Opinión
septiembre 2018

Los rusos vienen marchando en Medio Oriente

El nuevo rol de Rusia en Medio Oriente no parece ser más «feliz» que el de los estadounidenses en el pasado. El poder de veto del país liderado por Putin en el Consejo de Seguridad de la ONU protege a Siria y al régimen de Assad. Mientras tanto, las relaciones con Israel son un capítulo central en la historia de la participación rusa en una de las regiones más conflictivas del mundo.

Los rusos vienen marchando en Medio Oriente

En la noche del lunes 17 de septiembre, mientras jets de combate israelíes bombardeaban objetivos relacionados con Irán en la ciudad mediterránea de Latakia, defensas antiaéreas sirias –que intentaban repeler el ataque– terminaron por derribar un avión de sus aliados rusos que se encontraba en las inmediaciones con un misil proporcionado justamente por Moscú.

A solo horas del incidente, Rusia acusó a un portaviones francés de la acción pero ya el martes su Ministerio de Defensa admitió que la caída de su aeronave –en la que viajaban quince soldados rusos– fue producto de un misil antiaéreo lanzado por los sirios que confundieron el avión de reconocimiento ruso con un caza israelí. Por su parte, los israelíes argumentaron que sus fuerzas ya estaban en su propio espacio aéreo cuando las baterías sirias hicieron blanco en el avión ruso, culparon a los sirios por la falta de pericia e enviaron raudamente al jefe de su fuerza aérea a Moscú para dar explicaciones. En un primer momento el presidente ruso Vladímir Putin trató de bajarle el tono al incidente, argumentando que todo se trataba de «una cadena de trágicas circunstancias» pero luego entendió que el hecho era una conveniente oportunidad para contener a las fuerzas israelíes en Siria y dejó que sus subordinados elevaran la retórica revanchista.

Así, Rusia comenzó a apuntar a Israel como el verdadero responsable de que sus aliados sirios destruyeran a uno de sus aviones y, con un lenguaje especialmente duro, indicaron que tales acciones van a tener una «importante respuesta». Serguéi Shoigú, la máxima autoridad de las fuerzas rusas, acusó a los israelíes de algo parecido a una «mala praxis» militar por no haberles avisado con la antelación suficiente para alejar sus aviones de la zona en conflicto (entre Rusia e Israel existe una línea de «desconflicto» con la intención de evitar accidentes entre ambas naciones desde que Rusia entrara en la guerra siria en 2015, por lo cual Israel avisa a Moscú antes de atacar en Siria). A la vez, los funcionarios rusos sostuvieron que los israelíes se aprovecharon de que la aeronave rusa estaba en las inmediaciones para proteger a sus fuerzas mientras atacaban Latakia. Si bien se sabe que Israel solo informa a Rusia poco tiempo antes de que inicien sus operaciones (alrededor de 10 minutos) y no especifica qué objetivos van a ser bombardeados, es dudoso que los israelíes hayan querido arriesgar su aceitada relación con los rusos usándolos como cobertura cuando, según sus propias afirmaciones ya han atacado 200 veces suelo sirio en los últimos dos años sin haber tenido ningún accidente de ese tipo.

El lunes 24, el portavoz del Ministerio de Defensa ruso Igor Konashenkov presentó a la prensa una simulación de la trayectoria del misil disparado por los sirios que muestra que el mismo estaba dirigido a los F-16 israelíes antes de realizar un brusco giro por la presencia cercana al avión aliado ruso. No obstante, es pertinente recordar que en el pasado, el Ministerio de Defensa ruso ya incurrió en varias manipulaciones con el fin de justificar su relato: tanto la falsa imagen satelital entregada a la Junta de Seguridad holandesa que investiga el derribo de avión de pasajeros malayo MH17 sobre Ucrania como la imaginativa recreación del ataque químico sirio sobre Khan Sheikhoun son dos claros ejemplos de lo poco fidedignas que son las «pruebas» rusas cuando sus intereses están en juego.

De acuerdo con lo sostenido por Israel, la caída del avión ruso se produjo quince minutos luego de su ataque (es decir, 25 minutos después del aviso por canal de «desconflicto») y toda la presentación estuvo diseñada para desdibujar la responsabilidad de los oficiales rusos y sirios junto con el fin de contener la presión política y ciudadana. Ni lerdo ni perezoso, el gobierno ruso anunció ese mismo día la próxima entrega de baterías antiaéreas más modernas al gobierno sirio, movida que Israel venía logrando boicotear mediante una mezcla de quejas y amenazas veladas. Pero Rusia, haciendo gala de su estratégica posición de poder en la región, no esta tan dispuesta a pedir permiso como en el pasado.

A partir de 1973, cuando la antigua Unión Soviética armó a los egipcios en su esfuerzo bélico contra Israel durante la Guerra de Yom Kippur (conocida como Guerra de Octubre en Egipto), los rusos comenzaron su lenta retirada de un Medio Oriente que comenzaba a virar lentamente hacia Estados Unidos. Sin embargo, mientras hacían sus valijas para llevarlas hacia Afganistán, mantuvieron inquebrantable su aceitada relación con la dinastía de los Assad en Siria, que les permitió abrir en 1971 la única base naval rusa en el mar Mediterráneo. Ya en 2015, Rusia –envalentonada al ver que Estados Unidos no cumplía con sus amenazas públicas de intervención cuando las fuerzas de Assad empezaron a usar armas químicas contra su población– ingresó a la guerra siria y alteró la balanza de un conflicto que estaba a punto de llevarse puesta a la familia gobernante.

En octubre del 2017 el rey saudita Salman Abdullaziz viajó a Moscú para hablar con el líder ruso sobre cómo apuntalar el precio del petróleo y en julio de este solo en el transcurso de 16 horas Putin se reunió con el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu como con el verdadero canciller de la República Islámica de Irán Ali Velayati –mano derecha del supremo líder iraní Ali Khamenei–. Y con esto quedó claro que la actual estatura de Rusia en Medio Oriente se debe a su capacidad de seguir siendo el único interlocutor que tienen en común los disímiles actores que pululan la región. Y si queda alguna duda de ello, vale recordar que Putin ya se reunió a solas con Netanuahu nada menos que nueve veces en los últimos tres años (y el premier israelí fue uno de los dos mandatarios invitados al Desfile de la Victoria en mayo pasado, el principal feriado ruso que conmemora la derrota del nazismo, e invitado especial de la Copa del Mundo de fútbol). En el mismo periodo de tiempo, Putin también viajo personalmente dos veces a Irán para encontrarse cara a cara con Khamenei.

Hay tantas opiniones como enunciatarios sobre que llevó a Putin a alterar la estrategia de política exterior de su país con respecto a una zona en la que Rusia apenas caminaba en puntas de pie desde la caída de la Unión Soviética. Probablemente, los acontecimientos que tuvieron mayor impacto en la planificación política de Putin incluyeron la guerra con Georgia en 2008, las protestas de la Primavera Árabe en 2011 (que funcionaron como un doloroso recordatorio de las revoluciones que estallaron en varios estados post-soviéticos en la primera mitad de la década de 2000) y la acción de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la caída de Muamar Gadafi (situación que Rusia apoyó activamente en un principio para luego criticar como si las declaraciones no quedaran en los archivos). Su proceder fue desde un primer momento defensivo y en un segundo estadío, reaccionario. Putin siempre ha tenido mucho cuidado de presentar la operación militar de Rusia en Siria como un esfuerzo limitado llevado a cabo únicamente con el propósito de liberar al mundo del Estado Islámico y del radicalismo islámico (como también el uso ruso de mercenarios de guerra en el conflicto refleja el deseo del Kremlin de negar su injerencia como ya pasó en Crimea). En realidad, el Kremlin tiene un objetivo más amplio: enviar el mensaje de que las revueltas populares destinadas a derrocar a los aliados no tendrán éxito mientras mantiene al régimen de Assad como su punto de apoyo en un siempre estratégico Medio Oriente.

Asimismo, no puede descartarse el interés ruso de influir en una zona –ubicada estratégicamente entre tres continentes– tan importante en cuanto a la energía global y la venta de armas. Utilizando una doble estrategia basada en los puntos fuertes de la zona junto a sus propias debilidades, la movida es un win win para el país anfitrión y las arcas moscovitas. De esta manera, el acuerdo ruso con la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), especialmente con Arabia Saudita (país que había hecho del desprecio a la URSS una política de Estado) e Irán para reducir la producción de petróleo mundial –y así aumentar su precio en el mercado mundial– funciona como uno de los vértices de la jugada. La otra punta está clara desde hace tiempo: el valor de la importación de armas en la región ha aumentado en un 100% en los últimos cinco años en relación con el periodo 2008-2012, siendo Rusia una parte más que importante dentro de esa ecuación.

Más temprano que tarde, Rusia necesitara establecer una hoja de ruta a largo plazo en Siria si desea cimentar su presencia en Medio Oriente. El gran problema de las acciones rusas se basa en lo heterodoxo de su actuación: en el doble papel de luchador y garante de la paz, Rusia se encuentra en el asiento del conductor, pero tiene problemas para cumplir cuando pasa al rol de acompañante pues es imposible conformar los intereses contrapuestos de los diferentes protagonistas con los que colabora en el conflicto levantino. Un claro ejemplo: mientras permiten (¿tienen otra opción?) a Israel a atacar Siria para limitar la presencia iraní y su transferencia de armas al Hezbollah (milicia chiíta-libanesa financiada por Irán), se alía con Irán y el Hezbollah para mantener a Assad en su cargo. Por lo tanto, cuando Rusia intenta implementar acuerdos internacionales sobre el terreno, son las mismas fuerzas terrestres aliadas a Irán las encargadas de socavar los intentos de mediación de Moscú. Lo que queda en evidencia, observando la política que Rusia imagina para administrar Siria, es que se encuentran en la búsqueda de nuevas formas ajenas al poder de fuego para seguir siendo relevantes en el ámbito regional en el futuro.

El discurso de Donald Trump en la Asamblea General de la organización de las Naciones Unidas (ONU) de esta semana fue una declaración de retirada (iniciada por gobierno de Barack Obama) del orden internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial que Estados Unidos construyó con un gran costo económico, militar y diplomático. Putin y sus autócratas amigos han entendido presurosamente el «nuevo mundo» y han hecho avances – ya sin el bagaje ideológico del comunismo– con antiguos incondicionales de EE.UU como Arabia Saudita, Egipto Turquía e Israel. El problema consiste que nada indica que el nuevo rol de Rusia en Medio Oriente vaya a ser más «feliz» que lo actuado por los estadounidenses en el pasado. Su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU –utilizado como nunca antes– para proteger el empleo de armas químicas por parte del gobierno sirio sumado a su negativa de que la Corte Penal Internacional tenga jurisdicción sobre Siria para enjuiciar a Assad por sus crímenes de lesa humanidad solo ofrecen un futuro desalentador.



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