Las ambivalencias de la democracia. El dinero contra la soberanía popular
Nueva Sociedad 236 / Noviembre - Diciembre 2011
Hoy nadie duda de que Estados Unidos es una democracia consolidada y que, no sin necesidad de grandes luchas, las mayorías nacionales fueron incorporándose al sistema político. De hecho, sigue siendo un modelo de articulación entre emocracia y liberalismo, dos términos siempre en tensión. El poder del dinero y del lobbying, junto con las restricciones que aún se mantienen sobre los pobres y los nuevos inmigrantes, dejan en evidencia las contradicciones que persisten entre el gobierno del pueblo y el gobierno de las corporaciones.
Cualquier día de la semana es posible encontrar en The New York Times noticias sobre niños latinos temerosos de presentarse a sus escuelas y mujeres embarazadas aterradas por la amenaza de ser deportadas al momento de acudir a los hospitales de Alabama, tras la aprobación de una de las más represivas leyes antiinmigrantes1. O titulares como este: «Protestas en contra de Wall Street se multiplican en ciudades grandes y pequeñas»2.
Ambos hechos, relatados en una misma portada, pueden leerse como síntomas de las ambivalencias de la democracia estadounidense, actualmente tensionada por la influencia de los capitales financieros en sus instituciones públicas y por la exclusión de buena parte de la población de la vida política estatal. Sin duda, el sistema que ha sido por mucho tiempo el catón contra el cual se mide y sopesa la conducta de los gobiernos del mundo es un modelo imperfecto y contradictorio, y su estado actual es producto de constantes oleadas de conflicto y cambio, avances y retrocesos no muy diferentes de los que ha vivido buena parte de las naciones del mundo.
Alexander Keyssar, autor de The Right to Vote. The Contested History of Democracy in the United States [Derecho a voto. La controvertida historia de la democracia en Estados Unidos] y profesor de Historia y Política Social de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, advierte que
la democracia estadounidense tiene instituciones democráticas en pleno funcionamiento. Y como resultado, la gente sí tiene influencia en quienes gobiernan y existe una protección significativa de sus derechos. Sin embargo, también se da el caso de que algunas de nuestras instituciones son menos efectivas de lo que debieran; instituciones que se han vuelto menos democráticas o que fueron creadas en una era diferente, cuando nuestros estándares de lo que constituía una democracia eran distintos.3
Keyssar menciona como ejemplo el funcionamiento del Senado en el ámbito federal, en el que cada estado, sin importar su tamaño, tiene igual número de representantes. «Un principio democrático ampliamente aceptado desde el siglo XX es el de ‘una persona, un voto’. Pero esa no es la manera en que funciona el Senado en EEUU. Si nos ceñimos a ese parámetro, el Senado, que es una institución poderosa, no es democrático en absoluto», afirma4.
La explicación es histórica. El Senado fue creado hacia fines del siglo XVIII en la convención que diseñó la Constitución. Cincuenta y cinco delegados de los entonces 12 estados constituidos debatieron durante meses sobre la forma que tendría el gobierno federal. Una de las preocupaciones centrales fue determinar qué tipo de representación se adoptaría para elegir a los miembros del Congreso. «Como es fácil imaginar –señala Keyssar–, los estados más poblados querían representación proporcional y los pequeños querían que todos tuvieran igual número de congresistas sin importar su tamaño.» Como en otras latitudes, «el acuerdo que se logró fue que la Cámara de Diputados se elegiría con un sistema proporcional a la población y que en el Senado cada estado tendría igual representatividad»5. Además, se le puso cerrojo al mecanismo, estableciendo que cualquier cambio a este modelo debía ser aprobado unánimemente por todos los estados. Hoy en el Senado –y más en general en el Congreso– se ha sedimentado una elite política –y económica– que logra perpetuarse en el poder elección tras elección: según un análisis realizado a partir de datos de 2009 por el Center for Responsive Politics, del total de los 534 miembros de la Cámara de Representantes y del Senado, la mitad son millonarios, lo que los coloca dentro del 1% más rico de los estadounidenses. La riqueza media de un diputado en 2009 se elevaba a US$ 765.000 mientras que la riqueza media de un senador en 2009 era aproximadamente de US$ 2,38 millones6. No menos de 55 miembros del Congreso han acumulado una riqueza media estimada en más de US$ 10 millones en 2009, según el Centro.
Además, es muy difícil desafiar el statu quo. La mayoría de los senadores (se eligen cada seis años) y diputados (se renuevan cada dos años) que se postulan a una reelección consiguen su objetivo, pues, como ha demostrado la ciencia política, las ventajas del parlamentario elegido (incumbent) sobre quien lo desafía (challenger) son numerosas, y entre ellas se cuenta la preeminencia que tiene el primero en la recaudación de fondos para sus campañas7. Existen diversas maneras de explicar por qué la incumbency advantage ha crecido progresivamente en todos los niveles de elecciones estadounidenses y también hay discrepancias sobre su importancia política real (algunos estudios sugieren que las políticas que implementan incumbents y challengers no varían demasiado), pero nadie niega la ventaja predominante de los ya elegidos sobre los que intentan incorporarse a puestos de elección popular8.
Marshall Ganz, arquitecto del modelo de organización de bases que contribuyó a la elección de Barack Obama en 2008 y profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, concuerda con Keyssar en que para entender las ambivalencias de la democracia estadounidense hay que remitirse a la historia. «Sus instituciones políticas se formaron en el esfuerzo de construir un país unitario y libre, aceptando al mismo tiempo un sistema económico basado en la esclavitud. Esta es una contradicción fundamental que está en el origen de la política estadounidense.»9
Pecado original
En The Right to Vote, Keyssar relata que en el periodo en que se diseñaron las instituciones políticas en EEUU, tras el triunfo en la Guerra de Independencia frente a Inglaterra, los delegados estaduales estaban preocupados por zanjar la cuestión racial. Aunque los delegados abrazaron los principios igualitarios que inspiraron el fin de las monarquías en Europa para crear su Constitución, el temor a compartir el poder político con esclavos, mujeres y comerciantes los llevó a establecer un sistema electoral que consideró el voto como un privilegio más que como un derecho. Por eso, en un comienzo, solo fue otorgado a hombres blancos que pudieran demostrar la posesión de tierras. Cada estado tuvo autonomía para crear sus reglas electorales, pero, en general, fueron excluidos del derecho a sufragio los esclavos, los negros libres, las mujeres, además de católicos, judíos, indígenas y extranjeros. Para excluir a quienes no poseyeran propiedad, se argumentó que los pobres carecían de voluntad propia, pues podrían ser manipulados por sus amos o por quienes les dieran dinero. Simultáneamente, se usaba otro argumento –contradictorio con el primero– y quizás más revelador: «Los pobres (…) no deben votar porque amenazarían los intereses de propiedad. Esto es, como si tuvieran demasiada voluntad. Si los hombres carentes de propiedad pudieran votar, reflexionaba el juicioso conservador John Adams, ‘se produciría una revolución inmediata’»10.
El temor a las demandas de redistribución que harían las clases bajas en caso de votar fue una constante en la lucha por establecer el derecho a sufragio universal. Según la descripción de Keyssar, la lucha por ampliar el derecho a voto no fue lineal, sino más bien en oleadas, con avances y retrocesos históricos en los que, curiosamente, las guerras jugaron un papel central. Según Dietrich Rueschemeyer, Evelyne Huber Stephens y John D. Stephens, quienes han revisado el impacto de la guerra en el desarrollo de la democracia y su relación con el sistema capitalista,La movilización masiva que requiere la guerra moderna implica la voluntad de participar de las mayorías, tanto en el frente de guerra como en el propio territorio. Por lo tanto, ha conducido a los Estados a realizar grandes concesiones a las clases subordinadas. Con frecuencia [durante las guerras], las organizaciones de las clases trabajadoras han debido ser incorporadas a las coaliciones gobernantes y las presiones por extender el derecho a voto de mujeres y grupos raciales excluidos escalaron.11
Pero para derrotar las resistencias al voto universal fueron necesarias varias décadas de conflictos y fuertes luchas civiles.
Los mismos autores estiman que, en términos generales, durante gran parte de su historia coexistieron en EEUU una democracia restringida en el norte y el medio-oeste del país, y un sistema oligárquico autoritario en el sur. Recién en 1965 se garantiza el sufragio universal en todo el país. Ese año se dictó la ley que obligó al gobierno federal a hacer cumplir la decimoquinta enmienda constitucional que prohibía la discriminación del electorado. Y solo a partir de entonces puede catalogarse a EEUU como una democracia en pleno derecho, si se sigue la definición mínima que Robert Dahl da para una poliarquía y que Rueschemeyer, Huber Stephens y Stephens sintetizan como un sistema de gobierno en el que el Estado responde ante el Parlamento (de ser posible, complementado con la elección directa de la cabeza del Poder Ejecutivo), el gobierno es elegido mediante sufragio universal, existen elecciones frecuentes y limpias y se respeta la libertad de expresión y asociación12.
Movimiento social
«EEUU no sufrió con la Primera y Segunda Guerra mundiales lo mismo que sufrió Europa. Pero, como quiera, al terminar la guerra, los sindicatos eran más fuertes, y se generó un pacto social (el New Deal) parecido a la socialdemocracia europea, que se mantuvo hasta los años 70», analiza Ganz13. Fue el periodo en que el movimiento por los derechos civiles movilizó a toda la nación para eliminar la segregación racial en el Sur, y en ese contexto llegó a la Presidencia Lyndon Johnson. Johnson lanzó una campaña contra la pobreza, creó el Medicare y el Medicaid, impulsó la aprobación de los derechos civiles, reformó las leyes migratorias haciéndolas más inclusivas y creó programas de educación pública, a pesar de que en el plano internacional se mantuvo leal a la política anticomunista e invadió Vietnam. Ganz afirma que las conquistas sociales fueron posibles porque las bases se movilizaron y pusieron presión sobre el sistema político, pues promoverlas desde dentro era –y sigue siendo– prácticamente imposible.
Desde la Guerra Civil (1861-1865), los excluidos se organizaron para hacerse oír en diferentes oleadas de presión: los negros, las mujeres, los obreros, los pequeños propietarios agrícolas. Las organizaciones de base que crearon, y que impulsaron cambios políticos desde fuera del sistema electoral, es lo que se conoce comúnmente como organizaciones «grassroots». Algunos las llaman también «grupos de interés», expresión que, en teoría al menos, refiere a la organización espontánea de ciudadanos con más lealtad hacia una demanda específica –hoy en día son muy diversas e incluyen desde problemas ecológicos hasta asuntos religiosos– que hacia un partido o programa político global.
En cuanto a la discriminación racial, hubo cambios económicos e incluso internacionales que permitieron la incorporación de los grupos excluidos al sistema político: declinaron las ganancias en la industria del algodón y los procesos agrícolas se mecanizaron en el Sur, con lo que disminuyó la necesidad de uso intensivo de mano de obra, que era el incentivo de los latifundistas para mantener subyugada a la población de origen africano. Los negros migraron al Norte y se incorporaron a la vida política, presionando a sus representantes en favor de cambios. El Norte se industrializó y con ello se debilitaron los lazos entre sus manufactureros y los productores del Sur. Por último, como afirman Rueschemeyer, Huber Stephens y Stephens,
el clima internacional cambió de tal manera que convirtió la problemática de la exclusión política de los negros en una vergüenza para EEUU. Las políticas imperialistas de Hitler y el Holocausto hicieron imposible defender en el campo internacional una política racista, al tiempo que el advenimiento de la Guerra Fría resultó en una mayor presión de las elites diplomáticas por la eliminación de las embarazosas prácticas racistas en el Sur.14
En ese contexto, el movimiento por los derechos civiles que partió de las parroquias bautistas y adventistas fue llamado «el gran despertar» y constituyó un movimiento de corte ético y moral que exigía a sus integrantes un gran compromiso personal y la convicción de que serían capaces de cambiar el mundo. Además, en esta época de transformaciones, el economista de moda era John M. Keynes y pocos dudaban de la necesidad de que el Estado propiciara políticas de protección social en mayor escala.
La nueva derecha y la democracia
Pero llegaron los 70 con la crisis del petróleo, la consecuente crisis de las finanzas internacionales y el exceso de gasto fiscal de un país aún atrapado en la Guerra de Vietnam y comprometido con los ambiciosos programas sociales diseñados en la era del New Deal. En ese marco, apunta Ganz, Richard Nixon «transformó el sistema de economía internacional, empoderando a los países petroleros a condición de que invirtieran sus ganancias en EEUU. Entonces vinieron los petroleros a crear la industria del capital financiero en Wall Street»15. El dinero de Arabia Saudita trastocó así la importancia relativa del capital financiero frente a las otras formas de capital (comercial, industrial, agrario) en favor del primero. Simultáneamente, comenzaron los ataques contra los sindicatos y la industria empezó a trasladar sus plantas manufactureras al extranjero. Keynes pasó de moda y Milton Friedman se erigió en el nuevo gurú de la economía estadounidense.
Sutil y progresivamente, surgió una nueva ideología, una nueva moral que reemplazó el proyecto colectivo que inspiró el New Deal. Chantal Mouffe y Georgina Turner escribieron en 1981 que la democracia liberal estaba amenazada por sus contradicciones internas, al intentar articular dos principios opuestos: el libre mercado, por un lado, y la democracia, con sus supuestos de igualdad social y participación política, por el otro. Las autoras señalan que
En un periodo de expansión, dicha contradicción es más o menos susceptible de manejarse y los antagonismos potenciales pueden neutralizarse; pero ha llegado el momento en que es absolutamente necesario disociar el ideal de liberalismo de los peligros de la democracia. En su informe para la Comisión Trilateral, [Samuel] Huntington está plenamente consciente de esa necesidad y especifica que para proteger la consecución del liberalismo americano hoy día resulta imprescindible que los liberales se vuelvan hacia el conservadurismo. Sin duda alguna, es en el arsenal del pensamiento conservador donde el liberalismo encontrará las armas que requiere para eliminar, o al menos neutralizar, a su estorbosa compañera mediante el debilitamiento de los dos pilares en donde se apoya el ideal de la democracia: la igualdad social y la participación política.16
En efecto, a comienzos de los 80 se reorganizó la ideología predominante para adaptar la acción del Estado a un nuevo paradigma y para crear en las mayorías un nuevo sentido común «que se ajuste mejor a las épocas difíciles que les esperan»17. Sobre la base del pensamiento de Friedman y Friedrich Hayek, entre otros, se difundió la idea de que la libertad individual –y su hermana, la libertad de empresa– están por encima de cualquier derecho y que la función del Estado es apenas garantizarla. El ideal del igualitarismo mutó, así, por el de igualdad de oportunidades, y se convirtió en sentido común la noción de que el mercado, libre de intervenciones, es el mejor distribuidor de la riqueza. «Dicha noción, que se encuentra en el núcleo de la economía social de mercado –sostienen Mouffe y Turner– implica que el gobierno debería suspender casi todas sus funciones regulatorias y de asistencia social y limitarse a asegurar la estabilidad de la moneda mediante el control de las reservas de dinero y a garantizar la libre competencia y la seguridad de la propiedad y los contratos.»18
La nueva derecha postuló también que debían despolitizarse las instituciones y que ciertas entidades de carácter técnico –como el Banco Central– estarían mejor manejadas por expertos que expuestas a los avatares del debate político. Según Ganz, el triunfo de esta nueva ideología e interpretación renovada de la democracia se tradujo en la elección de Ronald Reagan, quien «encabezó un movimiento social que nació en reacción a las conquistas del movimiento por los derechos civiles. El suyo también fue un movimiento moral, aunque de otro signo. Fue la consagración de un discurso antiimpuestos, antisocial, anti-reivindicaciones raciales»19. Reagan cambió la dirección de la política norteamericana y según Ganz, el Partido Demócrata, que hasta entonces representaba los principios del New Deal, se quedó en silencio por largos años.
Dinero y política
A medida que la base electoral aumentó y, en consecuencia, se incrementaron las presiones sobre el sistema político de los grupos sociales anteriormente excluidos, aumentó también la importancia del dinero en la política. Esa fue la forma que encontraron las grandes corporaciones para compensar su falta de representatividad popular: influir directamente en quienes toman las decisiones. En los años 70 la Corte Suprema igualó las donaciones políticas al ejercicio de la libertad de expresión y, en un fallo reciente, flexibilizó la prohibición que tenían las corporaciones de donar en igualdad de condiciones que las personas naturales. Esto ha redundado en la creación de una barrera casi infranqueable para los debutantes en la arena política o los representantes de ideas que se desvían del discurso en que operan los partidos Demócrata y Republicano.
«Ello coincide además con la preeminencia que ha alcanzado la televisión en las campañas políticas desde fines de los años 50. Y la televisión es cara. Entonces tienes una combinación de cambios en la legislación y transformación en el uso de los medios para hacer campaña que ha degenerado en una verdadera guerra por recaudar fondos», dice Keyssar20. El historiador relata que ha conversado con numerosos congresistas que le han manifestado la incomodidad que les provoca pasarse la mayor parte de su tiempo en el Congreso recaudando fondos:
Uno de ellos, Antonio Villaraigosa, actual alcalde de Los Ángeles, me contó que cuando era congresista se pasaba 75% de su tiempo en el fundraising [recaudación de fondos], un porcentaje que es habitual para un parlamentario. No solo es una actividad inútil en términos sociales, tampoco les gusta a los mejores representantes que tenemos en el Congreso. Y no debería gustarles.21
Keyssar opina que es casi imposible regular el conflicto de intereses que crea el dinero poniendo barreras a las donaciones si no se establecen límites al gasto electoral, porque «de una manera u otra el agua va a correr colina abajo». Y continúa:
La nueva decisión de la Corte Suprema, que abrió la puerta a la contribución de las corporaciones, es desastrosa. No quiero ser conspirador. Pero si fuera mal pensado, diría que la decisión de la Corte Suprema surge como una respuesta al apoyo que obtuvo Obama, quien logró sobrepasar en recaudación a McCain con pequeñas contribuciones de millones de ciudadanos. Creo que la reacción del pensamiento republicano fue decir: «nunca más dejaremos que esto vuelva a ocurrir».22
Washington, por otra parte, se ha convertido en una ciudad de lobbystas. El trabajo de estos es hacer oír los intereses de sus clientes tanto en las oficinas parlamentarias como ante un sinnúmero de agencias administrativas no sujetas al escrutinio electoral. Keyssar explica que, por ejemplo, «si tienes una compañía farmacéutica que produce cierto tipo de drogas y sabes que un proyecto que estudia el Congreso afectará la forma en que se calcula el precio y que eso puede significar una diferencia en ganancias de cientos de millones de dólares, pues te gastas cinco millones de dólares en un lobbysta profesional. Es una buena inversión»23.
Al mismo tiempo, las organizaciones sindicales que antes constituían el contrapeso a la influencia de las corporaciones se han debilitado bajo el peso de la globalización. En las últimas décadas se han pulverizado industrias otrora poderosas, y con ellas, sus sindicatos. La asociación de trabajadores de la industria automotriz, por ejemplo, retiene apenas 25% de los miembros que tenía en los años 70. Esto ha debilitado el balance de influencias en el gobierno federal, al tiempo que las compañías estadounidenses amenazan –y cumplen– con sacar sus fábricas del país si las demandas de sus trabajadores son muy altas, lo que pone a los gobiernos ante un dilema de difícil solución.
Participación lánguida
Pese a que en EEUU se eligen democráticamente las autoridades locales, estaduales y federales, jueces y congresos estaduales, gobernadores y alcaldes, el nivel de participación, hasta la elección de Obama, languidecía. El voto no es obligatorio y, como han demostrado los cientistas políticos, en un escenario de sufragio voluntario son las capas más educadas y adineradas las que concurren más a menudo a las urnas. El promedio de participación en las elecciones presidenciales recientes (salvo, como señalamos, la de Obama) bordea el 50% del electorado, y para el resto de los comicios no supera el 40%.
Otras formas de participación política –como el voluntariado y las donaciones de dinero a ciertas causas– están aún más estrechamente relacionadas con la clase social, y son las más altas y educadas las que más participan. El asunto se agrava por el hecho de que todavía persisten obstáculos al sufragio universal, en la forma de requisitos que excluyen a inmigrantes, condenados y afroamericanos24. Y la tendencia es a incorporar nuevas barreras. Por ejemplo, políticos republicanos impulsan la exigencia de una cédula de identidad otorgada por el gobierno a la hora de votar25.
En el sistema electoral de EEUU, un colegio electoral designa al presidente. La lista que obtiene mayoría en cualquier estado gana todos los delegados electorales asignados a ese estado. Esto constituye, según los expertos, un incentivo para hacer campaña en los pequeños estados suburbanos conocidos como swing states (estados oscilantes), cuya característica es que, dependiendo de las promesas que se les hagan, pueden cambiar sus preferencias pasadas, y abandonar los estados en que saben que ganarán o perderán porque se trata de localidades que históricamente tienden a favorecer a un partido determinado (por ejemplo, los republicanos consideran «seguros» los estados del Sur). Normalmente, los partidos no hacen una campaña significativa en los estados seguros, pues modificar su tendencia electoral es muy difícil y obtener márgenes adicionales de votos no redunda en beneficio alguno. Esto perjudica, por ejemplo, a las vastas poblaciones de latinos y afroamericanos de California y Nueva York, pues como han demostrado una alta fidelidad hacia el Partido Demócrata, ni estos ni los republicanos se molestan en hacer una campaña para seducirlos.
Según Keyssar,
Los dos principales partidos políticos operan dentro de un estrecho marco ideológico; con frecuencia es difícil discernir las diferencias programáticas entre los candidatos demócratas y republicanos; las propuestas de políticas sociales y económicas centrales de ambos partidos se encuadran en el deseo general de impulsar el crecimiento económico y, por lo tanto, están orientadas a satisfacer a las comunidades financiera y empresarial. Las ideas y propuestas que podrían seducir a los pobres y que son lugar común en otras naciones –como la creación de un sistema nacional de salud o leyes de protección laboral– han estado fuera del gusto del discurso político americano moderno.26
Esto fue así hasta la irrupción de Obama…
Una promesa frustrada
La candidatura de Obama fue una desviación en el cuadro antes descrito. Durante su campaña y en sus discursos, planteó preceptos morales que lo distinguieron de la filosofía republicana. Expuso, además, un programa político enmarcado en valores de igualdad, comunidad e inclusividad, y sin duda la propuesta del candidato sedujo a un segmento de la población que se había mantenido apático. Dos millones de voluntarios distribuidos en todo el país trabajaron activamente para llevarlo a la Presidencia. Como resultado, la participación electoral se incrementó a un histórico 64,1%, impulsada fundamentalmente por la incorporación de población latina, afroamericana y joven.
Por primera vez en décadas, un presidente ganó la elección haciendo campaña apoyado por voluntarios y no por empleados contratados por empresas de marketing. «La gente estaba deseosa de participar. Las premisas de la ideología conservadora estaban en crisis. Obama tuvo una oportunidad única de hacer transformaciones, pero la dejó pasar», dice Ganz. No solo eso. Decidió desmovilizar a su base de apoyo:
Las fuerzas sociales estaban mejor organizadas en 2009 de lo que nunca he visto en mi vida. Existía en Washington la coalición prorreforma de salud, la coalición prorreforma de derechos laborales, la coalición prorreforma del medioambiente, la coalición prorreforma de leyes de inmigración. ¿Y qué pasó? Obama envió delegados a cada coalición y estos dijeron: «Qué bueno que hayan venido a la Casa Blanca, pero no nos presionen. Nosotros nos encargaremos de hacer los cambios. Si ustedes empiezan a hacer ruido, van a perjudicar el proceso de transformaciones».27
Así, la administración Obama presionó a las organizaciones sociales para que no hostigaran al gobierno, ni a los republicanos, ni a los demócratas. Ganz, quien apoyaba el trabajo de organizaciones prorreforma de leyes migratorias, afirma que
Nuestra culpa fue haberles hecho caso. Se confundió acceso con poder. La gente dijo: «Oh, me reciben en la Casa Blanca, soy importante» y fue cooptada. Los que tuvieron la capacidad de movilizar la base no lo hicieron, respetando los lineamientos del gobierno, y esa fue una decisión de Obama. El efecto duró casi un año. Cuando la gente se dio cuenta y quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. Pero mientras Obama le pidió al movimiento social que no hiciera ruido, los republicanos han utilizado esa estrategia perfectamente, amenazando con los extremistas del Tea Party para conseguir lo que quieren.28
Todo ello en un contexto en el que el presidente prefirió escuchar a Larry Summers antes que a neokeynesianos como Bob Reich y Paul Krugman, lo que contribuyó a decepcionar aún más a sus bases. Otra de las promesas incumplidas de Obama ha sido impulsar reformas migratorias más inclusivas. Mientras tanto, estados como Alabama, que antes perseguían a los afroamericanos, ahora han endurecido sus políticas antiinmigrantes, defendiendo el derecho del estado a la autonomía e ignorando la interpretación que ha hecho la Corte Suprema de los mandatos constitucionales.
La población latina constituirá 30% de la población estadounidense hacia 2050 y pasará a ser la minoría más importante del país. Hoy ya es el grupo mayoritario en algunos estados, como California. «Los estadounidenses deberían sentirse orgullosos de la capacidad de su sistema político para incorporar a los inmigrantes, aunque en este momento suene irónico», argumenta Keyssar. Y continúa:
Es irónico porque sabemos en este momento que hay un tremendo sentimiento antiinmigratorio, pero si uno mira el registro histórico de los últimos 200 años, EEUU ha conseguido incorporar grandes oleadas de inmigrantes, que se convierten en ciudadanos después de cinco años y que se vuelven votantes y activistas en diferentes tipos de grupos, en niveles impresionantes si se compara con lo que sucede, por ejemplo, en la mayoría de los países europeos.29
En la elección de 2010, 67% de la población latina apoyó a Obama contra apenas 31% que estuvo a favor de McCain. Sin embargo, según una encuesta reciente del Pew Hispanic Center, los latinos registrados para votar tienen una menor motivación para acudir a las urnas que otros votantes30. El mismo centro, en otro estudio, señaló que si bien los latinos han registrado votaciones históricas en el último tiempo, su representación en el padrón electoral se mantiene por debajo de su proporción en la población31.
Las razones, según el Pew Hispanic Center, son dos: la juventud y la calidad de no ciudadanos de parte importante de la población latina. Ganz y Keyssar coinciden en que las fallas estructurales de la democracia estadounidense, que en el pasado dejaron fuera a los afroamericanos y a las mujeres, se mantendrán en tensión en el futuro con los nuevos inmigrantes, por la resistencia de las elites políticas a incorporarlos en las decisiones electorales a pesar de su masiva presencia en el país. Eso, sumado a la incapacidad para hacer transformaciones radicales, probablemente seguirá atrayendo a las calles a los indignados con Wall Street, el sistema de salud o las políticas medioambientales. Su derecho a la libre expresión está garantizado. La pregunta abierta es cuánto podrán efectivamente influir en las decisiones políticas del país.
- 1. Alejandra Matus: periodista. Es máster en Administración Pública por la Universidad de Harvard.Palabras claves: democracia, derechos civiles, lobbying, Barack Obama, Estados Unidos.. «Alabama’s Shame», editorial, en The New York Times, 3/10/2011.
- 2. Erik Eckholm y Timothy Williams: «Anti-Wall Street Protests Spreading to Cities Large and Small» en The New York Times, 3/10/2011.
- 3. Alexander Keyssar, entrevista realizada por la autora, 22 de agosto de 2011.
- 4. Ibíd.
- 5. Ibíd.
- 6. Center for Responsive Politics: «Congressional Members’ Personal Wealth Expands Despite Sour National Economy» en OpenSecrets.org, www.opensecrets.org/news/2010/11/congressional-members-personal-weal.html, 17/11/2010.
- 7. Robert S. Erikson: «The Advantage of Incumbency in Congressional Elections» en Polity vol. 3 No 3, 1971, pp. 395-405; David R. Mayhew: «Congressional Elections: The Case of the Vanishing Marginals» en Polity vol. 6 Nº 3, primavera de 1974, pp. 295-317.
- 8. Para mayores referencias, v. R.S. Erikson: ob. cit.; Gary W. Cox y Scott Morgenstern: «The Increasing Advantage of Incumbency in the us States» en Legislative Studies Quarterly vol. 18 No 4, 11/1993, pp. 495-514.
- 9. Marshall Ganz, entrevista realizada por la autora, 25 de agosto de 2011.
- 10. A. Keyssar: The Right to Vote. The Contested History of Democracy in the United States, Basic Books, Nueva York, 2000, p. 11.
- 11. Capitalist Development and Democracy, The University of Chicago Press, Chicago, 1992, p. 70.
- 12. D. Rueschemeyer, E. Huber Stephens y J.D. Stephens: ob. cit., p. 10.
- 13. Entrevista, cit.
- 14. Ob. cit., p. 131.
- 15. Entrevista, cit.
- 16. «Democracia y nueva derecha» en Revista Mexicana de Sociología vol. 43, número extraordinario, 1981, pp. 1829-1846.
- 17. Ibíd.
- 18. Ibíd.
- 19. Entrevista, cit.
- 20. Entrevista, cit.
- 21. Ibíd.
- 22. Ibíd.
- 23. Ibíd.
- 24. Se estima que en cada elección unos cinco millones de estadounidenses no pueden votar porque han sido condenados por algún delito, aunque ya hayan cumplido sus penas. Esto desfavorece especialmente a las minorías étnicas y raciales desproporcionadamente representadas en las cárceles. Keyssar también considera las leyes que regulan la ciudadanía, cada vez más restrictivas, otra forma de mantener fuera del padrón electoral a los inmigrantes, particularmente a la población latina. Ver A. Keyssar: The Right to Vote, cit. y «Disenfranchised Americans» en America, 16/10/2006, www.americamagazine.org/content/article.cfm?article_id=5021.
- 25. En eeuu, las personas votan generalmente con su licencia de conducir pues no existe un servicio de identificación centralizado, como ocurre en la mayoría de las naciones latinoamericanas. La oposición a una cédula de identidad es bien arraigada en ese país y se relaciona con la desconfianza histórica hacia un Estado fuerte.
- 26. A. Keyssar: The Right to Vote, cit., p. 321.
- 27. Ganz, entrevista, cit.
- 28. Ibíd.
- 29. A. Keyssar, entrevista, cit.
- 30. Mark Hugo Lopez: «Latinos and the 2010 Elections: Strong Support for Democrats; Weak Voter Motivation», Pew Hispanic Center, 5/10/2010, http://pewhispanic.org/reports/report.php?ReportID=127.
- 31. M.H. Lopez: «The Latino Electorate in 2010: More Voters, More Non-Voters», Pew Hispanic Center, 26/4/2011, http://pewhispanic.org/reports/report.php?ReportID=141.