Tema central
NUSO Nº 289 / Septiembre - Octubre 2020

Las fronteras, los muros y sus agujeros

El capitalismo neoliberal construye su propia lógica de fronteras, multiplicándolas y transformándolas en función de la acumulación y de los entramados de poder que le garantizan. Por eso, perfora las fronteras internacionales para dejar pasar flujos crecientes de mercancías y, al mismo tiempo, levanta muros para prevenir «nuevas amenazas». Las fronteras, progresivamente feminizadas y urbanizadas, devienen filtros que optimizan los cruces, convierten a los trabajadores y trabajadoras en aliens, las mercancías en contrabando y la cultura del otro en folclore. La pandemia ha hecho su parte, produciendo una biopolítica desnuda excluyente e insensible.

Las fronteras, los muros y sus agujeros

En un poema titulado «La frontera: un soneto doble», Alberto Ríos sintetizó en un verso toda la complejidad de las fronteras internacionales contemporáneas: pasaron de ser lugares concretos, refería el poeta, a devenir puntos de confluencia de miles de imaginaciones.

En realidad, las fronteras siempre atrajeron la imaginación. En nuestro continente, por ejemplo, las fronteras internacionales dividieron artificialmente comunidades consuetudinarias, lo que producía cruces cotidianos de personas –prototipos de las culturas «rayanas»–, al tiempo que algunos flujos comerciales binacionales usaban los pasos habilitados. Pero eran cruces limitados por economías que tenían fuertes sellos mercadointernistas y Estados con capacidades suficientes para evitar contactos que consideraban desafíos a sus roles protectores de las sociedades a las que asumían representar. Desde esta perspectiva, las fronteras eran límites geopolíticos, dispositivos de control y separación simbolizados por las garitas repletas de adustos soldados, personal aduanero y oficiales de migración. Sus funciones de control y protección –económicas, sanitarias, ideológicas, políticas, etc.– se ejercían en relación con otros Estados/sociedades nacionales. Las zonas de fronteras eran dispositivos de administración geopolítica de la contraposición binaria contacto-separación. Cuando eventualmente contenían cruces de mercancías –fuerza de trabajo o bienes–, devenían «no lugares», en términos de Marc Augé1, a ser rebasados en el menor tiempo posible en la búsqueda de mejores destinos. Demarcaban, decía Edgar Morin2, «la zona de integridad y de inviolabilidad» nacionalista. Volviendo a Ríos, siempre hubo razones para imaginar el otro lado, pero las imaginaciones estaban ancladas a realidades mediocres.

Un caso extremo, pero no insólito, fue la frontera dominico-haitiana. Tras muchas décadas de fuerte interacción entre las comunidades fronterizas de ambas partes, en 1937 el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo decretó una limpieza étnica brutal –que terminó con la vida de miles de haitianos y dominico-haitianos, separó familias y arrasó con el tejido social transfronterizo– y el cierre hermético de las fronteras. Sus portones, ubicados en cuatro puestos sobre el límite, se abrían pocas veces al año, ya fuera para dejar pasar braceros haitianos para las cosechas azucareras dominicanas o para permitir la circulación de las cargas del escuálido comercio binacional. La frontera bloqueaba la relación de la comunidad dominicana –que se autovaloraba como hispana, católica y blanca– con sus vecinos haitianos –considerados extraños, africanos, negros y paganos–. El contacto, con frecuencia incluso el visual entre vecinos, solo funcionaba en aquellas pocas actividades que apoyaban la reproducción agroexportadora.El capitalismo neoliberal produjo un intenso proceso de rearticulación territorial en virtud de la inmensa capacidad de movimiento que adquirió el capital, totalmente desproporcionada respecto de las velocidades de traslación de las comunidades y de las capacidades de control de los Estados. En relación con el tema que nos concierne, produjo una horadación sistemática de los sagrados límites westfalianos y convirtió las fronteras en recursos económicos para la acumulación capitalista. Su producto territorial por excelencia fueron las regiones transfronterizas, entendidas como sistemas territoriales que involucran espacios y comunidades colindantes bajo jurisdicciones nacionales diferentes.

Las regiones transfronterizas

En este sentido, las regiones transfronterizas devienen una forma específica de solución espacio/temporal que maximiza la rentabilidad capitalista al incorporar a la acumulación territorios que hasta el momento habían resultado marginales por razones geopolíticas o de economía de escala. Al hacerlo, generan oportunidades inéditas de reducción de costos a partir del uso de los precios diferenciales y del aprovechamiento de condiciones culturales y políticas diversas. Crean lo que Henri Lefebvre denominó «lugares apropiados» para la acumulación, separando los espacios de las relaciones de producción de los espacios de las relaciones de reproducción, y liberando a las primeras de los costos de las segundas3. Las regiones transfronterizas funcionan como filtros para garantizar los procesos de intercambio desigual en condiciones de complejidad adicional. Desde esas colisiones conflictivas, los filtros fronterizos convierten a los trabajadores en aliens, las mercancías en contrabando, las culturas en folclore y a los otros colindantes en seres clasificados, siguiendo a Michel Agier, según los «niveles de extrañezas»4.

Vistas en esta perspectiva, las regiones transfronterizas constituyen sistemas relacionales y dialogantes basados en la diferencia, la desigualdad y el conflicto. Continuar aplicando aquí el viejo dilema contacto/separación puede constituir un error metodológico de primer orden, sencillamente porque ahora el contacto imprescindible lleva implícita la separación expresada como subordinación. En otras palabras, el muro de Donald Trump en la frontera con México –en realidad, un muro de muchas administraciones estadounidenses– no significa una «refronterización», sino un símbolo obsoleto de obstrucción de las fronteras que el sistema capitalista requiere y modela. Y que, obviamente, no logra afectar fundamentalmente el hecho de que el paso de San Ysidro sigue siendo el paso fronterizo más transitado del mundo y constituyente de una de las regiones transfronterizas más potentes del planeta: Tijuana-San Diego. Al mismo tiempo, esta apertura no implica que estemos a las puertas de una fusión sociocultural de equivalentes, como pareció anunciarse en la academia estadounidense en la década de 1990, lo que provocó la respuesta nacionalista del lado latinoamericano5.

Las regiones transfronterizas pueden tener fuentes muy diferentes de formación y en ellas confluyen dimensiones diversas de la vida. Algunas son regiones articuladas en torno de identidades ancestrales o de relaciones consuetudinarias que preceden a las propias fronteras, como ocurre en la región andina con los pueblos aymaras, en el área patagónica con los mapuches, en la zona del Paraná con los guaraníes y los kaiowa o en la península de Guajira con los wayuu. También pueden ser resultado de proyectos políticos integracionistas, cuya expresión más sofisticada ha tenido lugar fuera del continente, en Europa, con su ambición de borrar las «cicatrices de la historia» y en su lugar construir un espacio continental de regiones, lo que en América Latina se ha expresado muy débilmente en algunos proyectos integracionistas como la Comunidad Andina de Naciones (can) y sus Zonas de Integración Fronteriza.

Sin embargo, habría que reconocer que en todos los casos, incluyendo los antes mencionados, el intercambio económico ha sido una motivación fundamental para el despliegue y la maduración de las regiones transfronterizas. Y desde aquí es posible acercarnos a una gradación de estas según las escalas dominantes de sus intercambios.

En un nivel superior de complejidad se encuentran las regiones transfronterizas modeladas sobre todo desde espacios económicos fuertemente globalizados, como el caso paradigmático de los espacios fronterizos compartidos por México y Estados Unidos, y en particular allí donde se desarrollan industrias maquiladoras. Este tipo de industrias se repite en otras fronteras latinoamericanas, haciendo un uso muy redituable de las condiciones ambientales, culturales y sociopolíticas, y aun cuando sea a niveles más discretos, como es el caso de la porción norte de la frontera dominico-haitiana, donde la histórica relación comercial que sintetiza el binomio Dajabón-Ouanaminthe comienza a ser acompañada por una corporación textil que consigue aprovechar los beneficios de cada lado. Lo mismo se observa en el caso del Alto Paraná paraguayo, donde las maquilas son escoltadas por uno de los enclaves comerciales más grandes del continente, ubicado en la triple frontera en que conviven Ciudad del Este, Foz de Iguazú y Puerto Iguazú.

En otros casos las regiones transfronterizas se forman en torno de corredores internacionales tradicionales, regularmente de comercio binacional. En la misma medida en que esto supone el tráfico de caravanas de vehículos de carga, estas regiones pueden desarrollar infraestructuras de prestación de servicios que generan empleos e ingresos. Es el caso, para poner un ejemplo, de la región que se forma en la frontera brasileño-boliviana a la altura de Corumbá y Puerto Quijarro-Puerto Suárez, la principal vía de tránsito del comercio bilateral. Estas regiones, sin embargo, raras veces producen arrastres económicos regionales –casi nada de lo que transita por Corumbá se produce en el estado que la contiene– y son eslabones de provisión de servicios de largas cadenas mercantiles.

Pero la mayoría de estas regiones en América Latina están constituidas por zonas de intercambios locales que, obviamente, tienen salidas o entradas relacionadas con la economía global o las nacionales, pero son poco trascendentes para ellas y se realizan fundamentalmente en el plano local. En otras palabras, ese signo económico distintivo de toda región –la coherencia estructurada de su economía política– se explica desde regiones autocontenidas. En ocasiones pueden ser regiones muy dinámicas, como sucede en la frontera chileno-peruana, donde se producen cada año algo más de siete millones de cruces de personas: personas peruanas en busca de oportunidades de trabajo o de negocio en la ciudad chilena de Arica, y personas chilenas que desean comprar barato en Tacna. En otros casos son lugares parroquiales, como ocurre en el punto de la frontera uruguayo-brasileña donde los pocos miles de habitantes de Chuy y Chui, según el lado de la frontera, comparten un espacio urbano con una frontera invisible marcada por una calle.

En resumen, no son la política como en Europa, ni las estrategias de acumulación capitalista los vectores principales de las regiones fronterizas latinoamericanas. La práctica organizadora de estas fronteras reside en miríadas de actividades informales, regularmente de supervivencia, que en gran parte podrían ser incluidas en el rubro de «economía popular» que Nico Tassi analizó para el mundo aymara6. En esta cualidad reside una dificultad adicional de nuestro tema: en el plano heurístico, por la insuficiencia de las aproximaciones macro a realidades que funcionan a niveles micro; en el plano político, por la insuficiencia de los regímenes políticos fronterizos en nuestro continente, incluso cuando están dotados de la mejor voluntad integracionista.

Mujeres y ciudades

Si tuviera que optar por dos cualidades sociológicas principales de estas configuraciones territoriales transfronterizas, apuntaría a dos tendencias dominantes. La primera, a la que me refiero más por imprescindible que por habilidad profesional de mi parte para abordar la cuestión, se refiere a la feminización. Las mujeres han ido ocupando posiciones muy importantes –cuantitativa y cualitativamente– en los procesos de intercambios que dan vida a las fronteras. Basta observar cualquier imagen de los procesos transfronterizos para reconocer en ellos una presencia muy alta de mujeres. En unos casos, porque son ellas las que usualmente actúan como comerciantes, en particular cuando se trata de redes informales de lo que se denomina el comercio hormiga. «Abajeras», «cachineras», «fayuqueras», «pepeseras» son, entre otras denominaciones, las que dan cuenta de estas mujeres que ocupan con frecuencia los lugares inferiores y más vulnerables de estos flujos comerciales generalmente informales, y a menudo ilegales, a la luz de las legislaciones proteccionistas nacionales. Pero también es posible notar el ascenso socioeconómico de algunas de ellas, que han conseguido ahorrar e invertir para devenir propietarias de negocios muy activos. Estas mujeres son parte de los paisajes de las fronteras e indicativos de los cambios que estas sociedades experimentan. En otras palabras, no es posible explicar la dinámica de las fronteras latinoamericanas sin atender específicamente al rol de las mujeres que se transforman en los cruces y transforman los nuevos lugares y las relaciones que las sostienen, tal y como han documentado con agudeza Menara Guizardi y su equipo para el caso del mundo andino7.

Por otra parte, la expansión de las actividades comerciales y financieras –eventualmente también de industrias maquiladoras, cuando las regiones transfronterizas se insertan en especial en la economía global– generan una expansión de los centros urbanos ligados a ellas. En cualquier frontera activa es posible encontrar redes jerárquicas de ciudades de ambos lados que desempeñan roles diversos en la provisión de servicios y bienes. En algunos casos encontramos en ellas urbes sofisticadas y de dimensiones mayores, regularmente alejadas del borde aunque bien conectadas con él, que juegan roles dominantes en la organización de la actividad económica transfronteriza. En otros casos, son ciudades menores que tienen roles secundarios a lo largo de los itinerarios transfronterizos. Pero, sin lugar a dudas, los casos más llamativos por sus peculiaridades sociológicas son aquellas ciudades –regularmente dos, una en cada lado– que se encuentran sobre el mismo borde o muy cerca de él. Resultan los lugares típicos de las transacciones, pero raras veces incuban ahorros e inversiones sostenidos. Ellas condensan las contradicciones de las regiones que las albergan y constituyen las «zonas subordinadas de sacrificio» de la relación transfronteriza8.

Estos pares de ciudades han sido denominados de diversas maneras –«ciudades binacionales»9, «metrópolis transfronterizas»10, «ciudades gemelas»11, «complejos urbanos transfronterizos»12, etc.– y existe una cuantiosa producción intelectual en torno de ellas. Constituyen sistemas urbanos con fuertes niveles de interpenetración económica, con flujos intensos de movilidad humana y de consumos culturales mutuos, lo que genera manifestaciones de hibridismo que fascinan a los viajeros. Quienes habitan estas ciudades se parecen más entre sí que los habitantes de las respectivas capitales entre ellos, y poseen agendas comunes que frecuentemente discrepan de las políticas nacionales. Cuando, tras el fallo salomónico de La Haya de 2014 que dividió las aguas marinas entre Chile y Perú, grupos de nacionalistas fervorosos de ambos lados marcharon a rescatar y/o defender un pedazo de tierra costera no mayor que dos campos de fútbol reclamado por Perú, la respuesta de los alcaldes de Arica en Chile y Tacna en Perú, con el apoyo explícito de sectores empresariales y políticos locales, fue una declaración en la que afirmaban que el apasionado contencioso era un asunto que Lima y Santiago deberían resolver por los canales diplomáticos y que no tenía que ver con la legítima aspiración de los habitantes de las dos ciudades de continuar vendiendo y comprando. Es justamente la misma respuesta que dan los alcaldes de las ciudades dominicana de Dajabón y haitiana de Ouanaminthe cuando algún fervor nacionalista conduce a los cierres de los mercados fronterizos. O del poblado tico de Los Chiles y su vecina ciudad nicaragüense de San Carlos cada vez que el conflicto por el uso del Río San Juan dificulta los contactos imprescindibles entre ambas localidades.

Sin embargo, esta relación fluida, la retórica de hermandad que la anima y eventualmente la existencia de actos solidarios por alguna de las partes cuando ocurren desgracias en la otra no deben conducirnos a creer que estamos en presencia de un nuevo arquetipo de fusión identitaria, generadora neta de solidaridades. Las dinámicas de estos complejos urbanos transfronterizos están determinadas por la diferencia y la desigualdad de sus componentes, y ellas mismas son vectores de prácticas de intercambio desigual. La aceptación del vecino adquiere aquí el sentido de «otro íntimo» aceptable por su predictibilidad, y la relación se basa en un criterio pragmático de mutua necesidad. No se descartan momentos de amor, pero lo que predomina es el sexo.

El gobierno de las fronteras

Cuando las fronteras eran espacios liminares, constituían lo que Kaldone Nweihed llamó «anillos geopolíticos internos» y eran gobernados como tales, evitando el contacto superfluo y garantizando la obediencia en todos sus detalles a los «núcleos vitales» de las patrias13. Pero cuando comenzaron a ser recursos económicos y a desplegar todas sus complejidades socioculturales, el ejercicio gubernamental manu militari resultó insuficiente. Entonces, la cuestión de cómo gobernar las fronteras comenzó a preocupar a políticos y académicos, al mismo tiempo que los actores locales tomaban sus iniciativas mediante diversas prácticas paradiplomáticas.

Algunos países avanzaron en la estructuración de lo que aquí llamaremos regímenes políticos fronterizos, en particular cuando estos países eran miembros de pactos integracionistas que, como la can, ponían el acento en las fronteras como espacios distintivos que requerían un tipo nuevo de institucionalidad14. Pero en todos los casos, y eso diferencia a América Latina sustancialmente de la experiencia europea, no se trataba de la superación del paradigma westfaliano, solo de su condicionamiento.

Un caso positivo al respecto ha sido Colombia, probablemente la nación latinoamericana que más ha avanzado hacia una institucionalidad fronteriza inclusiva. Aun cuando la práctica estatal colombiana hacia las fronteras es menos auspiciosa que la institucionalidad establecida y que esa misma institucionalidad es incompleta –todo lo cual ha sido minuciosamente analizado por Adriana Hurtado y Jorge Aponte15–, habría que considerar el valor del reconocimiento constitucional, de la validación de las comunidades transfronterizas como sujetos y del trazado de políticas que han madurado en figuras como las Zonas de Integración Fronteriza. De igual manera, Colombia tiene a su favor una ley específica de desarrollo fronterizo y organizaciones especializadas, tanto en el nivel central como en los locales. Es lo que podemos definir como un diseño de régimen político fronterizo auspicioso.

Esta situación, que encontramos con matices en varios países de la can, contrasta con la existente en otros países donde la frontera es percibida como trinchera protectora. Es el mencionado caso de República Dominicana frente a Haití. República Dominicana posee una institucionalidad fronteriza ampulosa –tres organizaciones civiles especializadas, una mención constitucional exhaustiva y una ley específica de desarrollo fronterizo–, pero se trata de un andamiaje dirigido a reforzar el apego nacionalista de las fronteras y a negar el valor de las relaciones transfronterizas que se abren paso en la isla por encima de las heridas históricas. Es lo que podemos denominar un régimen político fronterizo hostil a las relaciones transfronterizas.

Al fin, y es este el caso de la mayoría de los países de la región, existe un tercer tipo de régimen político fronterizo que justamente busca la invisibilidad de la dimensión transfronteriza. El caso paradigmático es el de Chile. La Constitución chilena no menciona, para ningún fin, la palabra «frontera», y no hay ninguna ley rectora de su desarrollo. La única institución que se ocupa del tema es una oficina técnica en la Cancillería. No hay ningún régimen especial para los municipios o regiones fronterizos, excepto cuando se los considera demasiado distantes y se los incluye en planes de «zonas extremas», es decir, de fronteras internas. La única institución que tiene una vocación transfronteriza son los Comités de Desarrollo e Integración Fronteriza, con funcionamientos dispares según el tramo de frontera del que se trate y, en el mejor de los casos, son un espacio de reuniones y reconocimientos mutuos institucionales, sin capacidades para tomar decisiones.

Esto tiene implicaciones prácticas diversas, en particular una en el ámbito intelectual al que quiero referirme. Al mostrar un interés limitado en las fronteras, los Estados latinoamericanos y sus proyectos integracionistas no han favorecido, salvo excepciones, la maduración de comunidades epistémicas entendidas como redes especializadas que puedan ofrecer visiones integrales en temas demandantes y que sean capaces de influir en las políticas públicas. En consecuencia, en este como en otros temas, nuestra realidad –fronteras marcadas por la informalidad, con retrasos institucionales notables– aparece secuestrada por otras agendas de investigación. Ello es visible, por ejemplo, en el énfasis que se viene dando a las prácticas paradiplomáticas formales como ejemplos de concertaciones multinivel (la agenda europea), sin tener en cuenta las más relevantes miríadas de concertaciones cotidianas que ocurren fuera del ámbito formal. O, lo que es aún más grave, en el predominio de una visión de las fronteras como zonas de criminalidad (la agenda estadounidense) que intenta explicar sus dinámicas como resultado de los tráficos ilegales de personas, armas y drogas, dato este último insoslayable pero que ni remotamente puede explicar toda la complejidad de estas regiones.

Las fronteras latinoamericanas son mucho más que esto y constituyen oportunidades para un planeamiento del desarrollo inclusivo en beneficio de millones de personas que las habitan. Hacerlo pasa inevitablemente por un diagnóstico desprejuiciado y por una arquitectura institucional que asuma sus dinámicas «desde abajo» como elementos inseparables de la vida en las fronteras.

¿Qué nos deja la pandemia?

La pandemia de covid-19, ante todo, nos ha asustado. Y las situaciones de pánico son malos momentos para la meditación razonable. De ahí la aceptación que han tenido las predicciones de pasarelas anunciando nuevas eras, ya sea el final inevitable del capitalismo o su triunfo final sobre toda esperanza de cambio. Sin embargo, si atendemos cuidadosamente a los efectos de la pandemia, no es difícil apreciar que no son otra cosa que el develamiento de tendencias que ya existían en el capitalismo contemporáneo –la funcionalidad mayor del capitalismo asiático y de sus formas de sociabilidad, el costo social insoportable del neoliberalismo, la gravosa erosión ambiental, etc.– y que van a generar inevitablemente formas diferentes de funcionamiento capitalista en el futuro, pero no un cambio social y cultural fundamental pospandemia, a menos que los movimientos sociales y políticos se encarguen de ello. Los virus no producen per se, nunca lo han hecho, cambios sociopolíticos sustanciales. De eso se ocupan las urnas y las barricadas, según el caso.

Con las fronteras ha sucedido lo mismo. Muchas han sido cerradas, pero volverán a estar abiertas satisfaciendo la compleja trama de intereses económicos (de abajo y de arriba) y de proyectos de poder territoriales. Sus disfunciones se han acrecentado. En un punto de la frontera entre Chile y Bolivia vimos aglomerarse a miles de migrantes bolivianos en la mayor vulnerabilidad imaginable, deseosos de regresar a su país de origen. El gobierno boliviano de facto les negó la entrada por muchos días argumentando peligros de contagio. En consecuencia, las familias bolivianas tuvieron que vivir semanas enteras en lugares improvisados y asistidas por los magros recursos de las municipalidades chilenas y por las donaciones solidarias en Chile. Solo al cabo del tiempo se produjo el arribo de ayuda estatal chilena y el permiso de internamiento en el territorio boliviano.

Se trató de un caso de biopolítica desnuda, en el que los migrantes bolivianos eran reducidos a cuerpos biológicos susceptibles de infectarse e infectar y eran detenidos en una frontera que hubieran podido atravesar libremente en virtud de sus atributos categoriales de ciudadanía. Un dato congruente con la nueva derecha fundamentalista en América Latina –de la que el gobierno de facto boliviano es un ejemplo–, del racismo y la aporofobia que la caracteriza y que, en general, caracteriza a la elite política boliviana. Pero también si asumimos la vulnerabilidad permanente de esa migración, regularmente una migración transfronteriza, que en Chile –con una elite tan aporofóbica y racista como la boliviana– subsiste excluida de toda protección social16.

El covid-19 fue la tormenta perfecta que hundió a estos miles de personas en la vulnerabilidad más miserable. La frontera fue su escenario. Finalmente, los bolivianos cruzaron y pudieron regresar con sus familias. Con toda seguridad volverán el próximo año, porque ellos lo necesitan y porque la economía chilena no sobrevive sin ellos, y volverán a encarar los rigores de los controles abusivos y del intercambio desigual que sufren en cada paso buscando un mundo mejor. Porque la frontera, recordando nuevamente la poética de Alberto Ríos, sigue siendo lugar de choques de pedernales y aceros que producen inmensas fogatas: «el coágulo de sangre en el arroyo de la vena».

  • 1.

    M. Augé: Los no lugares. Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, 2000.

  • 2.

    E. Morin: Sociología, Tecnos, Madrid, 2000, p. 154.

  • 3.

    H. Lefebvre: La producción del espacio, Capitán Swing, Madrid, 2013.

  • 4.

    M. Agier: Borderlands, Polity, Cambridge, 2016.

  • 5.

    Para una reseña de esta interesante contraposición de puntos de vista, ver H. Dilla: «Los complejos urbanos transfronterizos en América Latina» en Estudios Fronterizos, nueva época, vol. 16 N° 31, 1-6/2015.

  • 6.

    N. Tassi: The Native World-System: An Ethnography of Bolivian Aymara Traders In The Global Economy, Oxford UP, Nueva York, 2017.

  • 7.

    M. Lube Guizardi, Eleonora López Contreras, Esteban Nazal Moreno y Felipe Valdebenito Tamborino: Des/venturas de la frontera. Una etnografía sobre las mujeres peruanas entre Chile y Perú, UAH, Santiago, 2019.

  • 8.

    Étienne Balibar: Ciudadanía, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2013.

  • 9.

    Nicole Ehlers y Jan Buursink: «Binational Cities: People, Institutions and Structures» en Martin Van der Velde y Henk van Houtum (eds.): Borders, Regions and People, Pion, Londres, 2000.

  • 10.

    Lawrence Herzog: Where North Meets South: Cities, Space, and Politics on the United States-Mexico Border, University of Texas Press, Austin, 1990.

  • 11.

    Ministério da Integração Nacional: «Proposta de reestruturação do Programa de Desenvolvimento da Faixa de Fronteira», Brasilia, 2005.

  • 12.

    H. Dilla: «Los complejos urbanos transfronterizos en América Latina», cit.

  • 13.

    K. Nweihed: Frontera y límite en su marco mundial, Equinoccio, Caracas, 1990.

  • 14.

    H. Dilla y Karen Hansen: «El gobierno de las territorialidades transfronterizas internacionales: la experiencia latinoamericana« en Geopolítica(s) vol. 10 N° 2, 2019.

  • 15.

    A. Hurtado y J. Aponte: «¿Hacia un gobierno transfronterizo?: explorando la institucionalidad para la integración colombo-peruana» en Estudios Fronterizos vol. 18 N° 35, 2017.

  • 16.

    Hagamos notar, sin embargo, que no solo en la derecha se han podido encontrar estas muestras vergonzosas de aporofobia e insensibilidad social. Cuando miles de venezolanos que intentaban regresar a su país comenzaron a aglomerarse en la frontera, un alto funcionario del gobierno de Nicolás Maduro los llamó «bombas biológicas» dirigidas a contaminar Venezuela. El calvario de los venezolanos en Cúcuta no ha sido más llevadero que el de los bolivianos en Colchane. Audio de las declaraciones de Lisandro Cabello, secretario de Gobierno del estado Zulia, en <https://twitter.com/gbastidas/status/1263605024955006977>.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 289, Septiembre - Octubre 2020, ISSN: 0251-3552


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