la entrada del nuevo siglo y la intensificación del temor –ahora no solo a ser víctima de atracos armados sino también a ser atacado o invadido por oponentes políticos en periodos de alta confrontación37–, se instaura un modelo de confinamiento que, además de establecer distancia, pasa a ser él mismo amenazante. Es decir, a los muros ya elevados se les agregan púas cortantes y sistemas de enrejados que generan descargas eléctricas por el contacto.

Proponemos que se trata de la instauración de un modelo de confinamiento amenazante que, en paralelo, evidencia el recrudecimiento del modelo de segregación urbana. A partir de una mirada a esta arquitectura de la hostilidad y de la conjunción de narrativas de vecinos de urbanizaciones, se constata una acumulación del miedo en las transformaciones operadas en los muros de las viviendas: primero se alzaron los muros, que elevaron más las fronteras a mediados de los años 90; posteriormente, sobre los muros ya elevados (y de acuerdo con los testimonios, generalmente después de un robo a la vivienda), se agregaron alambres que descargan electricidad ante el contacto para disuadir y evitar nuevas intromisiones (mediados de la década de 2000). De modo que, frente a la desprotección experimentada, las fronteras ahora se constituyeron en barreras lacerantes, que explicitan la amenaza de agresión hacia aquellos que osen quebrantarlas. Así, la púa deviene en un arma en sí misma. Se trata de la expansión de una arquitectura y una estética de la hostilidad descarnada que explicita la amenaza de agresión. En efecto, cualquier recorrido de observación acuciosa permite constatar en forma recurrente la intimidación. Basta leer al lado o arriba de cada muro, coronado por una barrera eléctrica o púas cortantes que también descargan electricidad, mensajes como este: «PELIGRO. Esta instalación está protegida por un sistema de seguridad que puede causar severas lesiones a su persona». Y la amenaza se repite a lo largo y a lo ancho de la ciudad.

Por otro lado, en tiempos de animosidad, los productos del mercado de la desconfianza entre los sectores altos se endurecen. Todo ello nos recuerda a la Colombia del periodo más intenso del conflicto armado: por las calles de las urbanizaciones aventajadas y los centros comerciales amurallados comienzan a observarse guardaespaldas, automóviles blindados, así como servicios de escoltas armados.

El progresivo repliegue en la urbe profundizó la segregación de los barrios38. Pero dentro de estos y en el marco de los enfrentamientos armados cotidianos, también se acentuó la fragmentación, lo que generó la reducción de la sociabilidad comunitaria y el endurecimiento de las fronteras espaciales y morales. Los barrios se dividieron en sectores en los que los vecinos ya no se conocen; las rejas clausuraron la sinuosidad de sus pasadizos, truncaron los itinerarios y tornaron en extraños sectores aledaños. Las botellas rotas con filos cortantes también coronan los muros. Y en cada sector emerge la figura del hombre joven armado en pugna con el joven armado del sector inmediato. Y si el joven garantiza la «seguridad» en su propio sector, no tiene consideraciones con los vecinos de otras zonas cuando va en busca de sus enemigos.

Así, en el contexto del desamparo oficial y en medio del proceso de repliegue urbano, en los barrios se experimenta asimismo el retraimiento de la sociabilidad comunitaria. Esta consiste en la restricción del círculo de próximos y del sentido de comunidad, y se traduce, de nuevo, en el endurecimiento de las fronteras morales. Los jóvenes solo tienen apego a su sector, solo respetan a los vecinos y familias de su entorno inmediato y no tienen consideraciones con los habitantes de sectores de barrios aledaños. Con sus vecinos del sector se ven obligados a convivir, y de su aquiescencia depende también su supervivencia. Los vecinos toleran a los jóvenes siempre y cuando se adhieran a la norma mínima de no agredir a sus vecinos y resuelvan sus «culebras» fuera, donde viven los otros, tan lejanos que resultan indiferentes y excluidos del respeto comunitario obligado que, en el contexto del desamparo, permite la convivencia en medio de todas las adversidades.

Las repercusiones en términos de la convivencia en la ciudad son evidentes. Se trata, como hemos propuesto, del endurecimiento de la frontera moral de un nosotros ya recluido, que no solo excluye a los otros distintos, sino que además torna la vida de estos banal frente a la necesidad de defenderse. Estas eventuales pérdidas, como apunta Judith Butler39, se vuelven indoloras porque en una situación de miedo generalizado, a cualquiera que porte el estereotipo de amenazante se le retira su condición de humanidad y es candidato a merecer la muerte, incluso si solo constituye un amago de amenaza. Se trata de vidas banales, no hay duelo por ellas. Así, si el modelo de la segregación urbana de los enclaves fortificados produce una ciudad truncada y se erige sobre la desconfianza y el extrañamiento frente a un otro percibido como inquietante, el modelo del confinamiento amenazante se erige sobre la animadversión, sobre una defensa agresiva frente a otro percibido como depredador.

Comentarios finales

La singular experiencia de la sociedad venezolana se revela como ejemplo de una oscuridad que puede arropar a las sociedades latinoamericanas junto con la luz derivada de las esperanzas y búsquedas de mayor inclusión de las mayorías tradicionalmente excluidas. Nuestra experiencia revela que los esfuerzos de inclusión social y económica no necesariamente se traducen en la disminución de las violencias; muy por el contrario. La construcción de ciudadanía entendida como proceso y también como práctica conflictiva requiere, además del esfuerzo de inclusión material, el reconocimiento recíproco; la construcción sostenida de un pacto social en el que el otro no sea mirado ni catalogado desde la hostilidad deshumanizadora, sino aprehendido en el diálogo y también en el calor y el dinamismo del conflicto respetuoso de la dignidad y la diferencia.

No es posible fundar la convivencia en una sociedad llena de muros que amenazan, armas, desamparos y otros intrínsecamente percibidos como amenazantes en su extrañamiento. Sin efectiva protección de las personas y las familias por un Estado con funciones universales, la autodefensa es la respuesta de los ciudadanos, que trae a su vez más discriminación y desigualdad, pues solo los que tienen poder, dinero o armas pueden garantizarse la seguridad personal, y los demás quedan desatendidos y vulnerables.

Las promesas de un cambio social que conduzca a una sociedad con mayor equidad, democracia y participación de la ciudadanía en América Latina solo pueden alcanzarse en un contexto de respeto del otro y sus derechos, de solidaridad, de luchas, demandas y movimientos de presión para contrarrestar las inequidades; pero también de un fortalecimiento del pacto social y la institucionalidad que permita superar los enfrentamientos, dejar las armas y construir un nosotros heterogéneo y respetuoso de las diferencias.

Reconocernos a partir de nuestra vulnerabilidad recíproca, entendernos en esta fragilidad y sabernos expuestos a los otros (siguiendo la invitación de Butler), luego de tanto dolor y pérdidas, puede sentar las bases para comprender que comienza a ser hora de dejar las armas –demasiadas muertes– para demandar instituciones y construir acuerdos básicos para seguir con vida y en dignidad la continuada lucha por disminuir la heterogeneidad de las desigualdades persistentes.

  • 1. E. Jelin: «Citizenship Revisited» en E. Jelin y Eric Herschberg (eds.): Constructing Democracy: Human Rights, Citizenship and Society in Latina America, Westview, Boulder, 1996, p. 104.
  • 2. Ibíd., p. 101.
  • 3. S. Rotker: Ciudadanías del miedo, Nueva Sociedad, Caracas, 2000.
  • 4. M. Lamont: «Symbolic Boundaries and Status» en Lyn Spillman (ed.): Cultural Sociology, Blackwell, Malden, 2002.
  • 5. Ibíd.
  • 6. Jean Remy y Liliane Voyé: Ville, ordre et violence. Espace et liberté, puf, París, 1981.
  • 7. Concretamente: Iniciativas juveniles contra la violencia en Caracas: experiencias de jóvenes varones de sectores populares. Y en compañía de Manuel Llorens, Gilda Núñez y John Souto: «Sistematización acuerdos de convivencia entre comunidades y jóvenes de bandas armadas: claves para aprender y difundir».
  • 8. Entre 2003 y 2008, el porcentaje de hogares definidos como pobres en Venezuela (de acuerdo con el método línea de ingreso nacional) ha descendido de 55% a 28% del total de hogares.
  • 9. La tasa de mortalidad infantil se redujo de 19 por cada 1.000 nacidos vivos en 1999 a 13,9 en 2008. Fuente: www.sisov.mpd.gob.ve/indicadores/, fecha de consulta: 18/9/2012.
  • 10. La tasa de mortalidad por deficiencias en la nutrición descendió de 72 a 27 cada 100.000 habitantes entre los niños menores de un año entre 1997 y 2006. Fuente: www.sisov.mpd.gob.ve/, fecha de consulta: 18/9/2012.
  • 11. Ministerio de Poder Popular para la Salud: Anuario de mortalidad, Caracas, ediciones 1997-2008.
  • 12. Según los datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana, la gran mayoría de las víctimas de homicidio provienen de los dos estratos en mayor desventaja: 56% del estrato iv y 27% del estrato v. Instituto Nacional de Estadística (ine): Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana 2009, ine, Caracas, 2010.
  • 13. En Venezuela, la tasa de homicidios es de 50 por cada 100.000 habitantes; considérese que en México es de 24 por cada 100.000 habitantes; en Colombia, de 31; en Guatemala, de 38 y en El Salvador, de 69. Ana María Sanjuán: «Seguridad ciudadana en Venezuela», ponencia presentada en el Woodrow Wilson Center, Washington, dc, 30 de mayo de 2012; Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (unodc): «Intentional Homicide, Count and Rate per 100.000 Population (1995-2011)», www.unodc.org/documents/data-and-analysis/statistics/crime/Homicide_statistics2012.xls, fecha de consulta: 20/9/2012.
  • 14. El coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, expresa una disminución de las brechas socioeconómicas, ya que pasó de 0,48 en 1998 a 0,38 en 2010. Fuente: www.sisov.mpd.gob.ve/, fecha de consulta: 18/9/2012.
  • 15. Alba Zaluar: «Violence Related to Illegal Drugs, ´Easy Money´ and Justice in Brazil: 1980-1995», Discussion Paper No 35, Management of Social Transformations (most), Unesco, 1997.
  • 16. Michel Wieviorka: La violence, Balland, París, 2004.
  • 17. V. Zubillaga y Ángel Cisneros: «El temor en Caracas: relatos en barrios y urbanizaciones» en Revista Mexicana de Sociología vol. 63 No 1, 2001, pp. 161-176.
  • 18. V. Zubillaga, Manuel Llorens, Gilda Núñez y John Souto: «Sistematización acuerdos de convivencia entre comunidades y jóvenes de bandas armadas: claves para aprender y difundir», proyecto de investigación en curso, Parque Social Manuel Aguirre, Universidad Católica Andrés Bello, Universidad Simón Bolívar y Universidad Central de Venezuela, 2012.
  • 19. Ibíd.
  • 20. Ibíd.
  • 21. Ibíd.
  • 22. Teresa Caldeira: Ciudad de muros, Gedisa, Barcelona, 2000.
  • 23. V. Zubillaga, Manuel Llorens, Gilda Núñez y John Souto: ob. cit.
  • 24. S. Rotker: ob. cit., pp. 14-15.
  • 25. E. Jelin: ob. cit.
  • 26. S. Rotker: ob. cit.
  • 27. Esta sección retoma la discusión que aparece en V. Zubillaga: «Violencia, subjetividad y alteridad en la Caracas del siglo xxi» en Roberto Briceño-León, Alberto Camardiel y Olga Ávila (eds.): Violencia e institucionalidad. Informe del Observatorio Venezolano de Violencia 2012, Alfa, Caracas, 2012.
  • 28. V. tb. Dennis Rodgers: «Slum Wars of The 21st Century: The New Geography of Conflict in Central America», Working Paper No 10, Crisis States Research Centre, London School of Economics, Londres, 2006.
  • 29. Andrés Antillano: «La Policía en Venezuela: una breve descripción» en Soraya El Achkar (ed.): Reforma policial. Una mirada desde afuera y desde adentro, Comisión Nacional para la Reforma Policial, Caracas, 2006.
  • 30. Ana María Sanjuán: «La Revolución Bolivariana en riesgo, la democratización social en cuestión. La violencia social y la criminalidad en Venezuela entre 1998-2008» en Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales vol. 14 No 3, 2008, pp. 145-173.
  • 31. Andrea Chacón y Andrés Trujillo: «La construcción social y personal de la identidad del policía en barrios y urbanizaciones de Baruta», Universidad Católica Andrés Bello (ucab), Escuela de Ciencias Sociales, 2009, mimeo.
  • 32. Ver V. Zubillaga y Á. Cisneros: «El temor en Caracas: relatos en barrios y urbanizaciones», cit.
  • 33. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Ciudadana (ine, 2010) estimó la ocurrencia de 26.873 secuestros en el país y 7.017 secuestros en Caracas, lo que constituye una tasa de 203 secuestros por cada 100.000 habitantes. Se supone que se incluyen desde los secuestros que pueden tomar minutos, raramente denunciados y conocidos como «secuestros exprés», hasta los secuestros de mayor envergadura, denunciados, que pueden tomar días o meses.
  • 34. V. Zubillaga y Á. Cisneros: «El temor en Caracas: relatos en barrios y urbanizaciones», cit.
  • 35. Jean Remy y Liliane Voyé: ob. cit.
  • 36. Ob. cit.
  • 37. Yolanda Salas: «La revolución bolivariana y la sociedad civil: La construcción de subjetividades nacionales en situación de conflicto» en Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales vol. 10 No 2, 2004, pp. 91-109; Harold Trinkunas: «Venezuela: The Remilitarization of Politics» en Kees Koonings y Kirk Kruijt (eds.): Armed Actors, Organised Violence and State Failure in Latin America, Zed Books, Londres, 2004.
  • 38. En esta sección hablaremos de nuestras observaciones etnográficas llevadas a cabo en algunos barrios de la ciudad ubicados en tres municipios de Caracas: Chacao, Sucre y Libertador.
  • 39. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2009.
En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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