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Líder, héroe y villano: los protagonistas del mito populista


Nueva Sociedad 282 / Julio - Agosto 2019

El populismo fue dado por muerto muchas veces y ha renacido otras tantas. Y eso es porque «funciona». Una de las entradas al espinoso objeto del populismo es el análisis de los diferentes tipos de liderazgo que implica –el militar patriota, el referente social o el empresario exitoso–, así como de la construcción de héroes y villanos.

Líder, héroe y villano: los protagonistas del mito populista

Tres figuras narrativas funcionan como protagonistas del populismo: el líder, el héroe y el villano. En el caso del mito fundacional del liberalismo y del marxismo, cada uno a su manera propone un «héroe» o un responsable de la emancipación. En el primero, este es singular: el sujeto dotado de razón. Los grandes textos del liberalismo reconocen la posibilidad de acción colectiva; sin embargo, esta acción se presenta en la mayoría de los clásicos como una externalidad positiva resultado de la interacción entre miles o millones de individuos1. Para el marxismo, en cambio, el héroe es colectivo, ya que el sujeto de la historia es la clase obrera2. Solo el proletariado en tanto clase puede ser el sujeto de la revolución y, por lo tanto, de la historia.

El mito populista tiene también un héroe, que es un héroe dual. El pueblo es un héroe colectivo, pero el héroe no puede organizarse ni actuar por sí solo con miras a un objetivo concertado de largo plazo; como notaron Aristóteles y Maquiavelo, el pueblo puede movilizarse únicamente de manera efímera y reactiva. Por lo tanto, es el líder populista quien debe acompañarlo y guiarlo3.

El líder populista se autopercibe como un redentor del pueblo, que con coraje y abandono de sí acude a su rescate. El uso de la palabra «redentor» no es casual, porque el liderazgo populista se plantea como algo más que la representación transaccional de intereses comunes4. El tipo de vínculo que propone el líder populista se basa en hacer presentes a los seguidores dentro del espacio político que les estaba vedado. El líder no pide el voto como contraprestación de una promesa de campaña; promete encarnar en sí mismo la lucha del pueblo contra el opresor.

El líder populista como perpetuo outsider

Uno de los rasgos centrales de la movilización populista es la presencia de un líder personalista y carismático. La autoridad del o la líder populista frente a sus seguidores no proviene de una fuente externa (como pueden ser los procedimientos partidarios o la tradición imbuida en las normas de la herencia dinástica), sino que viene de un lazo directo establecido entre ambos sin mediaciones5. Ahora bien, la representación del lazo carismático no se funda en las instituciones y los procedimientos preexistentes, sino que es, por así decirlo, inmanente al lazo mismo. Al líder se lo reconoce como una persona excepcional, y de allí deriva su poder. Pero esa excepcionalidad replica o recoge también algo presente en el pueblo. Paul Taggart sostiene que «el populismo requiere al más excepcional de los hombres para liderar al más común de los pueblos». Sin embargo, en el discurso de los líderes, esa excepcionalidad se construye en espejo con la excepcionalidad moral del pueblo o, mejor aún, la acción redentora del líder es justamente la de llevar al pueblo a esa excepcionalidad.

La autoridad de un líder carismático existe en tanto que sus seguidores estén convencidos de que esta existe y punto; de ahí que el líder populista deba crear y recrear la legitimidad de su propia autoridad mediante la apelación discursiva directa y constante a sus seguidores. Por esto, la palabra «política» es una de sus herramientas centrales, aunque no hay que descartar, desde luego, el uso constante que hacen también de la imagen. No es un secreto que los líderes populistas hablan mucho y constantemente, pero hay una lógica detrás de los programas televisivos o las cadenas nacionales: ellos deben explicar a sus seguidores quién es el «ellos» y quién el «nosotros», deben traducir «situaciones objetivas» complejas en narrativas simplificadas, forjar lazos de solidaridad entre grupos sociales diversos a fin de armar una coalición multiclasista. Y deben hacer todo eso sin el apoyo de un libro sagrado o la tradición de un partido centenario. Un líder populista debe hablar a sus seguidores de una manera que los persuada y los inspire; como ya mencionamos, debe ser por naturaleza un contador de historias, que explique una y otra vez quién es el pueblo, quién es el antipueblo y, sobre todo, quién es el líder en cuestión.

Un líder populista se diferencia de uno no populista por la continua referencia a su historia personal y privada. Los líderes populistas hablan de sí mismos: de sus infancias, de sus valores, de sus familias; entretejen lo público, lo privado y lo biográfico de una y mil maneras. Gustan de hablar de fútbol, de hacer demostraciones de canto o de referirse a su militancia juvenil. El lazo representacional entre seguidores y líder está fundamentado en esa dación de lealtad que, por su propia fuerza, transforma al líder persona en un símbolo, un significante y un programa. Y esta entrega genera la necesaria autoridad performativa en función de la cual el líder pasa a ser el único hablante con poder para narrar o alterar ese mismo mito originario, lo cual, a su vez, posibilita transformar el discurso en un repertorio de prácticas políticas concretas al dicotomizar el espacio político entre un «nosotros» y un «ellos»6.En sus discursos, los líderes populistas siempre se presentan como outsiders, es decir, como alguien que viene «de afuera», incontaminado por los vicios de la «partidocracia» o el establishment, y que se ha visto casi forzado a entrar en la política debido a la indignación moral que el sufrimiento del pueblo y la traición de la elite generan. Esto es así ya sea que el líder provenga, en efecto, de un grupo excluido (como ocurrió con Evo Morales) o que sea heredero de una de las familias más ricas y tradicionales del país (como el caso de Álvaro Uribe). Un líder populista está forzado a elaborar una narración que lo presente como alguien que se volcó a la política acicateado por un deseo de servir al pueblo, no por simple cálculo de conveniencia. La verdad factual que subyace a la autopresentación del líder es secundaria a la potencia que adquiera la narración del viaje personal desde la pasividad apolítica hasta el compromiso total redentor con el pueblo. El relato de este trayecto de la ignorancia a la conciencia política debe resultar a la vez emocional desde lo personal y poderoso desde lo político. En él se actualizan, además, temas como el compromiso ético hacia una causa colectiva más amplia, el sacrificio de la vida y el bienestar personal, y la disciplina aprendida en ámbitos sencillos que la política no pudo corromper, como los cuarteles militares (Juan Domingo Perón, Hugo Chávez), la fábrica (Luiz Inácio Lula da Silva) o las comunidades campesinas (Evo Morales). Sin embargo, este relato de activación política cumple otro objetivo doble: por un lado, enfatiza el carácter excepcional, carismático y redentor de ese liderazgo7; por el otro, comunica a todo el arco político que el líder no le debe nada a nadie, en términos políticos, salvo a sí mismo y a sus seguidores. A diferencia de los políticos tradicionales, un outsider no tiene compromisos con ningún partido ni aliado y llega al poder «con las manos libres»8.A continuación, discutiré brevemente tres modelos de relato típicos que han demostrado su efectividad para construir una historia de «outsiderness» a la política: el militar patriota, el dirigente social y el empresario exitoso. Estos modelos continúan siendo puestos en uso aun en nuestros tiempos con éxito político: Chávez, Morales y Trump lo demuestran.

El militar patriota

Como en casi todo lo relacionado con el discurso populista, los «hechos objetivos» de la biografía del líder forman solo la materialidad lábil que deberá transformarse en un relato que ponga el acento en la historia de sacrificio y redención. Un amplio espectro comparte esta autopresentación: desde Lula da Silva, primer presidente obrero y sin título universitario, hasta Perón, militar de alto rango, funcionario y vicepresidente que gozaba de un apreciable grado de poder antes de su llegada a la Presidencia. Sin embargo, la historia latinoamericana muestra que ciertas trayectorias se prestan más fácilmente a convertirse en los relatos que sustentan un liderazgo de esta naturaleza. Durante el siglo xx, la figura del militar patriota resultó el principal modelo del que surgieron la mayoría de los movimientos populistas de la región. Getúlio Vargas, Perón, Juan Velasco Alvarado, Omar Torrijos, Chávez: todos tenían grado militar o un pasado en las Fuerzas Armadas antes de dar el salto a la política. Como explican Silvia Sigal y Eliseo Verón, Perón se apoyó de manera constante en la figura del soldado tranquilo, con su carrera militar «sin ambiciones», que por su sentido patriótico se vio obligado a entrar en la política9. Algo similar también se encuentra en la construcción que Chávez hacía de sí mismo.

Durante el siglo xx, la figura del militar patriota resultó el principal modelo

En las décadas finales del siglo xx, sin embargo, la figura del militar patriota cayó relativamente en desuso, tal vez por la memoria reciente de los crímenes y las violaciones a los derechos humanos en dictadura durante los años 70 en América Latina (quizás no sea casual que Chávez haya surgido en Venezuela, paradójicamente el país de la región con la más larga tradición de gobiernos civiles y sin dictaduras militares).

Europa y Estados Unidos no tienen casos similares de militares patrióticos que hayan devenido líderes populistas. Pero sí pueden rastrearse ejemplos de otros dos orígenes sociales que resultaron fructíferos: el dirigente social y el empresario.

El dirigente social

Numerosos líderes saltaron a la política a partir de su activismo en movimientos sociales de distinto tipo en la ola más reciente de populismo. En América Latina, los movimientos sociales ganaron protagonismo durante los años 70 y 80, cuando la sociedad civil se convirtió en gran medida en la punta de lanza de la lucha democratizadora contra las dictaduras. En los 90, la lucha antineoliberal fortaleció a diversas organizaciones, como los movimientos de trabajadores desocupados en Argentina, los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil y los cocaleros del Chapare boliviano, que luchaban contra las políticas de erradicación de los cultivos de coca que impulsaba eeuu.

Como, por un lado, los movimientos sociales habían ganado terreno y fuerza y, por otro, había desaparecido de hecho la lucha armada como opción política, no es sorprendente que varios de estos dirigentes se decidieran a buscar el poder desde las urnas, abrazando la vía democrática y reformista como el camino adecuado para el cambio social. Recordemos, por ejemplo, a Lula da Silva y Morales. Fernando Lugo en Paraguay y Rafael Correa en Ecuador también entraron en la política «desde afuera», desde la militancia social católica con opción por los pobres en un caso, o desde el movimiento de protesta que terminó con el gobierno de Lucio Gutiérrez, en el otro. En Europa o eeuu, estos casos no son tan frecuentes, pero existen algunos importantes. Uno de ellos es el partido populista de izquierda Podemos en España, cuyo núcleo dirigente inicial se formó en el movimiento de indignados que protestaban contra las medidas de austeridad, en respuesta a la crisis financiera de 2008.

El proceso de conversión de dirigente social a líder populista tiene sus riesgos. Existen experiencias en las cuales este proceso termina fragmentando al propio movimiento, por una de dos razones. Puede ser que otros miembros de la organización sientan que el pasaje de lo social a lo político genera mayor personalismo y menor horizontalidad. Una segunda razón se puso de manifiesto en algunos de los liderazgos populistas de la última ola latinoamericana, en los que los líderes provenían de la izquierda marxista o estaban aliados con organizaciones de este tipo. Los populismos apuestan siempre a la vía electoral y democrática para llegar al poder, por lo que la adopción de un camino populista requiere una renuncia explícita a la vía revolucionaria. En el caso boliviano, el ascenso de Morales a la Presidencia implicó un fuerte debate dentro de la red de movimientos sindicales, indígenas y cocaleros sobre la legitimidad o conveniencia de abandonar la lucha por una transformación radical del Estado y abrazar, en cambio, la puja electoral dentro de los límites y estructuras del Estado-nación.

El empresario exitoso

Mientras el dirigente social devenido político parecería un fenómeno propio de América del Sur, el acceso al poder del empresario mediante las urnas es singularmente adecuado al imaginario político de Europa occidental y eeuu. Silvio Berlusconi y Trump son dos de los casos más relevantes, aunque el país norteamericano tiene algunos antecedentes: Ross Perot, hombre del petróleo, que en 1992 encarnó la candidatura más exitosa en medio siglo de un tercer partido, por fuera del bipartidismo; Michael Bloomberg, dueño de la compañía de información financiera de igual nombre, que se convirtió en alcalde de Nueva York y coqueteó con disputar la Presidencia; y Mitt Romney, magnate de las finanzas, que fue candidato presidencial en 2012 por el Partido Republicano. Como en estos casos, en Sudamérica las historias de empresarios exitosos volcados a la política parecen estar casi exclusivamente asociadas a la derecha: Sebastián Piñera en Chile, Michel Temer en Brasil, Horacio Cartes en Paraguay, Mauricio Macri en Argentina y Pedro Pablo Kuczynski en Perú.

El atractivo del hombre (este relato es casi exclusivamente masculino) de negocios exitoso proviene, para el imaginario, de una idea moral que ya no concibe el país como un «ejército civil» (que requiere de un líder con entrenamiento y sentido del deber militar para ponerse en movimiento de manera unificada), sino como una «empresa» (que debe tecnocrática y desapasionadamente aprender a competir dentro del mercado de naciones, haciendo para esto los sacrificios que sean necesarios). En este tipo de liderazgo, la idea-guía no es el deber ni el compromiso social, sino la eficiencia tecnocrática, el saber hacer práctico, sin las complicaciones de la ideología. Esta imagen del «país como empresa» suele complementarse con la del «país como familia», que debe aprender sobre todo a «no gastar más de lo que gana». No es casual, por tanto, que en este contexto impere la figura masculina del businessman exitoso ya que –si bien hay mujeres que llegaron a la política a partir de su pasado como empresarias– estas formaciones imaginarias se suelen asociar a cierta retórica que explota ideas convencionales sobre la «masculinidad exitosa»: familias tradicionales, jóvenes y bellas esposas (como Melania Trump o Juliana Awada), o bien una pública ostentación del contacto constante con actrices y modelos (como Berlusconi).

Tal vez ayudada por el ascenso de la retórica asociada al valor moral del mercado y del éxito en la actividad privada, junto con la expansión de los modos de gobierno propios del neoliberalismo, la figura del empresario exitoso pasó a tener aristas no solo económicas sino políticas e incluso morales. En este caso, el valor «moral» apolítico ya no es el del sacrificio por la patria –como lo era con los militares durante los años 40 y 50–, sino el de la racionalidad instrumental vinculada al desempeño en el mercado, al «éxito» individual que esa persona se siente obligada a devolver a la sociedad.

La relación entre héroe y villano en el mito populista

El líder, como ya planteamos, es el único enunciador con autoridad performativa para articular el mito populista. «Narrador oficial» del movimiento, es el único que puede definir en cada momento quién forma parte del pueblo o del antipueblo. Su propia persona, así como su papel providencial dentro del movimiento, son parte de este relato en permanente construcción. Pero el relato jamás se agota en un simple elogio del líder. Es más, el líder no se presenta nunca como héroe del relato: el verdadero héroe es el pueblo. La contraposición marcada se da entre un «nosotros» (conformado por la dupla líder-pueblo) y un «ellos» (el villano externo y el traidor interno). Esta frontera que separa ambos campos también atraviesa la sociedad: así, la arena política se divide entre un nosotros y un ellos, un underdog y una elite, un pueblo y un antipueblo.

El líder no se presenta nunca como héroe del relato: el verdadero héroe es el pueblo

A pesar de que Cass Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser sostienen lo contrario, la creación de una frontera que delimita un «nosotros» y un «ellos» no es privativa de los populismos10. Podría pensarse que un grado de dicotomización e incluso de maniqueísmo resulta un rasgo ineludible, si no de todas, al menos de la mayoría de las ideologías modernas. Lo único y fundamental en el populismo es que, por un lado, se presume que esta dicotomía no podrá jamás ser eliminada y, por el otro, esta frontera es móvil y maleable. La frontera no se borra jamás: se administra estratégicamente, día a día, momento a momento. Un actor social que en cierta etapa puede estar fuera del «nosotros» podrá, si las circunstancias cambian, pasar a integrarlo, y viceversa.

No hay un solo modelo de «pueblo» sino instancias situadas histórica y espacialmente de «pueblos», cuyas características dependen del proceso concreto y por lo tanto también contingente de su constitución. No hay un solo modo de volverse pueblo, sino injusticias concretas e históricamente situadas que deben ser, por eso, encadenadas y condensadas en el relato vehiculizado en el mito populista. Existen, por supuesto, procesos supralocales que pueden emparentar pueblos, si estos comparten situaciones de opresión similares o relacionadas (por ejemplo, haber sido objeto del mismo tipo de colonialismo por parte de la misma potencia). Sin embargo, si bien los pueblos pueden ser pueblos hermanos, no serán iguales, ni habrán de desaparecer sus especificidades. O, en caso de pretender fundirse en un pueblo más grande, esto requerirá el establecimiento de una nueva frontera. Es precisamente este carácter indeterminado del pueblo lo que ayuda a comprender la centralidad del mito populista propagado por la voz autorizada del líder: un acto performativo que traza la línea entre el pueblo y el no pueblo como condición de posibilidad de su propia existencia.

El adversario del pueblo se define casi siempre como «la elite», y la mayoría de los estudiosos encuentra el antielitismo como un rasgo esencial del populismo. Pero también en este caso el antielitismo es una condición necesaria pero no suficiente para determinar que un movimiento es populista11. La clave radica en que los populismos conciben a la elite de manera no esencialista y abierta. En un contexto particular como el de Argentina en 2008, un discurso populista designó a los sectores «del campo» como adversarios12; en otro contexto, por ejemplo, el del populismo rural estadounidense de fines del siglo xix, esos mismos sectores fueron señalados como «pueblo».

No hay, para ningún discurso populista, una única elite a la que deberá denunciarse en todo momento y lugar

Lo que diferencia al populismo no es su antielitismo de por sí, sino dos cuestiones relacionadas: primero, el carácter vacío del significante «elite»; y segundo, el carácter insuperable de la división entre pueblo y elite. El populismo no plantea una instancia superadora en la cual eliminaría la frontera entre pueblo y antipueblo: la desaparición de la elite marcaría también la desaparición del pueblo. No hay, para ningún discurso populista, una única elite a la que deberá denunciarse en todo momento y lugar; la denuncia, por el contrario, debe dar cuenta de manera específica de una traición histórica por parte de grupos políticos y sociales determinados, que ha afectado en sus potencialidades a un pueblo determinado. A diferencia tanto del liberalismo como del marxismo, el populismo no plantea un horizonte histórico de superación de la división posible entre pueblo y elite.

El villano dual

La naturaleza del villano refleja en espejo la del héroe, en tanto que ambos tienen una estructura dual. Así como el héroe populista se define a partir de la dupla pueblo-líder, el villano populista está constituido por la dupla enemigo externo-traidor interno. Cualquier operación discursiva del populismo se basa en un manejo tenso, constante y estratégico del «acto de nombrar»13 por el cual se determina quién es el adversario del pueblo en cada momento particular. Esto implica nombrar, en concreto y con nombre y apellido, al villano externo y al traidor interno.

El discurso populista articula la denuncia de una figura malvada y poderosa –que es externa a la comunidad política–, con una figura menos poderosa, pero moralmente más corrupta –que es interna–. Los líderes populistas suelen acusar a algún factor remoto y poderoso (el imperialismo inglés o estadounidense, la elite financiera global, el terrorismo islámico, el capitalismo neoliberal), al que se suele presentar como un villano mecánico, impersonal. Podría decirse: el imperialismo inglés o estadounidense es nefario, pero ¿qué otra cosa podría esperarse de una potencia mundial? La condena no solo política sino también moral queda reservada a aquellos grupos internos que se alían con un adversario externo en contra del pueblo. En este caso, lo que define a estos grupos es la traición. Estos grupos e individuos deberían ser parte del pueblo, pero han elegido a sabiendas ponerse al servicio de ese amo externo: son la oligarquía, los «pelucones», los «escuálidos», el «colonialismo interno», Wall Street, los musulmanes nativos, los intelectuales de las universidades de la costa este en eeuu. La denuncia del traidor se transforma, así, en el verdadero eje normativo del discurso populista. Su apelación principal se vincula con las pasiones; principalmente, como señala Sebastián Barros, con la pasión que nace de ser testigo de una gran injusticia:

Las pasiones frente a la frialdad dolosa de los académicos (Jorge E. Gaitán), la pasión que supone poseer y defender la felicidad (Perón). Pero también la pasión que se indigna por el daño sufrido, por la humillación cotidiana (Vargas), la indignación de no sentirse reconocido como ser humano (Morales).14

Existen maneras diversas de definir a las elites que están bien diferenciadas, aunque tienen patrones comunes. Hay dos repertorios discursivos principales, uno que «pega para arriba» y otro que «pega para abajo», y que se corresponden a grandes rasgos con la diferencia entre populismos de izquierda y de derecha. En un caso, el de los populismos de izquierda, la elite se define como «los de arriba» en términos socioeconómicos (sectores financieros, empresarios, grandes propietarios agropecuarios, bancarios, grandes medios), siempre articulados o funcionales a los intereses extranjeros. En el otro, la elite se da en términos socio-étnico-culturales: una conjunción de intelectuales con minorías étnicas o regionales, migrantes y extranjeros en general (los «intelectuales de la costa este» a los que denunciaba Sarah Palin, candidata a la Vicepresidencia estadounidense en 2008 acompañando al republicano John McCain, que serían aliados del cosmopolitismo y la «corrección política»). Esto es mucho más frecuente en los populismos de derecha que, como vimos, resurgen en Europa y eeuu.

La finalidad de un mito populista, por supuesto, no es nunca puramente expresiva o literaria, sino práctica: busca movilizar, identificar un adversario, esbozar y legitimar posibles cursos de acción. Su objetivo no es ficcional, sino político. Esta narración pretende llevar a un colectivo hacia una acción política práctica. La principal motivación para la acción es entonces el enojo (incluso el resentimiento) suscitado en el pueblo contra aquellos que lo han traicionado. Y las políticas públicas que se adoptan estarán directamente relacionadas con la cuestión de a quién se designe como elite y a quién como traidor.


Nota: este artículo se origina en fragmentos del libro ¿Por qué funciona el populismo?, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2019.

  • 1.

    Así lo hacen, por ejemplo, Immanuel Kant cuando describe la «social a-sociabilidad» de la sociedad civil como el motor que hace avanzar la historia hacia la paz, o John Stuart Mill al hablar del «mercado de las ideas» de la opinión pública.

  • 2.

    La vanguardia política es necesaria, pero solo si puede comprometerse en el proceso de crear autoconciencia de clase.

  • 3.

    Sin embargo, la propia naturaleza del pueblo, así como el carácter imprescindible de la frontera interna que lo separa de un otro (y lo define), hacen que la posibilidad de imaginar un nuevo orden político basado solo en la libertad del pueblo sea, para el populismo, imposible (a diferencia del marxismo).

  • 4.

    «El discurso populista se vuelve un mensaje redentor y no una simple reivindicación o representación de la demanda». Julio Aibar Gaete: «La miopía del procedimentalismo y la presentación populista del daño» en J. Aibar Gaete (ed.): Vox populi. Populismo y democracia en Latinoamérica, Undav Ediciones / Universidad Nacional de General Sarmiento / Flacso México, Avellaneda, 2013, p. 42.

  • 5.

    Los líderes no carismáticos en general llegan al poder siguiendo trayectorias que acumulan representación mediante mecanismos establecidos o siendo insiders en sus partidos políticos, mientras que los líderes populistas se caracterizan por venir de afuera de los partidos establecidos o irrumpir en la política de manera inesperada (más allá de que sean o no magnéticos y atractivos en lo personal).

  • 6.

    Francisco Panizza (comp.): El populismo como espejo de la democracia, FCE, Ciudad de México, 2009.

  • 7.

    En cambio, los líderes no populistas suelen presentarse a los electorados poniendo el acento en sus credenciales tecnocráticas o su amplia experiencia en diversos puestos del Estado: hacen gala de sus competencias en economía, en gestión o en derecho, y subrayan su carácter sólido, confiable, mesurado (recuérdese a Fernando de la Rúa, en Argentina, quien con esta imagen buscaba diferenciarse del populista y «excesivo» Carlos Menem).

  • 8.

    Esto se presenta en general así en el discurso, pese a que es bien sabido que los líderes populistas suelen reclutar dirigentes de la «partidocracia» para su coalición desde el momento en que comienzan a aspirar al poder.

  • 9.

    S. Sigal y E. Verón: Perón o muerte. Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Eudeba, Buenos Aires, 2003.

  • 10.

    C. Mudde y C. Rovira Kaltwasser: Populism: A Very Short Introduction, Oxford UP, Oxford, 2017.

  • 11.

    Puede decirse que casi todas las grandes ideologías modernas tienen un componente «antielitista». El liberalismo iluminista se imaginaba a sí mismo en una lucha profunda contra dos de las elites más poderosas del momento: el poder de las monarquías absolutistas y la elite cultural asociada a las universidades escolásticas medievales. Asimismo, la oposición entre civilización y barbarie estaba cargada de un determinismo maniqueísta. Por su parte, el ánimo antielite del socialismo del siglo XIX tampoco puede soslayarse, aunque la elite fuera definida de modo diferente. La condena moral hacia las acciones de esa elite está presente en prácticamente cada palabra escrita por Karl Marx.

  • 12.

    El intento del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de aumentar las «retenciones» a las exportaciones de granos derivó en un paro rural con cortes de rutas y movilizaciones de solidaridad de sectores medios de las ciudades. La medida no logró aprobación en el Senado y activó las viejas imágenes del «pueblo» contra la «oligarquía (terrateniente)» [n. del e.].

  • 13.

    F. Panizza: ob. cit.

  • 14.

    Sebastián Barros: «Momentums, demos y baremos. Lo popular en los análisis del populismo latinoamericano» en Postdata vol. 19 Nº 2, 2014, p. 299.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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